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¿Un Anti-Papa?

Papa payaso 2Este Papa no parece Papa. ¿Qué es? Muchos son los confundidos. Desde temprano sus comportamientos fueron desconcertantes. Salían de protocolo.

Francisco es sencillo. Es cercano. Saluda de beso. Da la impresión de desconocer su investidura. ¿Quién es?

Es un sacerdote que vulnera la distancia entre lo sagrado y lo profano. ¿Pero no es este el quicio de la religión? Para unos sí. Para otros no. Los cristianos se miran de reojo. ¿Qué esto? Es un Papa con una manera muy peculiar de entender el sacerdocio. En vez de marcar distancia, superioridad, se avecina, está siempre más cerca. ¿Y lo sagrado qué? ¿Terminará con los cálices de oro y el incienso ceremonial? Nadie se extrañe si lo hace. Como si con gestos muy pensados quisiera indicar por dónde van las cosas. Y por dónde no.

¿Está apurado? ¿Qué le pasa?

Bergoglio es un gobernante, un monarca, pero se comporta como un profeta. Extraño. Normalmente los profetas andan en las periferias refunfuñando contra los dirigentes, los presidentes, cualquier tipo de autoridad. Es cosa de tomar la biblia y ver sus comportamientos. Los profetas eran temidos por los grandes. Elías prometió a Ajab que los perros se comerían a sus hijos. El rey, de puro miedo, hizo penitencia por su pecado. Herodes le tenía pavor a Juan Bautista. Los profetas podían ser incluso muy impopulares. También la gente común solía esquivarlos.

El profeta al tirano le dice “tirano”. Habla más de la cuenta. Se le pasa la mano. Exagera. Remueve las conciencias. Es odioso, insoportable. Suele terminar mal. No así el falso profeta. Así se lo llama en el Antiguo Testamento. Dice “paz, paz”, cuando es necesario decir “guerra”. Adulador del príncipe. Amigo de cortesanos.

Pero Francisco es un profeta en el puesto de un papa. Todo al revés. ¿En qué terminará esta historia? Hay inquietud. ¡Qué hace un profeta de rey! Los obispos y otras autoridades siempre han debido aguantar a grandes y pequeños profetas que de tanto en tanto les están arrojando piedrecitas o peñascos. Ahora es el mismo Papa que les tira las orejas a ellos y a plena luz del día. Basta leer el Observatorio Romano. A cada rato Bergoglio lanza un dardo en contra de los curas o de los mismos obispos. Ahora último le ofreció un examen de conciencia en público a la Curia romana. ¿Cómo es posible gobernar así? La Curia puede perder la paciencia de un momento a otro. Si el Papa no frena a los profetas, ¿quién lo hará? Si el Papa aleona a los profetas, ¿quién frena a la Papa? En todas partes de la Iglesia el espíritu profético está en auge.

En una homilía Francisco arremetió contra los sacerdotes que ponen precio a los sacramentos. Un bautizo, tanto. Un matrimonio, tanto. “¡No puede ser!”, brama el Papa. Pero, ¿de qué van a vivir los curas?, dice la gente común. Al Papa le importa un bledo herir a inocentes y pecadores. A él le parece que esta situación contradice el Evangelio, y basta. El Papa-profeta enrostra a los funcionarios eclesiásticos su avidez por el dinero. A la gente le duele que se le niegue un sacramento, una bendición, por motivo de dinero. El Profeta-Papa golpeó la mesa. Al que le gusta, le gusta. Él está en línea con la praxis profética de Jesús. Nadie alegue. Todo calza.

Sin embargo, Francisco ha metido los dedos en el ventilador. ¿Cuántas pueden ser las relaciones entre el dinero y la religión? ¿Quién financia qué cosa? ¿Cuánto vale una misa? ¿Y un cura cuánto vale? La misa es gratis, el cura es gratis. Esto es lo que Bergoglio quiere enfatizar. El cristianismo es la religión del amor gratuito de Dios por los que nunca han merecido nada: los pobres y los pecadores. Es a estos que el reino de los cielos pertenece. Los ricos, diría Jesús, van camino al infierno no por ser ricos sino por poner tarifas a la salvación para luego comprar ellos, solo ellos, además de la tierra, el paraíso.

Los profetas están en peligro. Siempre se los quiere eliminar. El dinero es un ídolo de muerte. Benedicto XVI tuvo que renunciar cuando no pudo hacer más, entre otras cosas, contra los líos de platas de gente su entorno. El actual Papa ha querido identificarse con Francisco de Asís para reformar la Iglesia por la vía de la pobreza. ¿Lo logrará?

Debe recordarse -porque el mismo Papa se ha referido al episodio- que Jesús echó a latigazos del Templo a quienes habían convertido la religión en un negocio. El comercio chico era con palomas. El grande, con impuestos que iban en beneficio de la clase sacerdotal. ¡La bendición de Dios no se vende! Lo que Francisco no dice, pero lo afirman los estudiosos del Nuevo Testamento, es que este hecho desafiante de Jesús fue la gota que rebalsó el vaso. Se puede soportar casi todo. No que un profeta desenmascare el vínculo entre la religión y el dinero.

La Iglesia es gratis. No es normal que un profeta esté en el lugar de un monarca; no es corriente que un Papa diga que quiere una “Iglesia pobre y para los pobres”.

A algunos parecerá que todo andaría mejor si Francisco fuera más Papa que profeta. Más sacerdote al menos. No. Es profeta. Profeta de un cristianismo cansado, falto de rabia y de imaginación.

Pablo VI, los pobres y la Iglesia latinoamericana

pablo vi en medellinPablo VI, recién proclamado beato por el Papa Francisco, merece un especial reconocimiento de parte de la Iglesia en América Latina. Se le debe mucho. Menciono tres méritos, pero me alargo solo en el tercero: promovió la constitución del CELAM en su primera década de vida, estimuló una evangelización de las culturas del continente y sustentó teológicamente la que Puebla llamaría “opción preferencial por los pobres”.

Fue Pablo VI el primer Papa que puso un pie en tierra americana. Esto ocurrió en Colombia en 1968. El acontecimiento catalizó un grandísimo interés. América Latina recibía al representante de su centenaria fe en Cristo; en un momento históricamente muy delicado desde un punto de vista socio-político; y justo cuando la Iglesia continental ensayaba su apropiación del Concilio Vaticano II.

En esos años, desde la Revolución cubana en adelante, la agitación socio-política y las exhortaciones a la violencia se oían en todos los países. La tensión Este – Oeste, USA – URSS, era máxima. Había motivos para la ebullición revolucionaria y también para sofocarla: durante el siglo XX se exasperó la conciencia de la situación de miseria de campesinos y obreros, y de inmigrantes en las grandes ciudades.

El Papa que venía a inaugurar la II Conferencia episcopal latinoamericana, debía dar una orientación precisa para impulsar una recepción del Concilio que se hiciera cargo de esta realidad.

Bien vale recordar con atención sus conmovedoras palabras a miles de campesinos en Mosquera:

“Porque conocemos las condiciones de vuestra existencia: condiciones de miseria para muchos de vosotros, a veces inferiores a la exigencia normal de la vida humana. Nos estáis ahora escuchando en silencio; pero oímos el grito que sube de vuestro sufrimiento y del de la mayor parte de la humanidad. No podemos desinteresarnos de vosotros; queremos ser solidarios con vuestra buena causa, que es la del Pueblo humilde, la de la gente pobre. Sabemos que el desarrollo económico y social ha sido desigual en el gran continente de América Latina; y que mientras ha favorecido a quienes lo promovieron en un principio, ha descuidado la masa de las poblaciones nativas, casi siempre abandonadas en un innoble nivel de vida y a veces tratadas y explotadas duramente. Sabemos que hoy os percatáis de la inferioridad de vuestras condiciones sociales y culturales, y estáis impacientes por alcanzar una distribución más justa de los bienes y un mejor reconocimiento de la importancia que, por ser tan numerosos, merecéis y del puesto que os compete en la sociedad. Bien creemos que tenéis algún conocimiento de cómo la Iglesia católica ha defendido vuestra suerte; la han vindicado los Papas, nuestros Predecesores, con sus célebres Encíclicas sociales y la ha defendido el Concilio ecuménico».

Hasta hoy los teólogos de la liberación han lamentado que el concepto de “Iglesia de los pobres” no se hubiese constituido en el tema central del Vaticano II. El Cardenal Lercaro y otros más pensaban que este designaba una característica decisiva de la Iglesia de Cristo, que debía destacarse más aún en aquellos años. No fue así. No lo bastante. De aquí que se dijera que el Concilio había quedado en deuda con América latina y que Populorum progressio (1968), del mismo Pablo VI, habría sido el pago de esta deuda.

Pero hay algo aún más profundo. El Papa Montini, en aquella misma ocasión, puso bases cristológicas a la sería la “opción por los pobres” que ha llegado a constituir el nombre de la recepción del Concilio de la Iglesia en América Latina. En este mismo discurso, de un modo impresionante, Pablo VI descubre a los pobres su identidad más profunda. Lo hace en términos sobrecogedores:

“Hemos venido a Bogotá para rendir honor a Jesús en su misterio eucarístico y sentimos pleno gozo por haber tenido la oportunidad de hacerlo, llegando también ahora hasta aquí para celebrar la presencia del Señor entre nosotros, en medio de la Iglesia y del mundo, en vuestras personas. Sois vosotros un signo, una imagen, un misterio de la presencia de Cristo. El sacramento de la Eucaristía nos ofrece su escondida presencia, viva y real; vosotros sois también un sacramento, es decir, una imagen sagrada del Señor en el mundo, un reflejo que representa y no esconde su rostro humano y divino”.

Esos campesinos debieron ser fuertemente impresionados por las palabras de un Papa que veía en ellos un sacramento de Cristo y los saludaba con reverencia:

“No hemos venido para recibir vuestras filiales aclamaciones, siempre gratas y conmovedoras, sino para honrar al Señor en vuestras personas, para inclinarnos por tanto ante ellas y para deciros que aquel amor, exigido tres veces por Cristo resucitado a Pedro (Cf. Io. 21, 15 ss), de quien somos el humilde y último sucesor, lo rendimos a Él en vosotros, en vosotros mismos. Os amamos, como Pastor. Es decir, compartiendo vuestra indigencia y con la responsabilidad de ser vuestro guía y de buscar vuestro bien y vuestra salvación. Os amamos con un afecto de predilección y con Nos, recordadlo bien y tenedlo siempre presente, os ama la Santa Iglesia católica”.

Pablo VI, de esta manera, ponía uno de los cimientos de la que habría de ser la clave de la pastoral de la Iglesia latinoamericana y de la naciente Teología de la liberación: la preferencia de Dios por los pobres; el otro cimiento también lo pondría él, a saber, la de comprometerse solidariamente con los pobres con prácticas sociales y políticas a todo nivel. En Mosquera el Papa prometió a los pobres de todo el continente: defender su causa, denunciar las desigualdades económicas entre ricos y pobres, patrocinar la colaboración entre las naciones, dar la Iglesia testimonio de pobreza y anunciar a ellos mismos, los pobres, la bienaventuranza de la pobreza evangélica.

En esos agitados años Pablo VI pidió a los latinoamericanos no confiar en la violencia ni en la revolución. Esta podría acarrear aún peores males. Pero él mismo alentaba la organización de otras formas de lucha contra la injusticia.

Este viaje a Colombia y este discurso deben ser recordados. En ellos ha podido visualizarse la originalidad y la misión de la Iglesia en América latina, la atención a los signos de los tiempos que realizará a futuro y su actualización como “la Iglesia de los pobres”.

El Papa de overol

Papa imágenesOverolMe imagino al Papa Francisco de overol. Esta Semana Santa o la próxima, me gustaría ver al Vicario de Cristo cargar la cruz con overol, la vestimenta de los obreros y de los municipales que durante la noche se llevan la basura de nuestras casas. ¿Es mucho pedir?

Sé que Francisco me entiende.  Sé que todavía no puede hacerlo. Lo entiendo.

Lo que este Papa ha puesto en juego es el significado del cristianismo. Él ha dado potentes señales en favor del Jesús humilde que opta por los que la sociedad de hace 2000 años y de todos los tiempos, desprecia. Si Francisco de Asís reformó la Iglesia recordándole a ella misma el nacimiento de Jesús en un pesebre, el obispo de Roma que ha adoptado su nombre está haciendo exactamente lo mismo. El cristianismo, especialmente la versión principesca de la Iglesia tan bien ilustrada por la Basílica de San Pedro, se va haciendo insignificante. Por esto Francisco Papa no quiso habitar las dependencias lujosas de esas edificaciones y se fue a vivir a la casa de Santa Marta, con más personas y más modestamente. No quiso dormir aislado del mundo y suntuosamente. No solo porque le daba depresión hacerlo. Sobre todo, porque él sabe que el anti-signo de un Papa rico se ha vuelto insoportable.

Sé que me entiende. Otros no me entienden. Es comprensible. Creer en el crucificado ha sido durante dos milenios una especie de contrasentido.

Esta Semana Santa o la próxima, me gustaría ver al Papa Francisco recordándonos al Cristo que saca la basura del mundo como un obrero municipal que carga sobre sus hombros sacos plásticos de porquería. Así entenderíamos mejor esa convicción teológica tan profunda de San Pablo que reza: “Dios se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza” (2 Cor 8, 9). Se dice que se ha visto al pontífice sacar los desperdicios de la casa de Santa Marta. ¿Será verdad? Calza con él.

Voy todavía más lejos. Quisiera ver que para la próxima Navidad el obispo de Roma instale en medio de la Plaza de San Pedro una mediagua y comience a vivir en ella. Al trasfondo de la cual, las columnas de Bernini producirían un inequívoco contraste. De esta manera todos entenderían que la Iglesia de Cristo es “la Iglesia de los pobres” (Juan XXIII, Oscar Romero, Manuel Larraín). Una mediagua, en ese contexto, despertaría en nosotros el interés por saber dónde vive un hombre de overol. Probablemente llegaríamos a entender que la sociedad lo ha puesto a sacar basura porque su casa,  al igual que tantas en cualquiera ciudad latinoamericana, no tiene número. Si se incendia, nadie más que ese hombre sabrá que existió. Una vivienda como esta es tan indeterminada como la existencia de su dueño: a él se lo integra cuando conviene; pero si se sabe que su mediagua no tiene número puede perder el trabajo. A un hombre así se lo aprovecha y se lo desecha. Un Papa con overol, viviendo en una mediagua en medio de la Plaza de San Pedro sería más eficaz que los meritorios esfuerzos por la paz del cuerpo diplomático vaticano; más aún, quién sabe, que la educación católica de las élites de América latina. Cuando Jesús murió en la cruz se rasgó el velo del Templo. Los primeros cristianos lo recordaron con eucaristías celebradas en casas comunes y corrientes. Terminaron creyendo en un hombre conflictivo e irreverente.

Sé que el Papa Francisco me entiende. Otros no. No faltará quien vaya a acusarme.

Semana Santa: si el Papa todavía no puede realizar un gesto semejante, no excusa a los cristianos de significar al Dios que opta por los pobres porque conoce la pobreza en primera persona.

Más Iglesia y menos Papa

¿Por qué América latina celebra el nombramiento de Francisco? Porque es natural ser algo niños. El chovinismo es infantil. Estamos felices de que haya “ganado” uno de los nuestros. Pero hay una razón más importante. Con Francisco está en juego que se nos considere adultos, y no más niños. Los latinoamericanos estamos cansados de ser tratados como menores de edad. Con quinientos años de historia creemos que podemos hacer las cosas a nuestra manera. Llegó la hora. Justo cuando nuestra adolescencia amenazaba una ruptura fatal con la paternidad europea.

Hasta hace poco, y aún en buena medida, hemos padecido a la Santa Sede como una monarquía absoluta. Los últimos papas cuadraron la Iglesia con la doctrina. Los nombramientos episcopales, en su gran mayoría, recayeron en personas inobjetables desde un punto de vista doctrinal pero muy poco audaces, sin todo el arrojo evangélico necesario. Las presiones y el control de la curia romana han hecho que no pocos parezcan obispos asustadizos. Cuántos de ellos llegaron a las oficinas romanas acoquinados, pidiendo permiso y perdón, como si no fueran pastores en propiedad de sus diócesis. Hubieron de ser ortodoxos doctrinalmente, porque les pareció peligrosa la ortopraxis: discernir qué hacer ante los signos de los tiempos de América latina y crear, imaginar alternativas y correr el riesgo de implementarlas.

El vértigo a la libertad que el Vaticano II generó, ha sido probablemente la causa del encogimiento de nuestras iglesias. Recién cuando empezábamos a forjar una Iglesia auténticamente latinoamericana, con nuestra teología propia, comunidades y liturgias adecuadas a nuestra realidad cultural, nos cortaron las alas. Castigaron a nuestros teólogos. Encerraron a los seminaristas en claustros que los protegían de sus contemporáneos, cuando no de su propia humanidad. Todo debió ajustarse milimétricamente a una sola visión, a la única manera de pensar posible, la de la Curia, que explotó el nombre del Papa a tal grado que terminó por corromper el prestigio de la Santa Sede. En pos de la unidad, todos debimos ser iguales. Se nos obligó a cerrar filas frente a un mundo adverso y en contra del pluralismo; debimos, así, neutralizar nuestra propia diversidad.  Nos habíamos ilusionado con el Concilio, pues respondía a nuestro anhelo de Iglesia católica más profundo. A fuerza de miedo, empero, se nos hizo retroceder a antes del Vaticano II. Los pontífices no parecían deberle nada a nadie. Por el contrario, los demás debían considerarse deudores de su beneplácito.

Francisco, en cambio, asume pidiendo la bendición del pueblo de Dios. No se cita a sí mismo. Cita a las conferencias episcopales de todas las regiones eclesiásticas del planeta. La diferencia es radical. Como “obispo de Roma”, restringiéndose a su diócesis hará posible que los demás obispos del mundo puedan respirar y hacerse cargo de las suyas sin temor a equivocarse. Él, el Papa, habla sin papeles. Puede equivocarse. Las improvisaciones y gestos espontáneos son ocasión de errores, quién no lo sabe. Pero así da el ejemplo contrario. Un Papa falible libera a los cristianos, a la jerarquía y al clero de la necesidad de ser infalibles y de la maldición de aparentarla. Francisco, no teme ponerse una nariz de payaso para identificarse con quienes transmiten el Evangelio jugando, alegrando la vida a niños y personas devorados por la tristeza. Un papa que juega, con una pelota roja en la cara, sí es infalible. Atina con la libertad cristiana, cuando el criterio último de su actuación es el amor. La infalibilidad evangélica estriba en el amor. Busca la manera de liberar a los demás para que también estos puedan hacerse responsables de sus vidas y de la de los demás con inventiva, con más discernimiento que con anatemas.

A Francisco le falta una sola cosa: desaparecer. Hasta el momento ha hecho las cosas bien, porque a causa de su audacia probablemente ha cometido más de un error. Sus errores autorizan a ensayar y a equivocarse. ¿Tendrá su sucesor que parecérsele? Ojalá que sea él mismo y no un imitador de Francisco. Lo decisivo será que Francisco mengüe en importancia para que prosperen las iglesias de todo el mundo. Que lo haga ahora, que deje  instalada la tendencia. Para que su sucesor no se angustie con “salvar” la Iglesia en vez de inventar, no sin todas las iglesias, un mundo nuevo, mejor, más hermoso, más libre.

Don Ricardo Ezzati, cardenal

El Papa Francisco hará cardenal a Ricardo Ezzati. Bergoglio fortifica su equipo. Hace entrar a la cancha a un obispo que conoce muy bien. Trabajaron codo a codo para sacar adelante el documento de la Conferencia de Aparecida (2007). Ahora lo harán al servicio de grandes cambios en la Iglesia. La crisis eclesiástica es de envergadura. Hay mucho que hacer.

El nuevo nombramiento, a pocas horas de sabido, ha provocado reacciones contrarias. No se pueden desoír fácilmente algunas quejas. Pero, ¿debe ser infalible don Ricardo Ezzati?  No, ciertamente no. Jorge Mario Bergoglio tampoco ha sido perfecto y, sin embargo, rema en la dirección correcta. El Papa Francisco hizo un largo  mea culpa de su autoritarismo de otros años. Silva Henríquez, otro salesiano, también tuvo límites, pudo equivocarse varias veces, pero acertó en lo decisivo. Bien vale recordar hoy su estatura profética.

Bergoglio, Ezzati y los demás obispos latinoamericanos, al tiempo de Aparecida, insistieron en “la opción por los pobres” de las conferencias de Medellín (1968), Puebla (1979) y Santo Domingo (1992). Reiteraron la convicción mística y teológica más importante de la Iglesia latinoamericana y, si las cosas siguen como van, el principio de transformación radical de la Iglesia universal. Un Papa llamado Francisco, comienza a rodearse de cardenales que le ayudarán en la tarea de hacer a la Iglesia “pobre y para los pobres”.  Esperamos que en la Iglesia los pobres lleguen a tener voz y sean protagonistas.

Me centro en lo principal: Francisco fue elegido para reformar la Curia. Pero salió con otra cosa. Está llevando la Iglesia a Galilea, a Nazaret, a Belén…  Quiere volver a los orígenes del cristianismo. No servirá de nada cambiar la Curia si no se atina con lo fundamental. Si la Curia romana no se convierte al Jesús pobre y humilde, morirá Bergoglio y la Iglesia volverá al oro, al oropel, a las liturgias cortesanas, a las palabras acaracoladas, etc., etc., a la fastuosidad frívola e intrascendente. La Iglesia de Aparecida lo tiene claro: no se puede ser cristiano si no se opta por los pobres.

¿Vienen los aires de cambio eclesial desde América Latina? ¿Vienen efectivamente desde la Finis Terrae, del Cono Sur del continente americano? Esta ya será una señal poderosa. Lo que está en juego es que la Iglesia latinoamericana deje de ser una Iglesia sometida a Roma. En la antigüedad la Iglesia católica fue bastante más democrática. Hubo cinco patriarcados. ¿No podría existir un patriarcado latinoamericano, libre y respetado, unido estrechamente al Patriarcado de Roma por amor y no por miedo? Esto sería “opción por los pobres” al más alto nivel.

A otro nivel, el más importante, la Iglesia debiera terminar con la verticalidad que la está matando. Debiera finalmente hacer caso al Concilio Vaticano II (1962-1965): los sacerdotes están al servicio de los bautizados, y no al revés. Ha sido muy difícil de entender que no es el orden jerárquico lo fundamental, sino la hermandad en virtud de Jesús en cuanto “Hijo”. Está pendiente que la Iglesia sea más democrática también a este nivel. Lo que falta es horizontalidad. Los católicos chilenos desean una institucionalidad eclesiástica disponible, a la mano, cercana, que acompañe, que esté cuando hay que estar. Que, sobre todo, aprenda de los excluidos: los marginados, los estigmatizados, los denigrados, los divorciados vueltos a casar, las segundas familias y cualquier discriminado por su origen social, su realidad social o su orientación sexual. Todas estas personas han aprendido algo importante de la vida que los pastores tienen que acoger. Es a este nivel que se juega en definitiva “la opción por los pobres”.

Auguramos a don Ricardo Ezzati lo mejor. El trabajo en curso es enorme. Hay que desmontar un modo de organización eclesiástica que no responde a las exigencias del Evangelio, porque no está a la altura de los tiempos.  Se hace necesario, por lo mismo, ponerse al día en los estándares de democracia de la época: participación en el gobierno, inclusión de la mujer, separación de funciones, transparencia en los procesos, justicia canónica para las víctimas de cualquier tipo de abusos y rendición de cuentas a todos los niveles.

Lo exigen los contemporáneos. Lo pide la Iglesia de los pobres a la que el futuro cardenal Ezzati y el Papa Francisco se deben.

Un Papa que enseña porque aprende

No es nuevo que un Papa consulte a las conferencias episcopales sobre la práctica del cristianismo entre los fieles. Pero el Papa Francisco ha generado un ambiente tal de libertad y de confianza, ha despertado a un nivel tan alto de expectativas de cambio en la Iglesia, que el período de preparación del Sínodo sobre la familia que él mismo ha inaugurado tiene visos de convertirse en un acontecimiento inédito. Los dos próximos años, de aquí al Sínodo Extraordinario (2014), y de este hasta el Sínodo Ordinario (2015), puede volver a entusiasmar a los católicos como no ha sucedido en los últimos cincuenta años. Hay que remontarse al Concilio Vaticano II, si se quiere revivir la esperanza que primó en la Iglesia por una renovación a la altura de los signos de los tiempos.

No es nuevo que la Santa Sede haga llegar a las conferencias episcopales cuestionarios de preguntas sobre la realidad pastoral. Pero esta vez, las 38 preguntas que el Papa hace a propósito de la situación de la familia –y temas relativos a sexualidad, la afectividad y la práctica sacramental- han llegado a todos los católicos directamente. En este mismo momento, hoy, ahora,  los católicos, con las preguntas en las manos, no pueden creer que se les pida la opinión. Los obispos recogerán las respuestas a través de las parroquias y las llevarán al Sínodo del 2014; y, en este, tendrá lugar una discusión al máximo nivel sobre lo que está sucediendo en temas álgidos, pues la realidad de la sexualidad, de la afectividad y de la familia en todas partes del mundo, en estos tiempos, experimenta una transformación impresionante.

¿Qué ocurrirá entonces? Es impredecible. Pero podemos imaginar que si la respuesta del Sínodo del 2015 efectivamente es una ayuda a las necesidades del Pueblo de Dios, ávido de ser tomado en cuenta por fin en este campo, la Iglesia dará un salto adelante en la transmisión del cristianismo. Y, si no, la situación empeorará. La frustración puede erosionar aún más la ya alicaída pertenencia eclesial.  El Sínodo del 2015 tendrá una importancia decisiva.

El caso es que el comienzo de la renovación es muy auspicioso. El Papa y los obispos abren los oídos, los ojos, la mente y el corazón al sensus fidelium, a saber, la comprensión del Evangelio de todos los bautizados. Todos estos trasmiten a Cristo. El Magisterio episcopal tiene la responsabilidad de auscultar en ellos lo que el Espíritu Santo dice hoy. Dios habló y habla. El Magisterio tiene una palabra autorizada y normativa que decir al Pueblo de Dios en estas y otras materias. Si los cristianos no obedecen, no da lo mismo. Desautorizado el pastor, se dispersa el rebaño. Pero, si  la enseñanza magisterial no se vive porque es percibida como invivible, ¿qué se puede hacer?

Será difícil, si hay cambios que hacer, hacerlos. ¿Es posible un progreso doctrinal? Tomemos, por ejemplo, esta secuencia de preguntas que hace el Papa: ¿Cuál es el conocimiento real que los cristianos tienen de la doctrina de la (encíclica) «Humanae Vitae» sobre la paternidad responsable? ¿Qué conciencia hay de la evaluación moral de los distintos métodos de regulación de los nacimientos? ¿Qué profundizaciones se podrían sugerir sobre ello desde el punto de vista pastoral? Por nuestra parte levantamos otra pregunta: ¿qué ocurriría si la respuesta de laicos y sacerdotes a estas preguntas fuera: la inmensa mayoría de las familias cumple con su responsabilidad paternal y maternal recurriendo a métodos artificiales de contracepción?

Lo nuevo en las actuales circunstancias tiene que ver con un Papa que no uniforma la Iglesia en base a la doctrina, sino que privilegia el discernimiento responsable de la voz de Dios en cada circunstancia. No desprecia para nada la doctrina, pero la pone al servicio del discernimiento con el cual cada católico se desempeña como adulto.  El tono pastoral de las 38 preguntas deja la impresión de que Francisco está dispuesto a hacer ajustes en la doctrina con el propósito de favorecer una práctica cristiana acorde con los tiempos. Este siempre ha debido ser el fin; y la doctrina, siempre el medio.  La inversión de la importancia de estos dos factores, bien parece la causa precisa de la asfixia y el abandono de la Iglesia de tantas personas.

Las 38 preguntas serán respondidas a través de los canales ordinarios. Pero nada impide que sean trabajadas y discutidas por todos los católicos. ¿Pudieran, algunas, ser respondidas por los no católicos? Debieran, porque tienen que ver con problemas humanos universales. Así cumplirían una función misionera. Es de esperar que este ejercicio de escucha y conversación con Dios y entre las personas, no se tome a la ligera; como si se tratara de una mera encuesta y termine en porcentajes. La “verdad” que en estos temas necesitamos no se mide con números, sino con misericordia, con información científica y con sentido común.

El Papa Francisco representa estos días a una Iglesia que enseña porque aprende. Después de un período posconciliar sofocante de “verdades” exentas de “amor a la verdad”, hará muy bien a la Iglesia un tiempo para tomar en serio las preguntas planteadas, para lo cual es indispensable considerar que algunas respuestas del pasado pueden no servir nunca más.

El Papa vulnera la separación entre lo sagrado y lo profano

El Papa Francisco ha invitado a subir al Papa-móvil a un niño down. Es una señal simpática. ¿A quién podría molestar? A nadie. Pero, ya que ha realizado varios gestos de este tipo muchos están inquietos. ¿Puede un Pontífice salirse a cada rato de su papel? Lo vieron un día sacando la basura de la casa Santa Marta. ¿No está llevando las cosas demasiado lejos? Después de algunos meses de su elección, hay católicos confundidos, irritados o preocupados.

 Algo así no es normal en un jefe de Estado. En el caso del Santo Padre, a unos entusiasma y a otros enfurece. ¿Por qué? Mi hipótesis es esta: Francisco vulnera la frontera entre lo sagrado y lo profano. ¿Lo hace provocativamente? No lo sabemos. Acerca de sus intenciones nadie puede decir nada. Pero sí es claro que hace lo que no se hace, como cuando Jesús curaba en sábado.

 Hagamos memoria. A Jesús lo mataron los romanos a instancias de los jefes de su propio pueblo. En el estipes de la cruz un letrero decía, en burla, El rey de los judíos. Se trató, en este caso, de la aplicación de la pena capital de parte de los romanos, la única autoridad que poseía el ius gladii. Fariseos, escribas, saduceos hicieron ver a los romanos que las expectativas mesiánicas que Jesús despertaba eran peligrosas para la estabilidad social y política de Palestina. No tuvieron que invocar como causa lo que realmente les resultaba insoportable: la desautorización que Jesús hacía de la religiosidad de la época, y de ellos en particular, pues interpretaba la Ley y se comportaba respecto del Templo con una libertad inaudita. Jesús, en sus actuaciones, subordinó la Ley y el Templo a la obediencia a Dios, la cual en todos los casos y siempre ha debido consistir en la liberación de personas concretas.

 Este fue, en su núcleo, el contenido del reino que Jesús quiso inaugurar como voluntad del Dios que él consideró su Padre. A este Padre no se le encontraría mejor en lugares y tiempos “sagrados” que en los valles, las montañas y entre las olas del mar de Galilea, de mañana o por la tarde. Jesús, en vez de erigirse en el guardián de la diferencia entre lo sagrado y lo profano, la saltó, la ridiculizó a veces y, con su muerte en cruz, la aniquiló para siempre. Así lo entendió la primera Iglesia. Ella vio en el rasgarse el velo del Templo al momento de la muerte de Jesús, el cumplimiento irreversible de la encarnación. El Dios entrado en la historia como un niño inerme y sacado de esta misma historia con violencia, se da a reconocer en los hechos humanos, especialmente allí donde la humanidad más se le asemeja crucificado. El “pecado” que el Sanedrín no toleró a Jesús podría llamarse “secularidad”. Jesús apostó toda la religión de Israel al amor secular. Al amor así no más, podríamos decir, sin articulación religiosa, como el del buen samaritano.

 Francisco desconcierta a personas que prefieren a un pontífice hierático. El sacerdote, piensan, debe representar la santidad de Dios. Otros, me incluyo, pensamos que debe representar la “humanidad” de Dios. O, mejor dicho, creemos que la verdadera santidad, la del Hijo de Dios encarnado, se manifiesta en la gran humanidad y humildad de Jesús. Y que, por el contrario, la santidad mal entendida hace creer que en Cristo lo divino neutraliza lo humano. El problema es que, de un Cristo que simula humanidad, resultan personas que simulan divinidad.

 Es extraño, por tanto, que Francisco pueda desconcertar a un cristiano. Llama la atención que sus gestos tan sencillos, realizados a contrapelo del manierismo eclesiástico, perturben a quienes debieran resultarles completamente naturales. Lo naturalmente pagano es la divinización de la autoridad. El cristianismo, en cambio, reconoce autoridad a quien practica la justicia y la clemencia. La investidura pontificia no basta. Es incluso ambigua, pues induce a la papolatría. Y la papolatría sí es un pecado, o una lesera.

 Como otro botón de muestra, tomemos el episodio de Francisco jugueteando con el solideo, poniéndoselo y sacándoselo a una niñita en la cabeza. A unos el gesto les parece lindo. Les calza exactamente con la alegría de Jesús. A otros, en cambio, no les debe parecer bien que el Papa bromee con la vestimenta sagrada. El solideo es esa especie de gorrito redondo y morado que usan los obispos. El solideo blanco solo lo usa el Papa. Cuando el prelado celebra la misa, debe sacárselo al momento de la plegaria eucarística, simbolizando respeto a Dios, como quien se quita el sombrero para saludar a alguien. ¿Qué ha querido simbolizar Francisco con este otro uso que él hace del solideo? ¿Estará queriendo decir a la niñita que ella algún día puede ser Papa? No lo creo. ¿Querrá tal vez decirle a ella y a todos los demás “yo, que soy el Papa, quiero que me sientan cercano y confiable”? Las demás señales indican que sí. Pienso también que esta interpretación, a su vez, puede caer muy mal a algunas personas. Al jugar de esta manera con el solideo, alguien puede pensar que el Papa cruza burlescamente la frontera de lo prohibido. Francisco no se pone la mitra cuando hay que ponérsela. Francisco lava los pies a una musulmana en la cárcel en Semana Santa. Francisco saluda de beso a la presidenta de Argentina, etc. Se sale frecuentemente del protocolo. ¿Cuál es el límite? ¿Podría un día celebrar la eucaristía sin alba, solo con la estola?

 Estos gestos totalmente intencionados del Papa pueden provocar inquietud, molestia o furia en cualquiera de los cristianos. Ninguno de estos sentimientos es culpable. Los sentimientos son inocentes. Nadie es culpable de sentir esto o aquello, ni tampoco de tener tal o cual cultura o sensibilidad religiosa. Debe tenerse presente, eso sí, que el fanatismo religioso que combina el celo por Dios con la ira psicológica, es peligroso.

 Este Papa está realizando acciones que provocan rabia en quienes no entienden que el dogma de la encarnación obliga a descubrir a Dios en un hombre común y corriente, y que la salvación en sentido estricto es humanización. La encarnación es un misterio difícil de comprender para la mentalidad de los mismos creyentes, pero no atinar con su concepto no es inocuo. Hay concepciones de lo sacro, de lo santo y de la salvación inhumanas y deshumanizantes.

 ¿Dejará alguna vez Francisco de usar el Papa-móvil? Aún lo necesita. De momento, si nos invitara a subir a él y aceptáramos, estaríamos más cerca de comprender quién es y quién no es el Dios de Jesús.

 

 

El jesuita franciscano

Soy renuente a decir una palabra sobre de la identidad jesuítica del Papa. No me interesa hacer propaganda a la Compañía de Jesús. Tampoco soy papólatra. Si yo, jesuita, celebrara su elección como triunfo partidista desorientaría a los demás de lo fundamental. Que sea jesuita me es secundario. Pero, al ver lo que está ocurriendo, me inclino a ayudar a otros a entenderlo. Que este Papa jesuita se llame Francisco, me parece decisivo. Es la indicación más poderosa.

 Tengo, además, otra dificultad para hablar del Papa en cuanto jesuita: no logro ver con claridad cuál pueda ser la diferencia genérica respecto de otros papas. Se supone que yo debiera conocer mejor esta diferencia. Ambos somos hijos de San Ignacio. Pero me ocurre prácticamente lo mismo que cuando me dicen que nos parecemos con mi hermana. La veo, veo a mis otros hermanos, y no descubro el parecido. Para los demás es evidente. No para mí.

 Con todo, diré una palabra sobre lo que es un jesuita. Puede ayudar a entender qué es lo que el Papa Francisco está desencadenando. Estoy convencido de que es en el Pueblo de Dios donde hay que observar el quehacer del Espíritu, más que en la persona misma del Pontífice.

 Doy otro paso atrás. Como un niño antes de arrojarse a la piscina, reculo y tomo distancia. No basta definir qué es un jesuita porque, como he dicho más arriba, lo principal es que este jesuita ha querido llamarse Francisco. ¿Qué tenemos delante? ¿Un jesuita franciscano o franciscano jesuita? El obispo de Roma actual tiene algo de enigmático. No acabo de entenderlo. Pero sí reconozco que la inmensa aprobación que Francisco Papa ha generado en el Pueblo de Dios tiene que ver con el anhelo más profundo que muchos tenemos del Evangelio.

 Terminado este largo preámbulo, me arriesgo a definir qué es un jesuita y cómo esta condición pudiera estar influyendo en el Papa y, a través del Papa, en la Iglesia.

 ¿Por qué San Ignacio admiró y quiso imitar a San Francisco? No lo sabemos. El no lo explica. En la Autobiografía simplemente dice: “qué sería si yo hiciese esto que hizo San Francisco?”. Durante el tiempo de su conversión, cerca de Monserrat, inspirado en la pobreza de los santos, regaló su ropa a un pobre y se vistió con tela para hacer sacos. También decía: “San Francisco hizo esto; pues yo lo tengo de hacer”. Entre la admiración por Francisco del primer jesuita y la de los seguidores de Ignacio hay una conexión interior extraordinaria. Los jesuitas “envidiamos” en el espíritu franciscano esa capacidad de experimentar el mundo como un don de Dios, de vivir agradeciendo y alabando, todo lo cual se expresa en la pobreza radical de quien sabe ser feliz con poco porque, para amar a Dios, basta con el mínimo. Dios ama a los pobres, pero también a los pobres de espíritu. Por esto Ignacio fue pobre y, algunas veces, exageradamente. Esto es lo que me alegra de mis compañeros cuando los veo ligeros de equipaje, prontos a partir con lo puesto a las misiones más sacrificadas. Así entiendo lo franciscano en un jesuita. Tengo una manera jesuítica de amar a San Francisco.

 ¿Qué puedo decir in recto del ser jesuita? Dicho en seco: es un hombre que sabe lo que quiere y se lanza con todo a conseguirlo. ¿Cuál es la tentación del jesuita? Dicho en breve: la impaciencia por doblegar la realidad como solo Dios puede hacerlo. ¿Cuál es el pecado del jesuita? No sin dolor lo digo: buscar las influencias poderosas necesarias para cambiar el mundo olvidando que estos son medios, pues el único fin es el Evangelio que prevalece no sin estos recursos, pero gracias al Espíritu del Pobre crucificado, el Jesús que triunfa con su impotencia.

 Amplío la definición del jesuita: es un hombre al que Dios, liberándolo de sus apegos mundanos, le ha revelado qué quiere de él y le pide la vida entera para conseguirlo; es un hombre encendido por Dios para amar al ser humano como Jesús lo ama, apasionadamente. El jesuita vive concentrado en lo que quiere, porque sabe que Dios quiere lo que él quiere. ¿Qué? En el siglo XXI, cuando arrecia la globalización, el jesuita quiere un mundo compartido. Cuando se comparte el mundo se alaba a Dios. Solo se alaba a Dios compartiendo el mundo. Solo se vive el Evangelio sumándose al quehacer de personas samaritanas que imaginan cambios, los piensan y se arriesgan por conseguirlos. La lucha por la justicia que desvive al jesuita hace más de un siglo, es la mejor expresión de su fe en el Dios que quiere hermanar a la humanidad con todos los medios materiales y culturales disponibles. Su enemigo es el capitalismo salvaje, la acumulación de las riquezas y el mercado desregulado, tres nombres del mismo Ídolo Dinero que está destruyendo el planeta y excluyendo nuevamente a  los pobres.

 No debiera extrañar, en consecuencia, que el espíritu jesuita y el espíritu franciscano converjan hoy en un Papa que ha recibido la misión de reformar la Curia romana. Lo que está en juego, en realidad, es todavía más importante: se trata de reformar la Iglesia de acuerdo a las coordenadas del Vaticano II. Esto ha sido difícil de hacer precisamente porque la Curia romana lo ha dificultado.

 Francisco Papa es una flecha jesuita. El sabe que le quedan pocos años de vitalidad. Su tentación es la impaciencia. Actúa con una gran determinación. ¿Cuál es su estrategia? No la conocemos. Pero bien podríamos suponerla.

 El Papa Francisco no solo es como siempre ha sido. El sabe que su estilo evangélico tiene fuerza revolucionaria. San Francisco reformó la Iglesia con su pobreza. El jesuita franciscano sabe que al atacar la versión principesca y absolutista de la Santa Sede, causa de la crisis de gobierno de la Iglesia universal, combate, en lo inmediato, lo mismo que combatiría Jesús y, en el largo plazo, pone las bases de una reforma estructural duradera. El futuro de la Iglesia no depende de deshacerse del personal corrupto e ignorante de la Curia. Organización y funcionarios siempre serán necesarios. Tampoco depende de un Papa más bueno que otro. Se necesitan cambios estructurales, cambios en la línea de la pluralización que el Espíritu apura en todos los países en que la Iglesia echa sus raíces. Pero, para que una nueva organización eclesiástica perviva en el tiempo, es necesario que se ajuste al Evangelio. Y el Evangelio, lo supieron San Francisco, San Ignacio, los mejores santos cristianos, y este Papa da señales esperanzadoras de entenderlo, consiste en la práctica del amor de Dios por los pobres. La pobreza sufrida o elegida es el check in al cristianismo.

 

 

El Papa, ¿rehabilita a Romero o reaviva el conflicto?

Francisco Papa ha desbloqueado el proceso de canonización de Oscar Arnulfo Romero. ¿Qué significa esta noticia? ¿Por qué se ha usado la palabra “desbloquear”?

Monseñor Romero fue obispo de San Salvador. El día 24 de marzo de 1980 un francotirador contratado por la extrema derecha, desde fuera de la iglesia, le metió un balazo en el corazón mientras celebraba la eucaristía. Esos años se desencadenaba en el país la guerra civil. Romero sabía que lo podían asesinar. Había solidarizado con los pobres, en especial los campesinos víctimas de la injusticia social y de la violencia militar. El pueblo salvadoreño le llamaba “la voz de los sin voz”. Lo amenazaron. No se calló. Continuó hasta el fin con sus homilías y sus transmisiones radiales. No paró de denunciar las atrocidades cometidas contra gente inocente. El fue uno más entre cientos de cristianos mártires, antes y después de esa fecha. En 1989 fue masacrada una comunidad jesuita completa. Seis profesores universitarios, la cocinera de la casa y su hija. Ignacio Ellacuría, el rector de la UCA, fue eliminado por su rol clave en las negociaciones por la paz entre el gobierno y la guerrilla.

Monseñor Romero ha sido la figura más conflictiva de la Iglesia en América Latina. Unos niegan que su martirio haya sido martirio. Ser asesinado por motivos sociales no les parece martirio. Creen que la fe no tiene que ver con la política. Les impresiona que lo hayan matado mientras celebraba la misa. Pero no ven una conexión entre la eucaristía y la solidaridad del obispo con las víctimas de la violencia. El problema, dicen los partidarios del obispo, es qué se entiende por martirio. Estos, por su parte, hablan de él como de San Romero de América. Lo hacen provocativamente. Si la Santa Sede no quiere reconocer su cristianismo, ellos sí lo hacen. Si algún día la Santa Sede sí lo reconoce, será porque ellos lo hicieron primero. El catolicismo liberacionista latinoamericano ve a la jerarquía aliada con los católicos enemigos de Romero.

Ahora se avisa que el estudio de su santidad ha sido “desbloqueado”. ¿Qué pretende el Papa Francisco con rehabilitar a un hombre conflictivo? Talvez alguno de los cardenales electores piense que se lo escogió para reformar la Curia, pero no para reformar la Iglesia. Esta palabra “desbloquear” no se le escapa a un obispo de la Curia romana. No sería extraño que Francisco la haya usado antes que el obispo vocero. La causa de canonización de Romero no había podido avanzar. Había sido intencionalmente detenida. ¿Quién la bloqueó? Alguien no quiso reconocer al obispo de El Salvador el significado que su vida y su martirio tienen en América Latina.

Dejemos de lado esta hipótesis. Tal vez haber “bloqueado” la tramitación del proceso de Romero ha sido un acto bien intencionado. ¿Por qué no? La prudencia ha podido indicar a los papas anteriores, o a algún prefecto romano, que exaltar la figura de este mártir habría provocado agitaciones mayores entre la Iglesia y los gobiernos latinoamericanos, y al interior de ella misma. Pongámonos en este caso. La Iglesia jerárquica, testigo de las atrocidades padecidas por los cristianos de El Salvador, frenó la canonización de Romero. Ella perfectamente ha podido querer quitar fuego a circunstancias que habrían ocasionado todavía más crímenes de personas inocentes. ¿No pudo así actuar en conciencia? ¿Ser responsable?

 ¿Por qué entonces Francisco quiere ahora apurar la canonización de un mártir? ¿Para qué rehabilita a Romero? Se me ocurren dos cosas.

 Francisco sabe que las injusticias sociales son hoy tan reales como lo fueron en América Latina durante el siglo XX. Lo han dicho los obispos latinoamericanos en Aparecida (Brasil, 2007). Las injusticias han podido mutar, pero continúan. El sabe, además, que la misión de la Iglesia en el continente es el mismo continente. En esto y no otra cosa consiste su misión evangelizadora. La Iglesia en esta parte del mundo, especialmente después del Concilio Vaticano II, ha tomado conciencia de que a Cristo se le anuncia cuando se libera a los pobres de sus miserias y se les reconoce su dignidad eterna. La rehabilitación de un obispo, hasta ahora ninguneado por las élites católicas, es, además de un acto de justicia con la persona de Romero, un gesto simbólico favorable a la Iglesia que hizo suya la opción de Dios por los pobres. Francisco no es ingenuo. Al desbloquear la causa del mártir más popular de América Latina, pone de nuevo a la Iglesia en la senda de la lucha por la justicia sin la cual la fe cristiana se desvirtúa. La misión de la Iglesia es América Latina. Si en el continente se multiplican hoy los modos de ser pobre; si el nombre de la pobreza hoy es la “exclusión” que afecta no solamente a los explotados, sino a los “sobrantes” y los “desechables” (Aparecida, 65), la eventual canonización de Oscar Romero es un campanazo de alerta. ¿De reclutamiento?

 Si Francisco quiere dar este campanazo, ¿es que desea que recrudezcan los conflictos ético-religiosos en el continente? No sé quién pudiera pensar algo así. Pero el Papa no ignora que un cristianismo enardecido contra la injusticia puede nuevamente originar mártires. En el caso de Francisco debe recordarse que él también tiene una poderosa razón para actuar en conciencia: Jesús es para los cristianos el primer mártir. Si a Jesús lo mataron por su amor a los marginados y sus gestos liberadores hacia víctimas inocentes, los cristianos hoy no pueden esconderse entre las polleras de la Santa Madre Iglesia por miedo al conflicto social.

 Desbloquear la causa de Romero es un acto conflictivo. Bloquearla también lo ha sido. Hemos de creer que ni en este ni en aquel caso ha habido mala intención. Nadie nos obliga a pensar mal. Pero sí debemos reconocer que el conflicto es una realidad histórica. Y que lo decisivo es, en última instancia, con quién se está y contra qué se combate.

Francisco ante el desafío del pluralismo

No sabemos aún qué sentido tendrá la reforma de la Curia Romana. Está claro que esta es la tarea que los cardenales han dado al Papa Francisco. Pues hay dos maneras de entender los cambios que se deben hacer: se reformará la Curia para que mejore el cumplimiento de su misión o se cambiará su misión, para lo cual se requerirá una Curia muy distinta. En este caso y en aquel, la relación que quiera establecer el nuevo Papa entre la fe y la cultura será decisiva. Francisco se servirá de la Curia para continuar gobernando una Iglesia católica culturalmente occidental o procurará, a través de la misma Curia, que la fe sea inculturada en culturas plurales; se perfeccionará la organización de una institucionalidad eclesiástica mono-cultural o se creará una institucionalidad eclesiástica nueva, orientada a fomentar un catolicismo poli-cultural y poli-céntrico.

 A mi juicio esta disyuntiva es decisiva. Tomo posición: en tiempos en que los cristianos descubrimos en el pluralismo un signo de los tiempos, esto es, un crecimiento en la valoración de las diferencias que Dios suscita en esta época, la Iglesia tiene que ser culturalmente plural y, en particular, debe serlo la institución eclesiástica. Esta debe indicar cómo Dios salva y se revela no solo a los católicos, sino en primer lugar a cada ser humano. Pero, ya que también es misión del obispo de Roma velar por la unidad de la Iglesia no será nada fácil, en este caso a Francisco, representar la unidad de las diferencias. ¿Qué hará si los cristianos de Asia, por ejemplo, no quieren un papado que los europeíce? El Papa puede tratar a los cristianos de Asia con simpatía y respeto. Pero, al momento de hilar más fino, pueden surgir diferencias considerables que él no logre integrar a la Tradición de la Iglesia, más aún cuando esta Tradición también debe avanzar con los aportes de las iglesias de los demás continentes.

 Benedicto XVI  – y ya antes como el Cardenal Ratzinger-, embistió en contra de la “dictadura del relativismo”. El vio en la fragmentación de la verdad de la cultura actual una amenaza fatal para la humanidad. Si lo verdadero de una persona es relativo a lo verdadero de otra persona, a la larga nadie tendrá la razón; pues si todos creen tener la verdad, y todos sostienen verdades distintas, nadie en definitiva la tendrá. ¡Será la guerra! El Papa emérito vio subyacente a un pluralismo ilimitado la pérdida de Dios, a saber, el principio de la unidad en torno a una única verdad. Cuando el pluralismo oculta tras un respeto a los demás una indiferencia hacia ellos, un dar lo mismo lo que los demás piensen, la convivencia tiene los días contados. Benedicto sostuvo, en contra del pensamiento relativista, la convicción de una convergencia en la “verdad”, como la condición básica de entendimiento entre los seres humanos.

 Esto explica que durante su pontificado haya pesado tanto el factor doctrinal. Por un parte afirmó con claridad las “verdaderas” consecuencias del Evangelio; por otra, controló a quienes pudieran haberse apartarse de la enseñanza oficial. Los pontificados de Juan Pablo y de Benedicto tuvieron un marcado talante teológico. El reclamo papal por “la verdad” cumplió una función gubernativa. Mediante ella los papas obligaron a la institucionalidad eclesiástica a cerrar filas, arriesgando, por otra parte, un distanciamiento con el Pueblo de Dios necesitado de orientación, pero también de libertad, de confianza y de protagonismo. Los candidatos a obispos fueron examinados con sumo cuidado. Muchos teólogos sufrieron las consecuencias.

 ¿Habrá cambio de Curia o cambios en la Curia? ¿Bajará Francisco el énfasis doctrinal a los dicasterios romanos o lo mantendrá? ¿Invertirá la relación de la institución eclesiástica con las iglesias locales o la mantendrá? ¿Aligerará los controles a los intelectuales o los mantendrá?

 Estas preguntas son decisivas. Ellas se reducen a una: ¿se abrirá la institución eclesiástica a la diversidad de la Iglesia? La Iglesia dispersa en el mundo es mundana. No puede no serlo. Ella experimenta cambios y transformaciones de los más diversos tipos según se encuentre acá o acullá; a veces avanza y a veces involuciona con la humanidad. Quien lo niega miente o se engaña. Si la institución eclesiástica, por tanto, no se abre a lo que está ocurriendo en el Pueblo de Dios, incluidos los sacerdotes y obispos, no atinará con el anuncio del Evangelio. En vez de ser pertinente será impertinente. Lo cual es muy grave. Así no atinará con el quehacer original e irrepetible de Cristo en la historia a través de su Espíritu. Pero, además, hará daño. Porque forzar la realidad es nocivo. El riesgo de una apertura indiscreta a los cambios acarrea peligros. Pero una cerrazón a los mismos es suicida.

 El Papa Francisco ha dicho que prefiere una Iglesia “accidentada” a una Iglesia “enferma”. Escribe a los obispos argentinos: “Una Iglesia que no sale, a la corta o a la larga, se enferma en la atmósfera viciada de su encierro. Es verdad también que a una Iglesia que sale le puede pasar lo que a cualquier persona que sale a la calle: tener un accidente. Ante esta alternativa, les quiero decir francamente que prefiero mil veces una Iglesia accidentada que una Iglesia enferma. La enfermedad típica de la Iglesia encerrada es la autorreferencia; mirarse a sí misma, estar encorvada sobre sí misma como aquella mujer del Evangelio”.

 Si esta metáfora vale para la institución eclesiástica, es muy preocupante que esta cierre a los católicos a la realidad y los concentre en sí mismos. El obispo de Roma prefiere, no obstante los riesgos, una Iglesia que se exponga al mundo real. ¿Prefiere una Iglesia más dispuesta a buscar la verdad que a proclamarla? ¿Una Iglesia que aprenda a una que enseñe? Hemos de suponer que quiere ambas cosas. Según parece, Francisco no teme tanto al peligro del relativismo como al del fundamentalismo de quienes se creen poseedores de la verdad. Si esto es realmente así, el obispo de Roma tendrá que mediar en el conflicto de las interpretaciones en vez de tratar de suprimirlas.

 El pluralismo es un enorme desafío. Los obispos chilenos han apostado por un tipo de pluralismo altamente necesario. Vale la pena recordar sus palabras: “Ni el simple consenso ni las estadísticas dan fundamento suficiente a lo que estimamos valioso. El pluralismo es inmensamente positivo porque nos ayuda a convivir y nos permite asumir diversos puntos de vista, comprendiendo la complejidad de la vida y ensanchando nuestra limitada visión de ella. Ese pluralismo, hecho de respeto y no de silencios, debe ser fomentado porque nos permite buscar con otros la verdad, complementándonos. Es un modo solidario de buscar y profundizar la verdad sin relativizarla. El pluralismo agudiza nuestra razón para llegar al fundamento que hace más razonables para todos lo que proponemos como un valor, sin relativismos y sin fundamentalismos” (Humanizar y compartir con equidad el desarrollo de Chile, 2012).

 Auguramos a Francisco éxito en su tarea de unir sin uniformar, de acoger la diversidad y trabajar por la comunión entre iglesias que puedan legítimamente intentar variadas formas de ser católicas. El Papa latinoamericano representa la apertura. El sabe que si la Iglesia no cambia con los tiempos, se asfixia. El ha leído la parábola de los talentos: es consciente de que la Iglesia no puede ser presa del temor. Prefiere una Iglesia “accidentada” a una parapetada en “verdades” que no reflejan sino miedo a la verdad.

 ¿Qué tipo de reforma de Curia intentará hacer? Esperamos que el obispo de Roma, acertando en los fines, acierte también en los medios. Si quiere abrir la Iglesia a los cambios y a la diversidad de las culturas, esta Curia, tal como está, ni aun mejorada, sirve. Se necesitará una Curia que se reestructure de acuerdo a una nueva misión.