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El Cristo inmigrante

No discuto la obligación del Gobierno de regular la inmigración. Pero no es la protección contra los extranjeros lo que asegura la paz, sino acogerlos y tratarlos con dignidad. Miremos la historia: ¿quién es más chileno que el mestizo, mezcla de nativo e inmigrante a lo largo de sucesivas generaciones?

 Tengo a mano tres casos prometedores. Entre los buses de la Alameda vi a un vendedor ambulante peruano con un gorro que decía «Chile». ¡Qué símbolo! Pero, ¿de qué? ¿Trataba  de ganar la simpatía de sus clientes? ¿Se protegía contra posibles agresiones? Tal vez quería sinceramente ser otro chileno más. ¿Por qué no?

 Un caso mejor es el de tantas nanas que han dejado el Perú para venir a cuidar  niños chilenos. Varios reparos se podría hacer a la calidad moral de estos empleos, pero lo que aquí importa es la convivencia familiar y muchas veces amorosa entre estos niños y sus nanas. ¡Éste sí que es símbolo! Pongamos atención: para salvar a sus hijos de la miseria, una mujer abandona su patria, parte a una tierra desconocida, a veces hostil, a educar niños ajenos. Nuestro ojo superficial nos dirá que una mujer peruana y humilde no podrá enseñar a nuestros hijos más que rarezas. Nuestro ojo profundo, en cambio, verá que nadie podrá educar mejor a estos niños que una nana así, porque no hay aprendizaje más importante que el del amor y mujeres como éstas enseñan a amar con el puro ejemplo de su inmenso sacrificio.

 Para el tercer caso recurro a la ficción: ¿cómo no imaginar el nacimiento de un niño hijo de peruana y chileno, o al revés? No nos extrañe que la soledad, los acosos o el amor verdadero traigan a luz este año, estos días, nuevos mestizos, semejantes a Jesús mitad judío y mitad galileo. Si así sucede, no habrá mejor símbolo de una nacionalidad híbrida como la nuestra que un niño, una niñita chileno-peruana. Ojalá la unión de las razas exprese el amor entre las razas y sea el amor la única fuerza del intercambio cultural entre los dos pueblos.

 Volvamos al caso de Jesús. Téngase en cuenta que poco después de nacido Jesús, él y sus padres fueron refugiados en Egipto. ¿Buscó José trabajo allí subcontratado en la restauración de una pirámide? ¿Estuvo María dispuesta criar a Jesús a ratos, empleada principalmente en alimentar y cambiar guaguas egipcias? No es obligatorio conmoverse con la historia del hijo de un carpintero. Pero no habrá razón para recordarlo, enternecerse, ni menos aún para creer en él, si no es para abrir el corazón al Cristo que estos días es objeto de recelo político, el Cristo que nos sale al paso en un coreano, un ecuatoriano o un peruano.

El cañonazo de Felipe Berríos

La entrevista a Felipe Berríos en Rwanda ha producido fuertes reacciones. A muchas personas les ha dado una enorme satisfacción. A otros, en cambio, les ha provocado indignación. También hay que gente que distingue unas afirmaciones de otras; aprueba lo que le parece y rechaza lo que no. Debe reconocerse, por de pronto, que quien ha visto el “Informante” de TVN no ha quedado indiferente. Los temas levantados por “el cura” Berríos son relevantes.

 Lo que más ha impactado ciertamente son sus palabras contra los obispos de la Iglesia Católica. No las repetiré aquí. Estimo que algunas de ellas son injustas. Sin embargo, después de ver tres veces la entrevista, descubro en ella una apelación evangélica muy desde dentro de la Iglesia que merece ser escuchada con una mano en el pecho. Me gustaría que quienes la vieron la vieran de nuevo y los que no, que lo hagan. Que lo hagan sin “mala leche” contra los obispos. Entenderá las palabras de Berríos quien vea en ellas a un católico que pide cambios urgentes a sus pastores. Entenderá, por ejemplo, que son las palabras de un sacerdote a quien la jerarquía eclesiástica -como a otros sacerdotes- le pide acompañar a parejas y matrimonios, con una doctrina que los católicos hoy no logran comprender.

 Agregaría que los obispos también han sido víctimas de una organización eclesiástica que ha comenzado a ser revisada al más alto nivel. La elección del Papa Francisco por una inmensa mayoría de votos, ha tenido por objeto reformar un gobierno de la Iglesia fuertemente centralizado y, para muchos, asfixiante. Que Francisco haya querido llamarse “obispo de Roma” indica que no pretende ser el “gobernante” de todas las iglesias. Sabe que su función es reformar la curia para que esta cumpla el servicio que a él corresponde de unir, y no de uniformar, a la Iglesia. Esperamos con esto que nuestros obispos latinoamericanos y chilenos tengan más libertad de la que se les ha reconocido para cumplir su importante misión.

 El P. Berríos hace una autocrítica “en” la Iglesia pero también “en” la sociedad en que vivimos. Me detengo en otros asuntos contra los cuales disparó un cañonazo. No pueden ser olvidados. Me referiré a los que me parecen más significativos:

 * Hace una crítica contra un catolicismo de clase alta. A Berríos le parece que los colegios católicos seleccionan a sus alumnos de acuerdo al dinero, a su religiosidad, rechazando a veces a “los hijos de papás separados”. Advierte contra la petición de respeto del derecho a la libertad para crear colegios que no va de la mano de la libertad de cualquier persona para acceder a ellos. Hay colegios de Iglesia que, al seleccionar, excluyen. A mí me parece que levantar este tema en el Chile de hoy tiene máxima importancia. Ha llegado el momento de revisar el objetivo central: se educa a las elites o se procura la integración social.  Espero que las congregaciones y movimientos religiosos que tenemos colegios de gente privilegiada lo tomemos en serio. Hay culpa de por medio. Lo que está en juego es terminar con la desigualdad de la sociedad chilena o reproducirla. Las palabras del entrevistado se dirigen en contra del clasismo de una elite chilena “que impone su manera de ser”, y que tiene su fragua en la educación católica.

* Hace una crítica al tipo de sociedad en que vivimos. Lamenta el individualismo y el consumismo. Ambos parecen aliarse para convertir a los ciudadanos en clientes. El Mercado tiende a regir en todos los ámbitos de la vida. Dicho sea en justicia, es la gran crítica de los obispos chilenos en la carta pastoral “Compartir y humanizar con equidad el desarrollo de Chile” (2012). Berríos, en esto, no ha caído en la cuenta de que los obispos se le han adelantado. Lamenta que el Mercado regule la organización de la educación, de la salud y otras áreas de la vida de las personas. Se queja contra la política clientelística ordenada a satisfacer las necesidades de la gente. Política que se aleja de su fin propio: el bien común, el sueño de un país compartido, etc.

* Berríos obliga a levantar la mirada: vienen tiempos de inmigración. ¿Está Chile preparado para recibir alegremente a otras gentes? El país tiene una deuda con Bolivia. Tiene una costa enormemente larga que no comparte. Exige reconocimiento de autonomía para el pueblo mapuche. No explica de qué autonomía está hablando. Tanto de su reclamo a favor de Bolivia como del pueblo mapuche habría que hacerse cargo.

* Felipe Berríos se atreve a hablar de Dios. Esto es lo que a fin de cuentas estremece. Lo hace en términos dialécticos. Por esto no deja indiferentes. Ataca con ferocidad al “dios consumo”. Esta sociedad ha reemplazado a Jesús por el Viejo Pascuero.  No hay espacio en los medios de comunicación para hablar de Jesús, pero sí del ídolo del consumo. Ataca, lo hemos dicho, a un catolicismo que no se deja cuestionar por Dios y se va cumplimientos religiosos interesados parecidos a los que Jesucristo combatió en su época. El “pecado” de Berríos es haber hablado de Dios. Su Dios es el de la parábola del Buen Samaritano. Este fue capaz de acercarse al hombre asaltado, herido y botado en el camino -lo que no hicieron el sacerdote y el levita-, para hacerse cargo de él. El Dios de Jesús exige a los cristianos hacer lo mismo. Este es el Dios que Berríos quiere que los jóvenes conozcan, tan distinto del “dios rasca” que nuestra generación les está transmitiendo. Espera mucho de los jóvenes. Sabe que los hay de calidad también en la elite chilena. Celebra que los líderes del movimiento estudiantil se hagan cargo “políticamente” del país.

¿“Con qué ropa” habla a los chilenos desde África y después de algunos años lejos de Chile? Podría decirse que no tiene autoridad para hacerlo. No predica, empero, desde un país desarrollado y rico. Habla sobre todo con libertad, aunque pueda errar en las expresiones. No tiene miedo. Lo hace desde la miseria misma. Lleva años entre los refugiados. Niños, mujeres, hombres heridos y hambrientos desplazados por las guerras. Ve el Chile que ama con los ojos de los pobres. Entiende que el Evangelio fue escrito para los pobres. Cree que el Hijo de Dios se hizo “pobre”. No le basta creer que se hizo “hombre”. Su autoridad no le viene de nuestro mundo. Le viene del continente de los pobres, aquel lugar del mundo con el que Dios se identifica y por cual opta.

Fe en Cristo resucitado en América Latina

¿Qué importancia puede tener hoy creer en Cristo resucitado? Planteo una pregunta que debieran hacerse los cristianos en todas las épocas. Los cristianos creemos que la resurrección de Cristo no es un hecho que ocurrió simplemente en el pasado. El resucitado, para nosotros, continúa actuando a lo largo de la historia a través de su Espíritu. Podríamos, incluso, decir que aún está resucitando, las veces que el reino del amor de Dios prevalece en nuestro tiempo. Pero esta presencia del resucitado a lo largo de la historia ha podido tener una eficacia distinta entre las diferentes épocas. Nuestro propio contexto latinoamericano tiende a cambiar significativamente. Por esto, también hoy tiene relevancia preguntarse cómo el hecho central de nuestra fe puede incidir en nuestras vidas y sociedades, y avivar nuestra esperanza en la vida eterna.

 El contexto ha cambiado. No estamos en los años de Medellín. Hace 43 años, ese 1968 que aquí y allá marcó a Europa y también a América Latina, ha ido quedando atrás en el tiempo. Los cambios han sido enormes. La pobreza, la injusticia y la violencia persisten en nuestro continente, pero tienen nuevas causas, operan de otros modos y generan víctimas antes desconocidas. Esos años, la fe en la resurrección pudo levantar sospechas de alienación. Pudo primar la opinión de Marx, de la religión como opio del pueblo. O bien, pudo querer vérsela traducida en cambios sociales revolucionarios. Hoy, por razones pastorales, no podemos desentendernos de esto y de aquello, pero el escenario social y cultural es distinto.

El replanteo actual del tema de la resurrección debe seguir siendo pastoral. La Iglesia necesita anunciar a Cristo resucitado de un modo razonable, es decir, debe hacerlo con un discurso pertinente. Si el anuncio de la resurrección de Cristo no tuviera ningún punto de enganche con nuestras vidas, si no nos afectara o nos cambiara por dentro, habría que considerarlo una fábula entre tantos otros mitos simpáticos que los seres humanos generamos para aprender algo sabio y nada más. La Iglesia necesita desentrañar algún tipo de inteligibilidad de la resurrección para nosotros hoy, no al modo de una prueba científica o metafísica de su realidad, como un argumento rotundo que se imponga a nuestras mentes y voluntades de un modo infalible. Lo que la Iglesia diga de la resurrección debiera tener la comprensibilidad necesaria para corregir y perfeccionar los nuevos tiempos.

Este desafío enfrenta situaciones nuevas. La cultura predominante cada vez necesita menos la fe en la resurrección para autocomprenderse. En otras épocas, la gente podía vivir para la vida eterna y, por cierto, con temor al infierno. En esta época, vivimos menos pendientes del más allá. Tenemos, más bien, la mirada puesta en el más acá. Los productos de la cultura nos fascinan. Pensemos en los más diversos campos: la biología, la neurociencia, la cibernética, etc. Por otra parte, sin embargo, la fe en Dios persiste en nuestro pueblo cristiano tradicional. La pastoral encara enormes desafíos, pero tampoco parte de cero. La fe en la resurrección de Cristo de nuestro pueblo, mucha o poca, debe ser reevangelizada para incidir en una época embrujada por productos que, en realidad, no satisfacen las necesidades más profundas del ser humano.

¿Qué importancia tiene hoy creer en la resurrección de Cristo? Me parece que la proclamación de Cristo resucitado tendría que enganchar con dos asuntos que tienen mucha realidad entre nosotros: la lucha de los pobres por la vida buena y digna, y la comprobación personal de la maravilla del Evangelio.

 La lucha de los pobres por una vida buena y digna

La fe en la resurrección es fe en una realidad que afecta ya ahora a todos los seres humanos. Todos hemos sido salvados en Cristo; a cada uno, su Espíritu lo está moviendo a creer en él, a amar y a esperar, incluso a quienes no han oído nunca hablar de Jesús de Nazaret.

Dada esta universalidad de la salvación, podemos preguntarnos cómo la resurrección de Cristo puede influir aún más en nuestra historia, cómo puede traducirse en un triunfo actual sobre la muerte para nuestro mundo afectado por la precariedad y la maldad.

Mi opinión es que, si la resurrección de Cristo es una buena noticia para los pobres, podrá serlo también para los demás. Si la fe en el resucitado impulsa un mundo sin pobreza, todos se beneficiarán. La universalidad de la salvación depende de que la vida de los pobres mejore. Esta vida, por su parte, nos conecta más fácilmente con el misterio pascual. Si la fe en el resucitado impulsa un mundo sin pobreza, la fe en el crucificado nos mueve a reconocer en los pobres que este mundo solo se goza cuando se comparte, tal como se comparte el pan eucarístico.

Otro aspecto de lo mismo es este: la lucha de los pobres por la vida buena y digna representa un lugar muy adecuado para comprobar que Cristo resucitó. Los pobres nos conducen a lo fundamental. Lo que a los pobres les falta, también podría faltar a los demás. Si ellos luchan por una vida mejor, luchan por aquello sin lo cual la vida de cualquier ser humano se deshumaniza. La resurrección de Cristo tiene que ver con aquello que para unos y otros es fundamental; por lo mismo, tiene que ver con los pobres antes que con nadie. Si para Jesús fue fundamental resucitar de una muerte indigna, nadie representa mejor a Cristo que aquellos que viven de un modo indignante. Nadie, en consecuencia, está en mejores condiciones que ellos de comprobar en esta vida qué puede significar aquello de que “Dios resucitó a Jesús de entre los muertos” (1 Tes 1,10, Gál 1,1).

Por cierto, hay muchas maneras de ser pobre. La Conferencia de Aparecida nos habla de un sinfín de pobres. Pero los más pobres de los pobres indican mejor a Cristo. Aparecida pide que prestemos mayor atención al excluido: al sobrante y al desechable (DA 65). En esta oportunidad, tendremos especialmente en cuenta al pobre que lucha por ser incluido en sociedades que se aprovechan de él. Sociedades que no lo valoran como persona.

El conato agónico

En América Latina, podemos decir que la lucha de los pobres por la vida buena y digna equivale a la fe en Cristo crucificado y resucitado. Podemos decir que, en cierto sentido, quien lucha por una vida mejor es una especie de crucificado que vive de la esperanza en la resurrección. Pero es necesario hacer algunas distinciones. La primera, es que esta lucha equivale a la fe en Cristo cuando, para ser digna, se realiza éticamente y no de cualquier manera. La segunda, es que la expresión de esta lucha en las categorías típicas de la religiosidad, por importante que sea, no es lo fundamental. La vida espiritual se expresa a veces en categorías no religiosas. La lucha de los pobres por la vida buena y digna puede ser expresión de una espiritualidad profunda, aun cuando se dé en categorías seculares.

Los pobres latinoamericanos son creyentes en su inmensa mayoría. Su catolicismo nutre su empeño cotidiano por salir adelante, pero, independientemente de las categorías sapienciales y simbólicas que les ofrece la religiosidad popular, ellos se esfuerzan por salir adelante con la sola gracia de Dios. En su pura lucha, los demás hemos de constatar al Cristo resucitado presente, de un modo semejante a como está presente en quienes nunca han oído hablar de Jesús de Nazaret y, sin embargo, viven en el amor, se conmueven con la belleza y deploran la mentira. Es el caso de miles de millones de asiáticos.

En América Latina, probablemente, quien mejor ha observado este fenómeno es Pedro Trigo. Este teólogo español-venezolano nos habla de una “obsesión” de los pobres por vivir, de un “conato agónico”.

Definimos la obsesión como el conato agónico que tiene por objetivo y contenido la vida digna, afirmada como posible y realizada frente al orden establecido que desde su lógica decreta su imposibilidad y que la distribución concreta de sus recursos la desconoce y niega.

Pero Trigo precisa que no se trata de una característica de los pobres, aunque se dé en ellos muchas veces:

Insistimos en que la obsesión no es un rasgo de carácter, no es una  mera reacción instintiva de supervivencia, tampoco pertenece a la idiosincrasia de un grupo humano ni es sin más un elemento cultural. Como conato incesantemente reiterado logra convertirse en hábito, pero no llega a automatizarse por su carácter agónico: al mantenerse la negación del orden establecido, el acto de afirmación que la vence es estrictamente creación histórica y se sitúa así en la cúspide de la libertad[1].

Se trata, según Trigo, de una lucha irreductiblemente “personal”, es decir, libre y espiritual, no reductible a lo colectivo o común. Los pobres que se abren al Espíritu viven su fe en solidaridad y fraternidad. Se trata de una “obsesión”, pero de una vida “digna” para sí y para los demás. Y, en consecuencia, no consiste en salir adelante de cualquier modo. Es una lucha ética por una vida mejor para todos.

Es aquí que vemos la acción del Resucitado. Es en esta superación incesante de los obstáculos de la existencia, de las injusticias y de la muerte de los pobres, que hemos de reconocer al Cristo resucitado. La resurrección de Jesús no consistió en la reanimación del cadáver de un hombre cualquiera. Es el triunfo de un crucificado que representa a quienes podrán identificarse con él, porque él se identificó con ellos. Este es el punto de arraigo preciso: si al resucitado llegamos por el crucificado, al crucificado llegamos por los que hoy viven “crucificados”. Si, como creemos los cristianos, la resurrección es real, los que mejor nos pueden decir en qué pudiera consistir, son los que necesitan ser “resucitados”. Los pobres, que viven la vida a su nivel más básico, son quienes mejor intuyen qué es la vida eterna y nos pueden hablar de ella.

Esto, sin embargo, no impide el acceso al Resucitado a los que no son pobres. El don de la resurrección es para todos. Pero, ya que esta atañe a lo fundamental de la vida, su experiencia no es una exquisitez espiritual para almas selectas. Hoy, cuando el “mercado de la religiosidad” abunda en ofertas de sucedáneos de fe auténtica, la fe de los pobres constituye un test decisivo. Ellos, mejor que cualquiera, conocen en carne propia qué es vivir y sobrevivir; ellos tienen una palabra autorizada sobre qué significa creer que Dios resucitó a su Hijo.

La devoción al crucificado

En lo más hondo de la experiencia espiritual de los pobres, en su lucha por una vida mejor, constatamos la fuerza del resucitado. Esta lucha equivale a la fe explícita en el Cristo que superó la injusticia y la muerte, y que anima a los fieles a seguir sus pasos. Esta lucha muchas veces va de la mano, o se expresa, en una fe popular en Cristo, aunque, como se ha dicho, no se agote en el plano de la religiosidad del pueblo. Pero es tal la fusión entre ambas, que conviene observar cómo opera la fe de los pobres en Cristo, porque no siempre la relación de esa lucha y la religiosidad parece ser virtuosa.

Es así que, lo primero que salta a la vista, es que la devoción a Cristo en América Latina se centra en su crucifixión. Pero, simultáneamente, también llama la atención la ignorancia que el pueblo católico tiene de la vida de Jesús de Nazaret. Solo en las últimas décadas nuestro pueblo ha comenzado a conocer los evangelios y la vida de Jesús. Esto se debe a la alfabetización de los pobres a lo largo del siglo XX, pero sobre todo al Concilio Vaticano II, que puso la Biblia en las manos de los pobres. La nueva catequesis ha tenido la enorme virtud de ilustrar acerca de quién fue Jesús y qué reino efectivamente predicó. Aun así, muchas veces la religiosidad popular nos deja la impresión de ser dudosamente cristiana. A veces, algunas de sus manifestaciones nos resultaron extrañas y chocantes.

La devoción a Cristo crucificado es típica nuestra, pero los latinoamericanos en general no sabemos por qué mataron a Jesús y qué pudieran tener que ver las razones históricas de su muerte con nuestra propia historia. ¿Es esta mera ignorancia? ¿O ha parecido peligroso seguir a un condenado a muerte? Sea lo que sea, la cruz debiera recordarnos a Cristo, las razones de su vida y de su muerte, y llevarnos a creer que Dios le hizo justicia resucitándolo. ¿Será, talvez, que se ha usado la devoción a la cruz para impermeabilizarnos contra el dolor o para sufrir sin alegar? Los teólogos latinoamericanos han dado la voz de alerta en contra de una devoción al crucificado que pudiera mover a la resignación ante la injusticia. La posibilidad ha estado a la mano. Desde Anselmo de Canterbery en adelante, se ha podido pensar que la muerte de Cristo en cruz, y, por extensión, los dolores de la humanidad, satisfacen el honor de Dios herido a causa del pecado. Por esta vía, los pobres han podido incluso pensar que merecen lo que padecen. Talvez, han creído que lo que sufren sirve de expiación por sus pecados ante un Dios que necesita oler la sangre para perdonar. También los contemporáneos de Jesús vieron al crucificado y pensaron que fue un pecador. Lo creyeron culpable como parece que lo son los pobres de nuestras ciudades, los inmigrantes, los enfermos y los desgraciados de diversos tipos.

La devoción a la cruz en América Latina ofrece a la fe en la resurrección de Cristo una plataforma extraordinaria de contacto con la realidad. Pero merece ser discernida. Ella se presta a significar exactamente lo contrario de lo que significa para la fe dela Iglesia. Enla cruz, Dios no canonizó el sufrimiento humano. Dios, lo único que ha querido, es la vida de Jesús y la nuestra. A lo más se puede decir que Dios ha querido que Jesús nos amase hasta el extremo, para lo cual debió absorber en su carne el mal del mundo. Dios nunca ha necesitado que se le sacrifique a un ser humano para salvar. El crimen de Cristo no fue el mejor de los sacrificios. Dios no necesita sacrificios. Solo agradece el amor. No castiga. En la cruz se hizo patente que es Dios mismo que se nos da gratuitamente

Pero también podemos pensar que la devoción a la cruz de los latinoamericanos no es mera evasión, masoquismo o expiación por los pecados. El impacto del Cristo colgado en una cruz, su mirada perdida, sus llagas y su desamparo, tienen mucho que ver con el sufrimiento ajeno que nos conecta con nuestros propios sentimientos y moviliza nuestra solidaridad. En la devoción al crucificado, hay un ir y venir entre Cristo y los devotos que incluye a todos los que sufren y, por lo mismo, a toda la humanidad. El Cristo crucificado nos comunica subterráneamente con un mundo que sufre y que espera una resurrección.

Es más, la devoción a Cristo nos da a los latinoamericanos la capacidad de mirar descarnadamente nuestro dolor. Nos quita la vergüenza de sufrir. Otros hombres preferirán ocultar sus fracasos, sus lágrimas, su impotencia contra la injusticia. Al mirar al que crucificaron, los cristianos nos sentimos autorizados a reconocer nuestra humillación como indigna de nosotros mismos. Sabemos que Dios no la ignora y no la quiere.

Es más, en la devoción a la cruz hay que descubrir también fe en la resurrección. Algunos teólogos latinoamericanos la constatan escondida. Cuando los fieles tocan la cruz y besan los pies del Cristo sangrante, creen en él. Tocándolo con sus manos y sus labios, tocan a un vivo y no a un muerto. Con este gesto pueden resignarse ante la injusticia que padecen, lo cual es lamentable. La fe en el resucitado debiera activar una lucha en contra del sufrimiento inocente. Pero incluso allí donde se da resignación, se da también un consuelo que no puede ser despreciado. A veces, las fuerzas no dan para más. La fe en el resucitado, presente en la devoción a un Cristo muerto y vivo a la vez, da esperanza a los desesperados y les permite al menos descubrir que son inocentes.

Comprobación personal de la resurrección

Reconocimiento del pobre que “soy”

Lo dicho de los pobres debe ser experimentado personalmente. Incluso los que no somos pobres, hemos de poder decir, bajo respectos no socio-económicos, el pobre “soy yo”, “yo también lucho por una vida digna”.  Así podremos participar en el misterio de Jesús, quien “siendo rico se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza” (2 Cor 8, 9).

La pobreza, en los evangelios y en la mejor tradición dela Iglesia, constituye un criterio decisivo para comprobar el cristianismo auténtico. Si queremos ir a la raíz de la posibilidad de hablar de la resurrección con sentido hoy, debemos entrar en contacto con la cruz de quienes carecen de lo indispensable, padecen la injusticia y son tratados como culpables siendo inocentes. ¿Es posible, para quienes no somos pobres, acceder a estas situaciones vitales? En principio, sí. Pues, si no fuera posible de ninguna manera, tampoco lo sería entender qué significan las palabras de Pablo: “Dios, nuestro Salvador quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2, 4). Podemos, incluso, adivinar que la medida de nuestra convicción en la vida eterna dependerá de la hondura de nuestra experiencia de ser creaturas impotentes y expuestas a la maldad. Mientras no pasemos por esta experiencia, no entenderemos de qué se trata esa lucha de los pobres por la vida, pero tampoco hallaremos el lugar preciso en el cual enraizar una fe genuina en la resurrección.

A fin de cuentas, los pobres nos conectan con nuestra propia pobreza. No es indispensable ser pobre, en el sentido restringido del término, para creer en Cristo resucitado. Pobrezas hay de todo tipo. De lo que no ha podido hablar, ni nadie podría hacerlo con propiedad y, sin embargo, resulta decisivo, es de aquella pobreza personal, única, irrepetible, de cada uno de nosotros. Esa que tiene una historia personalísima. “Mi” pobreza: mi enfermedad, mi soledad, mi orfandad, mi fracaso matrimonial… Esa pobreza sin la cual no seríamos los mismos, que nos pesa y, de tal modo nos avergüenza, que no nos atrevemos siquiera a mirarla. Ese pobre que somos y que tantas veces nos esforzamos en esconder; ese pobre que negamos para ser tenidos en cuenta entre quienes ríen y parecen felices. Ese pobre es, precisamente, quien puede decir, en palabras de San Pablo: “Estoy crucificado con Cristo y ya no vivo yo. Es Cristo que vive en mí. Lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí”. (Gál 2, 20). Ese pobre, por lo mismo, puede relacionar la resurrección consigo mismo. Y decir: Cristo resucitó “por mí”.

Nos acercamos aún más al misterio salvador de Jesús, el más pobre de los pobres, cuando sufrimos la injusticia. También nosotros podemos ser atropellados en nuestra dignidad, en nuestros derechos, en nuestras aspiraciones más sencillas. Hay muchos modos de injusticia. Estas también tienen un aspecto inédito, inintercambiable. Injusticias muy únicas pudieron tallar nuestro carácter. Incidieron, a la larga, en nuestra manera de pararnos y de caminar. En la familia, en la escuela, durante la niñez o en la adolescencia, alguien nos hizo un daño que nunca entenderemos bien por qué.  Por qué a nosotros. Éramos frágiles, nos pasaron a llevar, y, desde entonces, el miedo nos entró a los huesos. Somatizamos la rabia. La descargamos en el estómago. Hubo personas que hicieron un cáncer. Éramos vulnerables y los golpes nos hicieron aún más vulnerables. ¿Cómo lucharemos por la vida después del pánico que, en algún momento, nos provocó quien, con o sin querer, nos humilló? Hay un sufrimiento injusto que nadie más que nosotros puede entender.

Todavía más. En materia de injusticia, no hay nada peor que ser tratado como culpable siendo inocente. Esta es ley para el pobre. Se lo culpa, pero es víctima: se lo considera sospechoso a priori y se lo trata como si fuera peligroso, siendo que es la misma sociedad la que lo tiene en harapos. Esto mismo ocurre en muchas familias con el chivo expiatorio. Uno, el más débil, es culpado y recibe las descargas de violencia que los demás evitan descargar unos con otros. De esta manera se salva el clan. Lo mismo en  la escuela. Cuántos niños preferirían no salir a recreo para no ser objeto de burlas, maltratos, golpes… Las víctimas inocentes, por lo demás, se dan en todos los sectores sociales.

Los que no somos pobres también nos preguntamos cómo luchar por la vida. La inmensa mayoría de la humanidad debe esforzarse por salir adelante. Obstáculos encontramos de todo tipo. A cada rato se nos imponen dificultades que interrumpen nuestros planes de felicidad. Es cosa de oír atentamente las peticiones en las misas. Gran parte de ellas es por gente enferma. Se reza, además, para encontrar un trabajo. O por la paz del mundo. La vida es agónica, sufrida. La agonía es natural, como es natural resistirse a morir. Es normal, también, la tentación de responder al mal con mal. A menudo, somos víctimas de violencias que acrecientan nuestro resentimiento y nuestra necesidad de liberación.

En el revés de la trama, la otra condición humana para esperar la resurrección, es lo injustos que nosotros mismos hemos podido ser con los demás. Somos pecadores. Necesitamos ser perdonados. La  maldad se padece, pero también se ejerce. La culpa inocente hace clamar a Dios a todo tipo de personas, dejada aparte su condición social o cultural. Pero la culpa del propio pecado también puede ser un laberinto de desesperación. Recordemos a Zaqueo. Este publicano no parece desperado con su forma de vida. Pero está inquieto consigo mismo. Lo acosa la culpa. Busca a Jesús. Sale a buscarlo. Cuando Zaqueo acoge al que lo acoge, “resucita” a una nueva vida. La experiencia del perdón y de la reconciliación lo convierten. Desde entonces, su lucha por la vida variará en 180 grados. Judas, en cambio, desesperó y se suicidó.

Participación en el misterio pascual

Nuestra condición de “pobres” y de “pecadores” es el punto de arraigo de una reflexión sobre la resurrección. El crucificado-resucitado representa anticipadamente a los seres humanos que, con toda su precariedad, podrán, sin embargo, superar el pecado y la muerte. En Cristo entrado en la gloria, la creación misma alcanza la plenitud que Dios quiso darle desde un comienzo. La muerte de este hombre que soy, el varón o la mujer pobre y pecador que muere y se pudre, asumida por el Verbo, es superada en el Misterio Pascual. Desde entonces, las criaturas no solo son restauradas, sino que adquieren una plenitud inaudita. “Cuánto más”, dirá San Pablo (Rom 11,12). La resurrección y la vida eterna nos son imposibles de comprender porque exceden nuestras posibilidades de experiencia. Sin embargo, son una realidad que los pobres y los pecadores -y nosotros en cuanto pobres y pecadores-, ya ahora podemos experimentar, intuir y vivenciar por anticipado, aunque todavía de un modo provisional.

Lo dicho arriba acerca de la devoción al Cristo crucificado del pueblo latinoamericano, vale aquí para los cristianos en general. Todos podemos experimentar la tentación de cultivar el dolor por el dolor. Si el acceso a la realidad de la resurrección, y por ende a la de la salvación, arraiga en contactarse con la propia cruz, habrá modos mejores y peores de vivir las enfermedades, el trabajo, las injusticias, y diversas maneras de interrelacionarse con el prójimo y de organizar la sociedad. La compenetración de la cruz de Cristo con nuestra propia cruz, esta de nuestra experiencia espiritual cotidiana, es fácil de conseguir, pero difícil de discernir. Tomemos, por ejemplo, el dolor. Cuando sufrimos, nos identificamos con el crucificado que se identifica con nuestro sufrimiento. Pero el dolor puede vivirse como una fatalidad contra la que no se puede hacer nada. La tentación, en este caso, será no hacer nada para extirpar sus causas o controlarlo. De aquí hay un paso a pensar que a Dios le gustan las caras tristes, los zapatos rotos y la falta de aseo. Observemos esto mismo en el plano de las relaciones humanas: una persona que mantiene con Dios una relación centrada en el dolor puede hacer lo mismo en su relación con los demás. Hay casos de personas que pasan por la vida reclamando amor. Su tristeza pide tristeza. Lamentable. Lo que puede ser biográficamente muy justificado, el aspecto triste y una emocionalidad depresiva, se convierte a veces en un instrumento para hacerse compadecer. Si una persona así logra la atención que busca, la relación que establecerá con los demás será “tristona”. Si dos personas “tristonas” y cristianas se enamoran y se casan, se atraerán con sus penas, pero también pueden terminar hundiéndose juntas. El centrarse en el propio dolor puede ser agresivo para los otros, o reclamar de ellos vínculos de dependencia sumamente mal sanos.

La condición de pecadores también se presta a ser mal vivida. El arrepentimiento, la petición de perdón y la experiencia de ser perdonados, permiten avizorar, como nada, la vida eterna. El pecador perdonado entrevé la resurrección. Pero esta misma condición, en un régimen de espiritualidad penitencial, puede dar pie a una serie de escrúpulos enfermizos y a una necesidad insaciable del sacramento de la confesión. ¡Cuánto llaman la atención de personas socialmente privilegiadas que se confiesan frecuentemente de nimiedades y, por otra parte, son insensibles a las luchas políticas de los pobres!

En el otro extremo de las posibilidades, también es posible vivir mal la resurrección. En la medida que el cristiano anticipa ya ahora la resurrección, viviendo como si hubiera ya resucitado, la negación lisa y llana de toda dificultad y de todo dolor, conduce a una vida inauténtica y, en lo inmediato, suele insensibilizar a la cruz de los demás. En los movimientos carismáticos puede darse este fenómeno. Estas agrupaciones espirituales tienen la virtud de acoger personas con grandes sufrimientos. Pero pueden a veces ofrecer una liberación de los mismos muy superficial. Sus participantes pueden ilusionarse hasta el entusiasmo con una salida que, a poco andar, se comprobará evanescente o falsa.

Participación en el triunfo escatológico

La fe en la resurrección de Cristo, por último, debiera ayudar a los cristianos a vivir en el tiempo de otro modo, de un modo original  e incluso extraordinario. Hace ya mucho que en nuestra cultura entró la idea de derrotar la pobreza. Probablemente, ningún programa político latinoamericano olvida este punto. El propósito de superación de la pobreza es, por cierto, una meta formidable del progreso moderno. Nuestra cultura está poseída por la idea de un futuro de estándares siempre mayores de igualdad y de prosperidad. Esta ideal de la temporalidad, sin embargo, calza solo en parte con la concepción cristiana de la historia.

El cristianismo tiene un concepto positivo de la historia, pues sostiene que el mundo avanza a algo mejor. En esto coincide con la modernidad. Pero, a diferencia de esta, la escatología cristiana recuerda el pasado, pues en la medida que tiene en cuenta su esperanza, hace suya la pasión de los olvidados. El cristianismo espera un fin/cumplimiento del reino de Cristo, pero también afirma, ya ahora, la virtud liberadora de la resurrección. Ahora, no solo en el futuro, pueden resucitar con Cristo aquellos que el progreso ha dejado atrás.

Es así que, para los cristianos, no sirve derrotar la pobreza y olvidarse de las injusticias que la produjeron; no sirve postular un futuro esplendoroso de una humanidad omnipotente; ni exaltar un presente en el cual los modelos de humanidad son los exitosos. Los cristianos esperan un mundo sin pobreza, sí. Pero, sobre todo, esperan un mundo de pobres. Me explico: en el reino de Cristo no habrá ricos, sino solo hombres y mujeres desposeídos de todo. Habrá personas agradecidas de haber recibido de Dios la vida por la que tanto lucharon. No habrá ricos, pero sí pobres. Esta paradoja del cristianismo es ininteligible para el pensamiento moderno que se caracteriza por la autonomía del sujeto o para la mentalidad mercantilista, individualista y competitiva que nos está haciendo tanto daño. Para los cristianos, cuenta mucho el esfuerzo por la vida, pero en la medida que el éxito de esta lucha, como la de la resurrección de Jesús, se lo hace depender de Dios y se lo  consigue con sociedades fraternas.

Este modo tan único de vivir en el tiempo debiera encontrar una formulación política. “Con los pobres, contra la pobreza”, repite Gustavo Gutiérrez. ¿Qué programa político pudiera hacerse cargo de una fórmula así? No hay recetas. El cristianismo nos obliga a concatenar lo personal y lo social, pero la edificación de una sociedad justa queda entregada a la inventiva de los hombres, cristianos o no, lo cual también debe considerarse una tarea espiritual.

Conclusión

Ubiquémonos en el plano de la espiritualidad. ¿Qué importancia puede tener para los carismas y las espiritualidades creer en Cristo resucitado? La máxima de las importancias. La mayor de todas. “Si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación y vana también vuestra fe”, dice San Pablo (1 Cor 15, 14). Vana sería la espiritualidad ignaciana, diría San Ignacio. Vana la franciscana, diría San Francisco.

Menciono a estos dos grandes santos porque, en ellos, empobrecer con los pobres fue decisivo en su experiencia espiritual. Ambos buscaron la pobreza de los pobres, solidarizaron con ellos y, por esta vía, revivieron el Misterio Pascual que les hizo cristianos y maestros espirituales de un cristianismo auténtico. Decía San Ignacio: “La amistad con los pobres nos hace amigos del Rey Eterno”.

La fe en la resurrección debe morder en la realidad. Debe asumir el lado oscuro de la creación y de la vida, el pecado y la muerte, el pecado personal y el social; de lo contrario, será una creencia superficial, una ilusión pasajera, un entusiasmo fugaz. La fe en la resurrección solo puede darse al nivel de lo fundamental y, por tanto, de la espiritualidad de los pobres, aquellos para quienes vivir, y vivir con dignidad, es decisivo. Este, su modo de vivir, hace presente al Cristo crucificado y resucitado, porque extrae de su existencia actual y escatológica la fuerza de los pobres para salir adelante contra viento y marea. Los cristianos humildes, ante los Cristos crucificados de América Latina, con su esfuerzo, su clamor de inocencia y también su petición de perdón, nos llevan la delantera en el reino de Dios, pero también nos ofrecen el contacto preciso con la experiencia pascual de la cual depende la índole cristiana de toda espiritualidad.

La fe de los pobres nos representa a todos. Si hemos de creer en la resurrección de Cristo, y no en otra cosa, hemos de “ser pobres” o “pobres de espíritu”. ¿Qué significa esto en los casos de personas tan distintas? Será materia de discernimiento. Cada cual tiene que pedirle al Señor que le haga ver, con valentía, su propia pobreza, y le indique cómo relacionarse con los demás a este nivel de la existencia. Nadie puede responderles esta pregunta a los demás. En todo caso, en un mundo de pobres, cualquiera de las espiritualidades cristianas tendrá que habérselas con la necesidad de solidarizar con ellos y con su esperanza.

Una espiritualidad que sortee la lucha por la vida buena y digna de los pobres, no es cristiana. Así lo indicó Jesús con la parábola del Buen Samaritano. Por el contrario, mientras la espiritualidad se comprometa y compenetre con la experiencia de Dios de quienes saben hondamente que son solo creaturas, más posibilidades habrá de que la resurrección dé en ella todos sus frutos.

[1] Pedro Trigo, “Evangelización del cristianismo en los barrios de América Latina”, Revista Latinoamericana de Teología, 16 (en-ab, 1989) 106-107; cf. G. Gutiérrez, o.c., 12.

Memoria pascual

Los cristianos recuerdan en Semana Santa el camino de Jesús a la cruz y luego su resurrección. ¿Por qué?

 No lo hacen porque les guste la historia y gocen con los relatos heroicos. Tampoco porque se deleiten con el sufrimiento de Jesús o porque viéndolo así sufriente les sirva de consuelo. La diferencia de esta historia con cualquier otra historia, es que lo que sucedió con Jesús en el pasado de algún modo continúa sucediendo en el presente. No es lo mismo el recuerdo que los cristianos hacen de Jesús que el recuerdo que cualquier persona puede hacer de Gandhi, Sócrates o Arturo Prat. Los cristianos recuerdan el camino de la cruz porque creen que el crucificado resucitó y vive.

 Los cristianos siguen a Jesús en su pasión para participar de su resurrección. ¿Cómo se entiende algo así? Ellos esperan la vida eterna más allá de su muerte, viviendo ya ahora de acuerdo al mismo amor que ha vencido a la muerte. Si en la cruz Jesús llevó al extremo el amor de Dios por cada uno de nosotros, incluidos nuestros enemigos, los cristianos vencen la muerte en tanto se dejan amar por Dios, perdonan a los que los ofenden y trabajan por la superación de toda enemistad. La salvación cristiana origina una vida nueva ya en esta historia nuestra, en la que normalmente predomina la desconfianza y el temor a los demás, la defensa en contra de los otros y el egoísmo. La resurrección de Jesús es reconocible allí donde surge una nueva forma de vivir caracterizada por la confianza entre los hombres, la esperanza en el futuro a pesar de cualquier dificultad y el amor por los que no parece que merezcan ser amados: los despreciables y los que más nos han ofendido. Esta es la novedad de Jesús que los cristianos recuerdan y reviven en Semana Santa, novedad que rompe con la historia tan conocida del “ojo por ojo, diente por diente”, la historia del resentimiento y la venganza.

 Pero la pasión y la resurrección de Cristo no atañen sólo a los cristianos. El llamado Misterio Pascual de Jesús, la Iglesia cree, tiene alcance cósmico. Si por la Encarnación del Hijo de Dios sabemos que nada humano es ajeno a Dios, que Dios se hace solidario con la humanidad hasta las últimas consecuencias, por el Misterio Pascual de Jesucristo sabemos que allí donde hay un hombre, una mujer que sufre, es Cristo que sufre; que donde una mujer, un hombre pide perdón, es Cristo que impulsa la reconciliación. Todo el cosmos está cristificado. También en los budistas, musulmanes, ateos y los que nunca han oído hablar de Nazaret o Jerusalén, es Cristo que padece en cruz cuando cualquiera de ellos tiene hambre y es Cristo que resucita cuando un prójimo les da de comer. Atentos a las necesidades de los pobres, los obispos nos remecen con su campaña en favor de la mujer jefa de hogar que con enormes sacrificios “para la olla” a diario. No hay que averiguar si esa mujer ha cometido errores en su vida, si es católica o evangélica. Si el crucificado es el Cristo, la propaganda dice: “ella también”.

 Los cristianos en Semana Santa hacen suyo el dolor de Cristo por el mundo que sufre y preguntan a Cristo mismo qué pueden ellos hacer para bajarlo de la cruz. En cada una de las misas los cristianos agradecen a Dios porque Jesús continúa luchando por la justicia y la paz del mundo, y con su oración y su acción se suman a su causa.

Jesús vs Caifás

El encuentro de Jesús y Caifás, uno de los episodios en el camino de la pasión, ha podido ocurrir en los siguientes términos

Caifás: “Has llevado las cosas muy lejos. Los romanos están alarmados. Pilatos no quiere tener problemas con Roma. Una revuelta en Palestina le puede costar el puesto”.

Jesús: “Y a ti la deportación…”.

Caifás: “Mira las cosas de otro modo. Roma no ha sido tan dura con nosotros. No nos han impedido practicar nuestra creencias”.

Jesús: “Tú, ¿en qué crees?”.

Caifás: “En lo mismo que tú. Los dos somos israelitas”.

Jesús: “Creemos exactamente lo contrario”.

Caifás: “¿No crees en el Templo? ¿No ofreces sacrificios por los pecados?”.

Jesús: “Ya sabes lo que pienso del Templo. Si no hubiera atacado el aprovechamiento que ustedes hacen de él, no estaría delante de ti. Ustedes han pervertido la religiosidad de la gente. La salvación es gratuita. Pero ustedes han hecho de ella puro comercio”.

Caifás: “¿Quién te crees?”.

Jesús: “Dice el Señor: quiero amor y no sacrificios. Si ustedes entendieran esto no condenarían a los inocentes”.

Caifás: “La religión no funciona sin sacrificios…”.

Jesús: “Tú y los principales quieren matarme como a un animal de sacrificio. Dios aborrecerá este crimen, como aborrece los sacrificios rituales que suplantan la misericordia. Ustedes continuarán en sus puestos de privilegio. Me entregarán a los romanos. Pero nuestro pueblo seguirá pagando impuestos al César y a ti”.

Caifás: “Es mejor que muera uno a que perezca toda la nación. Tal vez a Dios no desagrade tanto que tu muerte sirva para salvar a Israel”.

Jesús se mantiene en silencio. Mira a Caifás a los ojos. El Sumo Sacerdote también lo mira de frente. Está convencido de lo que dice. No se tiene a sí mismo por una mala persona. Solamente cumple con pragmatismo su oficio religioso y  político.

Caifás: “¿No te das cuenta del problema que has generado? Velo de otra manera. Has sobrepasado el punto de no retorno. Alguien debe pagar las consecuencias. Quien más que tú, que eres el responsable. Te has atribuido un poder que no te corresponde. No tienes autoridad para hablar de Dios y tapar la boca a escribas y sacerdotes. Si solo hablaras de Dios, te lo concedo. Estás en tu derecho. Pero tú hablas en nombre de Dios, con una autoridad que no te podemos reconocer porque, además, lo haces en contra nuestra”.

Jesús: “No soy yo, son ustedes los que han puesto en peligro a la nación”.

Caifás: “A estas alturas, tú tendrás que salvarla. ¡Qué tanto drama! Así quedaremos bien tú y nosotros. Ambos habremos colaborado con la nación. ¿No ves que creemos en el mismo Dios? Lo que importa ahora es proteger al pueblo”.

Jesús: “Soy inocente”.

Caifás: “Date a la razón. Si hubieras sido un buen profeta habría bastado. Nos has puesto a todos en peligro. Ahora lo único que queda es “sacrificarte””.

Jesús: “El único sacrificio válido es el del amor”.

Caifás: “¿No amas a Israel?”.

Jesús: “Ustedes me “sacrificarán” fuera del Templo. No tienen el coraje de hacerlo dentro. Pero igual lo hacen en nombre de Dios. El Señor está con Israel, no contigo”.

Caifás: “Tu inocencia no cuenta”.

Jesús: “Si tú creyeras en Dios sabrías que el Señor no necesita derramamiento de sangre  para salvar a su pueblo”.

Caifás: “Tú harás de chivo expiatorio aunque no lo quieras. Dices bien: ‘creemos exactamente lo contrario’. Ahora entiendo. Tu “dios” divide y acarrea la guerra, el nuestro pacifica y une”.

Jesús: “Tu “dios” es sanguinario. Sin sacrificar a los inocentes, él no reconcilia. Mi Señor no divide, une. Pero lo hace con justicia y misericordia”.

Caifás: “Tú no eres inocente. Has sido causa de discordias entre padres e hijos, tienes enemistados a los miembros del Sanedrín, los romanos están a punto de pasarnos por la espada. No quieren un levantamiento en Palestina… ¡Carga con tu pecado!”.

Jesús: “No sabes qué es la inocencia. ¿Cómo vas a saber lo que es el pecado? No distingues entre los sacrificios del Templo y los crímenes con que haces las paces con Roma. No se puede servir a dos señores”.

Caifás: “No entiendes nada”.

Jesús: “El único sacrificio que cuenta es el del amor. El Señor no necesitará mi sangre para perdonarte. Tú “dios” no es mi Dios. El mío es capaz de abandonar el rebaño con tal de encontrar a la oveja perdida. No sabes lo que haces. ¡Bellaco!, date cuenta, abre los ojos, para que el Señor tenga compasión de tu miseria”.

Caifás: “No me digas bellaco”.

Jesús: “El fin de los sacrificios humanos está cerca. Dentro de poco también los ritos sacrificiales dejarán de ser eficaces. Estos despejan la vía a los otros”.

Caifás: “En esto algo de razón tienes. También la violencia puede ser sagrada. Si a veces es necesaria, ¿por qué no puede tener una liturgia? El poder merece veneración, incluso cuando recurre a la espada. Míralo así, no insistiré más: te crucificarán, pero tus discípulos recordarán que, aunque pusiste a tu pueblo en peligro, a fin de cuentas pagaste con tu vida. Tu muerte habrá calmado al Imperio”.

Jesús: “No quisiera que hicieran de mi asesinato un culto. Lo único que me interesa es que mis discípulos recuerden el amor que el Señor me tuvo a mí y a Israel. Ellos sabrán qué hacer. Compartirán el pan en sus casas y recordarán mis palabras. Cuando yo muera ellos enseñarán que lo único que une a la humanidad es la misericordia y la justicia. Para entonces habrán aprendido que Dios estuvo en un hombre que no se desquitó en contra sus enemigos. Asumió las consecuencias de su maldad en su carne. Impidió así que el abuso del poder dañara a los demás”.

Caifás: “No eres inocente, sino ingenuo. El amor sin algo de violencia no opera. Misericordia sí, pero castigo también. Sin expiación por los pecados no hay salvación”.

Jesús: “Aborrezco la sangre”.

Caifás: “Como todos los ingenuos…”.

Jesús: “Aborrezco a tu ‘dios’ y las víctimas sangrientas que se le ofrecen dentro y fuera del templo”.

Caifás: “Y yo al tuyo”.

Jesús: “Llegará el día en que del Templo no quede piedra sobre piedra”.

Caifás: “¡No me amenaces!”.

Jesús lo mira de nuevo. Caifás vacila.

Jesús: “No seré yo ni el Señor quien derrumbe el Templo. El Reino lo socava día a día. En la nueva era los verdaderos adoradores adorarán en Espíritu y en la verdad”.

Caifás titubea.

Jesús: “Un día tus aliados se volverán contra ti y te traicionarán. Yo, en cambio, doy mi vida por mis amigos. ¿Conoces la diferencia entre los aliados y los amigos? Mis discípulos no necesitarán víctimas ni victimizaciones. No pasarán por la vida culpabilizándose de pecados ajenos. A nadie pedirán permiso para existir. Con su amor revelarán que la inocencia existe. Enseñarán que Dios no necesita derramamientos de sangre para mantener la paz”.

Caifás da vuelta la cara. Comprende que el “dios” de los aliados no es el Dios de los amigos. Siente miedo. Entra en el Templo y ofrece en sacrificio un macho cabrío por la paz en Palestina. Acto seguido, él y los saduceos entregan a Jesús. Una sola cosa piden a los romanos: que lo lleven fuera de los muros de Jerusalén.

Semana Santa: ¿marcará Francisco la diferencia?

Con ocasión de Semana Santa auguramos al Papa un feliz pontificado. Puesto que existe una relación entre el modo de gobernar la Iglesia y la crucifixión del inocente Jesús, esperamos que el Papa Francisco relacione el gobierno con la cruz en línea como ha comenzado a hacerlo con sus gestos de humildad.

 Jesús fue víctima de una religión que administraba mezquinamente la relación entre Dios y las personas de la época. Fue asesinado por los expertos en Dios, quienes consiguieron de los romanos su ejecución: los fariseos (representantes de la Ley) y los sacerdotes (representantes del Templo). ¿Por qué estos grupos, tan distintos entre ellos, convinieron en su condena? Ambos compartían una manera de entender la religión de Israel contraria a la de Jesús.

 Los fariseos eran laicos que querían ser “puros”, “perfectos”, observantes “impecables” de la Ley. Se apartaban, por tanto, de los pecadores. Juzgaban a los demás de “impuros”, se alejaban de ellos o los excluían. Los sacerdotes, además de pertenecer a la clase aristocrática, organizaban las actividades del Templo. Cobraban impuestos por los sacrificios que se ofrecían a Dios para el perdón de los pecados. Fariseos y sacerdotes, rivales entre ellos por razones históricas y teológicas, sin embargo colaboraban en el edificio religioso que los privilegiaba a ellos por encima de los demás. Esta religiosidad mató a Jesús. Jesús la desenmascaró. Lo mataron.

 ¿Cuál fue el núcleo teológico de la confrontación total entre Jesús y los expertos en Dios? Dicho en breve: la separación de lo sagrado y lo profano que estos establecían y administraban.

 Ellos separaban tajantemente cosas, ámbitos, tiempos y personas sacralizadas, produciendo necesariamente excluidos. No era extraño, sino también necesario, que una elite religiosa se apreciara a sí misma y menospreciara a los demás. Unos debían ser tenidos por profanos, para que otros se encargaran de su redención.

 Jesús hizo todo lo contrario: ofreció la salvación a manos llenas. Marcó la diferencia. Desarmó a los pecadores al ofrecerles el perdón sin condiciones. Optó por los pobres, profanos y sospechosos por excelencia. Para lo cual atacó el fuego en la base. Se estrelló frontalmente contra la torre religiosa de la exclusión, pues anunció el advenimiento de un reino fraterno. En Cristo resucitado, la Iglesia naciente descubrió la irrupción en la historia de un Dios secular, un Dios radicalmente humano. También ella marcó la diferencia.

 Desde entonces el cristianismo, la nueva religión, la del judío Jesús, superó la separación de lo sagrado y lo profano. En Israel los profetas habían ya anticipado esta superación. Los cristianos, en adelante, fueron reconocidos, más que por sus ritos, por la fuerza espiritual y ética con que se desenvolvieron en el mundo antiguo.

 Pero no siempre el cristianismo ha estado a la altura de esta originalidad suya. Las involuciones siempre lo han seducido. Ha ocurrido que el cristianismo ha traicionado su diferencia. Por ello han sido necesarias reformas y ajustes doctrinales y disciplinares que recuperen la senda perdida. A este efecto, el Concilio Vaticano II, hace cincuenta años, recordó que lo único infaltable para la “salvación” es la caridad. Sostuvo que Dios ama a todos los seres humanos, y que el amor es la única condición absoluta para alcanzarlo. La intuición antiquísima, también judía, es que la fe en Dios se vive, en primer lugar, puertas afuera del templo, en actos de misericordia y justicia a secas.

 ¿Habría que revisar hoy la relación entre el rito y la vida corriente de los cristianos? Hoy y siempre. Porque una separación entre ambos tarde o temprano lleva matar a Jesús de nuevo.

El cristianismo es una religión extraña. Es secular. Es religión. Es la religión que promete encontrar a Dios en el seculo (mundo) sin más. El cristianismo, si algún lugar merece en la historia de las religiones, es la de tener como misión anunciar y practicar sacramental y efectivamente la implicación de Dios con los crucificados, los excluidos, los difamados y los desamparados.

 Esta Semana Santa, cuando los católicos miran con esperanza a Francisco, los católicos, y cualquier ser humano, puede pedirle al Papa estructuras y modos de gobierno en la Iglesia que cuiden a las personas, sobre todo si estas se encuentran marginadas o avergonzadas, si han fracasado en su matrimonio, en el trabajo, la escuela, tengan fe o no la tengan. Francisco ha ofrecido cuidado. La recuperación de la confianza en la Iglesia pasa hoy por confiar en la palabra del Papa, pero también por poder cobrarle la palabra.

 La institución eclesiástica en las últimas décadas se ha alejado considerablemente de sus contemporáneos. Una callada re-sacralización institucional primero y escándalos de abusos innombrables después, han creado una penosa distancia entre las autoridades y los fieles. Que el nuevo Papa haya querido llamarse Francisco –el santo más parecido a Jesús- augura para los cristianos un retorno a los tiempos de la primera Iglesia; aquella Iglesia que creció explosivamente porque en ella los huérfanos, los extranjeros y las mujeres fueron cuidados y dignificados, pues pudieron participar, ser protagonistas de sus vidas y de sus comunidades, como no lo habían hecho nunca.

Cristo: Pasión de Dios y nuestra pasión

Si el día de mañana se inventara una “píldora del olvido”, una pastilla para borrar los hechos más dolorosos de nuestra vida, para suprimir de la memoria aquellos golpes que nos marcaron para siempre: ¿quién la tomaría?
Cualquier interesado debería primero sacar las cuentas. Si pudiéramos recordar sólo los buenos momentos, ciertamente no seríamos los mismos. A futuro, no pudiendo entender el sufrimiento de los demás, su pena nos parecería una estupidez. Creeríamos que se merecen lo que sufren. Los culparíamos de su tormento. Y, así, juzgándolos aumentaríamos su desgracia, evitando de paso que su infortunio nos toque.
Pero, además, sin esos hechos traumáticos nuestra identidad sería irreal. Nada hay más nuestra que esa historia de padecimientos que solamente podemos contar en privado, sin apuros y no a cualquiera. ¿Acaso no fue en aquellos momentos de dolor que tuvimos la impresión de ser distintos de los demás? «¿Por qué a mí?», dijimos, “¿Por qué ahora? ¿por qué de esta manera?”. Nos sentimos solos. Nos supimos únicos en el mundo. El placer, el amor no han cincelado nuestro «yo» más que la frustración, el fracaso y la impotencia de no haber sido amados como lo quisimos. Un hombre, una mujer sin memoria de su pasión, serían unos eternos turistas sobre la tierra. Su convivencia parecería una especie de show de irrealidad: escenografía, drama sonso, risas falsas, aplausos falsos…
Sin embargo, ¿podríamos nosotros juzgar a las personas que, habiendo padecido mucho en su vida, decidieran tomar la píldora para olvidar su dolor? De ninguna manera. Pero probablemente sería esta misma gente la menos interesada en tomarla, pues ella sabe que su pasión es exactamente lo que tendría que contarnos. Estas personas, nos consta, aportan a nuestra vida en sociedad una cuota de verdad cruda que nos delata y nos sana al mismo tiempo. Nadie como ellas desarrollan un olfato finísimo para detectar a la mujer mentirosa, al nuevo rico, al predicador que habla sin decir nada… Sin la memoria de las víctimas una sociedad avanza sin rumbo.
Jesús no habría tomado jamás la “píldora del olvido”. De haberlo hecho se habría incapacitado para representar a las víctimas ante Dios. Los seguidores de Jesús tampoco la habrían tomado. Pues compartiendo el dolor de los demás, amándolos con el amor de Jesús, los cristianos prueban lo imposible: que Dios no es apático, que a Dios no le da lo mismo la pasión del mundo.

1. La historia de nuestro sufrimiento
a) Cristo nos representa ante Dios a todos los que sufrimos
La experiencia de Jesús en Getsemaní es tan nuestra (Mc 14, 32-42). Ante su muerte inminente, Jesús sufre lo indecible. Por cierto su caso es distinto del nuestro. El dolor de Jesús es más amplio. No tiene miedo solo a que lo maten. Su sufrimiento expresa el rechazo de su pueblo al amor de Dios. No es cuestión de amor propio, aunque probablemente Jesús es consciente que tendrá un final vergonzoso. Sucede que en la pasión Jesús nunca fue tan grande la distancia entre el amor ofrecido y el amor rechazado.
Ninguno ser humano ha sufrido lo mismo, pero muchos hemos experimentado situaciones de dolor y de oración parecidas. ¿Cuántas veces en la vida nos topamos con un muro? Se nos cerró el futuro por completo. Se nos vino el mundo encima. No hubo nada que hacer o lo que podíamos hacer no habría revertido una desgracia inevitable. Incluso cuando no hemos llegado a estos límites en cosa de sufrimientos -tal vez a ninguno de nosotros nos ha tocado arriesgar la vida por alguien -, igual Jesús nos representa. “No hay pena chica”. No la hay para nosotros, tampoco Dios, el Señor del universo, considera insignificante las penas que para nosotros sí importan. En Getsemaní Jesús, orando a su Padre, nos representa a todos los que clamamos ayuda a Dios.

Ha podido ser que nuestra oración fuera un poco egoísta. No sólo necesitamos de Dios, solemos usar a Dios. Pero cuando el sufrimiento nos toca hondo, qué legítimo ha sido clamar: “por qué a mí”, “por qué ahora”, “por qué de esta manera”. Para el sufrimiento, en definitiva, no parece haber justificación posible. Otras preguntas apuntan directamente a Dios: “¿Hice algo mal?”, “¿le da a Dios lo mismo lo que me pasa?”, “¿me escucha?”, “¿sirve de algo rezar?”.

Los acompañantes dejan solo a Jesús, más tarde uno de ellos lo traicionará. No es raro que, cuando sufrimos, los que quisiéramos que estuvieran con nosotros no están…. Peor aún, suele ocurrir que nuestro dolor los espanta. Y, alguna vez, alguien nos juzga o nos da la espalda en el momento que más necesitábamos su comprensión. Puede también ocurrir que en el dolor experimentemos la compañía de Dios y la de otros. Incluso así, podemos tener la impresión de una gran soledad. No despreciamos estas compañías, la necesitamos, mitigan nuestro dolor. El sufrimiento, además de hacernos sentir solos, nos hace sentirnos únicos: nadie puede saber exactamente cómo y por qué nos duelen tanto las cosas. Jesús mismo terminará gritando “Dios mío, por qué me has abandonado”.
En Getsemaní Jesús nos representa ante Dios a todos los que sufrimos y clamamos auxilio. Pero, además, nos enseña cómo hacerlo. La oración del Huerto de los Olivos constituye una de las reglas de la oración cristiana: «Que se haga tú voluntad y no la mía». Desde entonces los cristianos pedimos a Dios lo que queremos y, al mismo tiempo, aceptamos que se cumpla en nosotros la voluntad de Dios.
b) Cristo crucificado representa a Dios que sufre por nosotros
En la cruz Jesús resume la donación de Dios a nosotros. Toda una vida de entrega. No todos lo advierten. Sí el Centurión: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15, 39).

¿Cómo es que el Salvador necesita ser salvado? Jesús salva desde la cruz. ¿Un Dios crucificado? ¿Un Mesías (supuestamente omnipotente) que no hace nada? No pudiendo hacer nada, Jesús manifiesta que su exposición a nuestro dolor es completa. Haciendo suyo nuestro dolor, nos salva.
¿Y su Padre? Tampoco hace nada. ¿Un Dios indolente? No, todo lo contrario. Un Dios sensible ante el sufrimiento humano, un Dios de veras “com-pasivo”, es quien deja que el dolor de quien más quiere, su Hijo, verdaderamente lo toque. Para salvar, el Padre necesita padecer con el hombre solidario con la humanidad fracasada. Jesús revela a un “Dios al revés”: un Dios cuya omnipotencia se manifiesta al máximo en su capacidad de sufrir por sus criaturas. Un Dios a-pático no podría amar. Y el Dios de Jesús es amor com-pasivo.
Entre nosotros a veces sucede algo parecido. Es común que debamos ocuparnos de los demás justo cuando nos faltan las fuerzas para tenernos a nosotros mismos en pie. Otras veces nada podemos hacer por ellos, más que estar allí a su lado, escuchándolos, haciendo nuestro su sufrimiento, impotentes ante su desgracia. Parte importante del trabajo del sacerdote consiste en “chupar” dolor ajeno sin poder hacer nada por cambiar la vida de la gente que le desahoga sus penas. Y, a menudo, si poder él mismo descargar en otros los pesos que le cargan. Entonces nos queda el consuelo de la fe. Nuestra esperanza consiste en que Dios nos saque de la cruz como sacó a Jesús. Pero la vida es en serio y no en serie. Para que seamos libres, Dios se retira. No nos “programa”. No nos ahorra la carga.

Si nos atenemos al hecho del juicio y condena de Jesús, resulta que no lo mataron los esenios, ni los zelotes, ni las mujeres, ni sus discípulos, ni las mayorías pobres que lo seguían, sino los romanos instigados por los saduceos y los fariseos. Pero, en un sentido más profundo, sabemos que su muerte es la consecuencia última del pecado de la humanidad. El pecado mata. Jesús muerto en cruz también representa a las víctimas de nuestros propios pecados. Desde que el mismo Jesús ha exigido ser identificado con los últimos, inocentes o culpables, todo lo que hagamos a ellos o dejemos de hacer por ellos, a él se lo hacemos o no se lo hacemos (Mt 25, 31-46).
En otras palabras, Jesús no sólo se identifica con nosotros, sino también con “los otros”, con nuestro prójimo en general. A este, en tanto víctima nuestra, también Jesús lo representa. En la medida que Jesús se identifica con nuestras víctimas, nos juzga. Para Jesús, la obtención de la vida eterna no depende de nuestra religiosidad (la observancia de la Ley o de la “doctrina cristiana”) o de la pertenencia a un pueblo o raza determinada (judíos u otros). He aquí que la salvación misma que Cristo ofrece a todos por igual proviene exactamente de la actitud que se tenga ante quienes normalmente todos huyen, los que pueden contagiarnos una desgracia que a menudo es culpa nuestra, aquellos que, como víctimas, hacen presente al Señor y su amor.
d) Jesús es Dios que nos perdona

San Juan nos refiere el caso de la defensa de Jesús de una mujer sorprendida en adulterio (cf. Jn 8, 1-11). De este episodio podemos retener lo siguiente.
En primer lugar, parece lógico contrarrestar el origen del mal, poner coto a la causa del sufrimiento, imponer un castigo ejemplarizador a los pecadores… La Ley representa el orden que regula las conductas que aseguran la convivencia justa. Su invocación para castigar un delito se ajusta a derecho. Pero la aplicación de la Ley no erradica la violencia, sólo la contiene o la administra. Pongámonos en el caso de los que juzgan a la mujer. Apedrear a la pecadora no los libera de sus propios pecados. Como ellos, también nosotros quedamos encerrados en un círculo vicioso. Necesitamos algo más que la Ley y la justicia.
Jesús interviene rompiendo el esquema de la Ley. Jesús, inocente, no hace nada. El, que de acuerdo a la lógica religiosa tendría el derecho a arrojar la primera piedra, no la arroja. ¿Qué derecho pueden tener los demás, si todos son igualmente pecadores? La universalidad del pecado no se rompe con la perpetuación de la violencia, los pecadores solemos ser despiadados con los pecadores; ella se rompe exactamente con la abstención de su uso. Nada asegura que el comportamiento de Jesús instaure por sí mismo una nueva convivencia. La historia queda abierta. Pero Jesús ha introducido en ella una nueva lógica.
Pongámonos, sobre todo, en el caso de la mujer absuelta de su pecado. Ella nos representa a todos, comenzando por los más viejos. A ella Jesús le dice: “¿Nadie te ha condenado?… Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más”. Si hubiera que ser precisos, Jesús no perdona sus pecados. No la condena. Su pecado sigue siendo un pecado. No condenándola, es que se abre para la mujer la posibilidad que Jesús le muestra de “no pecar más”.
3. La historia de una pasión compartida
Jesús ha revelado que Dios no es «a-pático», sino «a-pasionado»; que es «Amor apasionado» por la humanidad (Jn 3, 17: “Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito…”).
La entera humanidad es la «pasión» de Cristo y de Dios. No somos la pasión de Cristo sólo porque somos la causa de su sufrimiento, sino ante todo porque somos el objeto de su amor. La Providencia cristiana en un sentido preciso consiste en que Dios “lleva nuestra vida”, “conduce nuestra historia”, “carga con nosotros”. Dios es un Padre providente que nos conduce hacia sí mediante el Hijo y el Espíritu. A nosotros nos toca “dejarnos cargar”, confiar en Él absolutamente.
e) Nosotros somos la pasión de Cristo
«No anden preocupados por su vida…» (Mt 6, 25-35), nos recuerda Jesús. Nuestra vida está en las manos de Dios: no queramos ser más responsables que Dios.
Esto, a veces, cuesta mucho. Traigamos a la memoria el caso del padre cesante. Pasan los días, los meses, los años… Se crea una situación desesperante. Mientras más tiempo pasa peor. La misma ansiedad espanta los trabajos. Otro caso: los papás de un niño minusválido mental que comienzan a preguntarse: «después de nosotros quién cargará con él/ella…».
¡Cuidado!, nos diría el Señor. ¿No estaremos poniendo a Dios al servicio de nuestro proyecto en vez de ponernos nosotros al servicio del proyecto de Dios? «Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso…». No queda otra posibilidad que pedirle al Señor que nos enseñe a creer en El, a «creerle». Rogarle que regenere nuestra esperanza. ¿Acaso Dios no sabe lo que necesitamos? ¿Cabe la posibilidad de que nuestra mayor necesidad sea Dios mismo? ¿Hay alguna necesidad que pueda competir con la necesidad que tenemos de Dios?
No se trata de ser negligentes, indolentes, de despreocuparnos de la carga que nos ha tocado. Pero no la soportaremos si no nos “dejamos cargar” por el Señor. “Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso…”. ¿Entonces qué? Remata Jesús: «Buscad el reino y su justicia, y todo se les dará por añadidura» (cf. Mt 6, 25-34). Es decir, debemos dejar que Dios gobierne nuestra vida, abandonarnos confiadamente a Él, creer que de veras nos ama, en otras palabras, que nuestras preocupaciones nunca pueden ser mayores de la que Dios tiene por nosotros.

f) Cristo es nuestra pasión
Como dice Pablo: «El que se preocupa por los días, lo hace por el Señor; el que come, lo hace por el Señor, pues da gracias a Dios: y el que no come, lo hace por el Señor, y da gracias a Dios. Porque ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos. Porque Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos” (Rom 14, 6-9).
En contra de otras pasiones como suele ser el dinero, la comodidad, la fama, el consumo e incluso algunas muy loables como la familia y el trabajo, la pasión de los cristianos es el Señor. La pasión por Cristo es superior a todas porque supera el carácter finito de nuestras pasiones mundanas. Cristo ha superado la muerte. La pasión por Cristo depende de la esperanza en su resurrección y de nuestra propia resurrección. Se trata de una pasión inmarcesible.
La vida cristiana se nutre de la experiencia de Cristo resucitado de entre los muertos. Recordemos el caso de los discípulos de Emaús (cf., Lc 24, 13-35). Los discípulos tenían una buena razón para volver tristes. La muerte de Jesús les confirmaba que habían seguido a un charlatán. La alternativa de vida propuesta por Jesús, la confianza absoluta en el Dios del reino, amar y perdonar a los demás, etc., fracasaba por completo. Había que volver a vivir como siempre, “asegurándose la vida”, “prevaleciendo sobre los otros”, buscando “congraciarse religiosamente con Dios” mediante la observancia ciega de la Ley y de las prescripciones rituales del Templo.
Pero la experiencia del resucitado hace que Cristo se convierta para ellos en la pasión de su vida. Vuelven a Jerusalén para sumarse a la misión de anunciar al resucitado. ¿Qué tienen ellos que aportar? Su propio cuento: el Señor hizo el camino con ellos, mientras caminaban les explicó las Escrituras y, habiéndose quedado en su casa, compartieron con él el pan. En lo sucesivo, estas serán las señales para que los que nunca lo conocieron, puedan reconocerlo vivo en la historia de sus propias vidas. Tres señales que, a la luz de la memoria de las palabras y hechos de Jesús, están preñadas de simbolismo. Y, entre la ignorancia y el reconocimiento de Jesús, una cuarta señal: “les ardía el corazón”.
¿Por qué los cristianos besan la cruz?
Cualquiera razón meramente histórica de la muerte de Cristo es insuficiente para explicar el misterio de la salvación. Sabemos que su muerte ha sido bastante más que un divertimento cruel de los que abusaban del poder. Consta que tampoco fue un error judicial de quienes lo habrían confundido con un revolucionario. Otras informaciones sobre su pasión pueden ser muy interesantes, pero a nadie le harán cambiar de vida. Esta muerte nos toca porque tiene un lugar central en el designio de Dios.
Pero, inevitablemente nos preguntamos: ¿cómo ha podido Dios querer la muerte de su Hijo? La única manera de zafarse de la posibilidad de entender la cruz como un acto macabro del Padre es, sin embargo, volver a tomar en serio la historia: habiendo sido Jesús eliminado por anunciar el reino de Dios a los pobres, Dios ha inaugurado este reino mediante la muerte y resurrección de Jesús. Es muy complejo explicar la articulación de la razón «eterna» con las razones «históricas» de la cruz. Toda interpretación queda expuesta a debate. Pero lo que no está en discusión es que la peor de la explicaciones es la que sirve para justificar las cruces humanas de cada día y la miseria del mundo, en el entendido que Dios tendría algún secreto derecho para castigar o hacer sufrir a sus criaturas.
Vistas las cosas «desde la historia», no cabe duda que a Jesús lo crucificaron por lo que dijo y por lo que hizo. Haber proclamado el reino de Dios a los miserables, a los endemoniados, a los cojos, a los ciegos, a los leprosos, a las mujeres; haber compartido la mesa con gente de mala vida, publicanos y prostitutas, constituyó una provocación abierta a los que, procurando la santidad de la nación, marginaban exactamente a estos que Jesús acogía, sanaba y declaraba bienaventurados (cf., Lc 6, 20). Con cada gesto, con cada palabra que Jesús pretendió reintegrar a la comunidad a los que los fariseos y saduceos consideraban pecadores -porque no cumplían las centenares de prescripciones legales y rituales para observar la Ley-, disputó a ellos el poder para hablar y salvar en nombre de Dios. Siempre será posible debatir sobre tal o cual elemento de la trama histórica que condujo a Jesús a la muerte, pero sin duda su opción por los pobres debió ser vista por los «justos», los ricos y las autoridades como un peligro para la estabilidad religiosa y política de Israel.
Vistas las cosas «desde la eternidad», la muerte de Jesús es la consecuencia necesaria de la Encarnación del Hijo de Dios en un mundo injusto (porque margina) e hipócrita (porque usa de la religión para marginar). La salvación que a través de la resurrección de Cristo Dios ofrece a toda la humanidad (cf., 1 Tim 2, 4-6), presupone y es el efecto último de que en María el Verbo no sólo «se hizo carne» (Jn 1, 14), sino que más precisamente «se hizo pobre» (2 Cor 8, 9). Identificándose con las víctimas del pecado, solidarizando con la humanidad atormentada antes y después de él, Jesús ha sido constituido, de modo incipiente en esta historia y definitivamente en la vida eterna, principio de rehabilitación para los despreciados por pecadores y de perdón para los considerados justos. ¿Quiénes? Todos, aunque diversamente: el Padre de Jesús no excluye a nadie, pero incluye al revés, a partir de los últimos y no de los primeros. En esta óptica se evita entender en términos de revancha las palabras de María: «a los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada» (Lc 1, 53) y otras expresiones parecidas, abundantes en la Sagrada Escritura.
La vida cristiana consiste en reproducir la vida de Cristo, en responder con hechos a preguntas como «qué haría Cristo en mí lugar» (P. Hurtado). Como hijos que proceden del Padre y retornan al Padre por el camino abierto por Jesús y la inspiración del Espíritu Santo, poniendo en juego la propia humanidad mediante un empobrecimiento que enriquece a los demás, los cristianos testimonian hoy en un mundo materialista y egoísta que su «historia» de generosidad tiene un valor «eterno». Jesús reveló que «Dios es amor» (1 Jn 4, 8). En Semana Santa los cristianos besan la cruz porque creen que el Amor es divino cuando, para impedir el sufrimiento humano y su justificación, nos hace humanos con la humanidad y pobres con los pobres.

Navidad

Navidad: http://peregrinos-robertoyruth.blogspot.com/2011/12/navidad-por-jorge-costadoat-sj.html

Origen y originalidad del cristianismo

Jesús fue víctima de una religión que administraba mezquinamente la relación entre Dios y las personas de la época. Fue asesinado por los expertos en Dios, quienes consiguieron de los romanos su ejecución: los fariseos (representantes de la Ley) y los sacerdotes (representantes del Templo). ¿Por qué estos grupos, tan distintos entre ellos, convinieron en su condena? Ambos compartían una manera de entender la religión de Israel contraria a la de Jesús.

 

Los fariseos eran laicos que querían ser “puros”, “perfectos” observantes de la Ley. Se apartaban, por tanto, de los pecadores. Juzgaban a los demás de “impuros”, se alejaban de ellos o los excluían.

 

Los sacerdotes, además de pertenecer a la clase aristocrática y rica, organizaban las actividades del Templo. Cobraban impuestos por los sacrificios que se ofrecían a Dios para el perdón de los pecados.

 

Fariseos y sacerdotes, rivales entre ellos por razones históricas y teológicas, a fin de cuentas, colaboraban en el edificio religioso que los privilegiaba por encima de los demás. Esta religiosidad mató a Jesús. Jesús la desenmascaró. Lo mataron.

 

¿Cuál fue el núcleo teológico de la confrontación total entre Jesús y los expertos en Dios? Dicho en breve: la separación de lo sagrado y lo profano que estos establecían y administraban.

 

Ellos separaban tajantemente cosas, ámbitos, tiempos y personas sacralizadas, produciendo necesariamente excluidos. No era extraño, sino también necesario, que una elite religiosa se apreciara a sí misma y menospreciara a los demás. Unos debían ser tenidos por profanos, para que otros se encargaran de su redención.

 

Jesús hizo todo lo contrario: ofreció la salvación a manos llenas. Desarmó a los pecadores al ofrecerles el perdón sin condiciones. Acogió a los pobres sin distinción. Optó por los pobres, profanos por excelencia; optó por las víctimas del desprecio de ricos y “buenos”. Para todo lo cual atacó el fuego en la base. Se estrelló frontalmente contra la torre religiosa de la exclusión, pues anunció el advenimiento de un reino fraterno. En Cristo resucitado, la Iglesia naciente descubrió cumplida la ley de la Encarnación: la irrupción en la historia de un Dios radicalmente secular, con la capacidad de ser aún más nuestro que nosotros con nosotros mismos.

 

Desde entonces el cristianismo, la nueva religión, la de Jesús, el judío según el corazón del Dios de la historia, superó la separación de lo sagrado y lo profano. Los cristianos fueron reconocidos, más que por sus ritos, por la fuerza espiritual y ética con que se desenvolvieron en el mundo antiguo.

 

Pero no siempre el cristianismo ha estado a la altura de esta originalidad suya. Las involuciones siempre lo han seducido. Han sido necesaria reformas y ajustes doctrinales y disciplinares para recuperar la senda perdida. A este efecto, el Concilio Vaticano II, hace 50 años, recordó que lo único infaltable para la “salvación” es la caridad. Sostuvo que Dios ama a todos los seres humanos, y que el amor es la única condición absoluta para alcanzarlo. La intuición antiquísima, aun judía, era que la fe en Dios se vive, en primer lugar, puertas afuera del templo, en actos de misericordia y justicia a secas.

 

¿Habría que revisar hoy la relación entre el rito y la vida corriente de los cristianos? Hoy y siempre. Porque una separación entre ambos tarde o temprano lleva matar a Jesús de nuevo.

El cristianismo es una religión extraña. Es secular. Es la religión que promete encontrar a Dios en el mundo sin más. El cristianismo, si algún lugar merece en la historia de la humanidad, es la de tener como misión derribar esas separaciones culturales y religiosas que generan exclusión. Es la religión que obliga a discernir a Dios en acontecimientos ambiguos grandes o pequeños, terrenales como un galileo entre otros galileos, sin más criterio para reconocerlo que el amor.

 

¿Se necesita hoy del cristianismo para saber algo así? Puede ser que a alguien no le importe Cristo ni nada que tenga que ver con él. Pero si le interesa, sobre todo si es cristiano, esta pregunta tendría que aproblemarlo. O esta: ¿es necesaria la Iglesia para que haya cristianismo? Personalmente pienso que sí. Por cierto, tendría que escribir otra columna para explicarlo. Pero reconozco que no me sería fácil hacerlo.

 

Dios es gratis

En esta época nuestra dominada por el Mercado, no todo tiene precio. Los cristianos sabemos que hay una dimensión de la vida, la dimensión más profunda de la vida, que no se rige por el “yo te doy, tú me das”. Sabemos que la gratuidad existe. Lo hemos experimentado. Estamos convencidos de que esto es real. Tan real como que el perdón reconstruye parejas, familias y países; como que un enfermo revive cuando lo vienen a visitar.

Los cristianos sabemos que ninguno de nosotros se merece el mundo. Ni la naturaleza en todo su esplendor ni la pareja ni los hijos.  Agradecemos a Dios porque de él proviene lo que somos y tenemos. Lo nuestro es recibir y agradecer. Es dar, sin esperar recompensa. Es dar mil cuando alguien nos da cien; y recibir diez a cambio de mil, cuando al prójimo no es posible más.

La alegría más profunda del cristianismo tiene que ver con vivir la vida en el registro de la gratuidad. Los cristianos no desconocemos el valor del registro mercantil. En el ámbito correspondiente de las relaciones comerciales y laborales, por ejemplo, es absolutamente necesario que rija la justicia. Las cosas y muchos servicios tienen precios. Y está bien que los tengan. Tienen que darse y respetarse las equivalencias. Sin estas la vida en sociedad podría ser un caos. Pero hay otro orden de realidad que no puede ser descuidado porque es clave para nuestra felicidad. El orden del amor y de la misericordia. ¿Quién puede impedir que un empresario pague a sus trabajadores el doble de los precios de mercado? Puede ser que no le convenga. Esto, sin embargo, no lo obliga a nada. Lo distintivo del cristiano es pagar más, aunque se salga perdiendo. Jesús lo dio todo y salió perdiendo.

En Navidad celebramos que Dios es gratis. Nadie lo merece. Nadie podría estar en condiciones de obligar el regalo de sí mismo. Pues Dios no tiene precio. Es gratis. No simplemente que nadie tenga algo que dar a cambio suyo. Dios, en Jesús, es incomparablemente libre. En el pesebre Dios se nos da en suma pobreza. Por tanto, no hay ilusión posible. Este regalo solo se lo puede recibir. Se lo recibe, cuando lo reciben los pobres, quienes nunca tienen cómo forzar una prestación. Dios es gratis. Los ricos, en cuanto ricos, no podrían jamás comprarlo o compensarlo adecuadamente. No vendría al caso. Dios es gratuito. Se le corresponda con mucho o con poco, solo se le corresponde gratuita y desinteresadamente.

Dios en el pesebre no se ofrece a precio alguno. Simplemente se ofrece. Se ofrece como quienes no tienen nada que ofrecer más que a sí mismos, y a modo de agradecimiento.