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Elección del Papa: ¿cuáles serán los factores decisivos?

Es difícil saber cuáles son los factores que incidirán en la elección del nuevo Papa y cuánto pesará cada uno de estos. Los cardenales electores deben estar pensándolo muy bien. El discernimiento no será fácil.

Me atrevo a mencionar algunos factores a considerar, cierto de que hay otros más.

Nacionalidad: El número de cardenales electores italianos es muy alto. Son proporcionalmente más que los de cualquier país. ¿Elegirán estos un Papa italiano? Por cierto, el argumento de nacionalidad no debiera pesar en una institución abierta, por mandato de su fundador, a todos los pueblos. Pero, al momento de decidir, los italianos pueden pensar que ellos tienen más habilidades de gobierno. Si creen que el mejor candidato es italiano, los italianos probablemente lo elegirán a él. Puede también ocurrir que el resto de los cardenales diga basta de italianos. Tienen demasiadas habilidades de gobierno, más de las necesarias.

Apertura al resto de mundo: En línea con lo anterior, pero por otros motivos, puede activarse la tensión que, desde el Vaticano II, atraviesa a la Iglesia. Esta es, la presión por abrirse espacio de un catolicismo plural. Este es el caso de la Iglesia de América Latina. ¿No pudieran los latinoamericanos, por ejemplo, elegir sus obispos? Algo parecido ocurre en otras partes del mundo donde Roma, en su tarea de velar por la unidad, frena iniciativas de inculturación de las iglesias locales y regionales. ¿Cuánta importancia tendrá en esta elección la necesidad de abrir la puerta al “resto del mundo”? ¿Querrá el “resto del mundo” sacar adelante un candidato propio? No lo sabemos.

Cultura: Para nadie es un misterio las graves dificultades que tiene la Iglesia para transmitir la fe cristiana en un contexto de grandes cambios culturales. Ya Pablo VI decía que la ruptura entre Evangelio y cultura era el drama de nuestro tiempo. La cultura occidental predominante es secular. El desgarro lo experimentan los católicos en sí mismos. Ellos son cristianos y seculares. A la mayoría de estos se les hace difícil comprender la enseñanza magisterial en materias importantes para sus vidas: sexualidad, bioética, lugar de la mujer en la Iglesia, valoración de la autonomía, segundos matrimonios, segundas familias… ¿Quién será el mejor candidato para los cardenales en estos temas?

Geopolítica: No puede descartarse que las grandes potencias vean modo de insinuar un candidato. Si uno atiende a la historia, desde Constantino hasta hace poco, desde hace exactamente 1.700 años, los emperadores y los principales reyes han sido influyentes o decisivos en la mayor cantidad de las elecciones. Juan Pablo II fue muy importante en la caída del Muro. Pío XII engañó a los espías de Hitler. ¿Qué fuerzas políticas internacionales ha puesto en juego la renuncia de Benedicto XVI? ¿Operan con hackers? Puede ser que en los salones de las embajadas corra la pregunta a acerca de la visión internacional de los probables candidatos. ¿Tomará el próximo Papa posición por Occidente u Oriente? ¿O será neutral?

Gobierno: El nuevo Papa tiene que tener dotes de gobierno. El lento desmoronarse del pontificado de Juan Pablo II heredó a Benedicto XVI una situación de gobernabilidad muy complicada. No por nada dos importantes cardenales han emitido opiniones inquietantes. No hace mucho, Walter Kasper, un hombre que tuvo máxima autoridad entre los colaboradores de la curia, ha dicho que en Roma no había gobierno. Carlo Maria Martini, poco antes de morir, dijo: “Aconsejo al Papa y los Obispos a buscar a doce personas ‘de fuera’ para ocupar los lugares de dirección. Hombres que estén cerca de los más pobres, que estén rodeados de jóvenes y que experimenten cosas nuevas”. Es esta evidentemente una metáfora. Pero, indica que Benedicto sí tuvo problemas para gobernar.

Ecumenismo y diálogo interreligioso: La Iglesia Católica tiene en su historia dos grandes quiebres: con la Iglesia Ortodoxa y con las iglesias de la Reforma. Todas juntas procuran actualmente avanzar a la unidad. Por esto, para cada cambio que un Papa quiera introducir debe mirar a ambos lados. Sucede a veces que las otras iglesias cristianas se encuentran en posiciones contrarias. Una institución con dos mil años de historia no puede ir muy rápido, pero las nuevas generaciones no están para pasos de paquidermo. En la otra frontera, los católicos se encuentran con otras religiones, filosofías o sabidurías. ¿Cuán abierto habrá de ser el próximo Papa a descubrir en el Islam, el Judaísmo, el Budismo y en las religiones étnicas interlocutores válidos?

Estatura espiritual: Siempre habrá quien pregunte, y con razón, por la salud de los candidatos. El cargo requiere fuerzas físicas. De estas, por lo demás, dependen también esas fuerzas espirituales sin las cuales, como ha dicho Benedicto en su renuncia, no se puede servir a la Iglesia. La estatura espiritual es condición sine qua non para discernir al nuevo Papa. Este será el asunto más importante de averiguar por los electores. Por esto, no será raro que quieran también testear si il papabile estaría dispuesto a renunciar, en caso de deteriorarse su salud o de envejecimiento, como lo hizo su predecesor. El gesto de Benedicto ha sido una señal neta de sensatez psíquica y espiritual. Pero esta es ya opinión mía.

Esperamos lo mejor.

Renuncia de Benedicto XVI: una decisión ejemplar

El impacto de la noticia de la renuncia del Papa nos puede hacer pasar por alto la alta calidad humana de los términos en que esta ha sido hecha. A continuación, sin ánimo de exhaustividad, detallo algunos aspectos de la decisión de Benedicto XVI.

 Una decisión tomada con conciencia

 El Papa decide renunciar porque Dios le ha pedido que renuncie. No parece que se lo haya dicho tal cual, sino que Benedicto lo ha oído en esa concavidad sagrada que todo ser humano tiene llamada conciencia en la cual solo caben dos: el Creador y su creatura. El hombre, en su máxima expresión, solo rinde cuentas a su conciencia. Esta no es un espejo de los propios deseos e intereses. Sino que, en la escucha del silencio absoluto, oye a Dios y no puede dejar de hacerle caso sin frustrar la propia razón de ser. La decisión del Papa no puede ser más libre, porque es la decisión de Dios.

 ¿No es esta una contradicción? Para nada. En la actuación del Papa se replica el misterio de la Encarnación. En Cristo el hombre nunca ha sido más hombre, porque en él Dios nunca ha sido más Amor (“Dios es amor”, 1 Jn 4, 8). En esta renuncia al ministerio de Pedro, la voluntad de Dios y la libertad de Benedicto coinciden. El Papa le ha consultado reiteradas veces. Según parece, Dios le ha confirmado su decisión; decisión que será tan suya como del mismo Benedicto. En este sentido el Papa no puede estar más lejos del “individualismo” contemporáneo. Su decisión es sumamente libre de todos los condicionamientos a su voluntad; de todo tipo de apegos al poder o a la fama; de querer, por ejemplo, que el futuro de la Iglesia pase por su personalidad. Si en la intimidad de la oración Dios le hubiera dicho “sigue, continúa”, probablemente él habría proseguido en el cargo. El mensaje trasmitido a los cardenales trasunta una disponibilidad total a la voluntad de Dios, así como la realización de la libertad de Benedicto.

 Llama la atención en el mensaje que la decisión es libre y en conciencia. Benedicto es insistente. Quiere que quede muy en claro. Nadie lo presiona. Nada. Ni los otros ni sus propias pulsiones: miedos, intereses creados, etc. Repite: “Después de haber examinado reiteradamente mi conciencia…”; “he llegado a la certeza…”; “soy muy conciente de…”; “siendo muy conciente de la seriedad…”; “con plena libertad…”. Conclusión: “renuncio”.

 ¿Es acaso el recurso a la conciencia un privilegio papal? Por supuesto que no. El Papa, probablemente sin quererlo directamente, está dando un ejemplo de cristianismo. Todo cristiano, en las circunstancias cruciales de la vida, es decir, cuando no hay recetas para seguir adelante; cuando las leyes morales resultan estrechas e inhumanas; cuando da vértigo equivocarse, debe seguir su conciencia. Este es su privilegio y su deber. Su honor. Su dignidad.

 Rendición de cuentas a una institucionalidad

 Sin perjuicio de lo anterior, Benedicto XVI sabe perfectamente que su decisión debe ser comunicada y encausada en una institucionalidad que él no ha inventado para llegar al poder ni para conservarlo. Su decisión, tomada en conciencia, es comunicada a quienes se harán cargo de ella porque ellos, bajo otro respecto, están por encima de él. Los cardenales lo han elegido. Ellos tendrán que elegir otro Papa. Los cardenales no le pueden impedir que renuncie. Ellos también están obligados a acatar la voluntad de Dios que en estos momentos pasa por la conciencia de Benedicto. Pero no podrían permitir que Benedicto los sobrepase autoritariamente con esta y otras decisiones. Ellos no son “hotelería” vaticana dispuesta a escenificar las “performances” del Pontífice. Ambos, ellos y el Papa, cada cual en lo suyo, nos representan a todos los católicos. Ambos están al servicio de una Iglesia cuya institucionalidad debiera ser intolerante con los abusos del poder. En este caso, Benedicto humildemente, y a la vez con enorme dignidad, rinde cuenta de su acto a quienes él debe respecto y sometimiento.

 El Papa Benedicto es consciente de que su cargo es un servicio a una institución que no se identifica con su persona, sino que es el Cuerpo de Cristo. La Iglesia toda es la esposa de un Cristo que se entregó por entero al advenimiento del Reino de Dios. El Papa y los cardenales son servidores del Siervo de Dios. Es así que Benedicto agradece a los cardenales el amor y la ayuda. Pide perdón, ¿a Dios o a ellos? ¿Ambos? Su gobierno es un “ministerio”. Su vida es un “ministerio”. La prueba de la sinceridad de sus palabras es que terminado el cargo no dejará de servir. Él no ha servido para gobernar. Él ha gobernado para servir. Su intención última es esta. Así lo dice: “Por lo que a mi respecta, también en el futuro, quisiera servir de todo corazón a la Santa Iglesia de Dios con una vida dedicada a la plegaria”.

 Por otra parte, como otra prueba de la rendición de cuentas del Papa, es la argumentación misma de su decisión. Su decisión no es un capricho. El se ve obligado a fundamentar cuidadosamente la razonabilidad de su acto. Benedicto explica con suma seriedad por qué el buen gobierno de la Iglesia hoy requiere de un cambio al más alto nivel.

 ¿Ha querido el Papa darnos un ejemplo de ejercicio cristiano del poder? Tal vez sí. Pero seguramente esta no es la intención primera. Estamos ante un ejercicio del poder que de hecho, talvez sin quererlo, trasunta una comprensión cristiana de las instituciones humanas. Nadie puede, en cristiano, pretender un poder absoluto. El poder es servicio del que se da cuenta a Dios y a los hombres. Solo en estos términos quien detente el poder cuenta con autoridad para ejercerlo. Quien no, se expone al desacato y a la rebelión.

 Gobierno espiritual

 En la decisión de Benedicto XVI hay una sabia relación práctica de fe y razón. El gobernante no se deja seducir por la tentación carismática. El Papa sabe, por cierto, que ha sido dotado del Espíritu a través de una consagración para un cargo de una institución que no puede ser juzgada por meros criterios mundanos. Pero, si las instituciones meramente mundanas a estas alturas de la historia impiden que una autoridad se eternice en el cargo con perjuicio del servicio que debe prestar, la Iglesia, precisamente porque está obligada a articular fe y razón (Concilio Vaticano I), debe operar con sensatez. Benedicto, enfermo y sin fuerzas, actúa con la razonabilidad de un cristiano que cree que la fe en el Creador le exige actuar conforme a razón que Él le ha dado para usarla sin miedo a equivocarse.

 ¿Constituye su renuncia una abdicación de la cruz? Para Juan Pablo II lo habría sido. No nos toca juzgarlo. Si en conciencia, como pensamos, Dios le ha pedido algo así como: “sigue hasta el final porque esta será la manera en la cual tú debes participar en el misterio pascual”, bien ha hecho en llegar hasta el final como llegó. Desecho. Sin decidir, sin gobernar. Quedando el mando de la Iglesia entregado a otras personas. Juan Pablo II pudo haberse equivocado en su discernimiento. Los papas también se equivocan. Pero tampoco podemos excluir que Dios, que supera con mucho nuestros planes, le haya pedido no renunciar.

 El caso es que Benedicto, nos consta, sí ha querido obedecer a su conciencia y en ella Dios le ha pedido lo contrario. Probablemente le ha dicho: “para gobernar la Iglesia se necesitan actos y palabras, oración y sufrimiento. Tú has sufrido. Seguirás sufriendo. Seguirás sufriendo por la Iglesia, no solo por el deterioro de tu salud. No te relevo de continuar sirviendo a la Iglesia. Retírate, pero sigue rezando, sufriendo, pensando…Hazlo hasta que puedas. Pero la Iglesia necesita ser gobernada con la cruz y la razón. No solo con la cruz. En este momento histórico, en tú caso, que irás perdiendo poco a poco la mente, creo que es razonable que haya otro Papa. Renuncia”.

 No podemos juzgar interioridades. Pero, a mi parecer, en este punto, Benedicto XVI ha sido superior a Juan Pablo II. Juan Pablo II identificó su cruz con la cruz de Cristo, dejando entregada la Iglesia al desorden, a los pillos y a las luchas por el poder; en suma, a la irracionalidad. Benedicto XVI, por el contrario, ha visto que la misión de la Iglesia no es otra que la misión de Cristo, el Siervo que ha proclamado la llegada de un reino cuya razonabilidad es la del amor, y no la del sacrificio por el sacrificio. El amor, que suele ser arduo, que no opera más que a través del discernimiento y el control de las fuerzas. El Papa Benedicto, talvez sin quererlo, simplemente practicándolo, nos ha recordado que el amor y la razón van de la mano.

 Esta es mi opinión. Personalmente me inclino por Benedicto. Me es convincente su manera de tomar decisiones y la decisión tomada. Sin embargo, me veo obligado a ir aun más lejos. Si, como Benedicto, le doy suma importancia al respeto de la conciencia de las personas, no puedo excluir que otras personas, con otros esquemas mentales, con otras culturas y en otras circunstancias, lleguen a decisiones diferentes. Lo decía más arriba. Nadie puede impedir que Dios pida acciones distintas a personas distintas. A decir verdad, creo las respuestas al querer de Dios han de ser siempre únicas. Supongo que, mientras más difíciles, serán más originales, porque la originalidad del cristianismo es expresión de la originalidad de la relación que cada creatura tiene con su Creador.

 En suma, celebro la decisión de Benedicto y el modo suyo de tomar decisiones en conciencia. Creo que el Pueblo de Dios anhela que la Iglesia establezca o sugiera los vínculos entre el amor y la razón. Por todas partes detecto el deseo de una Iglesia acogedora y acompañante; que no imponga, sino que ayude a las personas a decidir sobre sus vidas.

 Por lo mismo, me parece sumamente rica la comparación entre los dos papas. ¿Por qué excluir que ambos hayan actuado bien? Independientemente de los resultados efectivos, toda persona que actúa con libertad responsable, esto es, con una libertad que “responde” a la propia conciencia, actúa correctamente

 Este campo de posibilidades augura un hermoso futuro para los católicos. Celebro, una vez más, la decisión de Benedicto. El no se dejó llevar por un precedente de 600 años. Lo rompió. Nos sorprendió a todos. Los actos verdaderamente libres son sorprendentes. Aplaudo su libertad y su seriedad. La Iglesia espera de sus pastores, en este momento de profunda crisis, gestos y decisiones de gran responsabilidad.

Renuncia de Benedicto XVI: agradecimientos y cambios pendientes

El Papa Benedicto XVI ha anunciado que renuncia a su cargo. La noticia ha sido sorprendente. Me detengo en tres asuntos: la declaración; los méritos de su mandato; los cambios pendientes.

 Primero: la declaración. En ella se expresan con una franqueza conmovedora los mejores valores humanos y espirituales del Papa Ratzinger. Estremece oír a un hombre declarar sus límites. Esto, que pudiera ser impúdico, constituye en este caso un acto de suma responsabilidad. “Ya no tengo fuerzas…”, dice. “He de reconocer mi incapacidad para…”. Quien reconoce que le falta salud, fuerzas físicas y espirituales es un hombre que ocupa uno de los cargos más importantes del mundo. En virtud de su asidua conversación con Dios, estima que el destino de la Iglesia requiere un cambio mayor.

 Estamos ante un acto de suprema responsabilidad. Por cierto, como él mismo Papa sostiene, es una decisión libre. Libre e impredecible. Hasta hoy ha sido predecible el agotamiento de una institución que, en palabras del Cardenal Martini, está atrasada “doscientos años”. Hoy, el Papa Ratzinger, con este acto de libertad, da una señal en contrario.

 Segundo: los católicos agradecen al Papa el gobierno de la Iglesia. Cualquiera puede imaginar las enormes exigencias de un cargo como este. Benedicto XVI ha sido Papa en tiempos extremadamente difíciles para hacer avanzar una religión que tiene dos mil años de historia.

 Es necesario agradecerle, además, su enseñanza. Me detengo en la encíclica Caritas in Veritate, por su enorme actualidad. Para Benedicto XVI el auténtico desarrollo de los pueblos depende de una caridad de alcance social y universal, una caridad que opera a través de la justicia y de la búsqueda del bien común. El centra su atención en la economía: “La actividad económica no puede resolver todos los problemas sociales ampliando sin más la lógica mercantil. Debe estar ordenada a la consecución del bien común, que es responsabilidad sobre todo de la comunidad política. Por tanto, se debe tener presente que separar la gestión económica, a la que correspondería únicamente producir riqueza, de la acción política, que tendría el papel de conseguir la justicia mediante la redistribución, es causa de graves desequilibrios”(36). El Papa, en este mismo documento, revaloriza la política y al Estado; promueve la reforma de la ONU y pide “gobernar la economía mundial” mediante una “Autoridad política mundial…(67).

 Debe agradecerse al Papa Benedicto, en fin, el coraje que ha tenido para asomarse a la vergonzosa realidad de los escándalos sexuales del clero y a los intentos jerárquicos por ocultarlos. En una entrevista dada hace dos años, afirma: “Lo importante es, en primer lugar, cuidar de las víctimas y hacer todo lo posible por ayudarles y por estar a su lado con ánimo de contribuir a su sanación”. El Papa sufre con el daño hecho: “Todo esto ha sido para nosotros un shock y a mí sigue conmoviéndome hoy como ayer hasta lo más hondo”. El Cardenal Ratzinger, en su momento, no pudo hacer más para terminar con abusos tan estremecedores. Ocupaba entonces un cargo dependiente. Hoy se sabe que casos impresionantes como el de Marcial Maciel fueron encubiertos por altas autoridades eclesiásticas. El Cardenal Ratzinger, una vez convertido en Benedicto XVI, enfrentó este y numerosos otros casos. En toda la Iglesia se han visto los cambios: sanciones a los culpables, asistencia y reparación para las víctimas, nuevos cuidados para la selección del clero y redacción de protocolos de procedimiento de prevención y de sanción.

Tercero: los cambios por delante. ¿Qué viene? La elección de un nuevo Papa. ¿Qué tendrá que hacer y cómo? No nos corresponde decirlo. Tampoco tendríamos cómo saberlo. Sin embargo, hay algunos asuntos que reclaman revisiones y modificaciones por doquier. Por razón de brevedad simplemente los enuncio:

 * El Vaticano II abrió la posibilidad de un catolicismo de “varias iglesias”. En el  Concilio pudieron participar obispos representantes de las culturas más diversas. Hoy está pendiente el surgimiento o el fortalecimiento de iglesias inculturadas locales. En nuestra propia América Latina ha despuntado la posibilidad de una iglesia adulta: hemos mantenido la convicción de que Dios opta por los pobres y hemos comenzado a desarrollar una teología propia. Pero falta mayor confianza en el episcopado continental.

* Bien debiera revisarse a fondo la situación de la mujer en la Iglesia y darle un espacio en el gobierno al más alto nivel. ¿Cómo puede ser que las mujeres no participen en ninguna de las decisiones importantes que toma la jerarquía eclesiástica?

* La enseñanza moral sexual requiere de ajustes. No puede ser normal que la inmensa mayoría de los católicos no la comprenda.

 * ¿Se podrá revisar la práctica de excluir de la comunión eucarística a los separados vueltos a casar? Las voces que lo piden se hacen sentir en todas partes. Incluso el Cardenal Martini, ex papabile y recientemente muerto ha dicho: “Hay que darle la vuelta a la pregunta de si los divorciados pueden tomar la Comunión”.

* La Iglesia aún debe llegar a ser la Iglesia de los pobres. Estos debieran ser cada día más protagonistas en la gestión de sus comunidades y voces autorizadas en la comprensión de qué significa que un Pobre haya resucitado.

La extraordinaria libertad de Benedicto XVI para renunciar a su cargo constituye un precedente que debe ser continuado. ¿No debiera estipularse una edad tope de gobierno?

Este gesto del Papa, sobre todo, augura un tiempo en que, con una libertad semejante, la Iglesia se atreva a hacer los cambios que, a través de los católicos, Dios le está pidiendo.

 

Gaudium et Spes: nueva relación Iglesia-mundo

El Concilio Vaticano II dio un giro en 180 grados a la relación Iglesia – mundo. Si hasta entonces, especialmente desde la Revolución Francesa en adelante, la Iglesia encaró al mundo moderno como una realidad distinta de sí, equivocada y amenazante, a partir del Concilio, en particular del documento Gaudium et Spes, ella reconoció, por una parte, su índole histórica y, por otra, su pertenencia a un mundo con creciente conciencia de su autonomía e historicidad. La novedad del nuevo status ha sido dicha en términos de Iglesia “en” el mundo, y no más de Iglesia “y” el mundo.

Esta novedad eclesiológica se nutrió, además, de la idea de Iglesia de Lumen Gentium, otro gran documento conciliar. Este concibió a la Iglesia como sacramento (signo e instrumento de la unión de los hombres entre sí y con Dios) y como Pueblo de Dios (un pueblo entre los otros pueblos peregrinantes de la tierra; un pueblo en el que el bautismo de sus miembros debería constituir el carácter predominante y no el sacerdocio ministerial).

Ambas visiones eclesiológicas –la de Gaudium et Spes y la de Lumen Gentium– tendrían un efecto revolucionario. Pues ellas han obligado a establecer, hacia dentro y hacia fuera de la Iglesia, vínculos de horizontalidad y de diálogo. Tan radical ha debido ser el giro, que resulta comprensible que los católicos y no pocos en la jerarquía y el clero, en 50 años, hayan tenido enormes dificultades para aceptarlo. Tras un primer impulso en la línea de la comunión con la humanidad, con los otros credos, con los demás cristianos, y entre los mismos los católicos, se acentuó la reacción contraria, más vertical, más doctrinaria, menos tolerante.

Este replanteo eclesiológico fue gatillado por el propósito pastoral del Concilio. Habiendo querido el Vaticano II llegar con el Evangelio a todos los seres humanos sin exclusión, el cambio en la concepción de la relación Iglesia – mundo fue condición indispensable. Juan XXIII planteó el desafío como “aggiornamento”. La Iglesia debía actualizar su enseñanza en orden a hacerla comprensible a las nuevas generaciones. El Concilio se hizo cargo de la petición del “Papa bueno”: no emitió condena alguna en contra del mundo moderno. Por el contrario, orientó sus trabajos en la dirección opuesta, la de abrirse a la época con simpatía, como quien quiere conocerla y aprender de ella.

En vista a cumplir con su misión pastoral, la Iglesia conciliar quiso hacer suyos “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias” de los contemporáneos (GS 1); valoró los esfuerzos de la modernidad por el progreso; apreció toda expresión religiosa auténtica; se hizo responsable, en lo que pudo corresponderle, del fenómeno del ateísmo; y puso a la caridad como única condición absoluta de salvación. Todo esto, procurando siempre  discernir qué sí y qué no podría ser un verdadero avance en humanidad. Llegó incluso a relativizar la importancia del cristianismo como religión, con tal de empalmar con el único objetivo que consideró igualmente obligatorio para todos: la elevación de la humanidad. Así lo planteó Pablo VI. El hombre, no lo Iglesia, debía constituir la meta del Concilio. La convicción de fondo consistió en creer que el crecimiento del reino puede distinguirse, pero no separarse, el progreso temporal.

Este replanteo de la relación Iglesia – mundo en términos de Iglesia “en” el mundo, supuso el desarrollo en el siglo XX de algunas conclusiones teológicas muy significativas. Primero, creer que Dios ha querido y realizado en Cristo la salvación de todos los hombres (1 Tim 2, 4-6). El Concilio tuvo la audacia inaudita de reconocer una verdad de fe que relativizaría hasta sus raíces la, hasta entonces segura, superioridad del cristianismo. Así, obligó a la Iglesia a repensar  por completo las vías de su misión a los no cristianos. El misterio del hombre, para Gaudium et Spes, se entiende a la luz del misterio de Cristo; sin embargo, el Concilio no identificó sin más a Cristo con el cristianismo. Subrayó, en cambio, que Dios salva a la humanidad por caminos que la Iglesia puede desconocer (GS 22). Segundo, y en virtud de lo anterior, el Vaticano II entendió que el Espíritu Santo actúa en la entera historia humana. Esta, en toda su profanidad, está preñada de Dios y, por tanto, debe reconocerse en los esfuerzos de la humanidad por superarse una fuente de conocimiento de quién es Dios y de cómo Dios va orientando la historia hacia Sí. El Concilio reconoció a la historia humana un estatuto teológico.

En Gaudium et Spes la Iglesia, para cumplir con su propósito, recurrió a un método teológico que hasta entonces no había sido suficientemente afinado ni reconocido pero que, dada la exigencia pastoral que el Concilio se daba a sí mismo, era inevitable desarrollar. En vez de ir directamente a juzgar la realidad histórica con su doctrina, la Iglesia conciliar asumió esta realidad histórica como propia, la dejó expresarse en ella misma y quiso discernirla con el acervo de la Tradición. Al primero se le ha llamado método deductivo. A este último, inductivo. Si en virtud del primero la Iglesia ha podido enseñar, gracias a este otro ha debido aprender. Gracias a este, la Iglesia emprendió el camino del “diálogo de la salvación” con todos quienes buscan sinceramente la verdad y, en particular, cuando lo hacen con el auxilio de las ciencias.

Ha sido esta nueva relación Iglesia – mundo y este nuevo modo de aproximarse a las realidades de las respectivas iglesias continentales, lo que está llevando al surgimiento de una Iglesia Católica verdaderamente universal. Hasta ahora se ha conocido un cristianismo judeo-cristiano, breve en su existencia, y un cristianismo greco-romano-germánico, vigente por varios siglos. Lo que despunta –según Karl Rahner- son varios cristianismos: asiático, africano, latinoamericano, etc., los cuales han de configurarse de acuerdo a las culturas locales y a sus propios acontecimientos.

Gaudium et Spes tuvo, a este respecto, una enorme importancia para América Latina. Nuestra Iglesia, gracias al método de Gaudium e Spes, no aplicó simplemente los resultados del Concilio a su realidad, sino que continuó en concilio. La Iglesia latinoamericana escrutó sus propios signos de los tiempos y procuró recibir el Vaticano II a su manera, de acuerdo a sus necesidades.

¿Qué resultó? En cincuenta años la Iglesia latinoamericana ha hecho una experiencia espiritual y colectiva extraordinaria de Dios, desconocida hasta ahora, consistente en la práctica de la opción de Dios por los pobres. La relación Dios-pobres en el cristianismo remonta, por cierto, al Antiguo Testamento y llega con Jesús a su máxima expresión (2 Cor 8, 9). Pero solo en América Latina ha alcanzado las dimensiones místicas y teológicas como para configurar su misión e identidad eclesial. En virtud de esta opción, nuestra Iglesia se encamina a su adultez. Hasta ahora los católicos latinoamericanos hemos dependido de la Iglesia europea prácticamente en todo: cultura, teología, clero y religiosos, nombramiento de autoridades y financiamiento. La Teología de la liberación latinoamericana, por su parte, representa bien la mayoría de edad de una Iglesia que comienza a pensar por sí misma.

¿En qué estamos? Estamos en crisis. Nuestra Iglesia, debilitada por los cambios epocales, las grietas estructurales y la distancia etaria con las nuevas generaciones, no logra transmitir la fe. ¿Hacia dónde vamos? Unos añoran una Iglesia que ofrezca seguridades. Otros prefieren continuar adelante con los cambios impulsados por el Vaticano II, interpretándolos en clave de “Iglesia de los pobres”. 

El Vaticano II en América Latina

Se cumplen 50 años del inicio Concilio Vaticano II. Los cambios que este concilio produjo en la Iglesia han sido muy grandes. Entre los más importantes de todos, está el haber despejado la posibilidad de iglesias regionales: asiáticas, africanas, latinoamericanas… Digo “despejado”, porque lo que ha brotado como real no siempre ha podido prosperar.

El Vaticano II impulsó grandes cambios en la Iglesia universal, uno de los cuales fue comprender que ella es una realidad histórica. Si en otros tiempos se había subrayado la distinción y separación entre la Iglesia y el mundo, el concilio entendió lo contrario: destacó que la Iglesia debe arraigar tan hondamente en la humanidad que todo lo que acontezca en el mundo debe importarle como cosa propia.

¿En qué ha consistido la novedad de una Iglesia “latinoamericana” propiciada por el Concilio? Los católicos latinoamericanos aparecieron entre las demás iglesias como adultos. Lo que ha despuntado en 50 años es una Iglesia que ha podido pensar por sí misma, sin tener ya que depender intelectual y teológicamente de Europa. La Iglesia latinoamericana puso a prueba la manera histórica de auto-comprenderse “en” el mundo en Medellín (1968). En esta conferencia episcopal, la Iglesia latinoamericana, más que aplicar el concilio, lo continuó. ¿Qué resultó? Una apertura a lo que estaba ocurriendo en el continente, cuyo resultado fue encontrar que en “sus” países la injusticia social constituía una “violencia institucionalizada”. La Iglesia entró en los conflictos de la época y, en vista a su resolución, tomó partido por los pobres. Si hubiera que poner un nombre a la recepción del concilio hecha por la Iglesia en América Latina éste sería sin lugar a dudas: OPCIÓN DE DIOS POR LOS POBRES. Pues bien, esta convicción teológica ha pasado a configurar la identidad de una Iglesia que se atrevió a amar al mundo como una dimensión de sí misma. La Iglesia latinoamericana se identificó con los pobres y tal vez llegue a ser un día “la Iglesia de los pobres” (como quiso Juan XXIII, Manuel Larraín y, aún antes, Alberto Hurtado). Tal vez, digo, porque las resistencias internas y externas han sido muy fuertes. Lo que ha estado en juego desde entonces, es que si esta Iglesia opta por los pobres, los pobres han de ser en ella protagonistas y no personajes secundarios; han de pesar, en consecuencia, en el modo de sentir, pensar y decidir en las cuestiones eclesiales.

Esta “Iglesia de los pobres”, en estos 50 años, ha sido a veces una realidad y en algunos lugares de América Latina lo sigue siendo. En las comunidades cristianas populares se ha dado un fenómeno rara vez visto en la historia eclesial: personas que, sabiendo apenas leer y escribir, con la Biblia en la mano, han comprendido su existencia personal, social y política. Entre ellos se ha dado una fervorosa conciencia de parecerse a los primeros cristianos que se reunían en casas, y no en grandes templos, para celebrar la eucaristía. Entre estas personas, en países centroamericanos, ha habido mártires como los hubo en los primeros tiempos del cristianismo.

¿Una Iglesia “desde abajo”, una ilusión…? Esto es lo que ha despuntado en la América Latina post-conciliar como lo más novedoso. Se ha asomado un Iglesia inspirada en aquellas palabras revolucionarias de Jesús: “los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos” (cf. Mt 20, 1-16). ¿No podría haber una liturgia, una enseñanza moral y un derecho canónico que extraigan su vitalidad de la experiencia de mundo de los postergados, los abandonados, los desamparados, los fracasados y, para colmo, frecuentemente tenidos por culpables siendo inocentes? Lo que la Iglesia no ha podido ser en los hechos, sí lo debe ser por vocación. La Iglesia latinoamericana, en la medida que ha configurado su identidad original optando por los pobres, no sólo asoma como adulta, sino que indica a las otras iglesias qué sentido tiene el cristianismo.

Esta Iglesia ha empezado a ser adulta por esta experiencia mística colectiva y única en la historia de haber descubierto que “Dios opta por los pobres” y, sobre todo, porque ha comenzado a pensar por sí misma. El Concilio, que animó a la Iglesia a comprometerse con las luchas históricas de sus contemporáneos, estimuló también el surgimiento de una teología propia. En 500 años de existencia prácticamente no había habido teología en América Latina. Desde Medellín hasta ahora, la producción teológica latinoamericana ha sido impresionante, y no cesa. La teología latinoamericana, y la Teología de la liberación en particular, ha favorecido en este sentido, el nacimiento de una Iglesia que, sin dejar de ser la que siempre ha sido, puede elevar a conciencia y a concepto una experiencia original de Dios.

La Iglesia necesita cambios. El Cardenal Martini, al momento de su muerte, ha señalado que la Iglesia está atrasada 200 años. ¿No sería la crisis actual la ocasión para que la Iglesia Latinoamericana pida que los cambios se hagan “desde los últimos”?

Novedad e impacto del Concilio Vaticano II

El Concilio Vaticano II ha sido una de las reuniones episcopales más importantes en la historia de la Iglesia. Entre estas, destacan los concilios que tuvieron lugar en Nicea (325), Constantinopla (381), Éfeso (449), Calcedonia (451), Constantinopla (553) y Constantinopla (680); posteriormente Trento (1545) y Vaticano (1869). El Vaticano II (1962-1965) tiene la particularidad de reunir obispos de todos los continentes. Pero, sobre todo, es importante por los temas que abordó, y el modo y la actitud con que lo hizo. La Iglesia de esos años levantó la mirada y, en vez de defenderse ante un mundo moderno que le era hostil, entró en diálogo con él en vista de anunciarle el Evangelio en términos culturalmente actualizados.

 Entre los cambios más notables que el Concilio Vaticano II impulsó, está el de haber exigido una reforma litúrgica cuya clave pasó a ser la participación en ella de los fieles (Constitución Sacramentum Concilium). Si hasta entonces se destacaba el carácter mistérico de la Eucaristía, que subrayaba la actividad del sacerdote y se basaba en una estricta separación entre lo profano y lo sagrado, la nueva liturgia pudo celebrarse en las lenguas que los participantes podían comprender. Desde entonces se abandonó progresivamente el latín. La presencia de Cristo en ella dejó de concentrarse en la hostia consagrada, reconociéndosele presente, además, en la misma Palabra de Dios y en la comunidad.

 En estrecha relación con la liturgia, el Concilio facilitó el acceso del pueblo católico a la Biblia (Constitución Dei Verbum). Hasta entonces, tras la crisis de la Reforma de Lutero, la Iglesia Católica puso demasiadas cautelas a la posibilidad de leer la Sagrada Escritura sin intermediarios. El Vaticano II, en cambio, abrió esta posibilidad como si no tuviera ningún temor a que esta fuera mal interpretada. El Concilio levantó definitivamente las precauciones que habían inhibido a los teólogos católicos de investigar las Escrituras con los métodos modernos y despejó a la Iglesia la posibilidad de muchas lecturas. Así, la Sagrada Escritura recuperó en el suelo católico la preeminencia que nunca debió perder

 En la Constitución Lumen Gentium la Iglesia se autodefinió en términos de “sacramento” y de “pueblo de Dios”. Por una parte, ella misma quiso ser un “sacramento”, es decir, “un signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG 1). Con lo cual su presencia en el mundo también habría de ser significativa para la justicia y la paz. Por otra parte, en cuanto “Pueblo de Dios”, se quiso enfatizar la igualdad fundamental entre todos los bautizados. En adelante, el sacerdocio ministerial ha debido ponerse al servicio de la actualización del sacerdocio común de los fieles. Asimismo, la Iglesia del Concilio ha querido mirar a las otras iglesias, credos y culturas en términos respetuosos y amistosos. No obstante las diferencias reales en cuanto a conocer o no conocer al Dios de Jesucristo, en última instancia, lo decisivo ha pasado a ser la caridad. Puesto que Dios ha amado a la humanidad en Cristo, el amor entre los seres humanos hace de “sacramento” de la misma salvación. Sin amor, aun los católicos se apartarían de la salvación. Con amor, por el contrario, incluso los no creyentes accederían a Dios. En lo inmediato, la Iglesia intensificó el trabajo ecuménico (con las otras iglesias cristianas) y el diálogo interreligioso (con las otras religiones).

 Con esta batería de conceptos teológicos, el Concilio quiso comprender la relación de Iglesia con el mundo en términos de diálogo, y no de confrontación (como no lo había sido en el último siglo). Con la Constitución Gaudium et Spes, la Iglesia quiso responder a los signos de los tiempos, entre los cuales los cambios a todo nivel –cambios, por lo demás, acelerados-, parecían la principal característica de la época. El documento abordó los temas angustiosos y candentes, tratando siempre de ofrecer una respuesta humanamente razonable, haciendo discernimiento de ellos de acuerdo a su conocimiento de Cristo. La Iglesia, en este texto, no solo tuvo una relación cordial con el mundo, sino que ella misma se consideró parte de este mundo y, en consecuencia, tal discernimiento de lo humanizante y de lo deshumanizante tuvo que hacerlo consigo misma.

 Este documento tuvo un impacto enorme en la Iglesia latinoamericana. Los obispos reunidos en Medellín (1968), de un modo semejante a como lo hicieron los obispos en Roma, observaron la realidad de nuestro continente y declararon que el signo de los tiempos era aquí una pobreza injusta y masiva. En las sucesivas conferencias de Puebla (1979), Santo Domingo (1992) y Aparecida (2007), la Iglesia del continente insistió en el valor decisivo de su “opción preferencial por los pobres”. Este es el nombre, dicho en pocas letras, de la recepción del Vaticano II en América Latina.

 Las demás constituciones y decretos, en muchos casos, han sido comprendidos en la perspectiva de esta opción, con lo cual ha comenzado a surgir en esta parte del planeta una Iglesia propiamente latinoamericana. Esta ha querido ser la “Iglesia de los pobres”, presente en comunidades de bases en los barrios populares, en las cuales la celebración eucarística ha cobrado una importancia decisiva para la participación de los fieles, pues en ellas ha sido posible comprender sus vidas a la luz de la lectura de la Palabra de Dios.

 No se puede pasar por alto que la Iglesia universal, a poco del término del Concilio, puso freno a una serie de iniciativas que parecieron muy audaces. Se ha vuelto, a veces, a actitudes y planteamientos pre-conciliares. Karl Rahner, destacado teólogo alemán, llegó a hablar de un “invierno eclesial”. La Iglesia latinoamericana, como las iglesias de Africa y Asia, no ha podido realizar una auténtica inculturación del Evangelio. Ella continúa siendo muy occidental y, en particular, muy romana. Pero, a largo plazo, nuestra esperanza es que el futuro del cristianismo en América Latina consista en una inculturación del Evangelio realizada desde los pobres. En esta clave, pensamos, debieran abordarse los otros grandes asuntos: la secularización, la integración de la mujer, los cambios en la religiosidad, los reclamos ecológicos y las demandas de los pueblos originarios.

El lento triunfo de la Teología de la liberación

La Teología de la liberación, como asegura G. L. Müller, es teología católica. El nuevo Prefecto de la Congregación para la Fe habla en términos generales, lo cual equivale a decir que es “católico” que una teología intente formular la fe y que, en el intento, unos ensayos resulten mejores que otros. Así se entiende que el Card. Ratzinger en 1984 haya publicado un documento muy crítico hacia ella (al menos a lo que él entendió por ella) y, acto seguido, haya publicado otro documento en el que acoge sustancialmente su aporte (1986). Este ir y venir en el pensamiento de la fe constituye a la teología cristiana en cuanto tal, y no debiera nunca dejar de ser característica suya. Por lo cual no se entiende el maltrato que han recibido los teólogos latinoamericanos del post-concilio. Pero este es ya otro tema.

Por ahora cabe destacar que es teología católica y, en consecuencia, un aporte a la teología de la Iglesia católica:

1)      Debe celebrarse, por tanto, que Dios opta por los pobres, y que esta opción debe traducirse en una opción preferencial de la Iglesia por los pobres. En Aparecida Benedicto XVI aseguró que la opción por los pobres es inherente a la fe en Cristo. En breve, no se puede ser “cristiano” si no se toma partido por los pobres en contra de la injusta pobreza. ¿Están nuestras sociedades dispuestas a renunciar a llamarse “cristianas” ya que su opción real es el consumo, la competencia, la concentración de la riqueza, todo lo cual al menor costo posible: bajos salarios y desocupación?

2)      La Teología de la liberación, en cuanto teología católica, urge a la Iglesia a convertirse en la Iglesia de los pobres. Esto no solo es legítimo afirmarlo. Ha de ser realizado. La Teología de la liberación, con pleno derecho, pide a los católicos no solo una conversión a un estilo austero a favor de los que no tienen. Los católicos deben compartir todo lo necesario para sacar de la miseria a los que viven en ella. ¡Cómo es posible que en Santiago de Chile haya gente que muera de frío en las calles, hoy que los medios sobran para evitarlo! Caridad, lucha contra la injusticia, olfato solidario… Todo esto está faltando. Pero falta lo más importante: una Iglesia que reciba de los pobres su mirada sobre el mundo, su modo de sufrir, su capacidad de lucha y de espera. Estamos, en realidad, a la espera de la Iglesia que la Teología de la liberación ha generado en los barrios populares: una iglesia alegre, participativa, compasiva, con apertura a la totalidad de la vida humana y exigente sociopolíticamente hablando. Una Iglesia con sentido común para interpretar la doctrina de la Iglesia universal y, por esto, una Iglesia que va abriendo un  camino a un catolicismo entumido.

En suma, la revalorización de la Teología de la Liberación representada en la asunción al cargo de Prefecto de la Congregación de la Fe de Müller da fuego y autoridad a la Iglesia cuando esta más lo necesita.

La Iglesia en cambio

El Papa Juan XXIII abrió las ventanas del Vaticano para que entrara aire fresco. ¿Qué tuvo en mente al hacerlo? Una visión y una intuición. Vio que el mundo moderno cambiaba en todas las direcciones. Intuyó que la Iglesia debía cambiar. Los 2500 obispos que fueron congregados al Concilio Vaticano II vieron e intuyeron lo mismo. Se necesitaban cambios. Y la Iglesia, desde hace 50 años, cambió.

Sin embargo, la Iglesia no dejó de ser lo que siempre ha sido. El concilio Vaticano II no cambió nada esencial. Simplemente, puso lo esencial en juego en la época que le tocó. Se expuso al modo de sentir y de pensar de sus contemporáneos y, así, quiso comunicarles a Jesucristo en términos comprensibles. Los cambios llegaron en catarata. En la misa primó la participación de los fieles. La promoción del conocimiento de la Palabra de Dios permitió un conocimiento directo de las fuentes del cristianismo. Los católicos establecieron relaciones de diálogo con la cultura y procuraron ser factores de unidad de la humanidad. El reconocimiento del valor de la libertad religiosa despejó el camino al reconocimiento del valor de las otras creencias.

¿Cómo lo hizo? Ciertamente, Juan XXIII no imaginó nunca lo que resultaría de su decisión. A poco andar, los documentos preparados por la curia romana fueron desechados por la asamblea de los obispos. Hubo un instante en el cual la Iglesia no supo por dónde seguir. Pero la fe fue más fuerte. El Papa abrió un amplio espacio a la libertad, a la argumentación, a la discusión, a las nuevas teologías y a la imperiosa necesidad de rezar en búsqueda de lo que el Espíritu quería cambiar. Los obispos creyeron en ellos mismos. Descubrieron, unos con otros, que podían pensar lo que hasta entonces no había sido pensado. Las respuestas del pasado no servían para las preguntas del presente. Pablo VI tuvo la sabiduría de conducir a los congregados a aprobar los documentos con un amplísimo consenso. El nuevo Papa creyó en el debate y esperó a que se produjera el entendimiento entre las distintas posiciones. Todos juntos tuvieron la valentía y la tenacidad que la creatividad les requería. Sabían que estaba en juego el futuro del cristianismo. Apostaron a Dios. No habría vuelta atrás.

¿Qué puede decirse de la aceptación del Concilio a 50 años de su apertura? Su acogida por parte de los católicos ha sido prácticamente unánime. Los cambios han sido impresionantes. Desde 1965, año en que concluyó el Vaticano II, la misma Iglesia católica ha sido apropiada en versiones plurales. Desde entonces la Santa Sede ha tenido dificultades para contener el surgimiento de cristianismos asiáticos, africanos, primermundistas, y movimientos y teologías liberacionistas de varios tipos. Los latinoamericanos sacamos adelante una Iglesia que optó decididamente por los pobres, por los perseguidos, los torturados, los desaparecidos… El Concilio abrió las ventanas a un catolicismo plural y, por tanto, difícil de reunir. No debe extrañar que las interpretaciones del Vaticano II se hayan multiplicado.

En los próximos tres años, un tema importante de la discusión eclesial será el de las interpretaciones del Concilio. ¿Fidelidad a la letra y a la tradición? ¿Fidelidad al espíritu y a los nuevos tiempos? ¿Fidelidad al Cristo que actúa en todos y en todas las épocas? El conflicto de las interpretaciones es legítimo. No debiera asustar. Tiene un origen trascendente. En cuanto a lo esencial, la única ruptura es la lefebvrista. Monseñor Lefebvre rompió con la Iglesia porque no entendió que, si los tiempos cambiaban, la Iglesia debía también cambiar. El lefebvrismo prefirió ser fiel a una noción estrecha y equivocada de Tradición, antes que a la Iglesia que con el concilio Vaticano II no quiso repetirse.

No obstante, el repliegue eclesial hacia el pasado no ha carecido de fuerza. Se ha hablado incluso de un «invierno eclesial». Hay señales de involución litúrgica preocupantes. El concilio impulsó búsquedas y experimentaciones. La audacia y los intentos frustrados generaron miedo e inseguridad. No debiera sorprender que muchos se asustaran. Volver a lo conocido es siempre comprensible. Por otra parte, si hace 50 años atrás los cambios culturales eran inauditos, estos han entrado en un proceso de aceleración exponencial. La humanidad entera experimenta un cambio de paradigmas gigantesco. La globalización extrema los contactos, o los contagios. Todas las tradiciones y las instituciones son relativizadas. Entran en crisis o en decadencia, sobreviven o mueren.

La Iglesia católica en particular se halla en una situación compleja. Benedicto XVI ha hablado abiertamente de crisis. En el caso de esta iglesia, el desprestigio de la autoridad compromete la credibilidad de su misión. Los casos de abusos sexuales del clero han minado la confianza de los fieles en la persona de los sacerdotes y en la validez de su enseñanza; han agravado la sospecha de la cultura en la articulación institucional del cristianismo. Todo esto ha sido posible en una sociedad que opera en un registro completamente nuevo. A saber, el de las comunicaciones abiertas, a veces controladas y otras incontroladas, el mundo de las innumerables redes interpersonales y el de los medios de comunicación social, el del espacio público en el que la imagen predomina sobre el concepto y la transparencia sobre la censura. ¿Cómo es posible en este contexto hablar sin dificultades en nombre de “la verdad”? El nuevo foro público –fuera del cual lo que existe no existe- no da tregua. En él, conviven sin problema el error y la verdad, el odio y el amor, la difamación y el legítimo derecho a expresarse en libertad. En este contexto, la Iglesia suele salir derrotada.  Pero si los católicos, en cuanto católicos, no se expresan, restándose a la argumentación pública de sus convicciones, el Evangelio no será anunciado. Si, por el contrario, corren el riesgo de hacerlo, habrá inevitables malas interpretaciones. El anuncio, sin embargo, podrá seguir adelante.

Cabe preguntarse: ¿Abrir de nuevo las ventanas o cerrarlas para siempre?  El Concilio Vaticano II ha sido ampliamente acogido por la Iglesia, e incluso ha sido celebrado por las otras iglesias, por las otras religiones y también por muchos no creyentes. Aun así, no ha producido hasta ahora todos los cambios que son necesarios. Ha puesto las bases para que estos ocurran. Esto es lo importante. Pero los cambios no se darán automáticamente. No es necesario abrir las ventanas de nuevo. Están abiertas. Tratar de cerrarlas, eso sí sería fatal. Se avanza con los contemporáneos o se los culpa de los cambios. Se los condena en nombre de la verdad o se corre el riesgo de encontrar el Evangelio con ellos, unos “con” otros y unos “en” otros. El Evangelio es patrimonio de la humanidad. Nadie puede comprenderlo y vivir de él, eximiéndose de la época y del intercambio cultural con los coetáneos. 

¿Qué haremos en la Iglesia…?

Los cristianos nunca hemos tenido una respuesta acerca de cómo será el futuro. Tenemos una esperanza. Pero no somos adivinos ni creemos que los haya.

Nuestra esperanza es el triunfo del Evangelio. Los cristianos, en momentos de grandes sufrimientos y sombras, practicamos la esperanza. Así anunciamos a los demás la Buena Noticia de Jesucristo.

Nuestra esperanza no es salvar la Iglesia. La Iglesia se salva cuando los cristianos aman el mundo. Ella renació todas las veces que hubo cristianos que amaron el mundo como Dios lo ama. Es necesario, por tanto, levantar la mirada. Observemos el país. Contactémonos hondamente con sus necesidades. Preguntémonos con audacia: ¿qué Iglesia necesita hoy nuestra patria? ¿El mundo actual? Reconozcamos que es difícil responder. Dejemos por un tiempo la respuesta entre paréntesis. Centrémonos en lo que los cristianos sabemos que es fundamental y que siempre, con la gracia de Dios, podremos practicar. En este recodo del camino en el que estamos, tres trabajos nos parecen importantes.

Un trabajo de diálogo

Necesitamos reflexionar sobre lo ocurrido. En esta sucesión de escándalos, no podemos cerrar los ojos hasta que todo vuelva a la calma. Tenemos que atacar los efectos en sus causas. ¿Por qué personas investidas del sacerdocio han abusado de menores? ¿Por qué sus autoridades jerárquicas han resuelto tan malamente estas situaciones? Necesitamos reflexionar, meditar y estudiar sobre lo que ha pasado para que nunca más una víctima sea desoída.

Pero esto no basta. Las aguas de la Iglesia están agitadas desde hace tiempo por otros motivos. No podemos quedarnos atrapados en el tema de los escándalos sexuales. Una reflexión a fondo sobre todos los temas difíciles exige un diálogo muy amplio. La Iglesia quiere ser significativa para Chile. Todos los chilenos, por tanto, tienen algo que decir de la misma Iglesia. El diálogo debe darse “entre nosotros” y “con los otros”. El diálogo, para que sea franco y sincero, debe darse no solo entre sacerdotes, no solo entre sacerdotes y religiosas, o entre sacerdotes, religiosas y laicos; ha de ser un diálogo entre compatriotas creyentes y no creyentes, con un origen y un desafío común: la patria compartida es anticipo de la patria eterna que los cristianos esperamos.

El diálogo “entre nosotros” no será fácil. Tenemos trabas, visiones distintas y posiciones tomadas. Talvez los obispos no pueden hacer los cambios que quisieran porque entre ellos no hay acuerdo en todo y dependen, además, de la comunión con la Iglesia universal, el Papa y los demás obispos. Es normal que así sea. Hacer avanzar una tradición de dos mil años requiere mucho esfuerzo y tiempo. Los sacerdotes nos vemos sometidos a fuertes tensiones, la principal de todas es tener una autoridad que progresivamente es desconocida por fieles que no siempre comparten la doctrina, la disciplina y un modo de organización eclesial que no les permite participar en las decisiones. El clero no puede expresar fácilmente su opinión sobre estos temas. Las religiosas sufren la falta de reconocimiento que nuestra sociedad hace rato sí está dando a las mujeres. No pueden incidir en las decisiones eclesiales en igualdad de condiciones que los sacerdotes. Son muchos los laicos que viven la frustración de no ser considerados. Experimentan la desafección, la desconfianza o tienen miedo de opinar. Muchos se sienten atropellados, algunos cierran filas y se radicalizan en posturas rígidas al ver cuestionada su fe. Otros están gravemente heridos por haber sido excluidos de la comunión eucarística dada una nueva relación de pareja tras un fracaso matrimonial. No pocos de ellos se perciben defraudados por la formación que recibieron al alero de la Iglesia y se ven tentados de desistir de todo intento de marcar la diferencia en un mundo hostil y que va dejando de ser cristiano.

Para que este diálogo “entre nosotros” sea posible, bien parece necesario oír primero a “los otros”, los no creyentes, los no católicos y nosotros mismos los católicos en cuanto no nos sentimos representados por la autoridad eclesial. El imperativo de anunciar el Evangelio a quienes no creen en él, raya la cancha de cualquier diálogo honesto sobre el país. Puesto que el Evangelio es para todos, nadie debiera quedar al margen o ser descartado por su opinión. Así creemos que se cumplirá el anhelo de una opinión pública en la Iglesia, reconocida como indispensable por los papas desde Pío XII en adelante. En la medida que el diálogo “entre nosotros” se dé encuadrado en el diálogo “entre todos”, el aporte de la Iglesia será relevante.

Para que este diálogo opere será necesario, en consecuencia, que los católicos participemos con libertad en el foro público abierto por los Medios de Comunicación Social, y que lo hagamos en las claves de comunicación que estos utilizan. Tendremos que procurar decir siempre la verdad, hablar sin recovecos, claro, pero con respeto. Tendremos que exponernos a la crítica y, por lo mismo, expresarnos de un modo autocrítico. Hemos de caer en la cuenta que no es mala voluntad que muchos no creyentes perciben a la Iglesia como algo completamente ajeno. La importancia del catolicismo dejó de ser obvio en la sociedad y la cultura.

Muchos católicos, además, tienen un duelo pendiente no reconocido y doloroso, después de haber sido parte activa de ella en otros tiempos. Pero también ha de recordarse que algunos se acercaron a Dios cuando la Iglesia, por una solicitud evangélica, salió en defensa de los perseguidos, independientemente de sus credos e ideologías. Fue hermoso, y puede volver a serlo; que haya gente que, aunque no crea en Dios, sí crea en la Iglesia.

Un trabajo de misericordia

La Iglesia habrá podido equivocarse muchas veces, pero ha sido infalible cuando ha amado a los pobres. Ella jamás ha fallado cuando ha atendido a los que lloran antes que a los que ríen, a los que no tienen que comer antes que a los que se cuidan para no engordar, a los que viven de fiado antes que a los que prestan con usura. Ella no debiera desentenderse de los usureros ni de quienes olvidan que hay familias que duermen entre tablas y cartones. Su misión es abrir las puertas del reino a todos, culpables e inocentes. A los inocentes, porque Jesús los representa. A los culpables, porque Jesús les ofrece el perdón de Dios. La Iglesia acierta con su misión cuando se pone del lado, saca la voz o sufre simplemente junto a las víctimas. Pero también cuando reconcilia a inocentes y pecadores.

En medio de esta crisis, debemos recordar que en América Latina nuestra Iglesia ha descubierto que en el corazón del Evangelio hay una opción de Dios por el pobre. Nos lo confirmó Benedicto XVI en Aparecida: esta opción es inherente a la fe en Cristo. No se puede ser cristiano si no se opta por el pobre.

Por esto, en estas circunstancias tan difíciles nos preguntamos: ¿quiénes son los pobres? ¿A quiénes afecta más la crisis de nuestra época? ¿Quiénes son los pobres en nuestra Iglesia?

Nuestra respuesta a estas preguntas es una sola: debiéramos ir a buscar a quienes sienten vergüenza de su pobreza, de su inadecuación social o moral en la sociedad o en la Iglesia. Mientras estas personas no encuentren un lugar en la Iglesia, el problema lo tenemos quienes nos hemos asegurado un puesto en ella. Hemos de ser nosotros quienes se avergüencen de no haber hecho lo suficiente por incluir a los primeros que Jesús incluiría.

También hemos de preguntarnos qué tienen los excluidos que aportar a la Iglesia. Si ellos entienden mejor que nadie qué significa el menosprecio, nadie como que ellos pueden indicarnos las vías de su propia dignificación. Ellos, que como víctimas o como culpables han pasado por la cruz del Señor, que han conocido su amor liberador, aprenden el Evangelio por sí mismos y no solo por un proceso pedagógico de transmisión de la fe. ¿No es exactamente esto, experiencias hondas de la propia miseria y del amor de Dios, lo que necesitamos para que nuestra Iglesia rebrote con fervor? Su voz debe ser oída con atención. Ellos tendrán mucho que decirnos a quienes talvez no hemos experimentado al Señor con tanto dolor. Quizás quieran también hacer descargos contra nosotros… Jesús reconoció autoridad a los excluidos: los oyó y obligó a los demás a escucharlos.

La fuerza misionera de la Iglesia Católica se comprueba cuando llega a los últimos. Mientras no vayamos a ellos, habrá que comenzar de nuevo.  El camino inverso de ir a quienes acumulan privilegios para, por su medio, extender una obra extensa de evangelización, no debe descuidarse. Pero hay que ser conscientes de que, por esta vía, se suele olvidar lo principal, se limpia la imagen de los más ricos y se incrementa su poder. Nada nos alejará más de la vocación a la universalidad de la Iglesia Católica, que el catolicismo burgués, máximamente cuando se da en grupos sectarios que se creen mejores y desprecian a los demás. Juan XXIII nos diría que la nuestra tendría que ser reconocida como “Iglesia de los pobres”.

Es un enorme motivo de esperanza que nuestra Iglesia no solo es misericordiosa con los pobres sino que ella misma, en la mayoría de los casos, es efectivamente pobre. El catolicismo es una religión que deja un amplio espacio a la devoción popular. Las comunidades cristianas de base han encarnado como pocas las directrices principales del Concilio Vaticano II y de las Conferencias episcopales latinoamericanas. El mismo clero chileno es modesto: carece de seguridades, rebusca los pesos, vive bastante solo y veces desamparado.

La tarea de la misericordia es decisiva y perenne. Una Iglesia pobre que ama a los pobres, que defiende a los perseguidos, que se indigna contra la injusticia, que saca la cara por los que esconden la cara y que parte el pan con los que fracasaron, es infalible. Todo lo demás es secundario.

Trabajo de conversión

 Necesitamos hacer cambios. No podemos esperar que otros lo hagan por nosotros. Sea que tomemos la iniciativa sea que nos toque colaborar en ellos, los cambios deben ser “nuestros”. Pero la tradición de la Iglesia desconfía del monje que quiere reformar el convento y no quiere reformarse a sí mismo. Los cambios que haya que hacer deben comenzar con nuestra conversión.

 También el diálogo para ser sincero y la misericordia para ser realmente desinteresada, necesitan un cambio en nosotros mismos. El diálogo se desprestigia cuando las partes no están dispuestas a entender la posición contraria. La misericordia también puede arruinarse cuando hace de la caridad con el prójimo un medio publicitario.

 El diálogo y la misericordia, como otras virtudes, piden de nosotros hoy “recomenzar de Cristo” (Aparecida, 12). Hemos de descender muy al fondo de nosotros mismos hasta encontrar al Señor ante quien podemos reconocer sin temor que somos míseros y que nuestra Iglesia sea miserable (Benedicto XVI). Somos pecadores. Debemos convertirnos. La conciencia de pecado es una gracia que debemos pedir para sanar nuestras heridas, corregir nuestras actitudes, enderezar nuestras inclinaciones y reorientar la vida por donde el Señor quiera llevarla.

 En las circunstancias actuales, hemos de reconocer, por ejemplo, que hemos mirado a la Iglesia desde fuera. La hemos criticado con facilidad. La hemos visto solo como una institución que necesita ajustes estructurales. No hemos recordado con ternura que ella es la Esposa de Cristo. No la hemos defendido como lo haríamos con nuestra madre.

 El individualismo ambiental nos atrapa. Nos hace pensar que es cosa de elegir la Iglesia, siendo que ella nos eligió a nosotros primero. ¿No fue por el bautismo que recibimos la libertad de los hijos de Dios? ¿Podemos decir tan sueltamente a la Iglesia “no intervengas en mi vida”? Hemos de reconocer que muchas veces supeditamos nuestra pertenencia a la eternidad a nuestra conveniencia inmediata. Regateamos con ella. Nos aprovechamos de ella, como quien explota una mina, la abandona cuando se agota el mineral y parte a buscar otros piques.

 La conversión que necesitamos nos exigirá  mucha contemplación. Será el Espíritu del Cristo resucitado quien nos cambie. Un trabajo de conversión requiere inquirir muy atentamente qué quiere Dios de nosotros. Tendremos que leer correctamente los textos. Los textos de la Sagrada Escritura en primer lugar. Cristo, el hombre del Espíritu, representa para nosotros el criterio máximo de cómo se vive en sintonía con Dios.

 Pero hay otros dos textos que también tendrán que ser leídos e interpretados. Uno es el texto de la historia personal: a cada uno el Señor le ha dicho algo único, que a nadie más le ha dicho. Todos somos originales ante el Padre. Cada cual debe descubrir en su propia historia el camino que Dios va haciendo, identificar el pecado propio, sufrir la imposibilidad que es uno para sí mismo y abrirse a la nueva vida que nos será dada.  San Pablo lo expresó muy bien al decir “por mí” el Señor murió en la cruz. Por otra parte, de la experiencia de haber sido resucitados en Cristo dependerá la construcción de un país y un mundo de hermanos, y de una Iglesia capaz de contribuir a esta causa.

 El otro texto es la historia colectiva. Son los acontecimientos de nuestra época, en los cuales hemos de auscultar los “signos de los tiempos”. Estos solo se descubren a la mirada contemplativa, a las mentes vigilantes, a las personas empáticas y conectadas con la vibración espiritual de su generación. El Espíritu que habilita a ver más adentro, es el mismo Espíritu que va gestando cambios colectivos significativos que representan un progreso en humanidad y que la Iglesia va reconociendo como el Evangelio a la medida de la época.

 A través de un ir y venir triangular entre estos tres textos, nuestra conversión podrá ser honda y responder a la pregunta por la Iglesia que el país necesita. Por medio de este trabajo contemplativo, podremos incorporar en nuestra conversión la posibilidad de que se desmorone lo que no da para más y, sin llorar, nos pleguemos a la acción del Espíritu que reforma y reconstruye la Iglesia a través de trabajadores espirituales.

 Las señales de una conversión a la altura de los cambios históricos serán la humildad y la creatividad. Ella consistirá en sumarse a la acción del Creador. No podrá ser nunca una obra voluntarística y menos un título que engrandezca el ego. Un quehacer que se aparte de la empresa recreadora de Dios, solo retardará la Iglesia que andamos buscando.

Educación para la integración

Tengo la impresión de que las demandas estudiantiles en favor de una reforma general de la educación chilena son hondamente evangélicas. Habrá que estar atentos a cómo se consiguen las cosas. Hay maneras y maneras. Y no toda demanda se podrá satisfacer. Pero si partimos por lo principal, los cambios serán para mejor.

Los jóvenes universitarios nos han abierto los ojos. Nos han despertado del sopor del neo-liberalismo que ha convertido en dogma indiscutible modos de entender la vida muy inhumanos. ¿Cómo fue posible que no nos diéramos cuenta de que el endeudamiento de los universitarios constituia una fuente de angustia insoportable para jóvenes pobres? Por dar un solo ejemplo, aunque clave. Son tantos los problemas que los jóvenes han puesto al descubierto.

En todo esto, la punta evangélica más aguda es reclamar una educación integradora de alumnos de distintas condiciones económicas, sociales y culturales. ¡Machucha! La gran película de Wood me vuelve a la memoria una y otra vez. Los curas del Saint George apostaron por un colegio de integración de ricos y pobres. El golpe militar terminó con esta utopía maravillosa. ¿Estiraron los curas demasiado el elástico? La integración intentada por el Colegio San Ignacio el Bosque, del que procedo, y que me acogió cuando más lo necesitaba, dura hasta hoy. Hace exactamente 40 años los jesuitas piden a los padres y apoderados que ganan más, que paguen más, para que los que ganan menos, paguen menos. Tal vez no se han elegido familias pobres muy pobres. Se ha buscado un equilibrio. Pero las tensiones por mantener el sistema han cumplido ya muchos años, y la matricula diferenciada ha aguantado.

Esto es central al Evangelio. El movimiento estudiantil tiene al Señor de su parte.

 Una Iglesia más amorosa

La Palabra de Dios es sabrosa, gusta a los niños como la leche. Con ella la Iglesia amamanta a sus hijos. El cristianismo es cosa de pequeños, es religión de humildes de corazón, es credo de franciscanos más que de jesuitas. Por cierto a algunos cristianos les toca aguantar en las trincheras del debate de las ideas. La obligación que tiene todo bautizado de pensar su vida a la luz de la fe en algunos casos constituye una profesión. Para la transmisión de la fe se ha vuelto imperioso contar con gente que pueda participar en el ágora de los medios de comunicación social y que se implementen pastorales que conviertan a los fieles en adultos en la fe, verdaderos iniciados en el arte de comprender las profundas transformaciones culturales con los ojos de Dios.

 Pero la Iglesia sabe que la mayoría de los fieles vive su fe con sencillez y cuida al niño que pregunta cuando no sabe, que no puede aprender las cosas de golpe, que junta las manos al acostarse para abandonarse cada noche a la Divina Providencia. En virtud de la Palabra ella acoge a los fieles como madre, los acurruca, les garantiza un espacio a su ignorancia. Pero por lo mismo los puede infantilizar y apollerar. En ella no falta el bobo que de flojo no quiere oír ni entender la Palabra. Tampoco el cura modoso que enriela a los fieles con tareas de kindergarten. 

 La Iglesia en su expresión más madura convoca a adultos capaces de conversar, de discutir y de indagar con otros una verdad que, por tratarse de Dios mismo, solo se revela a los que no la tienen y que la conquistarán cuando termine la historia, porque ya ahora son poseídos por ella. Una Iglesia de adultos quiso el Vaticano II (años 1962-1965), uno de los tres o cuatro concilios más importantes en la historia del cristianismo. En esta oportunidad, a diferencia de los concilios anteriores, la Iglesia no condenó a nadie. El buen Papa Juan quiso conversar con todos, reconoció que se podía aprender del mundo, de otras culturas y tradiciones religiosas. La Palabra de Dios no se entiende si no sirve para dialogar con los otros. Si solo pudieran comprenderla “los nuestros” no sería Palabra de Dios. La Iglesia tiene la obligación de anunciar el Evangelio de la hermandad a los pueblos sin exclusión, promover una fraternidad entre todos, porque sabe que Jesús murió por todos. El Concilio nos hizo bajar la guardia, exponernos a la crítica, fomentar lo que nos une, no desesperar con lo que nos separa…