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Campus Oriente

Hay otro tema que tiene que ver con el Campus Oriente. Es el de la política en la UC. El homenaje a Jaime Guzmán funado por los alumnos de la Católica fue político. Fue un homenaje político a un político en una universidad católica. Este es otro tema que también hace pensar. Aquí simplemente lo enuncio.

Como universidad católica que es, la UC tiene una vocación de servicio público. Sería ingenuo, por tanto, pensar que la política no puede entrar en la universidad. La Católica, en la medida que reconozca el valor del pluralismo, del diálogo y de la crítica, tiene que admitir en ella misma la política, so pena de ofrecer un aporte muy pobre al país.

El caso es que quienes recordaban a Jaime Guzmán, académico y político, son los mismos que en dictadura no toleraban ninguna expresión política en la universidad. Eran gremialistas quienes esos años recurrieron a la violencia, en ese mismo Campus, en contra de los alumnos de Teología que protestaba contra Pinochet. Lo vi. Yo estaba allí. Lo que esos años ocurrió y lo que ocurrió la semana pasada, no puede ser visto como un arreglo de cuentas. La violencia debiera ser ajena a la universidad y a la política. Lo que está pendiente en la UC, y los integrantes de ella debemos reconocerlo, es una re-politización de una universidad católica.

¿Debe ser «política» una universidad católica? Por cierto, de lo contrario podría ser un centro de formación profesional u otra cosa. Una universidad, para ser católica, tiene necesariamente que articular Fe y Razón, Fe y Cultura, y Fe y Justicia, dimensiones estas de aquella verdad que la universidad busca bajo el título de Bien común. Bien común que los políticos procuran como representantes primeros de la sociedad, pero que también requiere de mentes universitarias abiertas, serenas, dialogantes, críticas y autocríticas que, en contacto y tomando partido por lo que está en juego en la sociedad, deben contribuir con ideas. Esto que es común a toda universidad, es particularmente «católico». Así al menos en teoría…

La UC ha logrado reconfigurar su talante político entre los estudiantes, mucho más que entre los académicos. La FEUC hace ya años que admite otras combinaciones de ideas que las que les ofrecen los partidos políticos. Entre los académicos no ocurre lo mismo. Está pendiente.

¿Qué hacer?

Inscripción automática, voto obligatorio

Cuestión cultural

1.- La liberación absoluta del voto representa un paso atrás con la cultura cívica de los chilenos. La cultura cívica chilena nos hace responsables de “todos”, del país en su conjunto. Este modo de ver las cosas se opone directamente a la posibilidad de que cada uno vote en vista de sus propios intereses. La liberación absoluta del voto representa una claudicación a la mejor  tradición política de los chilenos. La liberación absoluta del voto convierte a Chile en un país de voluntarios.

2.- Esto tiene para los católicos una especial relevancia. El principio rector del pensamiento social cristiano es la búsqueda del bien común. La responsabilidad política de los cristianos consiste en procurar el bien de todos no como la suma de los intereses particulares, sino como articulación política de un bienestar que debe alcanzar en primer lugar a los más pobres. La flojera o la desidia con el bien común y con los más pobres son inadmisibles. Estas deben ser contrarrestadas, en algún grado, con algún tipo de coerción política.

3.- La liberación absoluta del voto abre las  puertas a la antigua lacra moral del cohecho. Se dice que los políticos deben tentar a los potenciales votantes con ofertas políticas interesantes. Esto siempre ha sido así, y debe continuar siéndolo. Pero lo que en la práctica probablemente suceda  es que se incentivará el voto con “premios”. Esta posibilidad profundizará la más grave de las amenazas a la vida en común que constituye hoy el consumismo y la “mercantilización” de la vida. Esta representa una claudicación de la política al neoliberalismo rampante y que juega a favor de quienes tienen más dinero. Los votos los “comprarán” lo que tengan con qué hacerlo.

Salidas posibles

1.- Es necesario interpretar el espíritu del constitucionalista. El cambio constitucional introducido tiene por objeto ampliar el padrón electoral, sin lo cual el país en su conjunto queda expuesto a ingobernabilidad. Es decir, la Constitución procura fortalecer políticamente a Chile.

2.- La inscripción automática parece una ayuda razonable, pero no la liberación del voto. La obligación de votar, en principio, expresa la necesidad de que los chilenos se hagan responsables con el país en cuanto un todo. Pero, aun como mal menor, queda la posibilidad de ejercerse la voluntariedad del voto de un modo activo. Una figura posible, entre otras, es la “desafiliación voluntaria”: a) quien no quiere votar, que se desafilie apersonándose donde corresponda o simplemente por Internet (esto haría menos irritante la obligación); b) quien no se desafilia ni tampoco vota, debe pagar la multa que corresponda. Una liberación relativa del voto constituye una manera sensata de interpretar la voluntad de legislador. El voto voluntario, así, se ejerce haciendo algo y no dejando de hacerlo. Un mínimo de responsabilidad es necesario.

Los jóvenes "la llevan"

Lo que ha está ocurriendo es impresionante. Presentimos que lo es. Porque en buena medida no sabemos qué está sucediendo. Pero, como todo hecho histórico extraordinario, no se sabe dónde irá a parar. La historia chilena a estas alturas puede dar un gran salto adelante, pero también puede atascarse o involucionar a niveles penosos de deshumanización. Se ha dado. Así son las crisis importantes, en las vidas de las personas y en las de los pueblos. Los que han podido vivir a fondo una crisis, podrán ver estos acontecimientos con cautela, incluso con preocupación, pero sobre todo con serenidad y esperanza. El movimiento estudiantil, lo confieso, me llena de esperanza.

Sin ser experto en análisis socio-políticos advierto que son los jóvenes quienes predominan y, vaticino, prevalecerán. El futuro de Chile, en estos momentos, depende sobre todo de ellos. No solo de ellos. Pero contra ellos no se hará nada. Se traspasó el punto del “no retorno”. Los mayores, las personas más experimentadas de nuestra sociedad y nuestra clase política ayudarán a encauzar el futuro, queremos que lo hagan, pero el entusiasmo, la rabia y la porfía le pertenecen a la nueva generación. Ella, y no el gobierno, no la institucionalidad que contuvo por años un consenso social que nadie debiera fácilmente despreciar, ella es la que tiene la “sartén por el mango”. Son los jóvenes quienes han logrado catalizar las fuerzas políticas vivas del país, gozan de enorme simpatía en la ciudadanía y no aceptarán imposiciones de derecho o de hecho. Es una generación formidable. Brilla por su autenticidad. ¿O es esta un espejismo? ¿Un Wishful thinking?

Puede ser que las apariencias engañen. Puede ser que, a fin de cuentas, termine primando la lógica que en esta época atribuye dignidad y respeto a las personas: el consumo. El mercado ha hecho de todos nosotros “consumidores”. Lo que hoy da identidad, es poder comprar, ganar para comprar, encalillarse para comprar. Consumir. Es fácil engañarse. Puede ser que esta generación no sea, en realidad, lo generosa e idealista que quiere hacernos creer que es. Puede ser que se trate de consumidores de educación agobiados por la deuda contraída. ¿Y sus padres? ¿Están los papás pensando en la educación chilena o solo en “su hijo/a”? Esta puede muy bien ser una “revolución de los consumidores”. ¿De los aprovechadores…? Sería lamentable. Sería muy triste que los estudiantes fueran, al fin y al cabo, una generación individualista y oportunista. ¿No pudiera ser su demanda de educación universitaria gratuita un reclamo sectorial, que ellos estarían dispuestos a sostener aun a costa de recursos que debieran, en primer lugar, ir a la educación básica y secundaria? ¿No querrán perder la oportunidad de convertirse en el 10% de la capa social más rica del país, los profesionales, a costa de recaudaciones de impuestos que podrían financiar escuelas y liceos miserables?

Pero no hay que atacar al consumo así no más. El consumo también es cauce de expectativas muy legítimas. ¿Quién no quisiera adquirir un refrigerador? ¿Una lavadora? Es legítimo comprar un auto. ¿Lo es cobrar por educación? No es ilegítimo querer pagar por ella. ¡Salvar a un hijo de la educación municipal mediante el co-pago…! Aun en el caso que fuera legítimo que haya instituciones que cobren por educar, hay poderosas razones para pensar que la causa de los jóvenes es justa. En la “selva” de la educación universitaria chilena -diversidad de calidad y de precios, intereses bajos para los más ricos y altos para los más pobres, inversiones gigantes de universidades piratas, altísima inversión en marketing para encarar la feroz competencia por alumnos (marketing que termina siendo pagado por los mismos alumnos), instituciones tradicionales (no tradicionales), locales (no locales), estatales (con negocios privados), privadas con o sin investigación, y con o sin sentido de bien común, etc.-, los estudiantes piden fin al lucro, piden calidad y piden gratuidad. Piden igualdad de posibilidades, tras años de discursos políticos pro crecimiento. Crecimiento, crecimiento…, la igualdad se conseguiría por rebalse. Voces disidentes lo advirtieron: la desigualdad sostenida a lo largo de los años se convertiría en una bomba de tiempo. Los jóvenes claman contra un modelo de desarrollo cuya injusticia se manifiesta en otros ámbitos (trato a los mapuches, negocios del retail, colusión de farmacias, pesqueras y productoras de pollos, estragos en el medio-ambiente…). El problema no es propiamente el consumo. Es una institucionalidad que ha interiorizado una mentalidad mercantil en el plano de la educación, y también en otros planos, provocando una reacción alérgica y una enorme desconfianza contra los representantes del mercado.

Esto es lo que el gobierno no ha podido entender, poniendo en juego la gobernabilidad del país. El gobierno negocia, gobierna poco. Va de pirueta en pirueta. No comprende. Carece de las skills emotivas, vitales y circunstanciales para darse cuenta de lo que ocurre. Acusa a la dirigencia estudiantil de ultra, sin darse cuenta de que ha perdido autoridad y puede perder el poder. No percibe que lo que tiene delante de los ojos puede no ser una mera revolución de consumidores, sino también un cambio de mentalidad política y, no hay que descartar, una revolución a secas.

Creo que la demanda estudiantil es justa. Se dirá que es desmesurada. Se dirá que a los jóvenes también los anima el consumismo, el oportunismo, el revanchismo social, la irresponsabilidad adolescente o el ánimo de divertimento. No sería raro que estemos ante una mixtura. Las cosas humanas son así. El asunto hoy es sumarse al curso más noble del proceso. Entenderá, el que se comprometa con él. Si se crea una institucionalidad justa, y prospera la justicia, los demás asuntos que nos inquietan terminarán por ordenarse solos.

Somos ciudadanos y somos consumistas. ¿Qué ha de primar? Si me preguntan, quisiera que los chilenos fueran ciudadanos, personas capaces de pensar en clave de “país”, sensibles a las legítimas expectativas de todos. Este es el asunto principal: una re-politización de Chile, pues la política, la institucionalidad, los partidos y nuestros políticos, en estos momentos, no son capaces de contener demandas justas de participación en los bienes que nos pertenecen a todos. Este es, creo, el asunto. No hay que perderse. No hay que distraerse con los episodios de violencia, los encapuchados o los semáforos arrancados de cuajo.

El asunto –quisiera que fuera así, lo reconozco- es algo notable: despunta una generación joven de ciudadanos, una nueva generación política. Estos jóvenes luchan por “causas”. ¿Puede haber algo más extraordinario? ¿Puede el país tener una alegría mayor que saber que su descendencia está a la altura de la historia? ¿Que siendo meros estudiantes se embarcan en la ciudadanía y, remos que van, remos que vienen, aprenden a navegar?

Hasta hace poco el chileno medio y bien nacido lamentaba que las nuevas generaciones no quisieran inscribirse en los registros electorales para votar. ¡Gran tristeza para un país que tiene orgullo político! ¿A qué nos conduciría una generación abúlica, individualista, egoísta y hedonista? A la desintegración, sin dudarlo. Pero, ¿no era este desgano total de los jóvenes con lo electoral el antecedente exacto de un despertar arrolladoramente político? He oído de los líderes estudiantiles que luchan ya no por ellos (a punto de egresar), sino por “sus hijos”. Les creo. Creo, quiero creer, que la indiferencia política juvenil de hace poco es la contratara del extraordinario compromiso con el futuro de Chile y la alegría en la que hoy los jóvenes se reconocen a sí mismos. Espero que los jóvenes voten en las próximas elecciones. ¡Voten lo que crean en conciencia que es lo mejor para el país! Voten, y no se dejen llevar por los sectores anarcos que prefieren hacer saltar el sistema. Los “monos” ciertamente no votarán. Los “monos” y los papás que con su voto solo piensan en el bien de “su hijo/a”, pueden erosionan la democracia.

Lo que tenemos delante de los ojos es el dramático surgimiento de una nueva generación política. No sabemos si tendrá suficiente fuerza para prevalecer. Si se abrirá paso en la maraña de una clase política que ha perdido el norte ético, el individualismo consumista de alumnos y apoderados, el ánimo de vendetta social de los sectores anarquistas, o sucumbirá en el camino. Mucho dependerá de la sensatez de los mismos jóvenes para buscar las mejores ayudas para su propia organización y del diálogo, comenzando por la ayuda de los mayores que han terminado por encontrarles la razón. Casi todo dependerá de los jóvenes. Los vientos soplan en favor de sus velas.

Espero que los partidos, las coaliciones y el gobierno tengan la inteligencia para entenderlo, y hagan lo que les corresponde. El 2012 viene muy difícil.

Voto voluntario: pensémoslo mejor

En 2010 Chile ha experimentado acontecimientos que le han obligado a redescubrirse como un país aguerrido, solidario y unido. Quedó atrás el período eleccionario, y se nos vino encima la celebración de un bicentenario que nos hizo recordar casi quinientos años encarando la posibilidad de sucumbir. Otra vez hemos constatado que cuando los chilenos se ven amenazados, la unidad les hace sentir imbatibles.

En este escenario conviene revisar un mecanismo jurídico que puede menoscabar la capacidad de alcanzar la unidad con la que hemos podido construirnos y salir adelante. Preocupa la inminente promulgación de la ley orgánica constitucional que liberará a los ciudadanos de votar en las elecciones políticas. Esta decisión liberará a los chilenos de uno de los deberes más importantes con el bien común.

Ofrezco algunas consideraciones que pueden ayudar a comprender la gravedad de lo que está en juego:

1.- La búsqueda del bien común constituye un valor de alta política acendrado en nuestra cultura. Los chilenos en general -no importa su orientación ideológica- somos políticos en el mejor sentido de la palabra. No nos sentimos una suma de individuos, sino que cada uno de los ciudadanos tiene una preocupación por la sociedad chilena como un todo. Somos un país político a mucha honra. Desde la independencia, hemos hecho el país afinando el ordenamiento jurídico y político necesario, hasta llegar a sentirnos orgullosos de nuestra democracia. Por lo mismo, sus interrupciones esporádicas, nos han hecho daño y nos han llenado de vergüenza. Esta democracia a la chilena que tenemos, ha sido un factor decisivo de la prosperidad actual de Chile. Esta no se puede atribuir simplemente al cambio de orientación de la economía o a una clase empresarial particular. Los progresos del país se deben en mayor medida a una sociedad trabajadora, disciplinada y ordenada, y al sentido cívico de nuestro pueblo. En nuestra historia, el sentido de unidad y de responsabilidad política ha sido clave.

No podemos minusvalorar que en otras democracias, en otros países, la política opere de otra forma. Pero entre nosotros, hasta ahora en Chile, entendemos que el bien común no se consigue a través de una suma y resta de intereses particulares. Chile no es un país de voluntarios, sino de ciudadanos. Es tradición nuestra cumplir con las obligaciones, respetar las normas y a las autoridades legítimamente investidas, y repudiar la corrupción del poder o la desidia política. No estamos libres del individualismo, pero predomina en nosotros el sentido de solidaridad, el cual se expresa extraordinariamente cuando nos acosan las desgracias.

De aquí que estimemos que el voto voluntario constituye un paso en contrario a estos valores culturales profundos. Permitir la posibilidad de desentenderse políticamente de la suerte del país, que es exactamente el peligro que advertimos, puede desviar y acarrear un perjuicio grave a nuestra tradición cultural.

2.- Los motivos de este cambio constitucional han parecido bien intencionadas. Es razonable favorecer que los jóvenes sean incorporados en el padrón electoral, de modo que se animen a votar. Pero para ello basta con la inscripción automática. Para obtenerla, sin embargo, se trató de negociar con el voto voluntario. Así se puso en riesgo la política de mayor envergadura.

En nombre de la libertad se ha puesto al mismo nivel dos obligaciones de importancia asimétrica: la de inscribirse y la de votar. Como si fuera obvio, se ha trasladado la voluntariedad de la inscripción a la voluntariedad del voto. Pero entre la inscripción automática y el voto voluntario hay una diferencia de diversa cualidad jurídica. La primera depende de la promulgación de una ley; la segunda tiene un estatuto constitucional. Nuestra sociedad había elevado al más alto nivel un valor que considera decisivo preservar. De llevarse a efecto la implementación legal del cambio constitucional acordado, el país suelta una amarra que libremente se dio, para educar cívicamente a generaciones completas y forjarse una identidad compartida.

El cambio legal en cuestión sacrifica a un mal liberalismo la educación cívica de los chilenos. Es una señal de exención de responsabilidad a los jóvenes, antes que una invitación a comprometerse con el futuro de la patria.

3. Hay aquí en juego algo todavía más profundo: una concepción de la libertad y del valor de los vínculos sociales. Cuando nos detenemos a observar las tendencias culturales mayores, nos damos cuenta que somos arrastrados a un liberalismo –no el liberalismo político clásico, al que mucho le debemos, sino el liberalismo económico –que se expresa claramente en otros planos de la cultura contemporánea y que, de concretarse en el cambio político-electoral señalado, acumulará fuerza, haciendo de los chilenos cada vez más “irresponsables” del país y de sus compatriotas. Es muy paradójico que se abandonen las exigencias democráticas en nombre del principio de la libertad. Una libertad así reducida ya no tiene que ver con la voluntad de vivir juntos que se expresa en derechos y obligaciones, sino con la libertad para consumir en un mercado sin restricciones. Las consecuencias de este liberalismo son múltiples y penosas: la atomización de la sociedad termina en fragmentación de la comunión y del ánimo de las personas; en pérdida del sentido de la vida y en exclusión social. Lo que necesita el país es un sentido mayor de comunidad, más comunidades y un todavía mayor sentido del prójimo y de la solidaridad. Fuera de estos causes las primeras víctimas serán otra vez los más desamparados.

Este es un buen momento para pensar mejor qué solución legal dar al pie forzado en que nosotros mismos nos pusimos. El país hoy no está urgido por las concesiones y regateos eleccionarios que siempre dificultan levantar la cabeza y tomar decisiones políticas visionarias.

Política cristiana

Hace exactamente 30 años un grupo de sacerdotes denominado “cristianos por el socialismo” estudiaba la compatibilidad del socialismo con el cristianismo. El asunto merece un análisis complejo que no cabe ni interesa hacerlo aquí. Pero notemos que el planteamiento de la fórmula, “cristianos por el socialismo”, se repite. Perfectamente otros podrían llamarse “cristianos por el neoliberalismo”. Para las últimas elecciones presidenciales Juan Pablo II o el Padre Hurtado han sido citados en favor de una candidatura o de otra.  ¿Ilegítimo? De internis non iudicat Ecclesia, la Iglesia no juzga las intenciones, tampoco a mí me gustaría hacerlo. Lo incorrecto, en cualquier caso, es invocar la fe cristiana para llevar las aguas al propio molino, en vez de trabajar para el molino de Cristo que favorece a todos, porque favorece primero a los postergados.

Para que la fórmula “cristianos por la política” (de centro, izquierda o derecha) pase el test de la honestidad, requeriría incorporar la exigencia contraria que si se proclama rezaría: “Políticos por el cristianismo”. El Evangelio es fin, la política es medio. El Evangelio fecunda la política, pero la política no agota el Evangelio. El riesgo consiste precisamente en identificar lisa y llanamente el reinado de Dios con un tipo de política o con un gobierno particular, como lo hacen las temibles teocracias o los tiranuelos más o menos iluminados. Esos años no supe que “los cristianos por el socialismo” exigieran a los socialistas ser “políticos por el cristianismo”. Difícilmente habrían podido exigirlo: la fe no se impera ni se negocia. Se intentaba una confluencia en el socialismo. Pero para que entonces o ahora la búsqueda de fundamento e inspiración de la política en el cristianismo sea veraz, la política tendrá que dejarse cuestionar radicalmente por el cristianismo y ponerse al servicio de sus más altos principios, lo que nunca podrá consistir en subyugar a nadie, ni tampoco en mejorar la posición de la Iglesia. Así se traicionaría esos mismos principios. Como se ve, no es tan fácil la cosa. “Mi reino no es de este mundo”, clamó Jesús y, sin embargo, además de poeta y de sacerdote de la compasión Jesús fue político por su deseo de una sociedad distinta. ¿Cómo?

El cristianismo es una teoría del poder. Una tradición antigua en Israel esperaba que el Cristo fuera un gobernante como el rey David. Para el judaísmo contemporáneo a Jesús la expectativa de un “reinado de Dios” poco tenía que ver con la salvación de las almas, pero mucho con la liberación de los romanos. Cuando Jesús apareció proclamando a los pobres la llegada del reino, las autoridades no se equivocaron tratándolo como a un subversivo. Más de algo tiene que ver el cristianismo con la política. Hoy la identificación de los seguidores de Jesús con el nombre de “cristianos” impide que sea discípulo de Cristo un a-político. No es posible ser discípulo en parte sí y en parte no. Pero, ¿puede darse un político cristiano? Es difícil, prácticamente imposible desde que la política, el Estado, suele recurrir a la violencia, al abuso de la fuerza, para llevar a efecto sus propósitos. El político cristiano debiera aspirar al mismo poder con el cual Jesús ha intentado cambiar la historia.

El asunto es que el cristianismo no es la teoría de un poder cualquiera. ¿En qué sentido fue Cristo un político? La aparición de Cristo se entiende como Evangelio, “buena noticia”, para el mundo de sufrimiento de despojados, ciegos, leprosos, viudas, huérfanos, cesantes, mendigos, locos, vagabundos, todos los cuales eran considerados por las autoridades israelitas despreciables y pecadores por incapaces de cumplir una Ley que se multiplicaba en una enormidad de preceptos de toda índole, imposibles siquiera de recordar. Jesús anunció que a ellos, los pobres, se les daría el poder, que el reino cercano sería suyo. Este reino no abolía la Ley pero, como constituía su clave interpretativa, subvertía por completo el orden establecido. El quicio del reino de Jesús no podía ser Mammon, el dios Dinero, sino la solidaridad; la comunidad estrecha del clan debía incluir a los extranjeros; a cambio de la vanagloria que da el uso de la fuerza, en el reino de los pobres el gobernante debía ser el servidor humilde de todos. En la cruz Jesús reveló que su poder era parecido al amor que triunfa sobre las libertades, un poder que gana con impotencia a los que se suele reducir con prepotencia. Su pueblo no creyó en la revolución de un Siervo Sufriente que vencería con su vulnerabilidad. Ante la catástrofe militar y política inminente de Israel a manos de Roma, acosado por los poderosos de su propio pueblo, Jesús, con su vida, apuró la llegada de su reino.

El poder del cristianismo es, a partir de la historia de Jesús, el poder de la fe en una posibilidad para nada obvia, casi absurda. Consiste en creer que el bien triunfará sobre el mal, creer que la verdad vencerá a la mentira, creer que la libertad humana puede inventar un mundo radicalmente alternativo donde los últimos son los primeros y los primeros los últimos. Los hechos muestran que no siempre se ha estado a la altura de estos principios, que a menudo el cristianismo ha sido usado ideológicamente como etiqueta justificadora de la violencia política. De muestra, el constantinismo de cualquiera de los imperios occidentales. Pero, en cuanto ha sido fiel a su vocación auténtica, en dos mil años el cristianismo ha inspirado la abolición de injusticias que parecían muy normales: la esclavitud, el colonialismo, la discriminación en contra de las mujeres,  etc.. Y, esto no obstante, ninguna buena causa ha podido agotar toda su energía liberadora. Si Jesús hablaba en parábolas, la utopía cristiana se dice en metáforas. Definitivamente la Biblia no es un recetario de soluciones humanas ni menos políticas. ¿No sería una tremenda irresponsabilidad entender las cosas literalmente y entregar así no más el poder a los ignorantes y a los desvalidos? Las soluciones fáciles no existen. Todavía hoy Jesús provoca la creatividad de los políticos para inventar un mundo reconciliado, pero reconciliado desde el reverso de la historia, mediante la misericordia y la justicia.

Se podrá objetar que el poder del que trata el cristianismo es un poder trascendente. Exactamente éste es el problema: mientras no se admita que el ser humano es fin y nunca un medio, mientras la política no extraiga su legitimidad del servicio a la humanidad entera, comenzando por los marginados, predominará la definición clásica de acuerdo a la cual el poder consiste en prevalecer sobre los demás a la fuerza. El poder ganado, mantenido y aumentado para ordenar la sociedad humana de acuerdo a los intereses de los poderosos es intrascendente, no porque la gestión política sea terrenal sino porque una política así entendida es incapaz de imaginar un mundo distinto. ¿Políticos cristianos? Como utopía sí, ojalá de muchos. Pero será imposible certificar quiénes verdaderamente atinan con la política cristiana, aunque como medios de prueba se aduzcan fotos con el Papa, etc., etc.

Sacerdotes en política

La participación de los sacerdotes en política es un tema antiguo, pero siempre actual.

 En los tres primeros siglos del cristianismo, los cristianos padecieron la política. El Imperio romano los persiguió hasta el día que Constantino vio en el cristianismo una fuerza que podía usar en su favor. Desde el día que el Imperio favoreció a la Iglesia y la Iglesia favoreció al Imperio, fue el paganismo el que padeció la política.

También en la actualidad la religión es tentadora para los políticos y la política tentadora para los cristianos. En un país mayoritariamente cristiano, cualquier candidato político se cuida de no ofender a las iglesias e invoca para su causa al Papa, al Cardenal Silva o al Hogar de Cristo. ¿Mal hecho? Habrá que ver. Una cosa es la encarnación política de un valor evangélico y otra su manipulación pura y simple. Por otro lado, hay que distinguir la obligación de los cristianos de aterrizar el cristianismo en este mundo, del afán por imponer a los demás conclusiones religiosas obligatorias sólo para los católicos.

¿Y los sacerdotes qué? Esta es la pregunta. En el siglo pasado hubo en Chile sacerdotes parlamentarios. En este siglo al Padre Hurtado se lo criticó por no arrear la juventud al Partido Conservador. En los años ’70 fueron sacerdotes los que levantaron la causa de los “cristianos por el socialismo”. Y en nuestros días tampoco faltan ejemplos de esta laya.

Para responder a la pregunta, conviene considerar que la participación política se puede dar a dos niveles. Al más alto nivel, todo sacerdote tiene una obligación evangélica de preocuparse por el bien común. Si un sacerdote no lo hace, tendrá que rendir cuentas a Cristo de colusión tácita con los poderosos que poco quieren saber de bien común. Pero hay circunstancias históricas tan particularmente graves para un pueblo o la humanidad, que puede ser incluso un deber moral para un sacerdote participar incluso a los niveles más comprometidos en la actividad política. Se dice y se celebra que Juan Pablo II interviniera decisivamente para terminar con el comunismo europeo. Hay empero otras circunstancias históricas que aconsejan que los sacerdotes se abstengan de participar en política partidista, pues al comprometerse tan intensamente con un sector político se suele atentar contra otro valor tan importante que sin él, a la larga, no serían posibles ni el bien común ni el protagonismo ciudadano.

Me refiero a la libertad. Lo que algunos sacerdotes desgraciadamente olvidan, es el enorme peso que ellos tienen sobre la conciencia de las personas y, además, su grave responsabilidad de hacer crecer a las personas en libertad.  Pues bien, debiendo ellos educar la conciencia de los fieles en los valores fundamentales de la vida cívica, no debieran sacar en lugar de los laicos todas las consecuencias prácticas de su responsabilidad política, en parte, porque los laicos suelen saber mejor que ellos cómo son las cosas y, en parte, porque la conciencia sólo actúa como tal cuando se la deja funcionar en libertad.

Si alguna autoridad tiene el sacerdote, es para iluminar y liberar, jamás para dominar. En circunstancias históricas que favorecen el desarrollo de la conciencia de los ciudadanos, un sacerdote no debiera señalar a ningún candidato, a ningún partido, pero tampoco dictaminar a los parlamentarios qué deben o no legislar. Una cosa es advertir sobre los valores en juego en una contienda política, educar las conciencias. Otra, normalmente ilegítima, impedir que los ciudadanos decidan por sí mismos o hacerlo en su lugar.

La moneda del Cardenal

Comienza a circular una moneda de $ 500 con la cara del Cardenal Raúl Silva Henríquez. ¡Bonita la moneda! Vale la pena comentar el significado del hecho porque unos lo celebrarán,  pero otros no. ¿Llegará algún día esta moneda a ser símbolo de valores compartidos por todos?

Partamos por lo primero, por la utilidad económica. Será  práctico contar con un nuevo instrumento de cambio. Por las de $ 1 ya nadie se agacha, ni siquiera por las de cinco. La nueva moneda ganará el corazón de la gente porque “con plata se compran huevos” y esta será la moneda más valiosa.

Pero el hecho es relevante en otro plano. Si se acuña una moneda con el rostro del Cardenal Silva, si se lo pone a la altura de O’Higgins y de los demás símbolos patrios, es porque él algo enseña sobre el verdadero patriotismo. Lo novedoso en este caso es que se trata de un patriota que es símbolo de Cristo, de la Iglesia, de la opción por los pobres y de la defensa de los derechos humanos.

Como símbolo de Cristo, Silva Henríquez evoca los conflictos de Jesús con las autoridades de su tiempo, reacias y reactivas a su anuncio de un reino de Dios para los oprimidos. Como símbolo de la Iglesia, don Raúl recuerda a ella que, en vez de protegerse de la humanidad, debe abrirse a los dolores y alegrías del amplio mundo, dialogar con él, aprender de él y comunicarle el Evangelio con decisión y valentía, aunque le cueste pérdidas de poder y persecuciones. Por proclamar la opción de Dios por los pobres el Cardenal Silva fue llamado “Cardenal de los pobres”. Por su lucha en favor los derechos humanos, por su amparo de personas concretas tanto como por la defensa de principios, el Cardenal será citado una y otra vez como cristiano, católico o chileno.

En esta moneda se da otro hecho simbólico particular, único en la numismática moderna: el gobierno de un presidente socialista y agnóstico ha acuñado una moneda con el rostro de un sacerdote. No conozco nada parecido. Las monedas con rostros de Papas no sirven de ejemplo, pues son troqueladas por el mismo Vaticano. Que el presidente Lagos sea diestro en el uso de los símbolos del poder es un dato conocido. Que un gobierno utilice la religión a favor de sus propósitos políticos tampoco es una novedad. Sin embargo, más allá de estas conexiones evidentes, resplandece el reconocimiento noble de un pueblo a través de sus legítimos representantes a un “padre” extraordinario, a un auténtico Padre de la Patria. “El amor con amor se paga”, diría Santa Teresa.

Por cierto, no todos reconocerán fácilmente esta paternidad. Para algunos Silva Henríquez no es símbolo de nada de lo anterior, sino memoria de “politiquería” y de clericalismo. El Cardenal no fue “monedita de oro”… La moneda del Cardenal será todavía moneda de discordia. Unos la acariciarán en sus manos y querrán guardarla de recuerdo. Otros la cambiarán cuanto antes por cinco de $ 100. Para que sea moneda de reconciliación, todos tendrán que admitir los valores que el Cardenal Silva encarnó. Mientras tanto que siga sirviendo como moneda de lucha por un país fraterno.

11 de septiebre: recordar para educar

Son ya muchas las personas que nada tuvieron que ver con el 11 de septiembre, con los acontecimientos ocurridos antes y después. ¿Qué sentido puede tener que los testigos de esos hechos cuenten a los jóvenes lo sucedido? Primero, prevenir su repetición. Segundo, destrabar las vías para una convivencia aún mejor de la que hemos tenido. Para que esto y aquello ocurra, los mayores tendrán que recordar qué pasó. Pero no cualquier recuerdo sirve.

El ser humano aprende de sus errores. Aprende cuando registra en la memoria que un error es un error. Si olvida lo sucedido en su relación con los demás o si insiste en que sólo él tuvo razón, repetirá la equivocación él o la generación sucesiva que no fue educada de acuerdo a un aprendizaje que no se hizo. Unos aprenden, otros no.

¿Qué tendríamos hoy que recordar? Entre tantas cosas, que hace treinta años el término de una democracia que organizaba racionalmente la convivencia y la solución de los conflictos sociales, abrió el camino a una tremenda involución humana. Tendríamos que aprender, sobre todo, que el enemigo era nuestro hermano y que no hay mayor mal que suprimir los errores ajenos eliminando a nuestros adversarios. Aprender esto no es fácil. Como un «disco rayado», solemos quedarnos pegados en el propio punto de vista. Recuerda correctamente, en cambio, quien al dejarse tocar por el sufrimiento de su enemigo acaba reconociendo la cuota de verdad que este, por equivocado que pareciera, tenía.

Sería lamentable que los jóvenes pretendieran prescindir de esta historia. Peor sería que los mayores se subieran al carro del futuro, olvidando lo que les fastidia recordar. El porvenir de un país depende de la memoria histórica de sus ciudadanos. Esta no sólo nos precave de repetir lo que «nunca más» debe suceder, sino que estimula nuestra imaginación para inventar una sociedad aún más humana.

¿Cómo educar a las nuevas generaciones? No podemos engañarnos. Un país  verdaderamente próspero no se conseguirá sólo con producción de riqueza ni con su mera distribución. La fórmula «crecimiento con equidad» será una fórmula huera, si Chile no progresa en conciencia de su pasado y de su vocación fraternal. Se educará para una sociedad más democrática, en la medida que tengamos conciencia del país que hemos sido. Se necesitará, ante todo, cultivar la capacidad de conversar con los que piensan diferente. Y, lo más importante, educar el sentimiento de compasión hacia el prójimo.

La competencia de los católicos con otras fuerzas morales de la sociedad

Enrique Barros en su texto “Los sentidos del pluralismo y la pretensión de catolicidad. La Iglesia Católica en un Chile pluralista” (www.centromanuellarrain.cl), sostiene que los católicos no “compiten” con otras fuerzas morales de la sociedad. Barros entiende que lo distintivo del espíritu evangélico es una disposición hacia el prójimo y hacia Dios, una apertura al absoluto como diría Rahner. A este planteamiento se le objeta lo siguiente: ¿es esta apertura lo único que debiera distinguir la pretensión ética-política de los cristianos? Si la historia del cristianismo es la de un Dios que no solo se hace hombre, sino que concretamente se hace “pobre”, Jesús de Nazaret, ¿no aporta la fe cristiana contenidos específicos? ¿Acaso los cristianos no luchan por hacer prevalecer estos contenidos?

La perspectiva ilustrada ayuda a la fe cristiana a sacar partido del valor universal de Cristo, en contra del peligro de absolutizar lo particular de Jesús de Nazaret. Al intentárselo, empero, suele desvalorizarse lo histórico, corporal y concreto de la revelación divina. Así, la apertura radical del hombre al Misterio de Dios en que consistiría lo propio del cristianismo, parece poco para caracterizar su originalidad. En realidad, esta apertura se basa en última instancia en la concepción de Dios como amor (1 Jn 4, 8), un amor incondicional de Dios por el hombre, un amor que, por una parte, obliga a tomar en serio la historia y, por otra, a no quitarle nada a nadie. La fe en el Dios trino es fundamento último de un sano pluralismo, porque hacia dentro Dios es en sí mismo uno y distinto y hacia fuera de sí mismo, en virtud de la encarnación, obliga a ser identificado en todo prójimo, en particular en el pobre, el radicalmente otro (Mt 25, 31ss). Es aquí donde la formalidad y la materialidad de la revelación cristiana se encuentran.

La competencia de los cristianos por una sociedad y un mundo mejor pareciera deber ubicarse en este plano, y no en el de la ética y menos en el de las luchas político-jurídicas. Cuando se identifica la fe cristiana con una causa ética, legal o política determinada, ¿no se abusa de ella? ¿No opera así la ideología? Las reducciones de la fe a discursos jurídicos, estrechos, rígidos, absolutos, inmutables o lejanos a la vida de las personas concretas no solo son percibidos como inútiles, sino también como funcionales a un movimiento o a una institucionalidad que tiende a reproducir incesantemente posiciones de privilegio y de dominio sobre los demás.

Más aún, cuando la Iglesia institucional realiza esta reducción compite y pierde. Pierde contra otros muchas veces, pero sobre pierde la oportunidad de aportar lo más propio suyo. Entonces se hace patente una contradicción muy triste. Desde la orilla contraria se reclama a la Iglesia pluralismo, siendo que su fe es eminentemente pluralista pues, en lo más profundo, proviene de un amor que crea la unidad en la diversidad. ¿No debiera ser todo al revés? Nadie como el cristianismo tiene la cura de la ideología. A saber, que los cristianos puedan tener opiniones diversas sobre su existencia mundana y, en virtud de la misma fe, deban tolerar que otros también las tengan.

Pero el problema es más complejo. Otros no cristianos podrían perfectamente llegar a las mismas conclusiones éticas que los cristianos, aunque con una distinta motivación. En los primeros tiempos del cristianismo los cristianos asumieron las costumbres de la época y las vivieron en su óptica particular. El problema es que la misma fe cristiana mueve a concluir, por ejemplo, no solo que hay una diferencia entre abortar o no abortar, sino que no da lo mismo que otros lo hagan. Y, entonces, ¿cómo lo impide? ¿Cómo la Iglesia convence del valor de la vida de los inocentes y sale al paso de legislaciones abortistas?

De la práctica de Jesús de Nazaret se extrae un principio de respuesta. Jesús responde a situaciones concretas. Lo mueve el amor a las personas que encuentra en el camino. Su discurso es fragmentario. Su proclamación del reino no es un mega-relato. Él revela que el amor de Dios desencadena comportamientos éticos puntuales. De aquí que el cristianismo opere éticamente a través del testimonio que inspira, contagia, arrastra y cambia la sociedad por su influjo interior, por un “más” que gana a los demás con la fuerza de las obras del amor. De este testimonio nos habla el mismo texto de Enrique Barros cuando afirma que los católicos pueden, “sin dejarse dominar en sus convicciones”, “intervenir internamente como agentes de cambio de las costumbres y de los valores, respetando la estructura pluralista de la sociedad”.

Y, sin embargo, todavía queda un asunto pendiente. Si no fuera excusable la intervención directa de la Iglesia institucional en cuestiones políticas, sí sería comprensible. Parece ser inevitable que la institucionalización de la Iglesia acarree un cierre en la universalidad de su enseñanza. Es como si la misma dinámica histórica de una fe encarnatoria, empujara a las instituciones cristianas a especificar oficialmente las modalidades de la vida en sociedad, a competir por ellas en el mismo plano contra otros agentes sociales y a convertir su mensaje en otra cosa. Es así que, el intento de conjugar la infinitud del amor de Dios con la finitud de nuestros modos de encargarnos unos de otros, suele acabar en un empeño por dominar unos a otros. Este límite proviene de la condición histórica y finita de la humanidad. En consecuencia queda replanteada la pregunta: ¿cómo hace la Iglesia institucional para que su testimonio del amor permanezca en el tiempo y no apague la llama de la libertad de los hijos e hijas de Dios?

Reflexiones de un cristiano: la disyuntiva electoral

Si a estas alturas alguien tiene claro por quiénes votará en las próximas elecciones presidenciales y parlamentarias, los criterios que aquí se ofrecen ya no le servirán. Si alguien, como el que suscribe, está algo perplejo y necesita clarificarse, estos criterios le pueden ser útiles al menos para mirar las alternativas con alguna altura y ponderar cuánto pesan los candidatos.

Los criterios ayudan a formarse un juicio. Se los formula en vista de una decisión particular. En los casos que tenemos delante, hay tres criterios que pueden orientar la elección de los candidatos: uno mira a la capacidad personal, otro al apoyo que la persona debiera tener y un último a las circunstancias en las que esta persona tendrá que probar su idoneidad.

La capacidad personal tiene dos aspectos: uno ético y otro técnico. Un buen político tiene prudencia, es decir, don de tomar decisiones después de examinadas los hechos, oídas las personas, atendidas las quejas de los pobres y recabada la información necesaria. Capacidad de optar, de mantener la opción, de revisarla y, si es el caso, de cambiarla. Todo ello implica una competencia técnica. Si debe gobernar un país no puede ser lego completo en economía o en leyes. Alguna ilustración mínima requerirá para las relaciones internacionales. Hoy, en la cultura audio-visual de los medios de comunicación, la retórica vuelve por sus fueros. La torpeza para comunicarse le crearía dificultades adicionales y le quitaría mucha energía en desmentidos y aclaraciones. La idoneidad técnica y ética deben confluir, por ejemplo, cuando se exige de un político trato humano, habilidad para trabajar en equipo, para negociar una alternativa o para “abuenar” a los desavenidos. Un buen candidato debiera representar a varios, al país entero, incluso en contra de su interés o sensibilidad particular. Necesitará coraje para defender las demandas de los impotentes ante los potentados.

Ayuda mucho ver la trayectoria. Un candidato sin historia es un albur. Tendría que estar muy desesperado un país para elegir personajes mesiánicos que, mutatis mutandis, equivalen a la expectativa de sacarse la lotería. Habría que preguntarse: ¿qué ha hecho?, ¿cómo lo ha hecho?, ¿quiénes son sus amigos?, ¿quiénes sus enemigos?, ¿cuál es su mundo de pertenencia?, ¿qué tiene que ganar?, ¿qué podría perder?, ¿qué capacidad ha tenido para actuar en conciencia, resistiendo la impopularidad de los cargos políticos y la tentación de guiar la propia conducta de acuerdo a los puntos del rating?, ¿ha trabajado para las cámaras de televisión o se mueve por convicciones altruistas y obligado por su sentido del servicio público? ¿cómo reaccionó ante las dificultades que se le presentaron de improviso? En los conflictos se evidencia lo mejor y lo peor. Es también la trayectoria la que permite calibrar la creatividad, la fantasía,  la calidad de las ideas y de los proyectos que si un político careciera del todo, mejor sería no votar por él.

Pero la capacidad personal no basta. Hay que mirar a los apoyos que un candidato tiene. Nadie puede ni debiera intentar gobernar solo. Estamos en democracia. Los elegidos para cargos políticos necesitan el respaldo de partidos y coaliciones. Estos tienen por misión encausar y procesar la representación de un pueblo. Los candidatos requieren de conglomerados políticos que, de un modo organizado, les faciliten el complejo trabajo gobernar un país. Bien se trate de un postulante al parlamento o de uno a la presidencia de la república, el apoyo de su pueblo, de las demás instituciones o agrupaciones nacionales y de su propio partido o coalición parecen clave. Gobernar en minoría es muy difícil. Apoyado en un partido débil o en crisis también.

Por último, hay que considerar las circunstancias concretas del país. Un mal candidato para unos tiempos puede ser bueno para otros tiempos. El escenario es Chile hoy. Chile de las fronteras para acá y de las fronteras para allá. Este país, no otro, a la luz de su historia y en el escenario de las fuerzas planetarias que la globalización ha puesto en movimiento. Hay paz, pero la paz se la cultiva y se la custodia. Se crece, pero la desigualdad resiste, avinagra las relaciones sociales y amenaza la estabilidad en el porvenir. ¿Tiene el país la institucionalidad política más adecuada para realizar, con agilidad y corporativamente, los cambios que se necesitan para aprovechar  las ventajas internacionales y para procesar sus problemas internos? En suma: ¿quiénes son los candidatos que, con tales condiciones personales, con tales apoyos políticos y en las actuales circunstancias, dan visos de ofrecer un mejor futuro para Chile.

Si el bien mayor no es posible tal vez lo sea el mal menor. De cualquier candidato es esperable al menos un sentido del bien común. Un bien mínimo, pero que beneficie a todos. Un “sentido” del bien común en el triple significado de la palabra: una “sensibilidad” acorde con los tiempos, una capacidad para entrar en contacto afectivamente con mujeres y varones, jóvenes y viejos, gente de izquierda y de derecha, con sus anhelos y frustraciones para interpretar a unos y otros; una “dirección”, una aptitud para dar una orientación determinada a las cuestiones políticas inspirada en valores humanos trascendentes, valores que mueven a triunfar en ese plano de la existencia que se alimenta con derrotas e incomprensiones mundanas; en fin, una “razón”, una fundamentación de su candidatura suficientemente argumentada.

Y, en el peor de los casos, que nunca hay que excluir, los representantes políticos de una nación deben tener un sentido de la gobernabilidad. Ese instinto, llamémoslo así, para encontrar las voluntades e inventar los modos de avanzar a tientas sin perder la esperanza y salvaguardando la unidad, que resulta indispensable en aquellas circunstancias críticas de la convivencia racional y pacífica de un país.