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Francisco, Papa todopoderoso

El Papa Francisco ha acumulado poder como para realizar importantes cambios en la Iglesia. En estos momentos es casi todopoderoso. Tener poder, sin embargo, es inquietante. El poder se puede usar para imponerse a los demás o para exponerse a los demás, para oírlos, para interpretarlos, para representarlos y dejarse vencer por sus legítimos anhelos.

Francisco ha sido elegido con una inmensa cantidad de votos. Los cardenales lo respaldan. Le han confiado la reforma la Curia romana. Habrán visto en él un hombre libre y capaz para emprender esta compleja tarea.

Además,  Francisco ha ganado la simpatía de la mayoría de los católicos. Sus gestos de humildad y cercanía a la gente le han valido un apoyo multitudinario. Su predilección por los pobres, sus ansias de una iglesia pobre y sus comportamientos de persona común y corriente, expresan infinitamente mejor el sentido del Evangelio que los salones, los oros y los inciensos. Hay esperanzas de cambio, quién lo duda. No esperanza de seguridades. De cambios y no de vueltas al pasado. El Papa ha ganado poder popular para hacer las transformaciones que la mayoría de los católicos quiere.

Francisco, por último, desencadena las expectativas de respeto y de autonomía de las iglesias locales y regionales, humilladas por el trato que les ha dado la Curia romana. Humilladas, pero sobre todo impedidas de inculturar la Iglesia Católica en sus propias culturas. Muchos obispos y presidentes de conferencias episcopales deben ver con muy buenos ojos que el Papa establezca con ellos relaciones como las que el Vaticano II propuso y no logró. El Concilio apostó por un funcionamiento colegial del episcopado mundial. El Vaticano II apostó por la horizontalidad y la comunión entre los obispos, por el diálogo y la colaboración. Lamentablemente los últimos papas no pudieron revertir el poder del monocentrismo y el verticalismo pre-conciliar. Benedicto no tuvo fuerzas para doblarle la mano a la Curia. Sucumbió a sus malas artes. Pero Benedicto sí tuvo sensatez e inteligencia para despejarle el camino al sucesor que tendrá que reformarla.

Los obispos latinoamericanos, y los demás católicos latinoamericanos representados por ellos, hemos sido víctimas de la prepotencia de la Curia. El último gran bochorno fue la adulteración que se hizo de los documentos de la Conferencia episcopal reunida en Aparecida (2007). Unos fueron los textos que los obispos redactaron, aprobaron y enviaron a Roma; otros los que volvieron de Roma, con alteraciones leves y graves. Pero, ¿cuánto más han debido soportar nuestros pastores? No lo sabemos. ¿Cuántas acusaciones anónimas? ¿Robos de papeles, espionajes, delaciones y zancadillas…? Todas las malas prácticas de que fue víctima Benedicto XVI, perfectamente han podido ser sufridas por los episcopados y conferencias de las distintas partes del mundo.

El Papa Francisco tiene en este momento un enorme poder. Lo tiene para cambiar la Curia, pero talvez también para hacer cambios muchísimo mayores. Levantemos la mirada. Francisco simboliza los cambios que reclama la Iglesia desde el Tercer Mundo. La Iglesia tercermundista tiene ansias de ser una iglesia digna y pobre. No basta con ser católicos en países periféricos e insignificantes. También en estos países hay sectores de fieles que más querrían ser occidentales y pertenecer a una iglesia de tradiciones culturales europeas. Pero los católicos animados por los impulsos renovadores del Concilio Vaticano II, especialmente los latinoamericanos convencidos de la necesidad de inculturar el Evangelio en las culturas locales del continente y hacerlo de acuerdo a la “opción de Dios por los pobres”, tienen hoy puesta su mirada en un Papa que los puede sacar de la humillación de ser tratados como cristianos de segunda categoría.

¿Cómo podría ocurrir algo así? ¿Cómo podría este Papa empezar a hacer cambios mucho más importantes que reestructurar la Curia? Lo principal será volver al Evangelio. Lo cual requerirá, en este caso, de mucha inteligencia, creatividad, paciencia y espíritu de lucha. Habrá enemigos. Los hay.

Hemos dicho que Francisco tiene en estos momentos tres grandes poderes. Es casi todopoderoso: los numerosos votos, la popularidad y el favor muy probable de los obispos locales. Lo decisivo será –no hay que engañarse- ejercer estos poderes en la clave del “poder” de la cruz. Francisco conoce el poder de la pobreza. La pobreza, la cruz y el despojo de la voluntad de poder, paradojalmente,  no solo son los medios a través de los cuales aquellos tres poderes podrían ser puestos al servicio de un anuncio del Evangelio auténticamente cristiano. Pues no basta juntar fuerzas y aplicarla contra viento y marea para cambiar la Iglesia.  La Iglesia de Cristo realmente cambiará cuando ella anticipe el Reino de Dios en comunidades en las cuales los más pobres, con su cultura y su dignidad, sean efectivamente protagonistas y dueños de la Iglesia como de su casa.

Pues bien, para que algo así ocurra se ofrece, precisamente en estos momentos, una vía de gobierno que Francisco podría tomar. Si el Papa más que gobernante de la Iglesia mundial opta por ser “obispo de Roma”; si en vez de arreglar la Curia para controlar mejor a las iglesias regionales y locales; si continúa por la senda de la humildad y evita la tentación de la papolatría, las demás iglesias podrán respirar y sacar personalidad propia. Hasta ahora las demás iglesias han sido presas del miedo. Sus representantes suelen ser vigilados y acusados. El miedo impide a muchos obispos y sacerdotes correr riesgos, inventar alternativas pastorales, prescindir de benefactores que les quitan libertad… Si Roma cambia el modo de relación con las demás iglesias, si confía en ellas, si les da libertad para inculturar su fe en categorías y símbolos propios, llegaremos a tener una Iglesia verdaderamente católica, es decir, universal y plural.

¿Qué Curia se necesita para que algo así suceda? Una Curia que renuncie definitivamente a la Cristiandad (recurso a los Estados, ánimo hegemónico y doctrinas uniformantes) y al estilo cortesano (liturgias pomposas, tradicionalismos hueros, protocolos complicados, palabras acaracoladas); una Curia que fomente el surgimiento y fortalecimiento de diversas maneras de ser católicos. Esto ocurrirá, podría ocurrir, si el Papa Francisco devuelve dignidad y libertad a la Iglesia dispersa en el planeta. Si las iglesia locales y regionales de América Latina, Asia, Europa, Africa y Oceanía se convierten en protagonistas en pleno derecho de ejercer su bautismo, de pensar con autonomía, de elegir sus autoridades,  se realizarán cambios realmente importantes. Cambios mayores. 

La Iglesia después de la renuncia de Benedicto XVI

La Iglesia después de la renuncia de Benedicto XVI y antes de la elección del Papa Francisco

http://peregrinos-robertoyruth.blogspot.com/2013/03/conversando-con-jorge-costadoat-sj.html

Un papa de América Latina

La elección Jorge Mario Bergoglio tiene un altísimo significado simbólico. Es latinoamericano y ha escogido el nombre de Francisco. ¿Hacia dónde llevará a la Iglesia? Puedo equivocarme en el pronóstico. Levanto una hipótesis. El nuevo Papa tal vez no quiera lo que yo quiero; y, si lo quisiera, puede ser que no lo logre. Independiente de esto y aquello, el elegido es representante del Tercer Mundo, si aún podemos hablar en estos términos, y, tendencialmente, de una Iglesia policéntrica.

 Bergoglio ha querido llamarse Francisco. Este nombre retumba en la Iglesia. Se estremece la pompa, el oro y el oropel. ¿Augura una liturgia más cercana y menos cortesana? Francisco de Asís, con su sola pobreza, impactó eficazmente en la Iglesia de su tiempo. Al aparecer al balcón, el nuevo papa hizo gestos nítidos de humildad. Vestidura blanca, petición de bendición a los fieles…

 Por otra parte, Francisco es jesuita. El sabe que San Ignacio quiso parecerse a San Francisco y en cuanto a la pobreza el primer jesuita llegó a ser extremo. Como jesuita del postconcilio, además, ha asimilado la definición de la misión de la Compañía de Jesús en términos de “Servicio de la fe y promoción de la justicia”. El voto de pobreza de los jesuitas, a partir de la Congregación General XXXII (1975), amplió su significado, involucrando a los jesuitas en todas las luchas sociales contemporáneas a favor de los pobres y los movimientos de reconocimiento de los excluidos.

 El nuevo Papa es, en fin, latinoamericano. Un argentino que conoce la miseria de los barrios de  Buenos Aires y del resto del continente. Es un obispo de América Latina que ha participado en la formulación de la “opción preferencial por los pobres”, la convicción mística colectiva y teológica que ha pasado a distinguir nuestro catolicismo. El fue redactor del documento de Aparecida (2007) en el que nuevamente se confirmó esta opción. El sabe, por lo mismo, que Roma alteró el texto final, justamente en los temas sociales. En suma, Francisco es un Papa para el Tercer Mundo. De su elección deben alegrarse no solo los católicos, sino los pobres del mundo entero.

 Además de simbolizar al Tercer Mundo, Francisco representa un giro extraordinario hacia fuera de Europa. Todos los papas han sido europeos u oriundos de la cuenca del Mediterráneo. Occidentales. Bergoglio también es occidental, pero con él se abre la posibilidad de cristianismos africanos, asiáticos, etc. El asunto es que la Iglesia Católica experimenta la tensión mayor de un pluralismo geográfico y cultural. Lo decía Karl Rahner a propósito de los que se dejó ver en el Vaticano II. Por primera vez, sostenía Rahner, la Iglesia se constituyó al más alto nivel y en términos de enseñanza de la fe, con representantes de todos los lugares de la tierra. Lo que está en juego con un Papa de América Latina, además de una retorno a la pobreza evangélica, es la posibilidad del despliegue de una Iglesia policéntrica.

 Esto no es del todo nuevo. En la Antigüedad hubo cinco patriarcados: Roma (Occidente), Constantinopla, Antioquía, Jerusalén y Alejandría (cuyo patriarca también era llamado papa). Entre ellos, el papa de Roma velaba especialmente por la unidad y la comunión entre las iglesias, para lo cual muchas veces tuvo que zanjar cuestiones teológicas. En la actualidad, el pluralismo que se insinúa es mucho mayor. Hace rato que Roma hace enormes esfuerzos por contener a los católicos en la unidad. No ha habido cismas, salvo el de Lefebvre. Insignificante. Pero sí ha habido «cisma blanco»:  el descuelgue masivo de católicos que no comparten ya la cultura en la cual la Iglesia continúa operando, tanto en el plano del mando como de la doctrina; una generación completa de jóvenes perplejos con una enseñanza sexual que no comprenden; y con los abusos sexuales del clero.

 Lo que despunta, y que no sabemos por cuanto más Roma puede impedir, es el surgimiento de un catolicismo de iglesias regionales y locales culturalmente distintas. Por tanto, con propios modos de elegir a sus autoridades y con formulaciones originales de los contenidos de fe del Evangelio. ¿Llevará Francisco la Iglesia a un policentrismo? No lo sabemos, pero lo representa. ¿Volveremos a los antiguos patriarcados o algo equivalente? Es muy probable que si no se avance en esta dirección la Iglesia dejará de ser “católica”, esto es, “universal”, para quedar reducida a un grupo pequeño de fieles refractarios de la cultura moderna e inmunes a inculturaciones plurales del Evangelio.

 Un último asunto –siempre en términos hipotéticos- es qué teología pudiera sostener un despliegue policéntrico de la Iglesia y un compromiso de esta Iglesia con los pueblos víctimas de la globalización del Mercado y de todo tipo de esclavitudes. El Papa Francisco representa una ruptura. Se nos dice que es conservador. Pero ha quedado puesto en un lugar en que no puede serlo. Por una parte necesitará el aporte de las teologías de la liberación y, por otra, de las teologías inculturacionistas y contextuales. Sin estas, difícilmente el nuevo Papa podrá emprender los cambios que él mismo simboliza.

Hacia un catolicismo policéntrico

Rome and the margins: http://www.aljazeera.com/programmes/general/2013/03/2013325123233506715.html

Reflexiones sobre la crisis de la Iglesia

Reflexiones sobre la crisis de la Iglesia: http://fondacio.cl/2011/06/jorge-costadoat-reflexiona-sobre-crisis-en-la-iglesia/

¿Juan 24 o el nombre del bautismo así no más?

No percibo preocupación alguna sobre el nombre que adoptará el próximo Papa. Evidente. Si aún no se lo ha elegido, todavía no es tema. Pero lo será. Y no será inocuo qué nombre quiera ocupar. Puesto que este periodo de espera es también un tiempo de alegría y de libertad, me doy la posibilidad de imaginar posibilidades.

Juan Pablo I tomó el nombre de los papas inmediatamente anteriores. Juan Pablo II siguió la intención de su predecesor, quien desempeñó el cargo solo por un mes. Benedicto XVI marcó una diferencia. Tomó un nombre de larga tradición. No recuerdo bien cuál fue entonces su motivación. ¿Quién será ahora el sucesor del obispo de Roma emérito?

Confieso que siempre me ha gustado la idea de Juan XXIV o 24, para ponerlo en términos modernos. Juan XXIII, “el Papa bueno”, además de bueno tuvo una sintonía y simpatía tal con su época que logró interpretarla. Un gran músico interpreta con creatividad a un gran autor. Juan XXIII interpretó la partitura de sus contemporáneos. Pero, además de intérprete, fue un compositor. Su gran obra fue el Concilio Vaticano II. Lo que más quiero es un papa profundamente conectado con los tiempos que vivimos; que no le tenga miedo a los cambios; que cambie la Iglesia conforme a la acción de Dios en la historia. ¡Dios sí está actuando en la historia! No me gustaría un papa asustado con la modernidad, la postmodernidad o lo que sea. Prefiero uno que tenga una predisposición positiva ante las culturas y las nuevas síntesis culturales. Me gusta el nombre de Juan 24. Los católicos, ¡el mundo!, necesita líderes espirituales de honda bondad, libres, visionarios, audaces y sobre todo pobres. El “Papa bueno” legó a América Latina su deseo de una “Iglesia de los pobres”. Aborrezco el oro.

Un amigo mío tiene una idea mejor que la mía. En vez de llamarse Juan XXIV o 24 podría usar simplemente el nombre de bautismo. Si se llama Alberto, Alberto. Si se llama Daniel, Daniel. Y sin número. Nada. Solo el nombre que le dio la Iglesia el día que lo bautizaron. ¿No sería quitarle gracia al Papado? Después de todo, esto de dar otro nombre al Papa es una tradición bonita que no le hace mal a nadie. Sí, es verdad. Pero si se trata de ir a fondo, creo que al mismo “Papa bueno” le gustaría que el nuevo obispo de Roma subrayara la importancia que “su” Concilio quiso dar a la igual condición de los cristianos en virtud del bautismo. Me convence mi amigo.

Uno de los cambios más impresionantes indicados por el Vaticano II es haber llamado a la Iglesia “Pueblo de Dios”. La Iglesia en la Tradición tiene muchas denominaciones y el Concilio no le quita  ninguna. Pero destaca esta de “Pueblo de Dios”. Con ello, recuerda que en la Iglesia lo determinante es que todos somos hermanos y hermanas porque, en virtud del bautismo, somos hechos “hijos” e “hijas” de Dios. Al ser bautizados en Cristo, el Hijo, somos hemanados. Las relaciones principales que hemos de establecer entre nosotros los cristianos han de ser fraternales/horizontales. Con este énfasis, el Vaticano II relativizó la distinción entre lo sagrado y lo profano y, por de pronto, subordinó el sacerdocio ministerial al servicio del sacerdocio común de los fieles. El Vaticano II no “dio vuelta la tortilla”, como si ahora los laicos pasaran a ser más importantes que los sacerdotes; sino que distinguió a estos de aquellos de acuerdo a un servicio específico, pero exigiendo entre ellos, sobre todas las cosas, el respeto de la igualdad bautismal fundamental.

¿Cuánto queda por recorrer en esta materia? ¿Hemos avanzado? Hacia allá va el camino. Nos llevamos juntos todos los cristianos, unas veces cargando los sacerdotes con los laicos y otras, los laicos con los sacerdotes; además, entre otros pueblos de la tierra que también consideramos hermanos por compartir la misma vocación al Padre de Jesús.

Más que Juan 24, preferiría que el nuevo Papa conserve el nombre de pila. Conservándolo, será progresista. Progresista en la línea señalada por el Gran Concilio. Progresista, porque en un mundo tan desigual y estratificado, el bautismo cristiano tendría que ser una fuerza revolucionaria. 

La Iglesia de los pobres podría dejar las edificaciones vaticanas

“Ah, cuánto querría una Iglesia pobre y para los pobres”, ha dicho el Papa Francisco. Sus palabras nos estremecen.

Pero, ¿qué ha querido decir con ellas? Las personas entenderán cosas muy distintas. Conceptos de pobreza y de riqueza puede haber muchos.

Lo normal es que nadie quiera ser pobre. ¿A quién pudiera gustarle pertenecer a la “Iglesia de los pobres”? Sería raro. Sería extraño, a no ser que alguien haya descubierto la pobreza del reino de Dios y conozca en carne propia la maravilla de seguir a Jesús pobre. No sería extraño, en este caso, que uno quisiera echar a los ricos fuera de la Iglesia. Jesús sostenía que lo normal sería que los ricos se fueran al infierno y que solo Dios podría lo imposible: que algún rico se salve. Pero las palabras de Jesús, como todas sus metáforas, han sido un aguijón para provocar la conversión. No hemos de creer que Jesús quería realmente que los ricos se fueran al infierno. Quería que se convirtieran; que renunciaran a sus riquezas y las dieran a los pobres.

Hay muchas maneras de ser pobre y no es normal que alguien quiera ser un hambriento, un sediento, no tener con qué vestirse ni dónde dormir, vivir bajo rejas, ser víctima del alcohol, la droga, de una enfermedad maldita o de pelambres ajenos. ¡Quién querría! Solo puede quererlo alguien que acoge con gozo las palabras de Jesús: “bienaventurados ustedes los pobres porque de ustedes es el reino de Dios”. Nadie más.

¿Una Iglesia pobre y para los pobres? ¿Qué quiere el Papa? ¿Querrá lo que Jesús querría? Supongamos que sí. Recemos para que Jesús ilumine al Papa y le ayude a descubrir exactamente qué significa hoy, en este siglo XXI, en esta Iglesia en crisis, la bienaventuranza franciscana de Jesús.

Yo quisiera muchas cosas. Pero, si me dieran la oportunidad de pedir al Papa Francisco una sola, esta sería: que abandone la ciudad del Vaticano e instale la sede del obispo de Roma en alguna de las parroquias de la periferia de esta misma ciudad. Pudiera ser la parroquia de Prima Porta. Son barrios de clase media emergente, antes familias obreras y de gran esfuerzo. Los conozco bien.

Le pido al Papa que deje la basílica de San Pedro, y todas las riquezas que contiene el Estado pontificio. Me escandalizó cuando adolescente y me escandaliza ahora que soy adulto. Como sacerdote no lo puedo entender, pero el resto del Pueblo de Dios, en su gran mayoría, tampoco lo entiende. ¡Qué tiene que ver esta fastuosidad con Jesús de Nazaret! La Iglesia rica es sacramento que reproduce simbólicamente un cristianismo para los ricos. El oro sacro canoniza el oro profano.

La inmensa mayoría del Pueblo de Dios que hoy reboza de esperanza con un Papa que se llama Francisco y da señales de humildad; que quiere que la Iglesia efectivamente sea la Iglesia de los pobres, vería en el abandono de la ciudad del Vaticano un símbolo de un cristianismo auténtico. Los cristianos, por muchas razones, son pobres. La inmensa mayoría son pobres. Todos, por alguna razón, son pobres. Las edificaciones vaticanas les son chocantes, a no ser cuando se dejan embrujar por la magia de la riqueza, del poder, en una palabra, del ídolo, el falso dios que promete salvación pero no a través de la cruz.

Se nos dirá, ¿y qué hacemos con los museos, las bibliotecas, las joyas y, sobre todo, con los restos de Pedro y de los demás santos y papas?

No sé. Pero el Evangelio es lo primero. Todo lo demás se arregla.  

Por fin nuevo Papa, un Papa latinoamericano. ¿Habrá cambios en el gobierno de la Iglesia Católica?

Los cardenales han elegido Papa a Jorge Mario Bergoglio. El hecho es significativo no porque sea jesuita o argentino, aunque esperamos que estos dos aspectos sean una contribución. Es significativo y puede ser decisivo que sea el primer Papa no europeo y que haya querido llamarse Francisco. ¿Será para la Iglesia de América Latina una confirmación su  «opción por los pobres»? Lo espero. Para que algo así suceda, la Iglesia tendrá que avanzar en dos asuntos de gobierno.

 Ya los años de la realización del Concilio Vaticano II se planteó la necesidad de reformar la Curia romana. Pablo VI se reservó esta tarea. Juan Pablo II pidió a los obispos ideas para ejecutarla. Lamentablemente Benedicto XVI tuvo que gastar buena parte de sus fuerzas físicas y espirituales en lidiar con los problemas de gobierno que le dejó la larga agonía de su predecesor y la reforma inacabada de la Curia. No se entiende cómo en nuestro medio haya personas que se empeñen en negar estos problemas. No hace mucho, el Cardenal Walter Kasper, había comentado que en Roma no había gobierno. El Cardenal Martini, poco antes de morir, recomendaba a Benedicto: “Aconsejo al Papa y los Obispos a buscar a doce personas ‘de fuera’ para ocupar los lugares de dirección. Hombres que estén cerca de los más pobres, que estén rodeados de jóvenes y que experimenten cosas nuevas”. 

 Ciertamente se necesita un Papa que haga cambios profundos en el gobierno de la Iglesia. Benedicto XVI, con su renuncia, ha creado una situación muy favorable. Quizás por primera vez en la historia de la Iglesia un Papa podrá requerir a un emérito toda la información necesaria para introducir reformas de gobierno estructurales. Estoy convencido de que Benedicto será discreto y no querrá continuar gobernando en las sombras. Su permanencia dentro de las murallas vaticanas –riesgosa bajo este respecto- le hará disponible, con su experiencia e información, a las consultas del nuevo Papa.

 El otro gran asunto, todavía más complejo y, por cierto, más importante, es que las iglesias regionales y locales puedan  desarrollarse con autonomía y creatividad. La tensión principal que atraviesa a la Iglesia actual es la de convertirse en una Iglesia inculturada en las más distintas culturas. Pensemos en conferencias episcopales nacionales y regionales con atribuciones para elegir obispos por sí mismas, para crear nuevas formas litúrgicas y para actualizar asuntos de doctrina en materias morales, dogmáticas y jurídicas. Un cambio de tal envergadura tiene sustento teológico: si Dios se relaciona personalmente con cada ser humano, ¿es necesario hacerse europeo para ser cristiano? No lo es. En la Antigüedad hubo un cristianismo policéntrico. En algún momento se dieron cinco patriarcados: Roma, Alejandría, Antioquía, Constantinopla y Jerusalén ¿No sería posible en nuestra época, por lo mismo, algo así como una pluralidad de iglesias: un patriarcado de Africa francesa, de Africa inglesa, de Brasil, de América Latina, de Oceanía, de Filipinas, de Europa… Podrían ser doce. A Roma correspondería velar por la unidad y la comunión. Siempre ha sido esta su misión específica.

 Bien parece que la reforma de la Curia es la tarea inmediata. ¿Saldrá de esta reforma la posibilidad de contar con once curias más? ¿Doce, culturalmente distintas?

¿Un Papa para América Latina?

Todos los Papas han sido europeos u oriundos de la cuenca del Meditarráneo. Han tenido la cultura que fraguó en esa región del mundo gracias al entrecruce de culturas como la hebrea, la griega, la latina y la germánica. Benedicto XVI ha sido un Papa muy europeo con todas las virtudes y límites que esto tiene. Benedicto ha heredado un cristianismo de dos mil años en su máxima expresión cultural. Pero, ya que el Evangelio no se agota en las culturas en las que se verifica, pues inculturarse en otras culturas. Puede, en principio, haber un cristianismo asiático, africano, latinoamericano, etc. Lo que ha sido difícil para Benedicto es, en cuanto responsable de la unidad de la Iglesia, abrir la puerta a cristianismos no europeos. Si hasta ahora la Tradición del Evangelio ha sido europea cuesta entender que pueda haber una liturgia, una moral, un derecho canónico e incluso una teología dogmática que se configuren en otras gramáticas culturales.

 Karl Rahner, uno de los principales teólogos del Concilio Vaticano II, ha sostenido una tesis de enorme importancia. Una de las tensiones principales que está experimentando la Iglesia hoy, es que en el Concilio, por primera vez en la historia la Iglesia, se ha actualizado como iglesia mundial. En el Vaticano II el Magisterio operó con representantes venidos de todas las partes de la tierra. Hasta entonces no se había tenido sino una versión occidental del cristianismo. Desde ahora, la Iglesia ha comenzado a sentir con fuerza la tensión de llegar a ser una Iglesia inculturada en las diversas regiones del planeta, sin dejar de ser la Iglesia judeo-cristiana y luego greco-latina y europea de siempre.

 En palabras del mismo Rahner: “Bajo el respecto teológico existen en la historia de la Iglesia tres grandes épocas, la tercera de las cuales apenas ha comenzado y se ha manifestado a nivel oficial en el Vaticano II. El primer período, breve, fue el del judeocristianismo; el segundo, de la Iglesia existente en áreas culturales determinadas, a saber, en el área del helenismo y de la cultura y civilización europea. El tercer período es en el cual el espacio vital de la Iglesia, en principio, es todo el mundo”.

 Rahner no es tan simple como para reducir solo a tres las grandes etapas de la historia de la Iglesia. Admite muchas subdivisiones de esta historia. Pero, su triple distinción nos sirve para ubicarnos en la tercera etapa y entender qué está realmente ocurriendo. Aquí y allá hay intentos de levantar una iglesia asiática, africana, etc. La presión mayor es a pasar a un catolicismo plural, policéntrico; un catolicismo en el cual haya varias versiones culturales de iglesias adultas. Este proceso claramente comenzó en América Latina. La recepción que Medellín comenzó a hacer del Vaticano II, fue sucesivamente desarrollada en las conferencias de Puebla (1979), Santo Domingo (1992) y Aparecida (2007). Roma ha fomentado este proceso, pero a veces también lo frenado o intervenido.

 Una de las preguntas que se hacen muchos católicos latinoamericanos ante la elección del próximo Papa, es si favorecerá o dificultará el despliegue de una Iglesia auténticamente latinoamericana. Digo, “una de las preguntas”, porque hay otras preguntas cuyas respuestas interesan tanto aquí como allá. Evidentemente que, en la medida que en América Latina la cultura predominante es secular, también en este continente interesa la postura del Papa ante temas como la sexualidad, homosexualidad, los matrimonios, la bioética, la mujer, la transparencia, la rendición de cuentas, la democracia y la justicia social.

 En América Latina, con Monseñor Manuel Larraín y Helder Camera a la cabeza, grandes impulsores de la participación latinoamericana en el Concilio, la Iglesia ha hecho un camino extraordinario. En cincuenta años el Vaticano II ha sido ampliamente acogido. En la liturgia, por ejemplo, ha sido posible pasar del latín al español y al portugués; se ha dado enorme importancia a la lectura de la Palabra de Dios, a la cual ha llegado a tener acceso gente humilde que recién aprende a leer; y el canto litúrgico ha admitido instrumentos “profanos” como la guitarra; en suma, la participación de los fieles –el criterio clave de la reforma conciliar- se ha cumplido. A esto hay que sumar dos hechos extraordinarios y distintivos.

Primero, la convicción espiritual y teológica de la Iglesia latinoamericana de la Opción de Dios por los pobres. Este es sin duda el nombre de la recepción que ha hecho América Latina del Concilio. Las cuatro conferencias mencionadas insisten en ella. Benedicto XVI la confirma en Aparecida en términos rotundos: esta opción es inherente a la fe en Cristo. No se puede ser cristiano si no se opta por los pobres. Esta opción explica el apoyo de las iglesias locales a los movimientos sociales, las iglesias mártires como la de El Salvador y la Iglesia chilena enfrentada a la Dictadura.

 Segundo, e indisociablemente vinculado a lo anterior, la Iglesia latinoamericana ha desarrollado una teología propia, es decir, un pensar la propia experiencia histórica y creyente con autonomía. La Teología de la liberación latinoamericana le ha dado a la Iglesia adultez, pues le ha ayudado a reflexionar su amor a los pobres. Si América Latina ha dependido intelectual y teológicamente por quinientos años, los teólogos latinoamericanos han procurado acabar con esta minoría de edad.

 Las resistencias de Roma -en el horizonte de la tesis de Rahner- son explicables. La postura del Papa Benedicto frente a la Teología de la liberación fue oscilante. Se opuso a ella con vigor en sendos documentos los años 1984 y 1986. En más de una ocasión sancionó a alguno de sus teólogos y prácticamente todos tienen carpeta en la Congregación para la Doctrina de la Fe. Sin embargo, recién el año pasado, nombró Prefecto de esta Congregación a Gerhard Müller, gran amigo de Gustavo Gutiérrez (el “padre” de esta teología), con quien en 2005 escribió la obra Del lado de los pobres. Teología de la liberación.

 Muchos, no todos, los católicos latinoamericanos quisiéramos que el nuevo Papa nos ayude a alcanzar la mayoría de edad.

¿Se necesita realmente un Papa?

No hay Papa. El mundo no se ha venido abajo.

 No pasaría lo mismo si de un día para otro dejara de existir el amor. Sin amor, el cristianismo y el catolicismo no son nada. Sin amor el mismo mundo reventaría en discordias y guerras de todo tipo. El amor sostiene la existencia, une la historia, ofrece una esperanza a la humanidad. El amor es la red que sostiene el universo e impide que se caigan las galaxias. El día que deje de haber amor, dejará de existir la creación. Porque Dios es amor, y Dios hizo el cielo y la tierra.

 No hay Papa, pero sí hay amor. ¿Para qué elegir un Papa si podemos vivir del amor? Es más, ¿acaso los papas, los sacerdotes y las religiones en general no son exactamente articulaciones rituales y simbólicas que complican la existencia? ¿No asfixian la posibilidad de amar a rienda suelta? ¿No mataron a Jesús? Ciertamente los católicos percibimos a veces que nuestra religión nos oprime. Ahora último estamos estremecidos por los escándalos de personas que, habiendo debido darnos testimonio de qué significa amar, han hecho daños incalculables a seres humanos que confiaron en ellas.

 Esto es verdad, pero no es toda la verdad. Pues si el amor tiene un rostro profano y secular, también necesita de configuraciones rituales y simbólicas que expresen que su realidad tiene un valor eterno.

 El amor es profano y secular: cualquier ser humano que ama, cumple su razón de ser. Una persona puede ser atea. Si ama, basta; dicho  en cristiano, “se salva”. Porque a Dios, que es amor, solo se le honra cuando se ama.

 Sí, pero las personas necesitamos de palabras y gestos, de expresiones artísticas que representen el amor. Un enamorado que no regala flores a su amada puede talvez escribirle poemas. Pero si no le regala flores, no le escribe poemas, no simboliza de ninguna manera sensible que la ama, arriesga perderla.

 Exactamente por esto los católicos necesitamos un Papa. El representa –debiera representar- el Evangelio. Jesús hablaba en parábolas para exigir a las personas que se quisieran y perdonaran. El Evangelio hoy necesita de una Iglesia, y de un Papa, que nos hagan saber simbólica y sacramentalmente que el amor es lo más grande.

 No solo los católicos. El mundo mismo necesita de varias religiones, varias sabidurías, varios poemas para entender qué es el amor y practicarlo. La humanidad, en este sentido, sí necesita un Papa; necesita machis, gurúes, lamas… 

 El pluralismo es uno de los grandes descubrimientos del Concilio Vaticano II. Concédasenos a los católicos creer que el planeta necesita, además de pluralismo, a un Papa que encarne el anhelo de ser amados como Jesús amó el mundo. No cualquier Papa, ¡cuidado! No un anti-papa que simbolice el oro y el poder. Solo el amor es absolutamente necesario. Por esto queremos un Papa que sea sacramento de la bondad, de la justicia y del perdón.