Viernes Santo (2008)

VIERNES SANTO

Retiro Semana Santa
CVX
2008

1.- Nuestra finitud

a) La finitud en Jesús

– Lo sorprendente de la Encarnación es que Dios nos ha salido al encuentro en un ser finito como Jesús de Nazaret, alguien capaz de crecer y de envejecer, de gozar, de sorprenderse y de indignarse, de reír y de llorar, alguien que tuvo que aprender para enseñar; que necesitó comer, dormir, ponerse a la sombra.

– Jesús resumió en su cuerpo la evolución de las especies: fue célula dotada de cromosomas, compartió la información genética de una humanidad con 4 o 7 millones de años sobre la tierra.

– A Jesús le costó la vida. Tuvo que ganársela. Aprendió una profesión y la ejerció. José le enseñó la carpintería. María le enseñó los límites de la vida y se los impuso.

– Jesús sufrió. No hizo teatro: no hizo como si sufriera para enseñarnos a sufrir. Sufrió hasta perder la conciencia. Sufrió el abandono y la más cruda de las soledades.

– Tuvo los mismos motivos para creer y no creer en Dios que los que tuvo su pueblo. Por eso fue representativo. Su anuncio del reino despertó expectativas mesiánicas.

– Creyó en Dios como no ha creído nadie. Ignoró el futuro y, cuando la pista se le puso cada vez más difícil, no pudo confiar más que en su Padre. En algún momento su fe solo significó “aguantar” hasta sudar gotas de sangre (Getsemaní).

– Jesús tuvo una vocación / misión a la que apostó su vida: el advenimiento del Reino de Dios. Pero tuvo que discernirla y ser fiel a ella paso a paso. Tuvo que inventar su realización.

– Su identidad divina hizo que fuera más hombre que ninguno: sensible, intuitivo, consciente de sus límites, experto para reconocer la tentación y sus peligros. Si no hubiera sido Dios, no habría sido tan humano. Porque tuvo una unidad completa con su Padre, aguantó ser hombre, solo hombre, perfectamente hombre.

– En la humanidad de Jesús descubrimos que el pecado es inhumano: Jesús compartió con nosotros todo, menos el ser pecador. Gracias a Jesús sabemos que el sufrimiento es anterior al pecado. Jesús sufrió, pero no pecó. Experimentó una consecuencia del pecado: el sufrimiento. Pero igual habría sufrido. Porque sufrir es condición del ser humano. Precisamente porque sufrimos es que pecamos, aunque no estamos obligados a hacerlo, como en el caso de “este hombre” se nos ha revelado. En Jesús sufriente, descubrimos que no estamos condenados a pecar ni al mal, si no una plenitud de humanidad que solo se consigue mediante una confianza y una unidad total con el Dios del amor. Jesús, como verdadero hombre, impotente e ignorante, nos enseñó que no hay que desesperar de nuestra propia humanidad, sino amarla con su finitud propia.

– Hay sufrimientos que no vienen del pecado. Es entonces que surge la pregunta: ¿quién tiene la culpa del dolor inocente? Si no fuera por Jesús, si no creyéramos que él que sufre es Dios, lo más fácil sería echarle la culpa al Creador y, por tanto, cuidarse de él. Llegamos así a la máxima de las paradojas: no es posible creer más que en un “crucificado”.

– Todos los descargos del mundo los podemos hacer contra Dios, porque no todos los sufrimientos son consecuencia del pecado, pero lo que resulta imposible es pedirle cuentas al “crucificado”. El es el representante del dolor inocente. A Cristo crucificado rezan los que tienen una buena razón para desesperar pero aguantan la tentación de no creer en Dios o de arreglárselas sin él.

– Jesús experimentó fuertemente la tentación porque sufrió hasta el extremo. Pero no pecó. El suyo es el sufrimiento de los inocentes.

b) Nuestros límites, caducidad y tentación

– La creación es una realidad finita. Dios es infinito, eterno y bueno. La creación también es naturalmente buena. Es el pecado del hombre que la ha desordenado o corrompido. Pero hay un tipo de corrupción que no proviene directamente del pecado. La podemos llamar finitud y que se manifiesta en un comenzar y un dejar de existir corporal o materialmente en el tiempo y el espacio.

– De esta finitud tomamos conciencia especialmente cuando vemos descomponerse, deteriorarse, enfermar y morir a los seres animados e inanimados. Por cierto el pecado incide muchas veces en el fracaso de la creación. Pero esta no fracasaría si no estuviera en ella el principio de su propia descomposición.

– Tomemos por ejemplo: los terremotos, las erupciones volcánicas, los huracanes, las sequías, las inundaciones, los fríos o calores imposibles de soportar. Estos fenómenos naturales normalmente arrasan con la vida de las especies vegetales y animales, y curiosamente favorecen también el surgimiento de nueva vida.

– La ciencia moderna ha podido conjurar una serie de males naturales. Por lo menos ha posibilitado protegerse de ellos. Pero la ciencia moderna tiene claramente el propósito de controlar la finitud de la naturaleza y, porque no decirlo, de la finitud en cuanto tal. ¿No es este uno de las virtudes y de los pecados de la modernidad?

– Se asoma ya aquí una causa de pecado. El pecado del hombre moderno consiste en no aceptar su finitud, lo que en términos teológicos equivale a no aceptar ser “criatura”, con lo cual desembocamos derechamente en el ateísmo: luchar por la vida y prosperar como si no hubiera Dios. Por más que nos consideremos cristianos y espirituales, en la medida que confiamos más en la ciencia que en Dios tendemos al ateísmo.

– A los occidentales cada vez nos cuesta más enfermar y morir como los animalitos, así no más, callados y sin drama. Por cierto que no somos meros animalitos y no podemos extinguirnos tan fácilmente. Los animales no tienen la sed de eternidad cuyo reverso es la angustia por esta vida. Pero, en cuanto “modernos”, carecemos de esa simpatía cósmica de que gozan los pueblos indígenas o campesinos. La ciencia nos ha hecho depender demasiado de nosotros mismos. Para cambiar el mundo no necesitamos a Dios. Nos desvinculamos de él. Además, para explotar el mundo también necesitamos desvincularnos del mundo: así lo haremos sin mala conciencia. Al rechazar nuestra condición de criaturas, al rechazar nuestra finitud, quedamos más solos. El desastre ecológico es prueba del divorcio del hombre con Dios y con el resto de la creación.

– La creación es finita. Somos finitos. Apreciar esta condición es un modo de reconocer que Dios es Dios, que a él y solo a él le debemos la vida. ¿Acaso no debiera consistir en esto y nada más la vida espiritual? Vivir como si fuéramos criaturas, en constante acción de gracias. ¡Bastaría!

– No extraña, por lo mismo, que a veces queramos morir. Sufrimos y no queremos sufrir más. Hay ancianos que piden morir. ¿Por qué no? No están despreciando la vida: simplemente están queriendo que se cumpla en ellos una posibilidad inscrita en su carne.

– Algo parecido ocurre con las enfermedades. Nos cuesta estar enfermos porque nuestra relación con nuestro cuerpo está mal ajustada. Creemos ser algo distinto de nuestro cuerpo. Tenemos una impresión de infinitud que se lleva mal con ese cuerpo que nos recuerda que no somos inmortales. Pero cabe la posibilidad de tomarse a bien la enfermedad y decir, por ejemplo, “soy un cuerpo que ama y que sufre”. ¿No pudiera ser la enfermedad una ocasión de agradecer a Dios la vida?

– El mundo es una organización “atómica”, “celular”. El hombre tiene un código genético. El genoma humano permitirá intervenir en nuestro “soma” para evitarnos el sufrimiento y, quien sabe, para alcanzar la perpetuidad. ¿Cuántos años vivirán las generaciones en 100 años más? Pero, por más que vivamos no por ello nos acercaremos más a Dios y, por tanto, seremos más felices.

– Esta situación de finitud-fragilidad y vocación a la infinitud-omnipotencia, es ocasión de pecado. Estamos llamados a “poder”, pero solo podremos si Dios puede en nosotros. Sin Dios, querremos superar nuestra condición, pero fracasaremos.

Instrucciones de oración

– Getsemaní (Lc 22, 39-46): contemplación del “hombre”.

– Preguntas:

– ¿Cuáles son los límites o sufrimientos de la vida que me “tientan” o dificultan creen en Dios?

– ¿Cuál es mi relación con mi cuerpo? ¿con la naturaleza?

– ¿Quiénes son mis enfermos y mis muertos? ¿Mis “muertes”?

2.- El Pecado

a) Jesús, víctima del pecado

– En Jesús se nos ha revelado “el hombre” y “Dios”.

– En la plenitud de humanidad de Jesús se revela que el pecado no es constitutivo nuestro; sino exactamente lo contrario: el principio de la ruina de nuestra humanidad. En la plenitud de la humanidad de Jesús se revela quién es Dios: el Amor que es factor de humanización y de reparación de la deshumanización.

– En Jesús se revela la inocencia y la culpa. En su cuerpo crucificado conocemos un tipo de sufrimiento capaz de redimir la culpa del que lo causa; el sufrimiento del inocente, el Cordero, que quita el pecado del mundo porque carga con el pecado del mundo. Jesús comparte nuestra humanidad hasta el colmo del sufrimiento y del pecado; del pecado como víctima capaz de amar y perdonar a sus victimarios. Nadie ha sido más libre que Jesús: ama a los que lo odian a él y a los suyos. Nadie ha sido más hombre que Jesús, porque la medida del hombre es el perdón. “Dime cuánto perdonas y te diré quién eres”.

– Podemos contemplar a Jesús torturado y muerto en cruz. San Juan juega a la paradoja y a veces con la ironía.
o Jesús, que no parece hombre, es “el hombre”.
o La corona de espinas es la corona del “rey de los judíos”.
o San Juan juega con la imagen de Jesús sometido a juicio. Los jueces juzgan culpable al inocente Pero él, el inocente, como un juez que ejerce su trabajo sentado, juzga a sus acusadores.

– Jesús crucificado “grita” antes de morir y muere. El cristianismo es una religión extraña. Pide creer en un “hombre crucificado”. Creer en un hombre es difícil y, en definitiva, imposible. El hombre en cuanto ser mortal no es “confiable”. Creer en un hombre crucificado parece de locos. Parece, pero no lo es del todo. Parece de locos, porque el crucificado representa al fracasado, al que no puede probar que tiene razón alguna. Sin embargo, en la confianza en el hombre coherente hasta la muerte, en el hombre que respalda con su cuerpo su propia fe y la pasión de su vida, está el fundamento de la ética y de la fe en Dios.

– Jesús representa a las víctimas de un mal atribuible a la libertad humana. Las víctimas inocentes solo podrían creer en alguien que ha pasado por lo que ellas han pasado. La solidaridad es el principio de la ética. Pero, además, el hombre que grita a Dios y muere sin ser escuchado, se convierte en el representante de tantos seres humanos que han pasado por lo mismo. Puede sernos difícil creer en Dios, pero si se trata de creer solo sería posible hacerlo en el Dios en el que Jesús creyó y a cuya voluntad consagró su vida hasta la muerte.

– Hay que mirar a Jesús crucificado y gritando a Dios, hasta comprender que Dios, si hay Dios, no salva sino a través de la pasión y muerte de Jesús.

b) Nuestro pecado

– Dios nos ha creado “sufridores”, pero no “pecadores”. Sufrimos porque somos seres humanos, pero también porque somos inhumanos unos con otros.

– En concreto, sin embargo, resulta muy difícil saber si lo que se sufrimos se debe a lo uno o a lo otro. Lo que no podemos descartar es que suframos a causa del pecado o que a causa del pecado suframos como sufrimos.

– Al nivel más profundo de nuestro ser, nivel que solo Dios conoce, nunca sabremos si somos o no pecadores: nos perdemos en el discernimiento de los motivos de nuestras acciones. ¿Qué fue primero? ¿El trauma, el miedo, el carácter, la ansiedad o la acción intencionalmente mala? Pero el mal del mundo y la sabiduría judeo-cristiana señala que su origen es la libertad humana y no la de Dios. La fe consiste en creer que Dios es bueno. Pero hemos de reconocer que hay un mysterium iniquitatis que antecede y supera con creces nuestra responsabilidad individual.

– De la mística proviene un dato importante: los santos tienen una fina conciencia de su pecado: Ignacio de Loyola, Hurtado, Teresa de los Andes. La mística consiste en la unión con Dios. La unión con Dios nos hace alcanzar la plenitud de nuestra humanidad. A más Dios más humanidad. Y, paradójicamente, la unión con Dios en los santos les hace reconocer su inadecuación con su prójimo. La conciencia del pecado es una gracia que se activa en los que descubren que Dios los ama y los perdona. ¿Qué es primero? ¿La conciencia del pecado o la conciencia del amor perdonador de Dios? Hemos de creer que Dios tiene la iniciativa de la conversión, pero esta no ocurre sin que nosotros queramos ver y veamos.

– ¿Cómo seguir el camino que los santos nos han abiertos? Una pista clave es la contemplación del crucificado. San Ignacio nos pone ante él y nos hacer preguntarnos: “imaginando a Cristo nuestro Señor delante y puesto en Cruz, hacer un coloquio, cómo de Criador es venido a hacerse hombre, y de vida eterna a muerte temporal, y así a morir por mis pecados. Otro tanto mirando a mí mismo, lo que he hecho por Cristo, lo que hago por Cristo, lo que debo hacer por Cristo, y así viéndole tal, y así colgado en la cruz, discurrir por lo que se ofreciere” (EE.53)

– Hurtado nos ofrece otra pista: “El pobre es Cristo”. La contemplación del pobre debiera llevarnos al Cristo que humillamos y que, a la vez, nos salva. El pobre es pobre porque yo soy rico: la sociedad está económica, social, política y culturalmente organizada de un modo injusto. Hay una anterioridad del mal a nuestro propio nacimiento. Nacemos en un lugar determinado de la trama social, y funcionamos de acuerdo al papel que se nos asignó.

– También Aparecida nos ofrece esta pista: contemplar en Cristo el rostro de tantos pobres latinoamericanos; y contemplar en estos el rostro de Cristo. Las enumeraciones no parecen terminar: “los migrantes, las víctimas de la violencia, desplazados y refugiados, víctimas del tráfico de personas y secuestros, desaparecidos, enfermos de HIV y de enfermedades endémicas, tóxicodependientes, adultos mayores, niños y niñas que son víctimas de la prostitución, pornografía y violencia o del trabajo infantil, mujeres maltratadas, víctimas de la exclusión y del tráfico para la explotación sexual, personas con capacidades diferentes, grandes grupos de desempleados/as, los excluidos por el analfabetismo tecnológico, las personas que viven en la calle de las grandes urbes, los indígenas y afrodescendientes, campesinos sin tierra y los mineros.” . En adelante el documento llama la atención particularmente sobre las personas que viven en la calle en las grandes urbes, los migrantes, los enfermos, los adictos dependientes y los detenidos en las cárceles .

– La última pista la debiera sugerir cada uno de nosotros a los demás. También nosotros debiéramos indicar a los demás dónde encontrar hoy al Cristo crucificado, el Cristo víctima de nuestro pecado y nuestro liberador. ¿Cómo trasparentamos el misterio pascual de Cristo, su muerte y su resurrección?

Instrucciones de oración

Mc 15, 23-37: Contemplar a Cristo crucificado.

Ignacio: “imaginando a Cristo nuestro Señor delante y puesto en Cruz, hacer un coloquio, cómo de Criador es venido a hacerse hombre, y de vida eterna a muerte temporal, y así a morir por mis pecados. Otro tanto mirando a mí mismo, lo que he hecho por Cristo, lo que hago por Cristo, lo que debo hacer por Cristo, y así viéndole tal, y así colgado en la cruz, discurrir por lo que se ofreciere” (EE.53)

Preguntas:

– ¿Quiénes son mis pobres? (“Pobre” es un concepto análogo. Hay muchas maneras de ser pobre).

– ¿Los pobres que son pobre “por mí” (por causa mía) y “para mí” (en mi favor)?

– ¿Los pobres que crucifiqué y que me redimen con su inocencia?

– ¿Para quiénes soy yo el pobre?, ¿el pobre herido por su prójimo y capaz, por tanto, de perdonarlo?

– ¿Con quiénes cargo y quiénes cargan conmigo?

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