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La mortalidad del cristianismo

Navidad otra vez. En esta, y tantas otras partes del mundo muchas personas vuelven a creer en el amor. Lo hacen, a menudo, después de un año duro o frustrante. En un año nos puede pasar de todo. A más de uno ha podido morderlo la desesperación.  Volver a cantar “noche de paz” lo puede consolar o irritar.

Ha habido muchas navidades. Habrá otras más. ¿Cuántas? Cualquiera sea el número, lo que importa es que la humanidad crea de nuevo en sí misma no obstante su vulnerabilidad. La Navidad tiene sentido cuando la vulnerabilidad de la humanidad,  su precariedad y su mortalidad, en vez de constituir meros límites, se convierten en los accesos precisos al misterio definitivo de los  seres humanos.

En Navidad, año a año, está en juego la mortalidad del cristianismo. El cristianismo puede morir porque su fundador nació mortal. Murió, porque podía morir. La mortalidad le era inherente a él como a nosotros, como al cristianismo, como a la Iglesia. ¿Podemos los cristianos imaginar un real acabo mundi? ¿Tenemos la valentía de asomarnos a la finitud de nuestra cultura y religiosidad? Digámoslo sin rodeos: ¿podrá alguna vez la Navidad ser algo más que un juego de niños y atrevernos a mirar la vida a fondo?

El cristianismo en la antigüedad desapareció del norte de África. Dejó de existir en tierras donde alcanzó su cúspide moral e intelectual. Hoy los cristianos huyen de lugares del Medio Oriente donde han estado por dos mil años. Pero no hay que ir muy lejos para asomarse a la posibilidad de la mortalidad del cristianismo y del catolicismo. La última encuesta Adimark / P. Universidad Católica de Chile arroja resultados inquietantes. En 6 años los católicos chilenos han disminuido de 70% a 63%.  Si esta tendencia, y su aceleración, se mantienen, en 6 años más los católicos seremos 56 %; en 18, 42%; 30, 28 %.  Y llegará el momento en que desapareceremos como ocurrió en Efeso, Calcedonia y Nicea. Las estadísticas hay que tomarlas con cuidado, cierto. Los evangélicos son cada día más. Con todo,  ¿quién podría, en este plano de la realidad, negar la mortalidad del cristianismo?

En otro plano, en el de la fe en el niño Jesús, el cristianismo es inmortal. Admito que esta es una opinión creyente.  Creo que Jesús es inmortal. Es más, opto por cambiar la realidad con la luz del acontecimiento de Cristo. Para ser exacto, creo en la inmortalidad que estuvo en juego en ese niño inerme y perecible porque lo que entonces estaba en cuestión, y en ello creo, era el “amor”. Creo que el amor es inmortal. Lo digo aun con otras palabras: podrá desaparecer la Iglesia Católica, podrán dejar de existir las otras iglesias cristianas, podrá llegar a 45º la temperatura media del planeta hasta que se extinga la raza y en algunos millones de años -se sabe – se apagará el sol y la tierra dejará de existir, pero la oscuridad no devorará un gesto de amor por pequeño que sea: un vaso de agua, una palabra de perdón… El cristianismo es inmortal en este sentido. Solo en este sentido. Como magnitud sociológica aparece y desaparece igual que las ideas y las culturas, igual que los ricos y quienes se creen inmortales. Como magnitud íntima del cosmos, como el Cristo en que radica, en cambio, es inmarcesible. Esto es lo que creo.

Algún día en estas tierras nadie sabrá que el 25 de diciembre se celebraba la Navidad. ¿En un millón de años más? ¿Antes? Tampoco, digámoslo con humor, que el Viejito Pascuero y el Amigo Secreto le disputaban la importancia al niño Jesús.  ¡Juegos de niños! ¡Qué importa ser niños! Importará, sí, que antes que termine el mundo haya al menos un adulto que sepa que en la noche de Navidad hubo seres humanos que tuvieron que definirse: ¿creyeron o no creyeron en la inocencia? ¿Creyeron que la paz proviene de la justicia y del perdón, y que la única religión verdadera es la del amor?

Pero, ¿es inmortal el amor? Tomar en serio esta pregunta merece máximo respeto.  La fe en Jesús, la fe en “el amor”, es fe y no se fuerza. ¿Quién podrá decirles a los padres de los niños asesinados estos días en EE.UU. o a los refugiados que huyen de la violencia en el Congo que crean que “Dios es amor”? ¿Hubo alguien que pudo consolar a las madres de los inocentes eliminados por Herodes en tiempos de Cristo?

La noche de Navidad tiene un alcance mayor. No es cosa solo de cristianos. Admirar a Jesús en el pesebre equivale a creer que el amor efectivamente revoluciona la realidad. Que vaya a triunfar en la vida eterna podría ser una forma de escape, suele serlo, cuando en el presente no se ama.

Lo que tenemos delante de los ojos es a un niño mortal, representante de la mortalidad de todos sin distinción.  Su mortalidad alude a la eternidad, pero no a cualquiera. Pues si el cristianismo reclama alguna inmortalidad, solo puede reclamarla para un Jesús que nació pobre y murió por los pobres; para el grito de los inocentes que en esta vida tal vez no lleguen a entender nunca que Dios los ama. Porque en Navidad  los cristianos no celebramos simplemente que la esperanza haya entrado en la historia, sino que esta es esperanza en un crucificado. Porque en Dios cree cualquiera. Cualquiera puede también no creer en Dios. Esto y aquello interesa poco. Lo único  decisivo es creer que los que se tienen por “inmortales” perecerán en Sudamérica como perecieron los cristianos en Asia Menor y que los inocentes, sus víctimas, no morirán jamás;  creer que esta tierra es para compartirla y gozarla con toda la humanidad.

Esta Navidad, ¿qué tipo de cristianismo nos traerá de regalo el niño Jesús?

La eucaristía, sacramento de misericordia

La Eucaristía ha sido llamada el “sacrificio”. La referencia es obvia a la muerte de Jesús en la cruz. Lo que no es tan evidente es el significado correcto que ha de darse al “sacrificio” de Jesús como para que la Iglesia, al celebrar la Eucaristía, no festeje un asesinato. La crucifixión de Jesús, hechas las debidas precisiones, es el “sacrificio” del amor y la Eucaristía, por ende, constituye el sacramento del amor por excelencia. Esta ha de revivir el camino de Jesús a la cruz, como el de un hombre que reclama contra una injusticia y representa a todos quienes son estigmatizados como culpables siendo inocentes.

 A continuación me centraré solo en un punto de este delicado tema: la actitud de Jesús ante su muerte inminente. Después de lo cual sacaré algunas conclusiones para entender mejor la Eucaristía.

 La muerte de Jesús: ¿sacrificio o asesinato?

 El sacrificio de Cristo, si no se entiende correctamente, puede terminar significando lo contrario[1]. Si no se entiende que el sacrificio de Cristo consiste en la entrega de amor de Jesús a la voluntad de Dios hasta las últimas consecuencias, puede terminar significando un acto ciego, indiferente a las razones históricas que lo han provocado; puede ser considerado un acto compensatorio para reparar el dolor con dolor; puede hacernos pensar que lo único cuenta es que el Hijo haya muerto en la cruz (lo cual resta sentido a la predicación que Jesús hizo del Reino); puede, en definitiva, inducir a pensar en un “pacto secreto” o una “connivencia” de orden providencial entre Caifás y el Padre de Jesús. Dado que Caifás recomendaba la muerte de uno, Jesús, para salvar a la nación (de la amenaza de los romanos), Dios habría agradecido este gesto como sacrificio de un ser humano inocente, su Hijo, para otorgar el perdón de los pecados. Pero, ¿necesitaba Dios de una víctima de la violencia para salvar? Si en algún sentido la Eucaristía celebrara el crimen de Caifás, estaría celebrando exactamente lo contrario. Pues Cristo en cruz desenmascara la crueldad de las autoridades contra los “chivos expiatorios”[2], los inocentes que las agrupaciones humanas (sociedades, familias, escuelas, etc.) neutralizan para conservar la paz. (El bulling es hoy el caso más nítido).

 Mal que nos pese, en el Antiguo Testamento muchas veces la violencia tiene un valor sacro. Allí, el mismo Señor de Israel puede ser violento. Tomo el caso de un texto maravilloso, pero peligroso: el Siervo Sufriente de Isaías 53. Esta figura ha sido aplicada a Cristo para entender su sacrificio (cf., Hch 8, 32-35). El problema es que, como toda aplicación metafórica, en parte acierta y en parte no. A mi juicio, Isaías 53 es útil para referirse a la inocencia de Jesús. Él es el Hijo que cumple a la perfección la voluntad del Padre. Es el Siervo que acata la voluntad de Dios aunque le cueste la vida. El carga con los efectos mortales de los pecados de la humanidad, en vez de traspasar los males a terceros. El Siervo no se venga ni se desquita contra los que lo hieren cruelmente. Pero, a mi parecer, es obligatorio apartarse del otro aspecto de la metáfora: el texto nos dice que Dios hace pedazos al Siervo  para el perdón de los pecados.  Se afirma:

  “Todos nosotros como ovejas erramos, cada uno marchó por su camino, y el Señor descargó sobre él la culpa de todos nosotros. Fue oprimido, y él se humilló y no abrió la boca. Como un cordero al degüello era llevado, y como oveja que ante los que la trasquilan está muda, tampoco que él abrió la boca” (Is 53, 6-7).

 “Mas plugo al Señor quebrantarle con dolencias. Si se da asimismo en expiación, verá descendencia, alargará sus días, y lo que plazca al Señor se cumplirá por su mano” (Is 53, 10).

 La imagen de Dios que surge de este texto es la de alguien que, para salvar, castiga. En este caso el Señor castiga a su Siervo que carga con la culpa de los demás. La aplicación de este tipo bíblico a Jesús se ha comprendido apresuradamente. ¿Encaró Jesús la muerte como un borrego humillado por Dios y por los hombres, sin quejarse ni abrir la boca como nos dice Isaías 53? Una lectura desatenta de la Escritura induce a reconocer en Jesús la pusilanimidad del Siervo; y, por otra pare, a pasar por alto las aristas de la real actitud de Jesús ante la cruz inminente.

 Pues bien, en la historia del cristianismo este y otros textos del Antiguo y Nuevo Testamento han sido utilizados para sustentar teologías aberrantes sobre el sacrificio de Cristo. Las teorías expiatorias han marcado la teología cristiana especialmente durante el segundo milenio con penosas consecuencias. Roberto Daly, uno de los expertos en el tema, distingue cuatro pasos que se repiten en estas teorías: (1) el honor de Dios fue dañado por el pecado humano; (2) Dios demandó una víctima sangrienta inocente / culpable que pagara por el pecado humano; (3) Dios fue persuadido de cambiar el veredicto divino contra la humanidad cuando el hijo de Dios ofreció cargar con el castigo de la humanidad y; (4) la muerte del Hijo funcionó de este modo como un pago; la salvación fue comprada. Daly concluye: “detrás de esto hay un imagen de Dios que es fundamentalmente incompatible con lo central de la autorrevelación del Dios de la Biblia amoroso y compasivo”[3].

 Bien vale detenerse en extenso en textos evangélicos que nos hablan de una actitud muy distinta de Jesús ante su muerte inminente. Ellos cierran absolutamente las puertas a justificar/sacralizar la violencia que se ejerce en contra suyo. Por el contrario, su actitud desenmascara el intento de hacer pasar su crimen como una necesidad salvífica metafísica. Jesús no va al patíbulo como oveja al matadero. Lo humillan, pero el no interioriza la humillación a modo de virtud. No se autocompadece.

 Dice Lucas:

 “Entonces Jesús dijo a los principales sacerdotes, a los oficiales del templo y a los ancianos que habían venido contra Él: ¿Habéis salido con espadas y garrotes como contra un ladrón? Habiendo estado con vosotros cada día en el templo, no extendisteis las manos contra mí; mas ésta es vuestra hora, y la potestad de las tinieblas” (Lc, 22, 52).

 “Cuando era de día, se juntaron los ancianos del pueblo, los principales sacerdotes y los escribas, y le trajeron al consejo, diciendo: ¿Eres tú el Cristo? Dínoslo. Y les dijo: Si os lo dijere, no creeréis; también si os preguntare, no me responderéis, ni me soltaréis. Pero desde ahora el Hijo del Hombre se sentará a la diestra del poder de Dios. Dijeron todos: ¿Luego eres tú el Hijo de Dios? Y él les dijo: Vosotros decís que lo soy” (Lc 22, 66).

 “Entonces Pilato le preguntó, diciendo: ¿Eres tú el Rey de los judíos? Y respondiéndole él, dijo: Tú lo dices” (Lc 23, 3).

 “Cuando le llevaban, tomaron a un cierto Simón de Cirene que venía del campo y le pusieron la cruz encima para que la llevara detrás de Jesús. Y le seguía gran multitud del pueblo, y de mujeres que lloraban y hacían lamentación por él. Pero Jesús, volviéndose a ellas, dijo: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras mismas y por vuestros hijos. Porque he aquí, vienen días en que dirán: ‘Dichosas las estériles, y los vientres que nunca concibieron, y los senos que nunca criaron’. Entonces comenzarán a decir a los montes: ‘caed sobre nosotros’; y a los collados: ‘cubridnos”. Porque si en el árbol verde hacen esto, ¿qué sucederá en el seco?” (Lc 23, 26).

 «Y cuando llegaron al lugar llamado de la Calavera, le crucificaron allí, y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Y Jesús decía: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Y echaron suertes, repartiéndose entre sí sus vestidos” (Lc 23, 33).

 Dice el Evangelio de Juan:

 “Entonces Judas, tomando la cohorte romana, y a varios alguaciles de los principales sacerdotes y de los fariseos, fue allá con linternas, antorchas y armas. Jesús, pues, sabiendo todo lo que le iba a sobrevenir, salió y les dijo: ¿A quién buscáis? Ellos le respondieron: A Jesús el Nazareno. Él les dijo: Yo soy. Y Judas, el que le entregaba, estaba con ellos. Y cuando Él les dijo: Yo soy, retrocedieron y cayeron a tierra. Jesús entonces volvió a preguntarles: ¿A quién buscáis? Y ellos dijeron: A Jesús el Nazareno. Respondió Jesús: Os he dicho que yo soy; por tanto, si me buscáis a mí, dejad ir a éstos” (Jn 18, 3).

 “Entonces el sumo sacerdote interrogó a Jesús acerca de sus discípulos y de sus enseñanzas. Jesús le respondió: Yo he hablado al mundo abiertamente; siempre enseñé en la sinagoga y en el templo, donde se reúnen todos los judíos, y nada he hablado en secreto. ¿Por qué me preguntas a mí? Pregunta a los que han oído, qué les haya yo hablado; he aquí, ellos saben lo que yo he dicho. Cuando dijo esto, uno de los alguaciles que estaba cerca, dio una bofetada a Jesús, diciendo: ¿Así respondes al sumo sacerdote? Jesús le respondió: Si he hablado mal, da testimonio de lo que he hablado mal; pero si hablé bien, ¿por qué me pegas?” (Juan 18, 19).

 “Entonces Pilato volvió a entrar al Pretorio, y llamó a Jesús y le dijo: ¿Eres tú el Rey de los judíos? Jesús respondió: ¿Esto lo dices por tu cuenta, o porque otros te lo han dicho de mí?” (Jn 18, 33).

 “Pilato entonces le dijo: ¿Así que tú eres rey? Jesús respondió: Tú dices que soy rey. Para esto yo he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz” (Jn 18, 37).

 “Entonces Pilato, cuando oyó estas palabras, se atemorizó aún más. Entró de nuevo al Pretorio y dijo a Jesús: ¿De dónde eres tú? Pero Jesús no le dio respuesta. Pilato entonces le dijo: ¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para soltarte, y que tengo autoridad para crucificarte? Jesús respondió: Ninguna autoridad tendrías sobre mí si no te hubiera sido dada de arriba; por eso el que me entregó a ti tiene mayor pecado” Jn 19, 8).

 Estos textos nos hablan de algo muy distinto de lo que se nos dice en Is 53. Jesús no va a la muerte como quien acata la voluntad de un Dios que necesita un “sacrificio humano” para perdonar los pecados. No se dice que Dios lo sacrifique. Dan más bien la impresión de un Jesús sustentado globalmente por su Padre. Jesús habla, no va mudo. Se queja, argumenta, increpa, se muestra desafiante, casi altivo. Le pegan por insolente. Trata de igual a igual a cualquiera. No lo llevan como a un explotado, sino como a un “Señor”. Él es siervo porque cumple la voluntad de Dios, no porque soporte que abusen de su dignidad. No cede al poder despótico. Su virtud no está en aguantar las ofensas, sino en la valentía para enfrentar a las máximas autoridades religiosas y políticas, y a sus policías y soldados. Va a la muerte como alguien consciente de su inocencia, encarando a sus adversarios por la injusticia que están cometiendo contra él. ¿Se podría inferir de estos textos que Jesús creyó ser la mejor de las víctimas ofrecidas a una Divinidad que –como en el film de Mel Gibson- necesita sangre para vengar la sangre?

 De hecho la solución de Caifás es política. El Sumo Sacerdote había dicho “es mejor que muera uno a que perezca toda la nación” (Jn 11,50; cf. 18,14). Que los cristianos hayan visto en esta misma muerte la salvación de Dios debe entenderse solamente en el sentido contrario. El evangelista Juan ironiza de Caifás. Este, para salvar a Israel, quiere matar a Jesús. Jesús, para que el reino de Dios llegue, reclama su inocencia. René Girard dirá que Caifás hace de Jesús el “chivo expiatorio”, a saber, el inocente clásico en contra de quien personas y multitudes descargan la violencia que amenaza destruir el cuerpo social. Esto no se habría sabido, dirá Girard, si en la cruz no se hubiera revelado una lógica nueva y que, desde entonces, fecunda el planeta a favor de las víctimas inocentes. Esta es, la lógica del amor que pone al descubierto que, lo que hace Caifás, arrastrando tras de sí a los demás, constituye el verdadero pecado. La resurrección de Jesús, experimentada como justicia por los testigos que pudieron sustraerse a la opinión sacrificialista predominante, constituye el juicio de Dios contra Satán, el “Acusador”. Pues el Espíritu del Resucitado, el “Paráclito” (= Abogado), da testimonio de Jesús en contra del Sanedrín, las veces que los discípulos recordaron el triunfo de Dios sobre la injusticia (cf., Hch 10, 34-43). Ellos comprobaron que la lógica revelada en la cruz era la misma de la del pastor que, por salvar a la oveja descarriada, es capaz de arriesgar a las noventa y nueve restantes (cf., Lc 15, 4-7).

 De aquí que, si Dios es amor (cf., 1 Jn 4, 8), el cristianismo debe entender el sacrificio de Jesús, en primer lugar, como la entrega/asesinato de un inocente. Y, solo en cuanto esto no se olvida, debe también recordarse como entrega libre del mismo Jesús a la voluntad de salvación gratuita del Padre. Fuera de estos cauces, la versión litúrgica del sacrificio cristiano podría experimentar una “desconversión”[4]. En este caso, el mecanismo del “chivo expiatorio” (condena de inocentes para salvar a los culpables) adoptaría una articulación eucarística perversa (acción de gracias a Dios por el crimen de Jesús).

 El sacrificio, ¿en mesa o en ara?

 Normalmente la categoría de “sacrificio” refiere a un acto del hombre a favor de Dios. El sacrificio cristiano, en sentido estricto, se funda en el sacrificio de Dios a favor del hombre. En palabras de B. Sesboüé: “… hay que decir que el sacrificio de Jesús es ante todo y sobre todo un sacrificio que Dios hace al hombre, antes de y a fin de poder ser un sacrificio que el hombre hace a Dios”[5]. En consecuencia, la Eucaristía es acción de gracias por el amor gratuito de Dios manifestado en Cristo Jesús. Fuera de estos términos, la Eucaristía corre el riesgo aliar a Dios con Caifás, con Judas, con Pilatos y con los demás personajes de la tragedia de la cruz, como si juntos, y sin distinción alguna, se hubieran puesto de acuerdo para reconciliar a la humanidad mediante la entrega de Jesús. Y si, peor aun, y para cerrar el círculo, Jesús se hubiera auto-inmolado. Fuera de los términos mencionadas, la Eucaristía se convierte en su contrario.

 El Concilio de Trento estableció que la Eucaristía es sacrificio (DH 1743). Pero no hace las distinciones necesarias para no malinterpretar su significado. En nuestra época, por ejemplo, “sacrificio” es el entregarse amoroso de una madre por sus hijos; pero también los costos sociales pagados por multitudes a favor de la concentración de la riqueza.

 La equivocidad de este término puede hacernos creer que Jesús es el “chivo expiatorio” cuyo sacrificio la Eucaristía rememora para que Dios perdone los pecados, como si fuera un animal que se descuartiza sobre un ara. La Eucaristía no está en línea de continuidad con los sacrificios aztecas u otros parecidos.

 Para la Iglesia la Eucaristía ciertamente es sacrificio, aunque Jesús no use este término para expresar el sentido de su propia muerte. Si nos atenemos a las palabras y gestos que Jesús usó a este efecto, hemos de considerar la Eucaristía, sobre todo, como la Cena del Señor. Esta clave de lectura de la Pasión del evangelista Juan es menos equívoca para enseñarnos en qué consiste el amor de Dios. También Trento radica el sacrificio en la Cena. Es en la Última Cena que Jesús revela, a través del lavado de pies, el significado de la cruz inminente. Ella será amor, porque es Jesús que se entrega hasta el final en servicio a sus discípulos. Pero ella será también recuerdo de un crimen. Su celebración inhibirá a los cristianos de pretender salvar la sociedad mediante la violencia. El evangelista Juan aterriza cristológicamente el mandamiento principal de Israel. Se ama a Dios, amándose los discípulos entre ellos como (Jesús) los ha amado (cf., Jn 15, 12).

 Por otra parte, en los evangelios de Marcos, Mateo y Lucas de la Última Cena, Jesús asocia su entrega pascual al pan y al vino que él da a sus discípulos y que ellos han de partir y compartir en memoria suya. En este caso la cena ha de continuar la práctica de Jesús de comer con los excluidos (pobres, pecadores y fracasados) y de esta manera anticipar el banquete del Reino en el que triunfará definitivamente el amor de Dios. Nos parece que entonces se entenderán a cabalidad esas otras palabras proféticas de Jesús: “Id, pues, a aprended qué significa aquello de: Misericordia quiero y no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mt 9, 13). No es que los templos, los sacerdotes y el sacrificio eucarístico pierdan su importancia. Estos son los instrumentos sacramentales del amor secular de Dios manifestado puertas afuera de Jerusalén por Jesús y por aquellos que, como Jesús, aman a Dios toda vez que se aman y se perdonan como hermanos.

 La Eucaristía, en consecuencia, tiene que ser memorial de la Cena y de las cenas que Jesús tuvo con aquellos que merecían misericordia, porque ellas recuerdan la causa ulterior del asesinato de Jesús: el advenimiento de la salvación gratuita para aquellos que creen que Dios es Padre. Las autoridades religiosas no pudieron tolerar que Jesús comiera con publicanos y pecadores, socavando su tinglado religioso de premios y castigos (cf. Lc 5,30).

 La Eucaristía, en definitiva, debe recuperar la historia de Jesús. Debe ahondar en la figura histórica real del Cristo que anuncia el reino a los pobres y a los pecadores, y que por esto lo matan. Si olvida las vicisitudes históricas conflictivas de la salvación, la Eucaristía puede terminar significando su contrario. A saber, la acción parricida de un Dios capaz de sacrificar a su propio Hijo, inocente, para salvar a la humanidad pecadora. Este mito metafísico no suscitará jamás una glorificación auténtica de Dios, sino solo una fe y un amor interesados y llenos de miedo. La violencia no salva. La violencia se devora a sí misma. “Jesús es el único hombre que alcanza el fin asignado por Dios a la humanidad entera, el único hombre en esta tierra que no debe nada a la violencia y a sus obras”[6].  Sirvan las mismas palabras de Jesús para concluir la diferencia: “Si supierais qué significa: ‘Misericordia quiero y no sacrificios’, no condenaríais a los inocentes” (Mt 12, 7). La Euraristía, en resumen, ha de significar la misericordia de Dios con los pecadores y con los que son tenidos por tales, siendo inocentes.


[1] Bernard Sesboüé et al, Salvador del mundo. Historia y actualidad de Jesucristo. Cristología fundamental, Salamanca 1997, 115ss.

[2] Cf., René Girard, El chivo expiatorio, Barcelona 2002.

[3] Robert J. Daly Sacrifice unveiled, New York 2009, 179.

[4] Cf., Bernard Sesboüé et al, Salvador del mundo. 115ss.

[5] Bernard Sesboüé, Jesucristo el único mediador, Tomo II, Salamanca 1990, 233.

[6] René Girard, El misterio de nuestro mundo, Salamanca 1982, 245.

Cristo hoy

Me preguntaron por Cristo hoy. Interesante tema. Se lo podría abordar por muchos lados. Escojo uno. Imaginémonos tres fronteras. Tres espacios en los que se debate el concepto de Cristo.

La primera frontera es la externa. La podríamos llamar también la frontera asiática. El cristianismo en el contexto del pluralismo religioso tiene dificultades para hacer creer en el amplio mundo que Jesús es el salvador único y universal. Lo es. A esto los cristianos no podemos renunciar. Pero hemos de encontrar la manera de explicar que Cristo está estrecha e inseparablemente vinculado a las otras tradiciones religiosas de la humanidad, tan respetables como el propio cristianismo. Hoy los mismos cristianos son tentados a considerar a Jesús como un hombre extraordinario pero nada más. Como si considerarlo “Dios” fuera un insulto a los otros credos.

La segunda frontera es interna. A muchos cristianos les cuesta creer que Jesús fue un ser humano. El monofisismo, que la Iglesia rechazó porque propagaba la idea de un Jesús imperfectamente humano, una especie de “super-man”, sigue presente en muchas mentes. La adhesión a un Cristo de este tipo impide entender que a más divinidad más humanidad. En otras palabras, que la salvación es un progreso incesante en niveles de humanidad. En la eternidad no dejaremos de ser hombres, sino que lo llegaremos a ser cada vez más.

La tercera frontera no sé bien cómo llamarla: ¿misionera? ¿liberacionista? ¿calcedónica?. Hay un cristianismo que procura la salvación de todos a partir de los últimos, los marginados, los discriminados…. En este caso Cristo, es el Jesús que optó por los pobres y que ofreció el reino a pobres y pobres de espíritu (los que optan por los pobres).  Es, a la vez, el caso de Cristo resucitado que experimenta en sí mismo la justicia y, rehabilitado por Dios como inocente, ofrece el perdón sin excluir a nadie. Por ser Dios, este Cristo puede ser hondamente humano y liberador. Por ser hombre como nadie lo ha sido, revela que Dios puede lo que el hombre no puede: amar a los inocentes (que suelen ser tenidos por culpables) y morir por los pecadores (que muchas veces parecen inocentes o “normales”).

Digo frontera calcedónica, porque en el gran concilio de Calcedonia la Iglesia enseñó que Dios no compite “contra” el hombre, sino “con” el hombre. Es decir, que la plena divinidad del Hijo de Dios se manifiesta en la perfecta humanidad de Jesús; y, por extensión, que Cristo es la medida de lo humano doquiera lo humano se dé. Calcedonia no lo dijo, pero estaba implícito: Cristo resucitado alcanza a toda la humanidad a través del Espíritu, a todas las tradiciones religiosas y culturales, y activa en todas ellas las búsquedas de la justicia y de la paz.

Este es el espíritu que predominó en Asís, recién el año pasado. Veinticinco años después que Juan Pablo II se reuniera  a orar con los líderes de las principales religiones, Benedicto XVI ha hecho lo mismo.

María, primeriza de la humanidad

Navidad. Nace Jesús. El Hijo de Dios nace como hijo de María.

Nunca hemos tenido a Dios tan cerca que cuando un niño fue más nuestro. Jesús. Este, Jesús, es el nombre más humano de Dios. El misterio de este niño no es un enigma oscuro, indescifrable, amenazante. El único Dios verdadero se abstiene infinitamente de sí mismo, para que prospere el hombre, crezca y se agigante. En Jesús no encontramos a un gran hombre, si no al mejor de todos. En Jesús no encontramos al mejor de los dioses, sino al único Dios. El único Dios puede solo lo que él puede: hacernos más humanos, simple y radicalmente humanos. Jesús, su extraordinaria humanidad, trasparenta su origen eterno. La honda humanidad de Jesús, por otra parte, desvirtúa esas divinizaciones que nos desorientan y deshumanizan. Para reconocer dónde Dios es Dios, hay que concentrar la mirada en el pesebre, en la humildad de sus huéspedes, en el niño inerme y en la primeriza. La primeriza de la humanidad auténtica.

La «anormalidad» de la Sagrada Familia:

http://www.youtube.com/watch?feature=player_embedded&v=vKVyK_Qrl8g#!

La humanidad de Jesús

Jesús, en síntesis, quiere decir que Dios es humano. Humano por compartir nuestra vida y destino. Humano por amar y sufrir por la humanidad hasta el extremo. Jesús ha sido hombre mucho más que nosotros. Tan hombre como solo Dios puede serlo. Pero a unos cuesta entender que su divinidad no menoscabe su humanidad  y, a otros, que un hombre como él pueda ser divino.

 Jesús es tan divino, se piensa, que no ha podido ser muy humano. Sucede también lo contrario. Hoy hay tal certeza de su humanidad que resulta difícil creer que ha podido ser Dios. La Encarnación del Hijo de Dios es un auténtico misterio. Es arduo para el pensamiento hacerse a la idea de reunir en una sola persona dos magnitudes -la divinidad y la humanidad- que parecen competir entre sí. Pero en Jesús, Dios no compite contra la humanidad, compite contra el pecado para salvar a  la humanidad del sufrimiento y de la muerte. La divinidad no predomina sobre la humanidad de Jesús. La perfecciona. El hombre del corazón apasionado y traspasado, Jesús, más que cualquier otra revelación, devela cómo es verdaderamente Dios y cómo se llega a ser hombre en plenitud.

La psicología de Jesús

Sea para nosotros Jesús un hombre divino, sea un Dios humano, no será fácil explicar cómo se articulan en la unidad psicológica de la persona del Hijo de Dios estos dos aspectos suyos, su humanidad y su divinidad. Su psicología humana es expresión de su “psicología” divina, pero Jesús solo humanamente se ha sabido el Hijo de Dios. El tema ha sido debatido en la historia de la Iglesia y continuará siéndolo. Hablar de su psicología sería un completo despropósito si no contáramos con algunas definiciones teológicas de la Iglesia. La enseñanza de los concilios, que interpretan la revelación en las Escrituras, nos permite hacer algunas inferencias. Hacerlas, no por curiosidad o divertimento. Nos interesa el perfil humano de Jesús para comprender nuestra propia humanidad.

Los Evangelios nos cuentan que Jesús fue admirable por su sabiduría y autoridad. Pero, ¿cómo pudo saber un hombre que nace en una pesebrera, sin hablar ni entender palabra, que él es Dios? ¿Lloraba para parecer hombre o porque efectivamente era falible? ¿Ignoraba su futuro? Bernard Sesboüé, destacado cristólogo contemporáneo, se interroga: “¿Cómo Jesús, en el curso de su vida humana pre-pascual, ha tomado y ha tenido conciencia de ser el Hijo de Dios?”.

Se equivocó Santo Tomás al conceder a Jesús de Nazaret la llamada “visión beatífica” de Dios, el conocimiento y la fruición de Dios propios de los bienaventurados en la gloria. El Hijo de Dios ha compartido en serio, y no en apariencia, nuestra historicidad. Los teólogos actuales se esfuerzan por combinar dos asuntos difíciles de compatibilizar: que Jesús ha llegado a saber históricamente, por una evolución intelectual e incluso espiritual, dirá von Balthasar, aquello que en virtud de su persona divina ha sabido desde siempre. Esto es, que su identidad era tan divina como humana; más precisamente, que su persona divina hacía de él un hombre auténtico y profundamente humano. Para explicarlo, Karl Rahner sustituye el concepto de “visión beatífica” por el de “visión inmediata” del Padre. Según Rahner, Jesús ha llegado a saber objetivamente (por medio de la experiencia y el lenguaje humano) lo que subjetivamente ha intuido desde su concepción (su ser uno con el Padre). En Jesús se ha dado una orientación radical al Padre, que le ha hecho conocer su ser persona divina y su misión trascendente desde la Encarnación, pero fue necesario que él tematizara este conocimiento a-temático en la medida que crecía y desarrollaba su vida. De modo semejante, los hombres intuimos nuestro destino trascendente. Algo parecido a esto, pero no lo mismo, sucede con el niño en la cuna: aún no tiene cómo decir lo que le pasa, pero algo le pasa, y tratará de hacerse entender gritando o riendo.

Hemos de pensar que la orientación absoluta de Jesús a Dios, a Dios como amor, constituyó el principio radical del aquel conocimiento de sí mismo y de toda la realidad, que el Espíritu, a lo largo de su vida, fue actualizando paso a paso. Este, según los teólogos, sería el “conocimiento infuso”, un conocimiento como el de los profetas o los visionarios que, en el caso de Jesús, le ha permitido comprender todo lo necesario para nuestra salvación.

Por último, en consecuencia, ha de reconocerse en Cristo un «conocimiento adquirido». Por este cualquier ser humano se apropia experiencialmente del mundo. Su reverso es, por cierto, la ignorancia, la prueba y posibilidad de equivocarse. Por muy sabio que haya sido el niño delante de los doctores en el Templo, el mismo Lucas cuenta que «Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2, 52). La Epístola a los Hebreos señala que “aprendió sufriendo lo que cuesta obedecer» (Hb 5, 8).

Jesús ha podido ignorar muchas cosas. ¿Cómo pudo saber que la tierra es redonda y que gira alrededor del sol? En ese tiempo todos pensaban que era plana. Nada dice el Nuevo Testamento, pero desde el momento que él mismo dice: “Mas de aquel día y hora (del juicio), nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino solo el Padre” (Mc 13, 32), hemos de imaginar que Jesús comparte con nosotros una ignorancia bastante significativa. Sin embargo, lo que no se puede decir es que Jesús haya tenido una ignorancia que le haya impedido saber quién era y cuál era su misión (Papa Gregorio Magno, año 600).

A propósito de su voluntad y libertad caben otras preguntas: ¿pudo Jesús decir a su Padre “Este cáliz yo no lo bebo” (cf., Lc 22,42)? ¿Pudo desobedecerle? ¿Pudo pecar? Y si no podía pecar, ¿qué clase de libertad tuvo?

El concilio de Calcedonia definió que  Jesús, el Hijo de Dios, era perfectamente Dios y perfectamente hombre. El concilio de Constantinopla III (años 680/681) aclaró que Jesús tiene una voluntad humana auténtica, y que opera en sintonía con las exigencias de la voluntad divina. Constantinopla III estableció que en Jesucristo hay dos actividades y dos voluntades, humana y divina respectivamente, contra el parecer del Patriarca Sergio y del Papa Honorio. Estos, por cerrar toda posibilidad de pecado en Cristo, exigían se reconociese nada más una actividad (Sergio) y una voluntad (Honorio), impidiendo -posiblemente sin intención- que nuestra salvación fuese querida y actuada por el mismo hombre.

El concilio, sin embargo, no explicó cómo se adecuaba perfectamente la voluntad humana de Jesús con la voluntad de su Padre. Se limitó a afirmar los datos fundamentales de la revelación: la integridad de la humanidad de Jesús y su carencia de pecado (cf. Hb 4,15). También otros concilios insistirán en que Jesús no pecó ni tuvo pecado original (Toledo el año 675 y Florencia el 1442). Se dirá, además, que no participó de nuestra concupiscencia (Constantinopla II el 553), aquella consecuencia del pecado que, no siendo pecado, persiste incluso en los bautizados, inclinándolos a pecar (Trento el 1546).

El Salvador no pecó, fue inocente. Pero conoció la tentación, aunque la suya no fue como la nuestra, contaminada de concupiscencia. La Epístola a los Hebreos señala que fue “tentado en todo igual que nosotros” (Hb 4,15). Pero, ya fueran las tentaciones mesiánicas del desierto (cf. Mt 4, 1-11) ya la de Getsemaní (cf. Lc 22, 29-46), Jesús las rechazó para hacer la voluntad de su Padre.

¿Cómo explicar la libertad de Jesús frente a su Padre? Conviene distinguir dos aspectos de la libertad: la libertad como libre arbitrio y como autodeterminación en razón del amor. Gracias al libre arbitrio, como en un supermercado, “elegimos” entre diversas posibilidades mejores y peores, inocuas desde un punto de vista ético. Pero existe una libertad más profunda, la de  “elegirse” y “aceptar ser elegido” para un bien mayor: la libertad de los que nos esclaviza para escoger lo que verdaderamente nos realiza: el amor interpersonal, una sociedad justa… Jesús ha gozado de libertad plena, de ambas libertades. Pero en su caso es tanto lo que Jesús ama la voluntad de su Padre, consistente en el predominio de su inmensa bondad, que no ha podido elegir otra cosa que dar su vida por amor. ¿Acaso podríamos convencer a un enamorado empedernido que su querida no le conviene, que mejor piense en otra? Imposible. Recordemos también en la tenacidad de los santos…De modo semejante, en virtud de su libre arbitrio Jesús ha podido elegir entre diversas posibilidades que favorecían la consecución de su misión. Pero respecto de su misión su autoderminación fue completa.  Por su amor extraordinario a su Padre y a nosotros, Jesús vivió absorto en su misión y no pudo sino llevarla a cumplimiento por la entrega de su vida.

La misericordia de Jesús

Hemos argumentado como si fuese necesario probar que Jesús fue hombre. Si esta óptica es comprensible entre los fieles creyentes absortos en la sublimidad del Señor, ella suele ser incomprendida por la mentalidad contemporánea que se pregunta más bien cómo ha podido Jesús ser Dios. En adelante destacamos cómo la perfección de la humanidad de Jesús no consiste principalmente en haber compartido en todo nuestra naturaleza humana, sino en haberla puesto en juego hasta la muerte, revelando de este modo cuál es su sentido e, indirectamente, cómo es el Dios que promueve su realización definitiva. Esperamos así dar razón de cómo Jesús es Dios y de cómo el hombre llega a ser realmente hombre. De paso nos haremos una idea de cómo Dios es Dios.

En el lenguaje corriente, se dice de alguno que es humano porque es frágil, porque peca e reincide en su pecado. Pero también se dice que es humano alguien cercano a las demás personas, porque tiene capacidad de comprender y de perdonar al caído. “Humano” porque, sin ser cómplice, se involucra con las penalidades del prójimo y, para ayudarlo a superarlas, comparte su destino. Este concepto de humanidad se aplica a Jesús antes que a nadie. Porque, si asumiendo una psicología humana con todas sus posibilidades y limitaciones Jesús es uno más de nosotros, en tanto hizo entrar personalmente en la historia el amor compasivo de Dios no fue uno más, sino el mejor de todos. Es Jesús misericordioso, y no el promedio de los hombres, lo que determina qué significa “ser humano”.

Atendamos a su historia. Jesús centró su predicación en el anuncio del reinado de Dios: la cercanía de la bondad inaudita e incomprensible de Dios. Jesús vivió para su Padre y para el reinado de la bondad de su Padre entre nosotros (cf. Mc 1, 14-15). Los destinatarios primeros de este Reino fueron los pobres y los pecadores.

Jesús predicó el Reino a los pobres (cf. Lc 4, 14-19). El nacimiento pobre de Jesús en Belén no es un dato circunstancial de su vida, sino que constituye todo un símbolo de una humanidad compartida con los preferidos de Dios (cf. Lc 1, 46-56). Jesús se identificó con los pobres. Los “pobres de espíritu”, al igual que Jesús, alcanzan la perfección evangélica más que en no cometer errores, más que en no experimentar la duda y el sufrimiento, conmoviéndose, confundiéndose con las víctimas de la “inhumanidad” y actuando en favor de ellas. La perfección evangélica ama incluso al enemigo, consiste en ser “misericordiosos como Dios es misericordioso” (Lc 6, 36).

Jesús también ofreció el Reino a los despreciados por pecadores, aquellos que no estaban en condiciones de cumplir con el moralismo de los fariseos y a los que violaban la Ley sin más (cf. Lc 5, 29-32). Prueba de la gratuidad del Reino es que se ofrece precisamente a quienes no tienen ni bienes ni obras que intercambiar por él. Pero Jesús va todavía más lejos. Sin abolir la Ley, trasgrede la letra de la Ley cuando su rigidez atenta contra su sentido benigno originario (cf. Jn 8, 1-11).

Nada ilustra mejor la humanidad de Jesús que los amigos que tuvo y los lugares que frecuentó. Se rodeó de los marginados de su época. A sus discípulos los escogió de entre todo tipo de personas, principalmente gente humilde. Tuvo incluso discípulas mujeres, insólito en la antigüedad. Se le acusó de “comilón y borracho” porque tomaba y bebía con gente de mala fama, y se lo despreció por codearse con publicanos y dejarse acariciar por prostitutas (cf. Lc 7, 33-50). Jesús anticipó el sentido de la Eucaristía compartiendo la mesa con los “malditos”, los pecadores y los pobres. Los fariseos, en cambio, comían entre ellos, los “justos”.

Con esto, Jesús, no avalaba la miseria moral. Con su conducta se nos ha revelado que el misterio de la Encarnación se verifica muy por dentro y no por encima de la historia humana. El mal, para Jesús, no se extirpa sin conocer en carne propia sus efectos, como tampoco se disipa el dolor sin dolor. Jesús “manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29), como un mísero, inaugura el Reino liberando de unos y otros males, pero sin suprimir en sus beneficiarios la inexcusable respuesta personal. Si la bendición del Reino no se impone a los pobres, mas requiere de ellos la aceptación voluntaria, la maldición de Jesús a los ricos ha de entenderse no como una condena (cf. Lc 6,24-26), sino como  un llamado al arrepentimiento.

El mesianismo de Jesús fue diverso de los mesianismos  de sus contemporáneos. El proyecto de Jesús de la prevalencia de Dios no aparecería en la historia sin sus destinatarios, a la fuerza y por obligación, pero tampoco sin hacer suyas las consecuencias de su rechazo y el misterio del mal puro y simple. En la medida que Jesús pretendió derechamente la erradicación del egoísmo y la miseria, no tuvo más alternativa que cumplir su misión como el Siervo humilde y sufriente de Isaías, que eliminaría el mal cargando con él. En tanto Cristo subvirtió la religiosidad de su época rebelándose contra la distorsión de la Ley y del Templo, debió atenerse a las consecuencias. Su muerte «era necesaria» (Lc 24, 26). No porque estuviera programada. Jesús no fue a ella como un autómata. El dio su vida, no se la quitaron (cf. Jn 10, 18).  “Era necesaria”, dice la Escritura, en el sentido de que Dios ha querido a la humanidad al más alto de los precios. En su Hijo, Dios mismo se expuso a la terrible posibilidad de ser rechazado. Dios no ha podido sino amarnos. Dios no querido otra cosa que la vida de Jesús y la nuestra. Pero, para amarnos en serio, no pudo más que renunciar a su Hijo. A Jesús lo asesinaron. El Padre no quiso la muerte de Jesús ni la ejecutó. Pero trocó su significado. Al resucitar a Jesús, convirtió este crimen en la prueba de su perdón incondicional. No sacralizó la cruz, sino todo lo contrario. Con la resurrección, Dios hizo justicia a Jesús. Desacralizó, así, la inveterada costumbre de divinizar la violencia y las instituciones que la ejercen para, como diría Caifás, “salvar a la nación” (Jn 11, 50).

Jesucristo es el hombre. El Espíritu Santo extiende en la historia lo sucedido con Jesús. Dios salva la humanidad con el hombre Jesús, pero no sin nosotros. No sin nuestra opción libre, sino con nuestra libertad. Liberando nuestra libertad de su inclinación a la inhumanidad y del miedo a la muerte.

Conclusión       

El Concilio Vaticano II profundizó en la humanidad del Hijo de Dios, con el propósito de hacer universalmente comprensible la salvación: “Con su encarnación, Él mismo, el Hijo de Dios, en cierto modo se ha unido con cada hombre. Trabajó con manos de hombre, reflexionó con inteligencia de hombre, actuó con voluntad humana y amó con humano corazón. Nacido de María Virgen, se hizo verdaderamente uno de nosotros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado” (Hb 4, 15) (Gaudium et Spes, 22). No por ser humano, Jesús ha dejado de ser divino. No debiéramos temer su humanidad. Más cuidado habría que tener con una concepción de su divinidad alérgica a la Encarnación. No para salvarnos de la humanidad sino de la inhumanidad, Dios ha entrado en la historia como un hombre verdadero y el mejor de los hombres. Las reticencias a aceptar que Jesús es hombre, más que salvaguardas de la fe son expresiones sospechosas de fe auténtica.

 Si no fuera por el hombre Jesús, por su comportamiento histórico y su rehabilitación final, no sabríamos que el pecado no forma parte de la naturaleza humana. Tampoco habríamos llegado a creer que Dios es inocente de su muerte y la de tantos otros que rezaron “Dios mío, por qué me has abandonado” (Mc 15, 34). Dos cosas para nada obvias. Gracias a Jesucristo conocemos quién es Dios verdaderamente y qué es lo que realmente humaniza. Por medio del hombre Jesús corregimos la idea de un “dios” abusador, justiciero o vengativo, y preservamos a la humanidad de lo que la deshumaniza.

 Pero, en definitiva, no basta creer en abstracto en la identidad de naturaleza del resucitado con nosotros ni tampoco basta conocer su extraordinaria actuación terrena. Es preciso tomar parte en su compromiso con la humanidad caída, identificándose con la pasión de su vida: su misión de anunciar la misericordia de Dios, rehabilitando a los pobres y perdonando a los pecadores. Esta es ya tarea del Espíritu: replicar de un modo creativo la praxis humanizadora y liberadora de Jesús de Nazaret, muerto y resucitado por anunciar el amor de Dios por todos (cf. Gaudium et Spes, 22).

 Jesucristo solidario y misericordioso, crucificado y resucitado es el Hombre. Mientras más este hombre influya en nosotros, más razones habrá para creer que Dios es bueno.

Tiempos de cambios…

¿Un Concilio Vaticano III? Se habla de esta posibilidad. Las opiniones están divididas. Unos dicen que se necesita hacer cambios importantes. El Concilio Vaticano II no habría solucionado algunos asuntos y, por otra parte, han surgido problemas nuevos que enfrentar. Hay quienes piensan, por el contrario, que sería inconveniente hacerlo porque la mayoría del episcopado es conservador y se corre el riesgo de una corrección involutiva de uno de los concilios más innovadores en la historia de la Iglesia.

Despejada esta duda, se me ocurre que un nuevo concilio tendría que atender algunos asuntos que necesitan ser considerados para un anuncio actualizado del Evangelio:

– Que la Iglesia no quede a la zaga, sino que pase a la delantera en la supresión de todas las exclusiones que menoscaban la dignidad humana.

– Que la Iglesia no quede a la zaga, sino que pase a la delantera en la lucha por la igualidad de los mujeres.

– Que la Iglesia no quede a la zaga, sino que pase a la delantera en representar a quienes aspiran a participar más activamente en las instituciones y foros públicos.

– Que la Iglesia no quede a la zaga, sino que pase a la delantera en encausar los grandes procesos de metamorfosis de la la religiosidad, constituyendo comunidades que acojan  personas desamparadas y estigmatizadas independientemente de sus posiciones sociales, económicas, credos y situaciones morales.

¿Se necesita un Vaticano III? ¿Mejor no…?

 

 

LA FE DE JESÚS EN DIOS

Jesús creyó, pero le costó. Compartió las dificultades que todos tenemos para creer en Dios. Su condición de Hijo de Dios no le ahorró la experiencia de la tentación. Su estrecha e inseparable unión con su Padre fue la razón exacta de su grito en la cruz. Si no hubiera creído en Dios, este grito se habría confundido sin más con las quejas de los afligidos por dolores físicos o con el simple aullar de las fieras. Este grito es estremecedor porque es “su” grito. El del hombre que creyó en Dios. Fue el clamar auténtico de un creyente de verdad. Jesús no supo por adelantado en qué terminaría su vida. A un cierto punto habrá podido intuir que la resistencia creciente a sus palabras le costaría la vida. Pero su divinidad no fue para él una ayuda extra que lo hubiera capacitado para avanzar sin tropiezos. Jesús, como todos, tuvo que discernir la voluntad de su Padre. No se libró de las agitaciones, de los engaños y tormentos que nos turban, y nos pueden hacer fracasar.

 

La fe de la Iglesia en el creyente Jesús

Suele llamar la atención que se diga que Jesús tuvo fe en Dios. Supuesto que como “Hijo de Dios” y “Dios” debió saberlo todo por anticipado, se piensa que no pudo haber experimentado la ignorancia y el sufrimiento inherentes a nuestra fe. Por el contrario, la opinión de prácticamente todos los cristólogos del siglo XX subraya la importancia de reconocer que Jesús, también en este aspecto, ha sido igual a nosotros. Se nos dice que Jesús no solo creyó en Dios, sino que es un ejemplo de creyente.

Si comparamos la fe de Jesús en Dios con la fe los cristianos en Dios, debemos decir que son distintas, pero no tanto.  La diferencia es que los cristianos, la Iglesia, creen en el Padre de Jesús y creen también en Jesús, el Hijo de Dios. Jesús creyó en Dios  al que consideraba su Padre. La Iglesia creyó en el creyente Jesús, e hizo suya su modo filial de creer en Dios. La fe de la Iglesia, por decirlo así, contiene la experiencia espiritual de Jesús, pues se nutre del mismo Espíritu que inspiró a Jesús. En este sentido, entre la fe de la Iglesia y la fe de Jesús hay también una gran semejanza.

Por esto la Iglesia enseña a creer correctamente. Es precisamente cuando ella se aparta de la confianza y entrega total de Cristo a la voluntad de su Padre, que frustra su misión. La Iglesia trasmite la fe en Dios y en Cristo, porque Jesús le enseñó que Dios es amor, que merece por esto fe y, para no olvidarlo, ha escrito evangelios, cartas y crónicas. Durante dos mil años la Iglesia ha leído y releído las Escrituras, y con estas y nuevas experiencias ha aprendido de su propia humanidad. Así ha trasmitido a las siguientes generaciones cómo se cree. Lo ha hecho porque está convencida que esta fe, la fe en el creyente Jesús, humaniza.

 

Miramos el horizonte con seriedad. Nosotros mismos hemos de entender que perder el camino, es parte del camino. El dolor nos dolerá. No podremos controlar el proceso de conversión, se nos escapará de las manos, nos enredaremos, experimentaremos los desgarros propios de quienes están aferrados a seguridades que no quieren abandonar. La conversión es siempre fatigosa. Las reformas de las instituciones no lo son menos. Esto que viviremos personalmente, será además un recorrido eclesial. Ha ocurrido otras veces en otras crisis de la Iglesia. Es triste recordar los daños que en otras épocas nos hicimos entre cristianos. Hay heridas que todavía supuran. Para nuestra generación, por tanto, será muy importante preguntarnos como discernir, tomar decisiones aunque sean dolorosas y conservar la comunión. Pues no podremos avanzar con irenismos. Jesús no lo hizo. Solo resucitado ha podido apagar la fogata que encendió con su radicalidad.

***    ¿Dirección espiritual o acompañamiento espiritual?

Estos días, con ocasión de los abusos sexuales, psicológicos y espirituales del P. Karadima, se ha cuestionado el valor de la guía espiritual y del sacramento de la confesión. Hoy nos es patente que estos instrumentos milenarios de pedagogía del cristianismo pueden ser usados de un modo que lo desvía de sus fines. Sin embargo, es necesario hacer unas distinciones que ayuden a evitar este peligro. 

En el ámbito de la espiritualidad cristiana se ha dado un paso importante a tener en cuenta. La llamada “dirección” espiritual va siendo reemplazada por el “acompañamiento” espiritual. En la “dirección” espiritual el protagonismo lo tiene el director. Este dice al dirigido qué debe hacer. En el “acompañamiento”, en cambio, el protagonista es el acompañado. Es este quien, con el consejo del acompañante, saca las conclusiones y toma las decisiones. Puede ser que aún se conserve el término de “dirección” para referirse a lo segundo. Pero se trata de tipos de relación diametralmente opuestos entre uno que ayuda y otro que es ayudado. 

En el primer caso el dirigido queda expuesto a abusos y dependencias. Pero, aunque ello no ocurra, la relación es infantilizante porque en algún grado el dirigido hipoteca su libertad. El caso del acompañamiento no excluye que en algunas ocasiones el acompañante incida en las decisiones del acompañado, pero todo apunta a hacer de él un adulto en la fe. Algún día este adulto no tendrá que pedirle consejo a nadie. Le bastará haber adquirido la gramática que le ofrece la Iglesia para leer la voluntad de Dios. 

Jesús fue sin duda un guía espiritual que formó conciencias, que liberó a sus discípulos de miedos y pecados, y los instó a liberarse de la opresión de una religiosidad de cumplimientos y ritos hueros, exigiendo de ellos decisiones de mayores de edad.

**  Vivimos tiempos turbulentos, pero no fatales. Las agitaciones del presente también auguran que el futuro puede ser todavía mejor. ¿Quién pudiera decir que no? Si lo que en toda época toca a los cristianos es vivir el Evangelio, lo más probable es que la experiencia evangélica de nuestra generación habrá de caracterizarse por la esperanza. Habremos de creer que algo nuevo se está gestando y nacerá. Los cristianos hemos de convencernos, contra todo pesimismo, que Dios crea y recrea, que modela la historia como hace con la arcilla un alfarero, justo allí, justo las veces que la humanidad se convierte al amor o es convertida por el amor. Pero hoy no sabemos qué comienza. Solo presentimos, con pena, con gozo o con inseguridad, que muchas cosas que amamos terminan y que tienen que terminar.

**  El clero está asustado.  Los laicos le apuntan con el dedo. Lo encañonan. No por nada. El clericalismo agoniza pero no acaba de morir y en el intertanto pega unos zarpazos terribles. Se nos dice «es la hora de los laicos». Pero, este planteamiento tampoco irá lejos. Choca contra la realidad y teológicamente hace agua muy luego. No es cosa de «dar vuelta la tortilla». Lo que debiéramos hacer valer con toda la fuerza es el BAUSTIMO! Es este el sacramento principal, no el de la ordenación sacerdotal. El sacerdote ministro debiera ayudar a todos, él incluido, a vivir del misterio del Cristo que se sumergió en la muerte y emergió para la vida eterna. Curas y laicos codo a codo, hermanos y hermanas, acabarán con pirámides y privilegios. No serán necesarias las pistolas. Bastará el bautismo. ¿Será necesario seguir llamado «padres» a los sacerdotes? Puede ser hermoso que sí. A mí me gustaría que me llamaran solo por el nombre. Habrá que ver.

Tengo la impresión que la fe cristiana enfrentará cambios gigantes, tal vez incluso mayores que la primera generación de judeo-cristianos que poco a poco empezaron a inculturar el Evangelio en cultura griega.

A nosotros nos tocará romper con un catolicismo que culturalmente se a haciendo obsoleto y vertir nuestra fe en una cultura que está experimentando cambios que nadie sospecha adónde nos llevarán.

¿Seremos capaces de una nueva inculturación del Evangelio? Nosotros no. Dios sí.

Me quedan pocas páginas para terminar de leer el libro de Mönckeberg sobre Karadima. Estoy muy sorprendido por la gravedad del caso.

Me faltan explicaciones. ¿Son suficientes los reconocimientos del círculo cercano a la determinación del Vaticano? ¿No falta aquí un accountability a la altura de las exigencias culturales modernas? Me gustaría ver a personas importantes dando un paso al lado.  No puede ser que al más alto  nivel de la Iglesia chilena se haya instalado un secta, y todo siga prácticamente igual.

Nadie debiera suicidarse. Por esto es tan doloroso el intento de suicidio de Luis Eugenio Silva, sacerdote. Es doloroso porque el suicidio es un acto de desesperación que nadie debiera llegar a experimentar. La pregunta es qué podemos hacer para impedir que una persona se encuentre tan angustiada y sin salida como para querer desaparecer de la tierra y de la vista de los demás. Muchos de sus amigos habrán querido estar cerca de Luis Eugenio antes que todo ocurriera. Seguramente lo estén ahora, acompañándolo, consolándolo, haciéndole sentir que no hay vergüenza que no será disipada por el amor de Dios. Los amigos le harán sentir que su cercanía es incondicional. Así le darán la luz de esperanza que le faltó en el momento que estuvo demasiado solo.

¡Que nadie esté solo! De esto se trata, que nadie desespere. Que todos tengan una mano a mano, un  amigo que nos ame y sonría cuando hayamos perdido esa brújula que cualquiera puede perder.

La lectura del libro de María Olivia Mönckeberg Karadima, el señor de los infiernos, es impactante. Nunca imaginé que la tiranía espiritual del párroco de El Bosque fuera tan grave. La sentencia del Vaticano me había parecido muy dura. Me faltaban antecedentes para entenderla. Ahora sí la entiendo.

Uno como sacerdote nunca escucha que otro sacerdote traicione el secreto de la confesión. Alguna vez oí de un cura en Napoles que se había ido de lengua en contra de unos mafiosos. En ninguna otra ocasión he oido en los ambientes que me muevo que un sacerdote haya faltado en esto. Sé que han faltado en muchas cosas. En traicionar el sigilo del sacramento, nunca.

Por esto el abuso que Karadima ha hecho de la confesión no tiene nombre. El daño que hizo con el uso de este sacramento es enorme. Recomiendo el libro de Mönckeberg. La verdad hay que saberla, para que duela…

 

«Cristo sí, Iglesia no», se repite. El problema, en realidad, es: «Esta Iglesia sí, esta Iglesia no». Estoy seguro que esta alternativa tiene más partidarios que la anterior. Pero, además, es más real. Separar a Cristo de la Iglesia es imposible. ¿Dónde está Cristo sino en los creyentes que, como Iglesia, lo han trasmitido desde hace 2.000 años? Claro que no hay que identificar a ambos como si nada. Hay diferencias. Pero si hilamos más fino tendremos que reconocer que todo, absolutamente todo lo que sabemos de Cristo lo sabemos gracias a la Iglesia. Es cosa de tomar el Nuevo Testamento. Ninguno de los Evangelios los escribió Jesús. Ninguna de las cartas. Los Evangelios y las cartas las escribió la Iglesia para contar a las siguientes generaciones lo que le había pasado con un Jesús que ella había experimentado resucitado.

El asunto es qué Iglesia es la que mejor representa a este Cristo: ¿La del Jesús que anuncia el advenimiento inmediato de un reino para los más pobres (los «excluidos» ha dicho recientemente Aparecida), que por esta razón lo matan y por esta razón Dios lo resucita¿ ¿O la Iglesia hierática, distante, poseedora de la verdad?

Me siento a gusto en la Iglesia de los pobres, la Iglesia de Juan XXIII, la Iglesia de las comunidades eclesiales de base… Esta me parece ser la Iglesia de Cristo. No digo que las otras modalidades de Iglesia no sean cristianas. Las cosas no son blanco o negro. Pero me siento pésimo en la Iglesia pre-conciliar. El Vaticano II pidió un cambio radical: quiso una Iglesia dialogante y abierta a las transformaciones sociales y culturales, que en la liturgia abre espacio a la participación de los fieles, que entiende que el amor es el único sacrificio digno de agradar a Dios. El Concilio nos recordó que el único sacerdotes es Cristo, que todos los bautizados constituimos un pueblo sacerdotal y que los ministros-sacerdotes deben estar al servicio del Pueblo de Dios y no centrar todo en su índole sacra. No le hemos hecho caso.

No podemos separar a Cristo de la Iglesia, pero hay «Iglesias» e «Iglesias».

 

En este tiempo pascual podemos concentrarnos en el triunfo de Cristo. El Señor resucitado no se fue. Sigue con nosotros, desde los tiempos de sus primeros discípulos hasta los de nuestros días, mediante su Espíritu. El Espíritu hace real a Cristo allí donde Jesús quiso ser reconocido: los gestos de amor, las señales de esperanza, la lucha contra la injusticia… ¿Dónde? ¿Dónde hoy? Allí mismo. Han cambiado muchas cosas, pero lo fundamental no cambia para nada. Lo fundamental, en realidad, esto todavía más fundamental que antes. La resurrección de Cristo es el triunfo del amor de Dios, presente donde el Espíritu incide amorosamente en nuestro hábitat humano y social. «Vamos ganando». ¿Sí? ¿No parece que vamos perdiendo? La Iglesia se estremece. ¡No hay que engañarse! Esta agitación puede ser perfectamente obra de Cristo que ha querido intervenir decididamente contra los abusadores, en favor de los inocentes, obligando incluso a una revisión profunda de una serie de asuntos que merecen cambiarse y no se cambian. Lo que parece pura pérdida tal vez sea el revés de la trama, los dolores de parto de una nueva presencia de la Iglesia en nuestra época. «Vamos ganando», no hay que olvidarlo. Si no lo vemos, el problema somos nosotros. Habrá que pedir el Espíritu para reconocer al Espíritu.

No tendría ningún sentido creer que Jesús resucitó si no lo experimentáramos resucitado, hoy, ahora, resucitándonos, sacándonos de la fosa de la culpa, del miedo y de la descomposición física y moral. Los primeros cristianos proclamaron lo que experimentaron: Cristo les cambió la vida, los hermanó, les dio su misma valentía para insistir en la llegada del reino de un Dios diferente. La Iglesia naciente creyó en el Dios diferente que Jesús les mostró: el Dios de los pobres y de los pecadores, de los excluido por una u otra razón, de los que nunca merecieron nada de nadie.

No tendría ningún sentido creer en la resurrección de Cristo si no creyéramos que murió «por mí». La resurrección no es cosa de espectadores. Solo podemos presenciarla en sus testigos, quienes llegaron a ser cristianos porque el Señor los liberó, perdonó, sanó o llevó a la plenitud de sus posibilidades. Nadie nunca vio directamente cómo resucitó Jesús. De él nos quedan solo sus huellas, en las Escrituras, los textos que la Iglesia escribió para anunciar a otros lo que a ella le había pasado con el resucitado; las huellas en la vida de los cristianos, vidas transformadas que trasparentan al Señor e indican un «más» inexplicable. Estas son, las personas que han podido decir «por mí» (San Pablo, San Ignacio…).

Mientras no podamos decir «por mí» seremos solo espectadores ávidos de apariciones y víctimas de predicadores moralizantes. Todavía no seremos cristianos…, hijos del amor, de la libertad y el compromiso.

Fe en un hombre crucificado

¿Por qué un teólogo pregunta a los filósofos?

Los cristianos creemos que Jesús resucitó. Pero esta afirmación sería completamente desorbitada o simplemente divertida, si no nos preguntáramos qué puede significar creer en un crucificado. Sería desorbitada, porque nos confronta con la necesidad de explicar en qué sentido un ser humano puede resucitar. Sería divertida, por ser fabulosa, como son las fábulas para niños.

 Pero podría tratarse de algo muy serio, en el caso que creer en un resucitado pudiera afectar y cambiar nuestra vida, la de los demás y la de la sociedad en su conjunto. Porque si se trata de “fe”, y no de un supuesto conocimiento, estamos hablando de una convicción personal que orienta o norma la vida. Y la vida, sabemos, puede hacerse en las direcciones más raras, para bien y para mal, propio y ajeno.

 Como teólogo pregunto a los filósofos, porque creo que Jesús, “el hombre crucificado”, representante de todos los “hombres crucificados”, es el Hijo del Creador del universo. Le pregunto en primer lugar al Creador del universo por qué lo crucificaron. El Creador me responde fundamentalmente a través de la praxis de los cristianos: la Iglesia cree en el crucificado y trata de practicar lo que él practicó. Los cristianos viven como si él hubiera triunfado, es decir, como si su praxis tuviera un valor eterno. Pero, en segundo lugar, el Creador también me responde por medio de los filósofos, porque la humanidad, en el sentido amplio del género humano histórico, no cree tan fácilmente que un crucificado sea para ella una “buena noticia”. El filósofo no menos que el teólogo, es guardián de la humanidad. El caso es que también el cristianismo merece ser vigilado. Una cosa es el Misterio de Cristo y otra su configuración histórica. Esta, a veces, ha andado muy lejos de Cristo. El cristianismo es una religión de difícil de comprender y de vivir. El mismo cuidado de la humanidad exige desentrañar su peculiaridad. Pues de lo contrario, nuestro amor por la cruz nos puede hacer mal. Los cristianos, de hecho, especialmente en el Occidente cristiano, hemos sido expansivos y, con la cruz en alto, hemos crucificado a muchos inocentes.

 Pregunto a los filósofos porque ellos, autorizados ante mí por la razón que el Creador les dio para pensar, y pensar a favor de todos los hombres sin exclusión, podrían controlar una posible orientación desorbitada o divertida de la fe en un Cristo resucitado. Controlarla, hasta donde sea posible hablar del acontecimiento mayor de la historia, el misterio pascual, cuyo significado último se revelará al fin de los tiempos. Pero, sobre todo, los filósofos pueden controlar una orientación ideológica, malsana y macabra del cristianismo. Pregunto a los filósofos porque ellos, autorizados ante mí por el Creador de la razón humana, no como creyentes, pueden tal vez decirnos qué no puede de ninguna manera significar que un hombre “resucite” o que un “crucificado” tenga un valor sagrado.

 Hago una distinción que no podemos pasar por alto. Lo más punzante no es qué pueda significar la muerte de un hombre. Este asunto ciertamente tiene valor tanto para los filósofos como para los teólogos. Se trata de una pregunta clave para cualquier antropología. Mi pregunta a los filósofos es por el significado de la crucifixión de un hombre, de un hombre como fue Jesús, lo cual implica la pregunta por la muerte de cualquier ser humano, pero va todavía más lejos, ya que en el caso de un crucificado hablamos de un hombre asesinado cruelmente por otros hombres. Esto agrega una nota de dramaticidad que obliga a pensar en un fracaso todavía mayor. La muerte es un fracaso, así parece, al menos en muchos casos. Pero la muerte por crucifixión tiene visos de tratarse del fracaso por excelencia, fracaso para asesinados y asesinos. Vistas las cosas desde la eternidad, la resurrección que esperan los creyentes no sería una especie de revivificación de un cadáver, si no de algo que tiene que ver con una persona determinada y un proyecto determinado, el reino de Dios, que es asesinada por personas que tuvieron motivaciones determinadas.

 Como teólogo necesito preguntar a los filósofos sobre la maldad. La fe sirve a los creyentes para afrontar la maldad, pero poco para explicarla. ¿Pueden los filósofos decirnos algo acerca de la maldad? Probablemente teólogos y filósofos encontremos dificultades muy semejantes para hablar de algo así. Desde el campo teológico alguien nos dirá que ella constituye un mal inescrutable. Una respuesta así, sin embargo, es insatisfactoria. Hay, por cierto, un mysterium iniquitatis, pero a veces deja huellas visibles. Creo y pienso, que debemos  seguir estas huellas. No hay que perder la esperanza de atacar las consecuencias en sus causas. En el siglo XX, por ejemplo, llegamos a saber que la pobreza no solo era un mal, sino también una maldad. Hasta ahora no faltarán quienes piensen que la pobreza sea una fatalidad, pero a partir del siglo pasado sabemos que ella se debe a una injusticia social. El teólogo, que lleva dentro de sí a un filósofo, debe preguntar acerca de la naturaleza de la maldad, y, en definitiva de la cruz, porque de lo contrario sería imposible entender de qué se trata eso que llamamos “salvación” y que, según creemos, comienza con la resurrección. El filósofo, el sociólogo, el psicólogo, los cientistas sociales en general, ayudan al teólogo a distinguir entre mal y maldad y, en la medida que lo hacen, lo capacitan para hablar de la “salvación” de un modo relevante. Si el teólogo, por su parte, no atiende estas voces peca contra su propio oficio. Su pecado sería algo así como creer en el Salvador, pero no en el Creador, el Dios que sustenta el esfuerzo de la razón y el desarrollo de las ciencias.

 El teólogo pregunta a los filósofos sobre el sentido de la cruz porque, en última instancia, necesita comprender la resurrección. La resurrección de Cristo revela el sentido de la historia. Esta misma resurrección los cristianos la comprobamos como real en nosotros mismos, toda vez que confesamos haber sido “salvados”. Nuestros hermanos evangélicos tienen mucho que enseñarnos a los católicos en esta materia. Tantos de ellos vivieron crucificados por esto o aquello, conocieron a Jesús, y el crucificado “los resucitó”. El teólogo pregunta al filósofo, en definitiva, por la resurrección. El filósofo puede precaver a los creyentes de discursos sobre el más allá que en vez de ayudarles a encontrar a Cristo en la cruz, solo sirven para “sacralizar” y “eternizar” el sufrimiento de las víctimas, o para vivir como virtud aquello que merece indignación y rebelión.

 Con la ayuda de su propia “razón” el teólogo debiera adentrarse en comprender la cruz, sin lo cual no podrá desarrollar discurso sensato alguno sobre la salvación. Con la ayuda de los filósofos, el teólogo puede sortear las innumerables maneras de engañarse a sí mismo, confundiendo opiniones y saberes piadosos, con los datos de la fe auténtica.

 Por estas razones yo como teólogo pregunto a los filósofos. Ya habrá ocasión para escuchar sus respuestas. Por ahora, queremos oír a los filósofos, así simplemente. ¿Cómo ven ustedes que haya gente que crea en un hombre crucificado? Les dejo la palabra.

La fidelidad de Jesús

Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas (Lc 22, 28)

Para adentrarnos en la fidelidad de Jesús conviene primero hacer memoria de los alcances de la fidelidad humana en general y sus dificultades. Lo que a fin de cuentas nos interesa encontrar en la fidelidad de Jesús es la clave para nuestra propia fidelidad.

Fidelidades hay de distinto género. La fidelidad se expresa de múltiples maneras: lealtad en la amistad, estabilidad en el matrimonio, tenacidad en una vocación particular, perseverancia en la lucha por una causa justa, paciencia de los padres con un hijo enfermo o díscolo, honorabilidad en el cumplimiento de un contrato, firmeza en la palabra empeñada, obsesión de un artista con su obra, incondicionalidad a una persona en particular, amor a la patria, apego a las enseñanzas de la Iglesia y martirio. Conceptos hermanos de la fidelidad son entrega y sacrificio. En lo que toca a la fidelidad en los compromisos entre personas, al trasfondo de lo cual analizaremos la fidelidad de Jesús, hemos de tener particularmente en cuenta la fidelidad en los compromisos definitivos. Estos constituyen una preocupación mayor de nuestra época.

Al abordar el tema, conviene también recordar que la fidelidad cuesta y fracasa. La traición representa una amenaza decisiva a la unión estable de los esposos. La deslealtad entre los amigos suele ser mortal. El incumplimiento de la palabra dada mella gravemente la confianza. El abandono de una de las partes comprometidas deja a la otra en el aire, suspendida en su tarea de seguir viviendo. La desidia en la observancia de los votos de los consagrados acaba con la vida religiosa. La infidelidad se alimenta de mentira, de miedo, de clandestinidad. La infidelidad acarrea celos, desconfianza, dolor e incluso tragedias. Haya o no responsabilidad moral, la infidelidad fragua en situaciones peligrosas: exceso de trabajo, soledad, exposición a tentaciones fuertes. O por otros motivos: pobreza, cesantía, alcoholismo, locura, competencias entre las partes comprometidas. Vivimos tiempos de cambios profundos en los modos de vida y de relacionarnos, una época de estímulos múltiples y fascinantes, de exigencias tan desmedidas a nuestras fuerzas que si la fidelidad a ultranza parece imposible la infidelidad es al menos muy comprensible.

Pero, aunque entre en crisis la idea de fidelidades definitivas, no hay que claudicar en su búsqueda. Tenemos necesidad de una fidelidad aún más compleja. No basta entender la fidelidad como impecabilidad de una de las partes, pues es preciso que implique también cargar con la fragilidad y los fallos de la parte contraria. No nos sirve la fidelidad narcisista: «yo me porto bien, cumplo lo que a mí me toca». Más que nunca nuestra sociedad nos pone en situación de una fidelidad que se ejerce como reconciliación y solidaridad con el otro. La vida nos supera. Necesitamos avanzar con las rupturas, las heridas, las amistades a medias, las caídas ajenas y también con las propias. Las cosas no son blanco y negro. Nadie es completamente fiel pero tampoco lo principal está en la inocencia. La fidelidad que necesitamos debiera restañar las heridas, anticipar una salida al caído y darle una «última oportunidad».

Es en este contexto que tiene sentido buscar en Jesús el secreto de la fidelidad humana. Aunque este contexto no sería tal si la fidelidad de Cristo ya desde antiguo no hubiese fecundado hace tiempo nuestra cultura con toda su riqueza de significados.

1.- Fidelidad de Dios durante la Antigua Alianza

En Jesús encontramos la máxima expresión de la fidelidad de Dios con la humanidad, el modelo de la fidelidad humana y la gracia para reconciliarnos, para confiar otra vez y para perseverar hasta el final. La fidelidad de Jesús, sin embargo, no surge de la nada sino que se inscribe en la historia de fidelidad de Dios con Israel.

La categoría que mejor expresa la fidelidad de Dios en el Antiguo Testamento es la de alianza. Cabe notar que en el mundo antiguo, en medio de otros pueblos que se relacionaban con Dios por mediación de la naturaleza y sus ciclos, el pueblo de Israel fue el único que se relacionó con Dios en términos de «libertad», en virtud de un vínculo «histórico», la alianza. La historia de Israel comenzó con una «elección», la cual se expresó en una acción salvífica de Dios, a saber, la liberación de Egipto y la promesa de una tierra. Desde entonces Israel fue propiamente «pueblo», el pueblo elegido de Yahvé.

La elección de Israel concluye con una alianza que regularía las relaciones de Dios con su pueblo, asegurándole un futuro histórico. En la zarza ardiente Dios reveló a Moisés su nombre: YHWH, que quiere decir, «Yo soy el que soy», «yo soy el que seré», «yo soy el que estaré contigo» (Ex 3, 13-15). En otros palabras: «Yo soy aquel en el cual tú debes confiar». La Alianza constituyó un pacto de co-pertenencia y de fidelidad entre Dios y su pueblo: «Ustedes serán mi pueblo y yo seré su Dios» (Ex 6,7). De este modo Dios se comprometía por un contrato irreversible a favorecer a su pueblo por todo el futuro y el pueblo se obligaba a no rendir culto a otras divinidades, sino sólo a Yahvé. La elección sellada por esta alianza no significaba empero ningún favoritismo. Así como Dios se revelaba fiel y misericordioso con Israel, en Israel debía regir el amor misericordioso y fiel con el prójimo y la justicia con los pobres. La fidelidad a Dios se cumpliría mediante la observancia de unos mandamientos que, porque actualizan el amor de Dios por Israel y sientan las bases de una convivencia pacífica, le harían feliz y el más sabio de los pueblos.

Esta elección y esta alianza, en consecuencia, deben considerarse como un acto de amor de Dios (cf. Dt 4, 37ss; 7,6ss) y de amor gratuito (cf. Dt 7,7). El amor (hesed) que subyace a la elección y a la alianza es semejante a la firmeza del hombre capaz de cumplir sus pactos, pero también a la ternura que se da entre familiares. Hay que relacionarlo con «fidelidad» y «salvación». Es semejante al complejo amor matrimonial. Es un amor lleno de perdón. Pero un amor asimétrico, porque el origen de la elección y de la alianza israelita, y el cumplimiento de las promesas que guían la historia de este pueblo, son cosa de Yahvé.

La historia de Israel en adelante es la historia de la fidelidad de Dios, a pesar de la infidelidad de su pueblo. Cuando Israel se asentó en la tierra prometida y logró levantar su monarquía, Dios no retiró definitivamente su favor al rey infiel, a David, sino que le renovó la promesa esta vez de un Mesías ideal, con quien la co-pertenencia de la Alianza se expresaría en términos de filiación: «Yo seré para él padre y él será para mí hijo» (2 Sam 7, 14-16). Cuando años más tarde Israel fue deportado a Babilonia, habiéndose perdido el territorio, la independencia política, el templo y el sacerdocio, Dios, por medio de los profetas, enrostró a su pueblo su pecado, su abandono de la Alianza. Los profetas atribuyeron el fracaso del exilio a la idolatría y a la falta generalizada a la Alianza de parte de los reyes y de todo el pueblo. Pero, una vez más, a través de los mismos profetas, Dios anunció un futuro nuevo a su pueblo y, desde entonces, también para el resto de la humanidad.

Oseas proclama que Dios no abandonará a Israel, su esposa traicionera y dada a la prostitución, sino que la tomará otra vez como su esposa para siempre (cf. Os 2, 21-25). Isaías insiste en la promesa del Mesías, el Emmanuel, «Dios con nosotros» (7,4). Jeremías profetiza una Nueva Alianza, una en la cual Dios dará a cada uno de los israelitas lo que hasta ahora no ha tenido, capacidad para cumplir la Alianza (cf. Jr 31, 31-34). Lo mismo Ezequiel, quien también promete un Mesías y una Nueva Alianza, la cual podrá cumplirse por el don interior del Espíritu de Dios (cf. Ez 36,26-27; 37,23.26-27). El Déutero-Isaías concibe la universalización de la Alianza y anuncia un salvador muy particular, uno que liberaría a Israel y a las demás naciones no mediante la fuerza, sino con la fidelidad probada en el sacrificio y el sufrimiento inocente: el “siervo de Yahvé” (cf. 42,1-4; 49,1-6; 50,4-11; 52,13-53,12). Luego del retorno de Israel a Palestina, persistiendo la dominación extrajera del territorio y ante el desánimo histórico más profundo, Dios volvió a prometer mediante los profetas de la apocalíptica un reino de Dios hacia el final de la historia, mediador del cual sería el «hijo del hombre» (Dan 7, 13).

Para los tiempos de la dominación romana en Israel cundía la desesperanza. A pesar de todo, las expectativas mesiánicas basadas en la fe en Yahvé eran varias: los esenios apuraban la venida del Reino mediante ritos de purificación y la observancia de la Alianza en clave monástica. Los fariseos creían acaparar con exclusividad la fidelidad de Dios en virtud de prácticas religiosas, éticas y rituales que ellos creían seguras. Los celotas habían perdido toda paciencia y por la vía violenta reinvidicaban el honor de Dios humillado a causa de la explotación de un pueblo empobrecido. Los saduceos, en el otro extremo, habiéndose acomodado a la dominación romana, se contentaban con la administración del templo y de los sacrificios con los cuales restablecían la pureza de Israel. Todos estos partidos político-religiosos creían representar con exclusividad al verdadero Israel y, por diversos medios, procuraban su santidad y purificación. El Bautista, por último, anunciaba un bautismo de conversión para evitar el castigo inminente con que Dios daría término a la historia.

En este contexto aparece Jesús proclamando la cercanía inmediata de la misericordia de Dios no a los «fieles», los justos en general, sino precisamente a los que la sociedad de entonces marginaba por no cumplir con las leyes de la Alianza, los pecadores y los impuros, y los pobres.

 2.- Fidelidad de Dios durante la Nueva Alianza

La Alianza entre Dios y su pueblo recién se cumplió perfectamente en la relación de Dios como Padre de Jesús y de Jesús como Hijo de Dios, en virtud de la Encarnación. En términos sencillos, podemos decir que el Padre confía en Jesús y Jesús confía en su Padre. Pero no es ésta una relación intimista. Toda esta confianza recíproca tiene por objeto el advenimiento del Reino: el Padre confía a Jesús la llegada de su Reino y Jesús hace llegar el Reino de Dios gracias a su confianza radical en su Padre. El Reino importa todos los bienes que se siguen de la co-pertenencia de Dios y su pueblo, a saber, el cumplimiento de las promesas de Dios y la liberación del pueblo de los males que lo aquejan. La Pascua de Jesús que apura la llegada del Reino expresa que la fidelidad de Dios con la humanidad y de la humanidad con Dios, pasa por que Jesús asuma la infidelidad humana y sus consecuencias.

 I) El Reino y la Pascua

 1. Jesús anuncia el Reino

La Nueva Alianza se perfecciona en la Pascua, pero comienza con la Encarnación y el anuncio del Reino de Dios. La novedad más extraordinaria de la predicación mesiánica de Jesús en la Palestina de la época, es la proclamación de la irrupción actual del Reino de Dios (cf. Lc 4, 21).

Todo el ministerio de Jesús se entiende como cumplimiento de las promesas históricas de Dios al pueblo de Israel, pero particularmente llama la atención que estas promesas se realizan cuando Jesús anuncia a los pobres la llegada del Reino de Dios (cf. Lc 4, 16-21). Que el Reino se anuncie a los pobres implica la gratuidad del amor misericordioso de Dios (cf. Lc 14, 12-14). Nadie necesita a los pobres, porque los pobres no tienen con qué restituir (cf. Lc 14, 13-14). La categoría de «pobres» designa a los destinatarios privilegiados del Reino, pero es amplia. «Pobres» son los sociológicamente pobres, son los pecadores o los así llamados por no atenerse a la religiosidad de los justos, son los pequeños, son las mujeres y los que están lejos. En el anuncio del Reino a cada uno de estos «pobres» se deja ver un aspecto de la fidelidad de Dios con su pueblo y con la humanidad.

A los que son pobres porque carecen de bienes o de salud, porque padecen una posesión demoníaca o porque la vida les ha sido perjudicial, Jesús revela el amor compasivo de Dios con un gesto o una palabra eficaz destinados a producir en sus beneficiarios una respuesta de confianza en Dios. Los milagros de Jesús no son actos mágicos realizados para acreditar su poder, sino signos de misericordia en favor de personas concretas. Pero los milagros suponen la fe y provocan la fe. Cualquier gesto de Jesús por un pobre manifiesta la fidelidad de Dios con él y, por otra parte, pretende, aunque no siempre lo logra, suscitar en él agradecimiento a un Dios que no defrauda (cf. Lc 17, 15-18).

A los pecadores Jesús proclama el perdón de Dios (cf. Lc 7, 36-50; Mt 9, 2-6). También en este caso la fidelidad de Dios se manifiesta gratuita. Esta no depende de la justicia farisaica, sino que se ofrece libremente a los que reconocen su injusticia, incluso si son cobradores de impuestos para Roma, verdaderos traidores a la patria (cf. Lc 18, 9-14). Las comidas de Jesús con los pecadores, por las que lo llaman «comilón y borracho» (cf. Lc 5, 30 y 7, 34), anticipan que la eucaristía, el perdón que ofrece y el arrepentimiento que exige. El perdón que Jesús anuncia y otorga en nombre de Dios, sin embargo, pide a sus destinatarios prolongarlo en sus relaciones con los demás (cf. Mt 18, 23-33). Como la medida de este perdón es Dios mismo, habrá que perdonar infinitas veces (cf. Mt 18, 21-22).

Jesús manifiesta la misericorida y la fidelidad de Dios especialmente a la mujeres. Son muchos los episodios en que Jesús acoge a las mujeres. Ellas, a su vez, lo acompañan y lo asisten. A propósito de la fidelidad conyugal, hay dos textos que merecen destacarse. Jesús reprueba el divorcio, favoreciendo una estabilidad conyugal que debía beneficiar especialmente a la mujer (cf. Mc 10,2-12). Hasta entonces estaba permitido al hombre divorciarse unilateralmente de su mujer. En otro texto, ante el caso de una mujer adúltera, Jesús en vez de condenar su infidelidad la libera de culpa, pero no la exime de intentar la fidelidad otra vez más (cf. Jn 8, 3-11). Si en el primer caso Jesús se muestra inflexible en el principio de la fidelidad y de la perpetuidad del vínculo entre los esposos, en este otro se revela como el juez que interpreta la ley según el espíritu misericordioso del legislador.

Pero, ¿de dónde sacó Jesús todas estas novedades? El secreto de la proclamación del cumplimiento del Reino estuvo en la experiencia personal de radical confianza en Dios del propio Jesús. El reinado de Dios proviene en última instancia de la fe de Jesús en la fidelidad de su Padre. Esta confianza en Dios, a la vez, tiene como contracara la confianza de Dios en Jesús. Jesús experimenta que su Padre lo autoriza (cf. Mt 11, 25-27). Si hay un rasgo que sintetiza el perfil humano de Jesús es su autoridad, su confianza en sí mismo proveniente de su confianza en Dios. Prueba de esta seguridad de Dios es que Jesús ha llamado a Dios «padre»; que lo haya llamado también y con ternura Abbá, debió parecer a muchos precisamente un exceso de confianza (cf. Mc 14, 36). ¿Cómo, si no, podríamos imaginar que Jesús se lanzara a una aventura tan imposible a los ojos de cualquiera? En este saberse Jesús el hijo querido de su Padre Dios está la fragua en la que elaboró su misión y de la que sacó la valentía para jugarse por ella con una perseverancia extrema.

La proclamación del Reino de Dios tiene que ver con esta experiencia íntima de Dios como Padre, experiencia de libertad filial de dejar que Dios conduzca su vida, experiencia que Jesús quiere que también otros tengan. No sólo él, todos son hijos de un mismo Padre. Cuando Jesús comparte su costumbre de llamar a Dios «padre», lo que hace es asociar a otros a su proyecto mesiánico basado en la fe en la misericordia y fidelidad infinita de Dios (cf. Lc 11,2; 12, 30-32). En consecuencia es preciso abandonarse a Dios por completo, dedicarse solamente a la llegada de su Reino (cf. Lc, 12, 22-31). Sólo quienes se pongan ante Dios como el Hijo, los que vivan la fe de Jesús en Dios, adquieren la lucidez para mirar al prójimo con misericordia y la fuerza para perdonar a los que les han sido infieles.

2. El Reino llega con la Pascua de Jesús

Pero el éxito primero de Jesús duró poco.  La gente se desilusionó de la proclamación de un Reino que no calzaba con su expectativa mesiánica, el grupo de los discípulos se redujo (cf. Jn 6, 66-67). Se decepcionaron del anuncio del reinado de Dios. Probablemente les resultó demasiado ingenuo creer que un padre podía perdonar a un hijo pródigo (cf. Lc 15, 11-32) o demasiado loco que un pastor dejara el rebaño por recuperar la oveja perdida (cf. Lc 15, 4-7). Habrían preferido que la fidelidad de Dios se manifestara de un modo más racional, expulsando a los romanos o solucionándoles la vida. Se decepcionaron de Jesús y del Dios de Jesús.

Desde entonces Jesús se dedica a preparar a sus discípulos a una comprensión aún más profunda de su misión, misión de revelación de Dios como Padre. Si hasta entonces había anunciado el Reino de Dios, desde ahora comenzará a anunciar su propia pasión (cf. Mc 8,31; 9, 31; 10,33-34). El Reino se personaliza. Anunciando su propia muerte, Jesús apostó por la fidelidad de Dios y la inauguración ulterior de su reinado. En este sentido, el reinado de Dios se identifica al máximo con la suerte de Jesús. La muerte de Jesús no será un obstáculo para la llegada del Reino, sino su condición precisa. Con su marcha a Jerusalén Jesús confía en que  la fidelidad de Dios quebrará todos los esquemas de la fidelidad humana previsible, interesada y calculada.

Un punto particular que conviene advertir es que, aun cuando Jesús vincula estrechamente la llegada del Reino con su persona, él no reclama fidelidad absoluta consigo mismo. Incluso en el caso del evangelio de San Juan que subraya la centralidad de la fe en el Hijo de Dios, Jesús allí remite permanentemente al Padre y a su voluntad (cf. Jn 6, 37-40; 12, 26). Jesús no es un gurú que se apodera de la libertad de sus discípulos, tampoco es el jefe de Estado que se impone sobre sus súbditos. Jesús declara: «yo estoy en medio de ustedes como el que sirve» (Lc 22, 27). En Jesús no se da el reclamo de fidelidad morboso de las figuras personalistas, rodeadas de favoritos y aduladores. La relación de fidelidad entre Jesús y los suyos es la fidelidad de la amistad a la que es inherente la libertad, la confianza, nunca el servilismo, jamás el temor a equivocarse y a ser castigado.

La relación de amistad de Jesús con sus discípulos y su benevolencia con las muchedumbres y los pecadores, expresan que Dios está dispuesto a saltarse las reglas de la decencia o incluso a subvertir el orden de una justicia demasiado justa, con tal de recuperar a su pueblo. Definitivamente, la fidelidad de Dios que Jesús revela no parece razonable. Jesús en el Evangelio de Marcos surge como un incomprendido de todos, incluso de sus dispículos. ¿Cómo iban a entender que el supuesto Mesías no viniera «a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10, 45)? ¿Cómo identificar a Jesús con el siervo fiel de Isaías que para expiar la infidelidad carga con sus nefastas consecuencias? ¿Cómo iban a entender sus amigos que les probaría su amor con su muerte?

Si hasta entonces la ley se resumía en el mandamiento del amor a Dios y al prójimo como a sí mismo (cf. Mt 22, 36-40), el nuevo mandamiento de Jesús radicaliza el viejo: «Este es el mandamiento mío: ámense unos a otros como yo los he amado». Y a continuación explica a qué se refiere: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 12-13). El nuevo mandamiento del amor tiene por fundamento la entrega libre de Jesús a la muerte. Pero, aunque desmesurada, esta entrega no es demencial. La entrega de Jesús hay que distinguirla de otras dos entregas: la entrega que de él hacen los pecadores y la entrega de su propio Padre. La entrega de los pecadores tiene varias expresiones: es la entrega de las autoridades judías a Pilato, la de Pilato a Herodes, la de Herodes a Pilato, la de Pilato a la muchedumbre enardecida, la de ésta a Pilato y la de Pilato a sus torturadores y ejecutores. En la entrega de los pecadores, a su vez, hay que incluir la entrega de los amigos: Pedro que lo niega tres veces (cf. Lc 22, 54-62) y Judas que lo traiciona (cf. Jn 13, 21-30). A Jesús lo niegan, lo traicionan, lo entregan y lo matan. Si no subrayáramos que fue asesinado por los poderosos de su tiempo, su muerte parecería un acto suyo suicida y un acto sádico de su Padre. Pero la entrega del Hijo es, en realidad, la máxima expresión del amor misericordioso de  Dios: del amor de Jesús por amigos y enemigos; y del Padre de Jesús que, fiel a sus promesas, las cumple con la donación de quien Él más quiere.

II)      Nueva Alianza: mediación de la fidelidad de Dios con los hombres y de los hombres con Dios

Nueva Alianza y Reino futuro de Dios constituyen una sola cosa en la entrega mediadora de Jesús (cf. Lc 22, 14-34). Jesús es el Mediador de la fidelidad de Dios con el hombre y del hombre con Dios. En Jesús Dios cumple sus promesas y en Jesús la humanidad se orienta definitivamente de acuerdo a la voluntad de Dios.

1. Jesús: la máxima fidelidad de Dios

En primer lugar, hay que advertir que Jesús representa la máxima fidelidad de Dios con su pueblo (siendo el Mesías) y con toda la humanidad (siendo el Nuevo Adán). En la Encarnación, en ese Mesías llamado «hijo de Dios» (Lc 1, 31-33), el Emmanuel prometido (cf. Is 7, 14; 9, 5; 11,1), es preciso reconocer a Dios mismo, tal como lo hace San Juan (cf. Jn 1, 1 y 14), cumpliendo todas sus promesas. No hay proximidad mayor posible de Dios. La Iglesia reconoce en Jesús no a un mero hombre, sino a Dios presente en un hombre que se entrega sin reservas a la humanidad. En suma, Jesús quiere decir que Dios no sólo cumple favores, salva o bendice, sino que Él mismo se da en Jesús. Dios no da, sino que se da. Dios es quien da, pero también es lo dado. La fidelidad de Jesús es ante todo un asunto divino (cf. 1 Cor 1, 9). Sólo Dios es fiel a cabalidad.

Por lo mismo, la Iglesia entendió desde un comienzo que en la Pascua era Dios quien perdonaba a su pueblo y a toda la humanidad. Dice San Pablo: «Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres» (2 Cor 5,  19). También es Pablo quien expresa el carácter inquebrantable de la fidelidad de Dios con su pueblo: «Pues ¿qué? Si algunos de ellos fueron infieles ¿frustrará, por ventura, su infidelidad la fidelidad de Dios?» (Rom 3, 3). Desde entonces, lo único que salva a los judíos, pero también a los gentiles es la fe en Dios (cf. Rom 3, 27-31). Más exactamente, lo que salva es la fe en la misericordia de un Dios que ha venido para salvar a los pecadores antes que a los que se tienen por justos (cf. Lc 6,36; 15). El carácter divino de este perdón está en que Dios no lo condiciona, no lo hace depender de la bondad del hombre, sino que lo ofrece gratuitamente a los más pobres de los hombres, los que han sido infieles.

Esta es la razón por la cual hay que descartar por completo la idea perversa de la cruz que asegura que Jesús, para salvarnos, fue castigado en lugar nuestro. Para salvar Dios no necesita castigar a nadie. La fidelidad de Dios, para operar, no requiere que le crucifiquen a nadie. No es que, resucitando a Jesús crucificado, Dios otorgue al castigo y al sufrimiento un valor salvífico, sino que el amor de Jesús, al cargar con la infidelidad de la humanidad, al sufrirla sin rebelarse ni vengarse, es el único amor que crea vínculos de fidelidad indestructible.

También la resurrección de Jesús debe ser entendida como un acto de amor gratuito del Padre a su Hijo y a toda la humanidad. En cierto sentido era razonable pensar que el justo no pereciera a causa de la injusticia. Israel había desarrollado ya una teología de la resurrección de los justos. Pero era imposible pensar, rompía todos los esquemas, que mediante la resurrección de Jesús Dios, junto con rehabilitar a su Hijo injustamente asesinado, reconciliara consigo al pueblo asesino de su Hijo y a toda la humanidad dividida por el pecado desde Adán en adelante (cf. Ef 2, 14-16). Así la resurrección de Jesús excede los marcos de toda justicia conmutativa -«pasando, pasando»-, y de cualquier intercambio interesado entre Dios y los hombres.

En el Misterio Pascual Dios completó su entrega a la humanidad comenzada con la  Encarnación, cumpliendo mediante el hombre Jesús la antigua promesa de una Nueva Alianza (cf. Jer 31, 31-34) y la efusión del Espíritu también prometida sobre judíos y no judíos (cf. Hch 2, 38-39). Desde entonces todos los hombres pueden relacionarse con Dios como «hijos», en la confianza del Espíritu que nos hace llamar a Dios Abbá (cf. Gal 4, 6). La co-pertenencia entre Dios y su pueblo propia de la Antigua Alianza, «yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo», de ahora en adelante se amplía a toda la humanidad, en ambos sexos, y consiste en creer que Dios nos dice: «Yo seré para ustedes padre, y ustedes serán para mí hijos e hijas» (2 Cor 6, 18).

 2. Jesús: la máxima fidelidad del hombre

Pero Jesús no sólo representa la fidelidad de Dios con la humanidad, sino que también significa la máxima fidelidad del hombre con Dios. Sin este segundo aspecto de la mediación salvífica de Jesús, la fidelidad de una sola de las partes sería irrisoria. Para que la Alianza sea seria, tanto Dios como el hombre deben observarla. Si la entrega de Jesús a la muerte es don gratuito de Dios, ella representa también la acogida de este don por parte del hombre, mediante una fidelidad histórica costosa y en consecuencia meritoria.

Habría que recordar aquí que Jesús no ha venido a abolir la ley sino a cumplirla y que, en sentido estricto, él es el único judío que la cumple perfectamente (cf. Mt 5, 17). La expresión de Jesús en la cruz «todo está cumplido» (Jn 19,30), habría que entenderla como observancia de la Ley en la vinculación originaria que ésta y cualquier otra ley debe tener respecto de la voluntad de Dios. Jesús manifiesta la voluntad de fidelidad de Dios con la humanidad con la misma actuación que lo hace a él el único hombre obediente y fiel a la voluntad de Dios hasta el fin (cf. Rom 5, 19). Por lo mismo, la actuación única de Cristo permite inferir que, si el Hijo «sufriendo aprendió a obedecer», su sufrimiento humano alcanza a Dios y lo conmueve para amar en él a todos los hombres y para hacer de él causa de «salvación eterna de todos los que le obedecen» (cf. Hb 5, 7-9).

¿Qué decir del grito de Jesús crucificado: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15, 34)? En ningún caso hay que tomarlo como huída o rebelión, sino todo lo contrario. La fidelidad de Jesús a su misión es extrema. Como víctima del pecado del mundo, Jesús representa a todos los desamparados de la historia: a los niños expósitos, a las mujeres abandonadas, a los hombres traicionados. Gritando a Dios Jesús no acusa a Dios, sino que, en nombre de la humanidad clama que la injusticia no puede ser. Rogando también desde la cruz: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34), Jesús exculpa a Dios de la terrible sospecha que los  hombres tienen sobre la inocencia de Dios a causa del sufrimiento humano, sospecha que mueve a los seres humanos a asegurarse la vida por otros medios. Al decir: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» (Lc 23, 46), Jesús apuesta que Dios no abandona a los que confían en Él enteramente.

Así, como hombre crucificado el Hijo de Dios cumple la Antigua Alianza y establece la Nueva Alianza en su sangre (cf. 1 Cor 11, 25; Hb 9, 14-15), de la cual él mismo es su garante (cf. Hb 7, 22). Como hombre resucitado Jesús promete a sus discípulos que jamás los dejará, que estará con ellos «todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). Esto mismo es lo que los discípulos han de anunciar en nombre de la Trinidad a otros que también quieran ser discípulos de Jesús. El hombre Jesús continúa intercediendo ante el Padre por los que confían en él (cf. Heb 7, 5).  Con Jesús, el hombre crucificado y resucitado, Dios revela que su solidaridad con el fracaso de la humanidad es tan honda como inquebrantable el vínculo que lo une con ella.

La Pascua de Jesús expresa que, para que la confianza de Dios en el hombre se verifique en la historia, es necesario que el hombre confíe en Dios como en su Padre. Pero esto no será jamás posible si el hombre no experimenta que Dios es un Padre que nunca lo abandonará; que haga él lo que haga, Dios siempre lo amará y siempre volverá a él para perdonarlo y para creer en él una vez más.

La Iglesia del bicentenario

Chile recuerda, levanta monumentos y hace balances. Celebramos el bicentenario. Las tradiciones culturales y las instituciones son convocadas a revisar su razón de ser. La Iglesia Católica, entre ellas, debe preguntarse por su contribución al país. Hace setenta años el padre Hurtado levantó una duda sobre la calidad de nuestro catolicismo. Últimamente la intelectualidad chilena diagnostica un “ocaso de la Iglesia”. ¿No tendrá ya más que aportar?

No viene al caso que la Iglesia Católica reclame su propia importancia en razón de las deudas que la patria tiene con ella. Tampoco debe pedir un trato especial sobre otras tradiciones religiosas, filosóficas, culturales y étnicas. Los católicos, por el contrario, debemos agradecer la contribución a la nación, por ejemplo, del pentecostalismo, del republicanismo, de la modernidad y del pueblo mapuche. Ni petición de honores ni auto-glorificación. De lo que se trata, precisamente, es de atender a las señales que “los otros” puedan dar del aporte real de la Iglesia. Por esta vía será más fácil acertar.  Chile, en la medida que le agradezca lo que corresponda, le indicará por dónde seguir.

Pero, independientemente del reconocimiento que se le haga, la Iglesia tiene una razón propia de existir, digna como la de cualquier persona e institución bien inspirada; una razón, por lo demás, suficientemente realizable  como para que los demás la adopten como cosa suya. A saber, su fe en Cristo crucificado. La Iglesia no puede exigir a nadie que crea en un hombre crucificado, pero ninguno le puede impedir que proclame que solo en un crucificado se puede creer. Nada fácil. Difícil especialmente para una sociedad que todavía en la que los más poderosos veneran la Crucificado, pero desconocen a sus representantes, los excluidos y marginados que van quedando en el camino.

El Crucificado, identificado con cada crucificado/a de nuestra época, indican a la Iglesia por dónde seguir. No en vano, si algo le agradece hoy Chile es su amor a los pobres y su indignación contra la injusticia. En los años que me ha tocado vivir he visto cómo los chilenos reconocen y valoran el cuidado a los más desamparados: hogares de ancianos, centros de rehabilitación de alcohólicos y drogadictos; visitas a las cárceles, ayudas fraternas, fondos de solidaridad; el Hogar de Cristo y un Techo para Chile, gigantes de la caridad y de la promoción humana… Valoran, también, el caso sobrecogedor de la defensa que la Vicaría de la Solidaridad hizo de las víctimas de las violaciones de los derechos humanos. Entonces la Iglesia defendió a hombres y mujeres que fueron presa fácil del terrorismo de Estado: la Iglesia del Cardenal Silva Henríquez defendió a Chile de Chile. Y por levantar la voz por los inocentes pagó con persecuciones su fidelidad a Cristo, al Cristo de los perdedores. Así probó el verdadero amor a la patria.

Hay otros aportes que la Iglesia seguirá haciendo aunque nadie los agradezca. En una sociedad pluralista como la nuestra todas las iglesias tienen derecho a poner lo suyo. La Católica continuará anunciando el Evangelio y ofreciendo a chilenos y chilenas sacramentos que dan un “toque de magia” a sus vidas, un contacto “divino”…. Toda su actividad evangelizadora, sin embargo, será intrascendente si olvida a los inocentes o justifica su sacrificio. La Eucaristía no es el mejor de los sacrificios humanos, sino el término de todos ellos. He aquí un rito que ofrece a la patria gran motivo para celebrar.

¿Cuál será el aporte de la Iglesia en los próximos cien años? No lo sabemos, pero los católicos no debemos perdernos. Puede ser que disminuyan los sacerdotes, que no volvamos a contar con religiosas en las poblaciones, que los fieles den un portazo al salir de los templos exasperados por la incomprensión eclesiástica, pero el Cristo que siempre comparte nuestra humanidad, toda humanidad, en especial cuando sufre y es tratada injustamente, indicará el camino a los que sigan. La opción por los pobres ha sido el mejor norte al que la Iglesia latinoamericana ha orientado su misión. Para llevarla a cabo, tendrá que fijar su atención en los hombres y mujeres a los cuales la vida se les hizo cuesta arriba, les rompió la espalda y la familia, y tendrá -por lo mismo- que ajustar su doctrina y adaptar su organización a las necesidades más hondas de compasión del Chile que viene, el del bicentenario.

El Cristo de los perdedores

Si quisimos una familia y la familia se quebró; si con trabajo pretendimos abandonar la pobreza, pero la cesantía nos rompió el alma; si las enfermedades de las personas a cargo fueron demasiado graves y terminaron por hundirnos; si las envidias y las calumnias nos liquidaron la fama; si la mezquindad de los patrones nos apretó hasta asfixiarnos; si, en fin, nuestra vida ha sido una sola derrota, entonces Jesús es nuestro representante.

Pero, ¿no es Cristo una carta de triunfo? No hay una religión mejor que el cristianismo, se piensa. El bautismo asegura la eternidad. La eucaristía recuerda un sacrificio fructuoso. El beso a la cruz nada tiene de masoquista, todo lo contrario: cura el dolor. La Iglesia lleva dos mil años de existencia, ¡qué otra institución  puede decir lo mismo! Pase lo que pase, los cristianos salen bien parados. Es que Cristo resucitó. Murió, lo mataron, fracasó, casi fracasó, porque finalmente salió airoso. Quien crea en él vivirá para siempre. Tarde o temprano el éxito de la resurrección de Cristo alcanzará a todos por parejo.

El problema surge cuando los creyentes en el triunfo de Cristo juegan esta carta para evitar, y no para mostrar, el único camino que puede conducir a los no creyentes, y a los mismos fieles, a reconocer a Jesús como el Salvador: el camino que hizo Jesús en representación de todos los perdedores de la historia.

Algo raro sucede. Como que Cristo fuera usurpado por los ganadores. Primero, el cristianismo fue usado para forzar la unidad política del Imperio Romano. Los emperadores descubrieron en él una fuerza moral mucho mayor que la de los antiguos misterios, y la aprovecharon en su favor. Después, los príncipes cristianos extendieron el predominio occidental en nombre de la religión verdadera. Hicieron la guerra, trazaron fronteras, organizaron el comercio y repartieron el globo, comprobando con sus hazañas el favor del cielo.  Hoy, en contra de la intención expresa de Jesús, se ha hecho muy fácil compatibilizar a Dios con las riquezas. La prosperidad se la busca a derecha y a izquierda. En cualquiera de nosotros, confesémoslo, es posible descubrir un afán por garantizar el futuro con caridad o prácticas religiosas. Así hacemos de  Dios un curador de las comodidades adquiridas y un antídoto contra la muerte.

Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con el hombre que en vez de salvar la piel la arriesgó?; ¿que en lugar de asegurar con malas artes la llegada del Reino de Dios la confió a la pura fuerza de su amor indefenso?; ¿que desarmó a los poderosos con su impotencia?; ¿que liberó a los ricos con su pobreza?; ¿que discernió la voluntad de su Padre porque no le era evidente? También ha sido posible a lo largo de tantos años de historia pensar que el proyecto de Jesús fue una ilusión. El amor no siempre es tal. Alguno ha creído que su muerte fue una lamentable casualidad. Para Nietzsche fue un pobre pájaro.

Pero si Jesús aporta algún bien a la humanidad, es necesario rescatarlo.  Pues bien, su solidaridad con los perdedores es la pista principal. Recuérdese que lo más probable es que la última palabra  de Jesús en la cruz haya sido un grito. Este  puede ser el grito de la humanidad a un Dios que parece indiferente ante el sufrimiento humano. También una persona sin fe podría reconocer que Jesús representa a las víctimas inocentes. Son estas las que le dan la autoridad que tiene entre los hombres. La confesión de su divinidad, por el contrario, puede ser inicua cuando atropella a los que, empalados en el dolor, no ven a Dios por ninguna parte.

Torturas, abusos, hambrunas, abandonos, humillaciones, sentencias inicuas, enfermedades atroces, difamaciones, migraciones, destierros, masacres, holocaustos… ¿Dónde está Dios?, preguntan hombres y mujeres por siglos años, a cada rato, encogidos o estupefactos. ¿Escuchó el Padre el grito de su Hijo? ¿Resucitó Cristo o no? Solo los perdedores pueden decírnoslo. Ellos pudieran saberlo. Si la resurrección de Jesús es el resumen del Evangelio, nada más la «Iglesia de los pobres» ha podido proclamar que el Evangelio es una «buena noticia». Porque si Jesús resucitó, resucitó porque a su Padre lo conmovió su solidaridad con la humanidad; porque si algún efecto de la vida eterna puede registrarse en este mundo, el primero de todos es la piedad de Jesús con quienes se identificó por completo. La solidaridad de Cristo, propagada entre los perdedores, anterior a la fe en la resurrección de Jesús pero también como la mejor de sus pruebas, es la que otorga credibilidad al cristianismo.

Se puede no creer en Dios. Razones no faltan. Tampoco hay obligación de creer en Cristo. A nadie puede exigirse fe en un hombre crucificado. Pero, a creyentes y no creyentes el Evangelio les anuncia que solo en un crucificado se puede creer, aunque no en cualquiera. Si ha de buscarse a Dios, a Dios y no otra cosa, queda un camino: el del Cristo perdedor, solidario con los vencidos de ayer y de siempre.

Pub: “El Cristo de los perdedores”, Mensaje, 577 (2009), 18-19.