Tríptico pascual

Cada día del triduo pascual tiene un sentido particular, pero relacionado estrechamente con el sentido de los otros días. Unos días están dentro de los otros, pero diferenciándose, explicándose recíprocamente en su propia originalidad.

El Misterio Pascual es inagotable, pero sería ininteligible si no tuviera que ver con nuestra vida concreta porque Cristo continúa en la historia y también en nuestras pequeñas vidas, orientándonos por los laberintos del reino, muriendo y resucitando, cargando con nosotros y a pesar nuestro.

Ofrezco aquí un tríptico pascual: tres imágenes, tres tiempos de la eternidad que fecunda esta vida ligera nuestra, dolorosa casi siempre y tenaz como la esperanza que la alienta.

Viernes Santo: no hay castigo divino

“Si te portas mal, Dios te va a castigar”. Más de alguna vez se ha oído esta amenaza en boca de una mamá. ¡Tremendo, pero sí! No es que la mamá le quiera un mal a su hijo. El niño nació el día más feliz de su vida. Ella ama a su hijo y lo va educando como puede. Si no lo hiciera, tarde o temprano el hijo sería devorado por la vida porque la vida pide disciplina, modales y moral. Se dirá que tal vez la madre no está tan preocupada por el futuro del niño, sino agotada de él. El chiquillo friega y friega, no hay cómo tenerlo tranquilo. Sea lo que sea, Dios es invocado en esta causa. La madre mete miedo al hijo con Dios. No quisiera hacerlo así. Pero el hijo se hace la idea de que Dios es de temer. “Castiga, pero no a palos”, le oirá en otra ocasión. ¿Con una enfermedad, con un tropezón…?

El hijo viene llorando a sus brazos. Se cayó en la vereda y se rasmilló las rodillas. La madre le enseña a aprender. Enojada dice al niño: “no viste, Dios te castigó”. El párvulo le cree: la madre es buena, lo cuida cuando se enferma. Ella sabe, ella adivina qué le va a suceder. Y piensa que Dios, tan poderoso, puede poner orden en el momento menos pensado. Nuevamente la madre, sin quererlo directamente, le ha hecho entender que el orden, las cosas como tienen que ser, la ley, son más importantes que Dios.

Pero, ¿es el orden más importante que Dios? Tantas veces la educación religiosa trasmite la misma idea: Dios está para garantizar la observancia de los mandamientos. Así entra en el alma del infante un “dios” que lo ama, que lo protege, que, como su madre, a veces premia y a veces castiga. Porque este “dios”, como ella, tiene paciencia pero no ilimitada. Tampoco él puede arreglar las cosas solo por las buenas.

La experiencia que Jesús tuvo de Dios fue muy distinta. Tuvo tal seguridad en el amor de su Padre que, actuando con confianza y libertad, terminó por desestabilizar a las autoridades religiosas de su tiempo y el edificio completo de preceptos, prohibiciones y sanciones que estas habían levantado para administrar el perdón de Dios. Jesús conoció muy bien su propia religión. Fue un fiel observante. Un judío hecho y derecho. Nadie como él ha creído en la bondad de Dios. Nunca un hombre tuvo menos miedo a Dios. Todo esto porque interpretó la Ley según su espíritu, el Espíritu del Dios del amor. El amor de su Padre lo puso entre dos fidelidades: la lealtad hacia las legítimas autoridades de Israel y los israelitas comunes como él. El Sanedrín, tironeado entre el pueblo y los romanos, vio en la libertad de Jesús una amenaza mayor al orden constituido. Juzgó prudentemente. Lo eliminó.

En Viernes Santo contemplamos en Cristo crucificado a un inocente. Parece culpable, un azotado de Dios. Pero no hizo mal a nadie. Dios no lo castigó por sus pecados. Tampoco lo castigó por los pecados de la humanidad. A Jesús lo asesinaron los hombres temerosos de otros hombres y temerosos de “dios”. Temieron perder poder y los asustó el poder. Aquellos fariseos, saduceos, oficiales romanos, semejantes a los cristianos militantes de hoy que atemorizan a los demás para “salvarlos”, ellos fueron. Los conocemos, nos reconocemos en ellos: cuando el prójimo representa algún tipo de amenaza a “nuestro orden” rápidamente buscamos una buena razón –y qué razón mejor que su propio bien- para censurarlo. El Padre de Jesús, en cambio, no mueve la vida humana con amenazas. Lo hace con amor. Con el amor de Jesús que nos gana con su entrega completa, indefensa y dolorosa.

Ahí está: crucificado, expuesto a la risa y a la compasión. Allí lo pusieron los señores del miedo para aterrarnos. Y a veces lo logran. Pero por lo mismo, al contemplarlo en la cruz, se abre además la posibilidad de comprender que donde hay un hombre que parece culpable, a menudo hay un inocente. Dios no ha necesitado que le crucifiquen a un ser humano, y menos a su Hijo, para enseñar, para perdonar o restituir el orden, la ley y las buenas costumbres. Es una barbaridad que alguna vez se lo haya creído. ¡Que se lo haya agradecido! Dios Padre no se complació con la muerte de su Hijo. Privándose de “meter mano” en los acontecimientos y rescatarlo de la cruz, renunciándolo, nos reveló que ni siquiera el asesinato de su Hijo lo obliga a la venganza o a buscar culpables en los que desquitarse. Por el contrario, en la cruz se nos reveló que la inocencia existe, que el pecado mata y que el perdón, el verdadero perdón, es gratuito. Desde que el Padre resucitó a Jesús, Dios nos pertenece, porque a él, y solo a él pertenecen los inocentes y también los culpables.

El Dios de Jesús no castiga. No lo necesita. Solo sana. Solo repara. Comprende las dificultades que nos impone la vida para educarnos a vivir juntos. Comprende, entre otras cosas, que las madres pierdan la paciencia. Un día las acogerá en sus brazos, disipará sus temores, les recordará que sus dolores no fueron inútiles y escuchará sus descargas contra el marido, el trabajo, los hijos y su imposibilidad de ser mejores.

Sábado Santo: sentimientos encontrados

A quién no le ha ocurrido. Fuimos al cementerio. No era una persona cualquiera. Si no, habríamos asistido a la misa y punto. Pero no podíamos no acompañar a alguien que quisimos tanto, que le debemos mucho. Y en la procesión hacia la tumba nos encontramos con los demás amigos que en otro tiempo, con el muerto, hicimos un camino juntos. Ahora caminamos unos con otros, para despedir a una persona que se lleva un pedazo feliz de una historia irrepetible. Nos miramos, nos da pena. Pero también nos da alegría encontrarnos después de años. Nos miramos de nuevo: nos conocemos y nos desconocemos. Y de vuelta del entierro, ya no en procesión, comenzamos a reír de esto y aquello. Reímos con un dejo de culpa. No hemos salido aún del cementerio. Todavía estamos en un funeral. Y, sin embargo, las anécdotas, el cariño, algo que solo los amigos entendemos por qué, nos llena de alegría y reímos cada vez más a pesar de la circunstancia.

También nos ha sucedido, en la dirección emocional contraria, que nos encontramos en un matrimonio, en una fiesta donde las caras largas no se toleran, pero en ese mismo momento una pena, una preocupación, nos tuvo desconcentrados. Había que estar contentos. ¡Quién no merece una celebración, habiendo tanto sacrificio! Pero el niño en cama en la casa no nos dejó tranquilos. Se había caído en la calle. Quedó asustado. Nos impidió gozar como se goza en un banquete. Quisimos que sirvieran luego el “segundo”. Dijimos irritados: “¿No podrían apurarse con el postre?”. Es que era imperioso aprovechar la fiesta y, sobre todo, volver pronto a acompañar al niño que, aunque no estaba grave, seguramente necesitaría el cariño que solo la mamá podía darle.

Hay situaciones en la vida en que nos hallamos entre la alegría y la pena. Son momentos de especial seriedad. Como si solo entonces hiciéramos contacto con la totalidad de la realidad. La vida tiene de dulce y de agraz. En esas circunstancias no podemos celebrar olvidando a la gente que queremos y que lo está pasando mal. Y, al revés, seríamos inauténticos si solidarizáramos con ellos, si compartiéramos su dolor, renegando de las alegrías de la vida.

Jesús, como un muerto más, inocente para unos, culpable para otros, descendió al fondo de la tierra para solidarizar con los muertos. A ellos, justos y pecadores, muerto y bien muerto, fue a anunciar la salvación. El Sábado Santo es día de silencio, un día largo, pesado, arduo. Porque ese día Cristo entristeció a los vivos con su muerte y alegró a los muertos con su vida. No es raro que después del Viernes y antes del Domingo los bautizados en Cristo experimentemos una incomodidad sin par. La tristeza del viernes nos persigue. Todavía nos duele la cruz. Pero la esperanza de la pascua avanza en nuestro ánimo como el sol que se abre paso en la niebla. No podemos olvidar así no más a tantas personas enfermas, cesantes, separadas, abandonadas y comidas por la depresión. Pero tampoco podríamos salvarlas con nuestra pura pena por ellas. A estas también debemos darles la fuerza, contagiarles esa esperanza que de bautizados a bautizados nos hemos transmitido desde al resurrección de Jesús en adelante.

Un sábado Cristo descendió a los infiernos porque solo un muerto solidario con los muertos pudo comunicar a ellos una razón de esperanza. Este día el Hijo de Dios completó la encarnación. Nunca fue más hombre que cuando dejó de ser hombre. Nunca la humanidad experimentó a Dios tan cercano. Jamás Dios reclamó tanta autoridad como el sábado que Jesús dejó incluso de sangrar. No habrá otro día en lo que queda de historia, en que el poder de Dios nos asuste menos y más merezca fe.

Los cristianos en Sábado Santo hacemos nuestra la pena ajena porque así, solo así, los amigos podemos comunicarnos la esperanza que nos alegra y, al mismo tiempo, tomarnos la vida en serio.

Domingo de Pascua: anticipos de la resurrección

Nació una niña. El parto fue doloroso como todos. Nació una niña y todas las penas del embarazo y del alumbramiento quedaron atrás. No serán olvidadas, pero la alegría por la criatura llena de eternidad el alma de la madre. Nunca pensó que las molestias y el dolor serían tan menores en comparación… Es el día más feliz de su vida. Ha sido sorprendida por una maravilla imposible de calcular. Sabía de depresiones post-parto, de mujeres que han debido contentarse con el crecimiento de sus hijos después, superada ya la angustia atroz de los días de la lactancia. No fue su caso.

La niña es indicio de algo más. El papá la mira y no puede creerlo. Tan suya, tan ajena. No ha hecho nada mejor en su vida, pero él no tuvo que ver con el milagro. Sabe que esta vida, vida de su vida, no se debe en realidad a sus deseos o a su decisión. Lo felicitan porque se le parece. Se alegra. La niña le pertenece. Se la merece. ¡No se la merece! Esta vida como su propia vida, nunca lo había experimentado tan fuertemente, no es propiedad suya. Y continúa sus cavilaciones: “¿quién nos pertenece?, ¿a quién pertenecemos?” En este nacimiento se ha anticipado de un golpe el misterio de la proveniencia y de la vocación. Vendrán días peores, pero no es el momento de pensar en ellos. Un día la adolescente le dirá al papá “no te metas en mi vida”. Le dolerá como si para castigar su afán controlador lo fusilaran. Porque es inherente al misterio aparecer y esconderse. Pero el misterio ha comparecido inesperadamente y con tal fuerza que, si los padres renuncian a la hija, si la agradecen en vez de apropiársela, el mismo misterio les dará la fuerza para criarla y adiestrarla en el amor, y en amar la vida eterna.

El triduo santo se asemeja a un nuevo nacimiento. El Misterio Pascual se cumple en Jesús y se cumple también en los cristianos como una vuelta a la vida, mejor dicho como una vida nueva, una vida de otro orden, superior a la vida corriente.

En el caso de Jesús su muerte equivale a los dolores del parto. Su mismo paso corporal a través del túnel de la muerte, se parece al niño expulsado a un mundo mejor. Su resurrección es tan suya como ajena. Le ocurre a él. Pero no se debe a él. Su Padre lo resucita. No habría podido resucitar solo porque los muertos están muertos, ni duermen ni descansan en paz. Jesús resucitó como murió: en dependencia absoluta de su Padre y de los hombres con quienes su Padre lo compartió. Nada fue suyo que no le fuera expropiado. En él apareció y se ocultó hasta el abismo infernal el misterio último de la vida, el misterio del amor que, por medio del despojo de sí, con su vulnerabilidad, prevalece contra las fuerzas de la noche que se apoderan del mundo. Su Padre rehabilitó a Jesús. Su Hijo no vino al mundo en vano. Su proclamación de un perdón incondicional, su interés genuino y desinteresado por los miserables, el reino en suma, no dependía de él, pero sin su dolor y su muerte no habría llegado tampoco. Su amor a los pobres y a los pecadores fue indicio del reino de los cielos. Algo que ni siquiera él pudo controlar a su antojo.

El Misterio Pascual atañe igualmente a los cristianos. Su celebración anticipa este “algo” que nos recuerda que somos infinitamente “más” de lo que merecemos. Tampoco los cristianos nos la podemos con la vida. Nos castigamos para corregirnos. Oscilamos sin tregua entre la fiesta y el funeral. ¿Resurrección? ¿Resucitaremos? Tal vez nos quede grande una esperanza así. Raro sería que la comprendiéramos mejor que Jesús en su tiempo. Algunos probablemente han sido dotados de una poderosa convicción de la vida eterna. A los demás bastarán algunos indicios. La gracia está en vivir conforme a ellos. En realidad no se necesita más. Porque no es más importante creer en el amor que amar, ni creer en la eternidad que sacrificarse por los demás como si estos fueran lo único que importa. En Semana Santa los cristianos celebramos la muerte de Cristo porque pertenecemos al resucitado y celebramos su resurrección, porque no podemos olvidar que hemos sufrido más de lo que podíamos soportar y para recordar que fuimos perdonados.

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