En materia de fútbol, puede jugarse en los pasillos de un colegio, en la calle, baby, futbolito y en cancha grande, sobre pasto, cemento o maicillo. Es probable que el Papa Francisco tenga cicatrices en las rodillas. No tiene miedo de jugar la final que su equipo, la Iglesia, juega hoy en cancha grande.
Desde un punto de vista histórico, dos son los acontecimientos mayores: la catástrofe socio-ambiental y la posibilidad de que la Iglesia Católica deje de ser tan occidental.
Desde el surgimiento del homo sapiens hace 350,000 años nunca la humanidad, según parece, había corrido tanto riesgo de desaparecer. La peste negra en el siglo XIV diezmo en un tercio la población europea. Por entonces la sensación de extinción de la raza humana debió ser intensísima. Hoy las señales de un posible término total de la vida en el planeta son numerosas.
La respuesta de Francisco a este desafío global sin precedentes está contenida en Laudato si’. Esta encíclica social, en este contexto histórico, terminará constituyéndose sin duda en uno de los llamados evangélicos más importantes de la Iglesia en dos mil años. El Papa presta oídos, como lo haría Jesús, al “grito de los pobres y al grito de la Tierra”, convoca a los cristianos y a todos los seres humanos a una defensa de la creación, a una conversión cultural y a una reconfiguración de un tipo de desarrollo capitalista que nos están conduciendo a todos los seres vivos a la catástrofe. Su llamado es, en sentido estricto, apocalíptico: la esperanza de la superación del acabo mundi depende de una acción actual personal y política que interrumpa el curso de la historia. Justo cuando la humanidad, en la modernidad tardía, no cree en ningún gran relato, sale un papa precisamente con un tremendo relato que reclama, en nombre de Dios, el único “dueño de la tierra”, la re-construcción de una co-pertenencia que tenga sentido para todos sin exclusión.
Segundo gran asunto: para llegar a esta final de cancha grande, la Iglesia tendrá que ganar la semifinal. Su problema es que su versión occidental, la que predomina por doquier, se está agotando: en ella prima el catolicismo romano colonizador y los seminaristas, incluso en América Latina, son formados para perpetuarlo. Desde que el cristianismo el siglo II giró del judaísmo a la cultura dominante greco-latina-germánica, los pueblos con otras culturas, otras religiones, otros sistemas económicos y políticos, en su gran mayoría, han debido padecer a una religión que les ha sido impuesta por la fuerza de los poderes occidentales. Las diversas poblaciones nativas de América Latina –los mapuche particularmente en Chile-, las culturas africanas y asiáticas y las naciones en las que la Iglesia ha pretendido llegar con la cruz, han sido crucificados por Occidente con la complicidad ideológica de la religión que el emperador Teodosio el 380 hizo suya como el único credo del imperio y el único verdadero. Es cierto que desde los inicios de la conquista americana se dieron resistencias notables de cristianos contra los abusos y genocidios que se cometían: Valdivia en Chile y Las Casas en Chiapas. También es verdad los pueblos originarios algo han podido hacer para apropiar el cristianismo en sus propias categorías culturales. Pero estos logros, miradas las cosas en serio, son insuficientes.
El catolicismo chileno, exactamente igual que el catolicismo de los demás países latinoamericanos, del de Asia y del de África, funge de factor de dominación cultural europea que impide el acceso a la mayoría de edad a los cristianismos regionales. Tenemos un cristianismo infantil: niños los curas, niños los laicos. Los católicos chilenos hemos recibido los sacramentos impartidos en símbolos que poco tienen que ver con nuestra cultura. Además, hemos sido regidos por autoridades eclesiásticas nombradas por la Corona española y últimamente por una monarquía absoluta papolátrica parecida a la de Carlos III y Luis XIV.
En este contexto la elección de Jorge Bergoglio, argentino, el primer papa no europeo, representa un segundo giro gigante en la historia de la Iglesia. Un papa latinoamericano, que empuja a la Iglesia a salir de su ensimismamiento, que quiere que ella llegue y arraigue en las periferias geográficas, culturales y existenciales; que hace suya la opción por los pobres, resumen de la recepción latinoamericana del concilio Vaticano II; y que dice ser “el obispo de Roma”, reconociendo así la igual dignidad de los obispos de las demás diócesis de la tierra, en suma, un papa como Francisco ha querido ser papa, representa una ruptura que, si se mantiene la tendencia, logrará meter a la Iglesia en una tercera etapa –después de sus principales versiones, la judía y la occidental- extraordinariamente novedosa.
Lo que está en juego, a propósito de cancha grande, y el Papa lo sabe, es el reconocimiento del valor de la propia experiencia latinoamericana de Dios y el surgimiento de una organización eclesiástica que dé riendas sueltas a la creatividad de los fieles y ella misma sea configurada por todos los bautizados y todas las bautizadas, sea en la elección de las autoridades, la formulación de su credo, de su moral, de su liturgia y de su derecho canónico.
El catolicismo europeo importado en América Latina, y en otras partes del mundo, tiene poco futuro. Creo que sí lo tiene, en cambio, un cristianismo más franciscano, más humilde, más libre, más creativo, más solidario, más democrático y culturalmente más plural. El papa Francisco encarna esta diferencia.