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Pablo VI, los pobres y la Iglesia latinoamericana

pablo vi en medellinPablo VI, recién proclamado beato por el Papa Francisco, merece un especial reconocimiento de parte de la Iglesia en América Latina. Se le debe mucho. Menciono tres méritos, pero me alargo solo en el tercero: promovió la constitución del CELAM en su primera década de vida, estimuló una evangelización de las culturas del continente y sustentó teológicamente la que Puebla llamaría “opción preferencial por los pobres”.

Fue Pablo VI el primer Papa que puso un pie en tierra americana. Esto ocurrió en Colombia en 1968. El acontecimiento catalizó un grandísimo interés. América Latina recibía al representante de su centenaria fe en Cristo; en un momento históricamente muy delicado desde un punto de vista socio-político; y justo cuando la Iglesia continental ensayaba su apropiación del Concilio Vaticano II.

En esos años, desde la Revolución cubana en adelante, la agitación socio-política y las exhortaciones a la violencia se oían en todos los países. La tensión Este – Oeste, USA – URSS, era máxima. Había motivos para la ebullición revolucionaria y también para sofocarla: durante el siglo XX se exasperó la conciencia de la situación de miseria de campesinos y obreros, y de inmigrantes en las grandes ciudades.

El Papa que venía a inaugurar la II Conferencia episcopal latinoamericana, debía dar una orientación precisa para impulsar una recepción del Concilio que se hiciera cargo de esta realidad.

Bien vale recordar con atención sus conmovedoras palabras a miles de campesinos en Mosquera:

“Porque conocemos las condiciones de vuestra existencia: condiciones de miseria para muchos de vosotros, a veces inferiores a la exigencia normal de la vida humana. Nos estáis ahora escuchando en silencio; pero oímos el grito que sube de vuestro sufrimiento y del de la mayor parte de la humanidad. No podemos desinteresarnos de vosotros; queremos ser solidarios con vuestra buena causa, que es la del Pueblo humilde, la de la gente pobre. Sabemos que el desarrollo económico y social ha sido desigual en el gran continente de América Latina; y que mientras ha favorecido a quienes lo promovieron en un principio, ha descuidado la masa de las poblaciones nativas, casi siempre abandonadas en un innoble nivel de vida y a veces tratadas y explotadas duramente. Sabemos que hoy os percatáis de la inferioridad de vuestras condiciones sociales y culturales, y estáis impacientes por alcanzar una distribución más justa de los bienes y un mejor reconocimiento de la importancia que, por ser tan numerosos, merecéis y del puesto que os compete en la sociedad. Bien creemos que tenéis algún conocimiento de cómo la Iglesia católica ha defendido vuestra suerte; la han vindicado los Papas, nuestros Predecesores, con sus célebres Encíclicas sociales y la ha defendido el Concilio ecuménico».

Hasta hoy los teólogos de la liberación han lamentado que el concepto de “Iglesia de los pobres” no se hubiese constituido en el tema central del Vaticano II. El Cardenal Lercaro y otros más pensaban que este designaba una característica decisiva de la Iglesia de Cristo, que debía destacarse más aún en aquellos años. No fue así. No lo bastante. De aquí que se dijera que el Concilio había quedado en deuda con América latina y que Populorum progressio (1968), del mismo Pablo VI, habría sido el pago de esta deuda.

Pero hay algo aún más profundo. El Papa Montini, en aquella misma ocasión, puso bases cristológicas a la sería la “opción por los pobres” que ha llegado a constituir el nombre de la recepción del Concilio de la Iglesia en América Latina. En este mismo discurso, de un modo impresionante, Pablo VI descubre a los pobres su identidad más profunda. Lo hace en términos sobrecogedores:

“Hemos venido a Bogotá para rendir honor a Jesús en su misterio eucarístico y sentimos pleno gozo por haber tenido la oportunidad de hacerlo, llegando también ahora hasta aquí para celebrar la presencia del Señor entre nosotros, en medio de la Iglesia y del mundo, en vuestras personas. Sois vosotros un signo, una imagen, un misterio de la presencia de Cristo. El sacramento de la Eucaristía nos ofrece su escondida presencia, viva y real; vosotros sois también un sacramento, es decir, una imagen sagrada del Señor en el mundo, un reflejo que representa y no esconde su rostro humano y divino”.

Esos campesinos debieron ser fuertemente impresionados por las palabras de un Papa que veía en ellos un sacramento de Cristo y los saludaba con reverencia:

“No hemos venido para recibir vuestras filiales aclamaciones, siempre gratas y conmovedoras, sino para honrar al Señor en vuestras personas, para inclinarnos por tanto ante ellas y para deciros que aquel amor, exigido tres veces por Cristo resucitado a Pedro (Cf. Io. 21, 15 ss), de quien somos el humilde y último sucesor, lo rendimos a Él en vosotros, en vosotros mismos. Os amamos, como Pastor. Es decir, compartiendo vuestra indigencia y con la responsabilidad de ser vuestro guía y de buscar vuestro bien y vuestra salvación. Os amamos con un afecto de predilección y con Nos, recordadlo bien y tenedlo siempre presente, os ama la Santa Iglesia católica”.

Pablo VI, de esta manera, ponía uno de los cimientos de la que habría de ser la clave de la pastoral de la Iglesia latinoamericana y de la naciente Teología de la liberación: la preferencia de Dios por los pobres; el otro cimiento también lo pondría él, a saber, la de comprometerse solidariamente con los pobres con prácticas sociales y políticas a todo nivel. En Mosquera el Papa prometió a los pobres de todo el continente: defender su causa, denunciar las desigualdades económicas entre ricos y pobres, patrocinar la colaboración entre las naciones, dar la Iglesia testimonio de pobreza y anunciar a ellos mismos, los pobres, la bienaventuranza de la pobreza evangélica.

En esos agitados años Pablo VI pidió a los latinoamericanos no confiar en la violencia ni en la revolución. Esta podría acarrear aún peores males. Pero él mismo alentaba la organización de otras formas de lucha contra la injusticia.

Este viaje a Colombia y este discurso deben ser recordados. En ellos ha podido visualizarse la originalidad y la misión de la Iglesia en América latina, la atención a los signos de los tiempos que realizará a futuro y su actualización como “la Iglesia de los pobres”.

Match point de la Iglesia chilena

Los actores de los últimos cuarenta años, personas o instituciones, deben mirar hacia el pasado si quieren participar con honestidad en futuro del país. La Iglesia Católica, habiendo sido protagonista de estas décadas, debe volver sobre los acontecimientos en que se vio involucrada estos años porque su misión le exige continuar contribuyendo a la construcción de Chile.

 Esto, sin embargo, no es fácil. La Iglesia durante el gobierno militar puso a los chilenos una vara muy alta de humanidad. Tan alta, que a ella misma le costaría sobrepasarla de nuevo. Debe reconocerse que a nadie se le puede exigir algo parecido a encarar al gobierno más cruel de la historia de Chile, amparar a sus víctimas y luchar por sus derechos fundamentales. Si algo se debe a la Iglesia en estos últimos cuarenta años, es haber ayudado a hacer a Chile un país más humano. No más católico, sí más humano.

El contexto ha cambiado. Se podrían decir tantas cosas. Me centro en una clave. Aquí y en otras partes del mundo, la Iglesia experimenta una grave crisis en su capacidad para trasmitir la fe. La cristiandad se acabó. La cultura predominante no es cristiana. En nuestro medio, la crisis del paradigma neoliberal en el plano educacional extrema las dificultades de traspasar a las siguientes generaciones la fe.  Se ha vuelto muy difícil que la Iglesia incida en la cultura como lo hizo esa generación de obispos y personas, católicas y no católicas que, con el Cardenal a la cabeza, instalaron en el disco duro de la chilenidad la parábola del “buen samaritano” (Lucas 10).

¿Qué está ocurriendo con la educación católica? Este es el punto decisivo. El match point. ¿Qué enseñará la Iglesia sobre la persona humana? ¿Qué tipo de educación católica transmitirá la fe en la Encarnación de Dios en Jesús en una cultura que, en unos aspectos, involuciona en humanidad y, en otros aspectos, le lleva a la Iglesia la delantera? Enseñar que Jesús “es Dios” y olvidar que Dios “es Jesús”, que Cristo es la medida de la salvación del hombre y que esta, en términos contemporáneos, se mide en humanización, da motivos para pensar que el cristianismo es irrelevante. Un cristianismo que pone lo esencial en el más allá no merece autoridad en el más acá.

El Cristo que la educación católica ha de transmitir, por otra parte, tampoco es cualquiera. Es el que fue (hace dos mil años) y el que es (los últimos cuarenta años). El que siguieron los pobres de Galilea y el que fue crucificado bajo Augusto Pinochet. Es el Cristo que hoy está elevando la humanidad a su cota más alta, sea a través de una nueva evangelización sea a través de la lucha secular de cualquier ser humano por un mundo compartido. Es hoy que la educación católica tiene que hacer una memoria passionis. ¿Se enseñará a los niños quién fue Raúl Silva Henríquez? ¿Se contará que fue pionero de la reforma agraria y años después fundador de la Vicaría de la Solidaridad? ¿Qué dirán los textos de historia sobre la Vicaría? Lo primero que habría que hacer es llevar a los secundarios a visitar el Museo de la Memoria.

Hoy, además, cuando la emergencia de una clase de jóvenes se levanta contra la injusticia educacional estructural del país, los colegios y universidades católicas debieran revisar los perfiles de egreso de sus alumnos. No pueden desentenderse de lo que está ocurriendo. La Iglesia tiene numerosos colegios y escuelas que educan a los más pobres. La mayoría de estos acogen niños de las clases medias-bajas. La Iglesia tiene universidades que hacen un verdadero esfuerzo por formar generaciones con sentido de bien común. Las mejores no se ubican en “la cota mil”. Están en San Joaquín o en la Alameda. Pero hace cuarenta años hubo intentos de educación católica mucho más integradora. Los curas del Saint George quebraron la viga maestra de la educación de la elite: formar a los mejores para que algún día edifiquen un país mejor.

El contexto ha cambiado. Hoy no se puede dar educación buena para ricos y educación mala para pobres. La Iglesia Católica, ante el desafío de formación de la elite, se encuentra en una disyuntiva: seleccionar a los mejores para hacer una país mejor o integrar a niños de diversos orígenes (sociales, culturales y religiosos) para conseguir una sociedad integrada. La selección excluye necesariamente. El país del 2011 ha tomado conciencia de que seleccionar es excluir. La integración, en cambio, puede ser conflictiva. Pero si no se la intenta en el aula y tempranamente, la segregación actual incuba violencia social y quién sabe si otros “golpes”.

La evangelización se encuentra en un punto crítico. Ya no se trata de hacer de Chile un país católico (el mismo Padre Hurtado habría cambiado su manera de pensar). Una educación cristiana renovada podría incluir una visita el Museo de la Memoria. Y, acto seguido, hacer ver a los estudiantes la película Machuca.

La cruz del problema de la educación católica es defender la posibilidad de levantar escuelas y colegios con proyectos educativos propios, sin que la calidad de estos colegios, por razón de competencia, perjudique la educación de los más pobres o de quienes no han de ser los seleccionados en tales instituciones. Selección es exclusión. Al Estado le corresponde impedir que esto ocurre. No impedir el pluralismo de proyectos educativos. Sería una barbaridad. Pero no puede financiar, por via indirecta, la exclusión. Debe, por el contrario, elevar, en cuanto pueda, el financiamiento de una educación de calidad para todos por parejo. E incluso, hacer una discriminación positiva en favor de los excluidos. La Iglesia no debiera querer más que esto mismo. Sería paradojal que fuera el Estado, y no ella, la que hiciera la «opción por los pobres».

Los últimos cuarenta años son una reserva extraordinaria de sentido para la Iglesia Católica chilena. Volver la mirada hacia atrás, hacer memoria de la pasión de las víctimas del pasado, volver a sentir su dolor, sentir hoy la demanda estudiantil y las quejas contra la sociedad mercantilista, y seleccionar a los excluidos, le da sentido a la misión de la Iglesia: orientación y razón de ser para el futuro. Los católicos se juegan el partido. Match point.

 

Más Iglesia y menos Papa

¿Por qué América latina celebra el nombramiento de Francisco? Porque es natural ser algo niños. El chovinismo es infantil. Estamos felices de que haya “ganado” uno de los nuestros. Pero hay una razón más importante. Con Francisco está en juego que se nos considere adultos, y no más niños. Los latinoamericanos estamos cansados de ser tratados como menores de edad. Con quinientos años de historia creemos que podemos hacer las cosas a nuestra manera. Llegó la hora. Justo cuando nuestra adolescencia amenazaba una ruptura fatal con la paternidad europea.

Hasta hace poco, y aún en buena medida, hemos padecido a la Santa Sede como una monarquía absoluta. Los últimos papas cuadraron la Iglesia con la doctrina. Los nombramientos episcopales, en su gran mayoría, recayeron en personas inobjetables desde un punto de vista doctrinal pero muy poco audaces, sin todo el arrojo evangélico necesario. Las presiones y el control de la curia romana han hecho que no pocos parezcan obispos asustadizos. Cuántos de ellos llegaron a las oficinas romanas acoquinados, pidiendo permiso y perdón, como si no fueran pastores en propiedad de sus diócesis. Hubieron de ser ortodoxos doctrinalmente, porque les pareció peligrosa la ortopraxis: discernir qué hacer ante los signos de los tiempos de América latina y crear, imaginar alternativas y correr el riesgo de implementarlas.

El vértigo a la libertad que el Vaticano II generó, ha sido probablemente la causa del encogimiento de nuestras iglesias. Recién cuando empezábamos a forjar una Iglesia auténticamente latinoamericana, con nuestra teología propia, comunidades y liturgias adecuadas a nuestra realidad cultural, nos cortaron las alas. Castigaron a nuestros teólogos. Encerraron a los seminaristas en claustros que los protegían de sus contemporáneos, cuando no de su propia humanidad. Todo debió ajustarse milimétricamente a una sola visión, a la única manera de pensar posible, la de la Curia, que explotó el nombre del Papa a tal grado que terminó por corromper el prestigio de la Santa Sede. En pos de la unidad, todos debimos ser iguales. Se nos obligó a cerrar filas frente a un mundo adverso y en contra del pluralismo; debimos, así, neutralizar nuestra propia diversidad.  Nos habíamos ilusionado con el Concilio, pues respondía a nuestro anhelo de Iglesia católica más profundo. A fuerza de miedo, empero, se nos hizo retroceder a antes del Vaticano II. Los pontífices no parecían deberle nada a nadie. Por el contrario, los demás debían considerarse deudores de su beneplácito.

Francisco, en cambio, asume pidiendo la bendición del pueblo de Dios. No se cita a sí mismo. Cita a las conferencias episcopales de todas las regiones eclesiásticas del planeta. La diferencia es radical. Como “obispo de Roma”, restringiéndose a su diócesis hará posible que los demás obispos del mundo puedan respirar y hacerse cargo de las suyas sin temor a equivocarse. Él, el Papa, habla sin papeles. Puede equivocarse. Las improvisaciones y gestos espontáneos son ocasión de errores, quién no lo sabe. Pero así da el ejemplo contrario. Un Papa falible libera a los cristianos, a la jerarquía y al clero de la necesidad de ser infalibles y de la maldición de aparentarla. Francisco, no teme ponerse una nariz de payaso para identificarse con quienes transmiten el Evangelio jugando, alegrando la vida a niños y personas devorados por la tristeza. Un papa que juega, con una pelota roja en la cara, sí es infalible. Atina con la libertad cristiana, cuando el criterio último de su actuación es el amor. La infalibilidad evangélica estriba en el amor. Busca la manera de liberar a los demás para que también estos puedan hacerse responsables de sus vidas y de la de los demás con inventiva, con más discernimiento que con anatemas.

A Francisco le falta una sola cosa: desaparecer. Hasta el momento ha hecho las cosas bien, porque a causa de su audacia probablemente ha cometido más de un error. Sus errores autorizan a ensayar y a equivocarse. ¿Tendrá su sucesor que parecérsele? Ojalá que sea él mismo y no un imitador de Francisco. Lo decisivo será que Francisco mengüe en importancia para que prosperen las iglesias de todo el mundo. Que lo haga ahora, que deje  instalada la tendencia. Para que su sucesor no se angustie con “salvar” la Iglesia en vez de inventar, no sin todas las iglesias, un mundo nuevo, mejor, más hermoso, más libre.

Don Ricardo Ezzati, cardenal

El Papa Francisco hará cardenal a Ricardo Ezzati. Bergoglio fortifica su equipo. Hace entrar a la cancha a un obispo que conoce muy bien. Trabajaron codo a codo para sacar adelante el documento de la Conferencia de Aparecida (2007). Ahora lo harán al servicio de grandes cambios en la Iglesia. La crisis eclesiástica es de envergadura. Hay mucho que hacer.

El nuevo nombramiento, a pocas horas de sabido, ha provocado reacciones contrarias. No se pueden desoír fácilmente algunas quejas. Pero, ¿debe ser infalible don Ricardo Ezzati?  No, ciertamente no. Jorge Mario Bergoglio tampoco ha sido perfecto y, sin embargo, rema en la dirección correcta. El Papa Francisco hizo un largo  mea culpa de su autoritarismo de otros años. Silva Henríquez, otro salesiano, también tuvo límites, pudo equivocarse varias veces, pero acertó en lo decisivo. Bien vale recordar hoy su estatura profética.

Bergoglio, Ezzati y los demás obispos latinoamericanos, al tiempo de Aparecida, insistieron en “la opción por los pobres” de las conferencias de Medellín (1968), Puebla (1979) y Santo Domingo (1992). Reiteraron la convicción mística y teológica más importante de la Iglesia latinoamericana y, si las cosas siguen como van, el principio de transformación radical de la Iglesia universal. Un Papa llamado Francisco, comienza a rodearse de cardenales que le ayudarán en la tarea de hacer a la Iglesia “pobre y para los pobres”.  Esperamos que en la Iglesia los pobres lleguen a tener voz y sean protagonistas.

Me centro en lo principal: Francisco fue elegido para reformar la Curia. Pero salió con otra cosa. Está llevando la Iglesia a Galilea, a Nazaret, a Belén…  Quiere volver a los orígenes del cristianismo. No servirá de nada cambiar la Curia si no se atina con lo fundamental. Si la Curia romana no se convierte al Jesús pobre y humilde, morirá Bergoglio y la Iglesia volverá al oro, al oropel, a las liturgias cortesanas, a las palabras acaracoladas, etc., etc., a la fastuosidad frívola e intrascendente. La Iglesia de Aparecida lo tiene claro: no se puede ser cristiano si no se opta por los pobres.

¿Vienen los aires de cambio eclesial desde América Latina? ¿Vienen efectivamente desde la Finis Terrae, del Cono Sur del continente americano? Esta ya será una señal poderosa. Lo que está en juego es que la Iglesia latinoamericana deje de ser una Iglesia sometida a Roma. En la antigüedad la Iglesia católica fue bastante más democrática. Hubo cinco patriarcados. ¿No podría existir un patriarcado latinoamericano, libre y respetado, unido estrechamente al Patriarcado de Roma por amor y no por miedo? Esto sería “opción por los pobres” al más alto nivel.

A otro nivel, el más importante, la Iglesia debiera terminar con la verticalidad que la está matando. Debiera finalmente hacer caso al Concilio Vaticano II (1962-1965): los sacerdotes están al servicio de los bautizados, y no al revés. Ha sido muy difícil de entender que no es el orden jerárquico lo fundamental, sino la hermandad en virtud de Jesús en cuanto “Hijo”. Está pendiente que la Iglesia sea más democrática también a este nivel. Lo que falta es horizontalidad. Los católicos chilenos desean una institucionalidad eclesiástica disponible, a la mano, cercana, que acompañe, que esté cuando hay que estar. Que, sobre todo, aprenda de los excluidos: los marginados, los estigmatizados, los denigrados, los divorciados vueltos a casar, las segundas familias y cualquier discriminado por su origen social, su realidad social o su orientación sexual. Todas estas personas han aprendido algo importante de la vida que los pastores tienen que acoger. Es a este nivel que se juega en definitiva “la opción por los pobres”.

Auguramos a don Ricardo Ezzati lo mejor. El trabajo en curso es enorme. Hay que desmontar un modo de organización eclesiástica que no responde a las exigencias del Evangelio, porque no está a la altura de los tiempos.  Se hace necesario, por lo mismo, ponerse al día en los estándares de democracia de la época: participación en el gobierno, inclusión de la mujer, separación de funciones, transparencia en los procesos, justicia canónica para las víctimas de cualquier tipo de abusos y rendición de cuentas a todos los niveles.

Lo exigen los contemporáneos. Lo pide la Iglesia de los pobres a la que el futuro cardenal Ezzati y el Papa Francisco se deben.

La primavera eclesial de Evangelii Gaudium

Tras una primera lectura de la Exhortación Apostólica del Papa Francisco, comparto algunas impresiones. Son impresiones. No ofrezco un resumen. Se trata de las resonancias que causan en mí algunos asuntos centrales del documento. Ecos que a mí y a mi modo me hacen pensar. El ámbito de libertad creado en esta Primavera eclesial hace posible compartir ideas e impresiones sin temor a equivocarse. Hay aire para la espontaneidad.

 + El Papa Francisco pone a la Iglesia “en salida”. Le exige una conversión personal y una revisión estructural, en vista de la misión de anunciar el Evangelio. La misión cobra una importancia decisiva. De la “salida” depende el futuro. Se trata de llegar a todos. No hay, sin embargo, señas de ajustes doctrinales. ¿Son estos necesarios para cumplir la misión? No se abordan a fondo los temas ruidosos. Talvez no sea el momento de echarles de menos. Ya volverán…

 + A la vez, la Iglesia “en salida” es la que “se abre” sin miedo a todos sin excepción. La apertura es la condición de la salida; el modo de llegar a todos, es procurando que en la Iglesia cualquiera encuentre un lugar. En ella cada cual debiera sentirse “en su casa”. Aquí y allá el Papa lamenta una Iglesia encerrada, vuelta sobre sí misma, poseedora absoluta de la verdad. Francisco parece pensar que “se llega” a todos cuando “se recibe” a todos. El planteamiento es más pastoral que doctrinal.

 + El Papa transmite una convicción: el Evangelio experimentado personalmente es causa de un gozo que debiera impulsar su anuncio. La Exhortación rezuma alegría, deseos de ser cristianos… En una palabra: entusiasmo. Queda atrás, y a veces se critica, un estilo de ser Iglesia temeroso, funcionario, falto de fe. Francisco critica el clericalismo. Sacude al predicador flojo, que se extiende en el púlpito como si tuviera algo que decir y que ya nadie soporta. Le da consejos de homilética. Ataca el pragmatismo eclesiástico que ha terminado por espantar a tanta gente. Todo depende, en última instancia, de una experiencia de encuentro con Cristo. Cristo es el Evangelio. Un Evangelio que debiera impactar todos los ámbitos de la vida personal y social, y transformarlos.

 + De principio a fin los pobres son los principales protagonistas del Evangelio y de la Iglesia. Esto es, al menos, lo que Francisco desea. Una “Iglesia pobre y para los pobres”. Ellos tienen un conocimiento de Dios que debiera incidir en la Iglesia en su conjunto. La opción de Dios por los pobres, y la correspondiente opción de los cristianos por ellos, es ratificada innumerables veces. Se presagia un cristianismo “al revés”. ¿Será posible algún día? Talvez alguna vez la organización eclesiástica, la moral, la liturgia y el derecho canónico arraiguen en la experiencia espiritual de los pobres. Esta es ya opinión mía. La Exhortación no va tan lejos.

 + La Iglesia debe llegar a los más diversos pobres, y en particular al pobre en cuanto “pueblo”. Es esta una convicción propia del mejor catolicismo social argentino. Bergoglio depende y es testigo del amor del sacerdote por la gente de los barrios de la periferia del Gran Buenos Aires. El evangelizador debiera ser alguien que comparta la vida de las personas comunes y corrientes; uno que se considere a sí mismo parte de un mundo de personas que tienen sueños comunes y luchan sufridamente por alcanzarlos. La noción de “pueblo” resuena de distintas maneras en América Latina. En otros catolicismos del mundo el término probablemente no dirá nada. Como nos ha sucedido tantas veces a los sudamericanos, cuando los pontífices europeos nos hablan de crisis que no son nuestras crisis.

 + Llama mucho la atención que el Papa cite a las conferencias episcopales de todas las partes del mundo. Talvez este sea la novedad mayor del documento. El Papa no se cita a él mismo nunca, como ocurría en los discursos del Invierno eclesial. Da la palabra a los católicos de todos los continentes. ¡Los toma en cuenta! Desea descentralizar el gobierno de la Iglesia. Abre la posibilidad del catolicismo policéntrico deseado por las iglesias no-europeas, augurado y auspiciado por Karl Rahner. ¿Llegará a ser la Iglesia, por fin, culturalmente universal? ¿Vendrán los cambios estructurales que harán posible este desplazamiento? Los latinoamericanos los queremos. Tal vez mucho más los asiáticos, los africanos y los pueblos de Oceanía.

 + La necesidad de la Iglesia hoy es enorme. Los pobres más que nadie necesitan que, en un contexto de individualismo egoísta y estructurado económicamente, la Iglesia se ponga de su parte. No pueden seguir siendo excluidos. El destino universal de los bienes y la búsqueda del bien común, debieran a ser los grandes principios organizadores de la sociedad. De esto depende el efectivo respecto de la dignidad de todos. Por cierto, Francisco anima a los católicos a reconocer que en la actualidad la Iglesia es solidaria. Lo es de tantas maneras. Pero pide más. Exhorta a descubrir en el cristianismo una religión esencialmente fraternal. En este contexto la Iglesia debiera aportar modos comunitarios de existencia.

 + Francisco habla claro, es directo, hasta confrontacional. No quiere herir a nadie. Pero no tiene tiempo que perder. Dice lo suyo. Lo dice sin ánimo de ser infalible. El asunto no es primariamente la verdad, sino la realidad del prójimo, comenzando por los últimos. Por lo mismo, como ya venimos viendo desde hace un tiempo, él mismo se expone a la opinión de los demás. Pareciera no temer la crítica. Cree en el diálogo. Si alguien lo rebatiera no cometería pecado. Pero encontraría a alguien que le interesa la verdad de veras. La verdad que equivale a la “realidad” de la vida de las personas.

 + Cambió el interlocutor. El Papa Francisco no habla al filósofo, al agnóstico, al católico ilustrado, al obispo que tiene que controlar a su grey con la teología. El nuevo interlocutor es el evangelizador, los intelectuales “de a pie”, la gente común y corriente, el sacerdote desencantado o en crisis que necesitaba que alguien creyera en él y le sacara trote.

 Estas son mis impresiones. Son estrictamente personales. Son algunas. Basta por ahora. No se puede dar fácilmente razón de un texto tan rico.

El Vaticano II para los jóvenes

He sabido que algunos jóvenes, cuando oyen hablar del “Concilio”, piensan que se trata de algo antiguo e, incluso, anticuado. Mi generación, en cambio, considera que al Vaticano II se debe la gran renovación de la Iglesia actual. ¿Qué renovación?, dirán los jóvenes. Tampoco yo podría explicarlo del todo, pues en ese entonces era muy niño. Solo he conocido esta Iglesia, que a unos parece vieja o incomprensible y que para mí necesita renovarse aún más.

 Así las cosas me pregunto: ¿qué tengo yo en común con las nuevas generaciones como para explicarles que el Concilio Vaticano II ha impulsado cambios enormes en la Iglesia, y cambios que todavía tienen que darse? Me cuesta referirme a las generaciones más jóvenes. Tengo la impresión de que vivimos en mundos distintos. Pero, si me detengo a pensar con más profundidad, si miro a mis sobrinos pequeños, cincuenta años menores, caigo en la cuenta de que tenemos en común al menos dos cosas: primero, tanto para ellos como para mí el amor es algo muy importante; segundo, a mí y a ellos nos gustan las papas fritas. Me perdonarán la comparación. Esta me anima a explicar que, a gracias al Vaticano II podemos imaginar que la Iglesia, si se renueva, tiene un enorme porvenir.

El desafío de los tiempos

Cuando los obispos del Concilio (1962 a 1965) fijaron la mirada en el mundo de esa época descubrieron que el gran signo de los tiempos era los grandes y acelerados cambios históricos, derivados del desarrollo de la ciencia y de la técnica, de la expansión del capitalismo y de las luchas por los derechos sociales. También hoy las nuevas generaciones pueden constatar que estas transformaciones continúan siendo el gran signo de los tiempos. Los jóvenes lo experimentan con mayor serenidad. Están mejor preparados que los mayores para surfear las agitaciones de la vida. Tal vez no sienten la angustia de sus padres ante el futuro. Pero, aun así, pueden avizorar que las extraordinarias posibilidades de la actual globalización tienen un reverso: el individualismo, la impersonalización, la provisionalidad de las relaciones humanas y el sentimiento de abandono correspondientes a una inseguridad en las comunidades de pertenencia.

El Vaticano II enfrentó una pregunta muy parecida a la que enfrentamos hoy todos, jóvenes y mayores: ¿cómo viviremos a futuro cambios tan grandes y acelerados? ¿Quiénes serán las principales víctimas de las transformaciones en curso y quién se hará cargo de ellas? ¿Qué reformas tienen que darse en la Iglesia para que ella efectivamente ofrezca orientación a los que buscan sentido a sus vidas y refugio a los que hayan sido excluidos?

Hace cincuenta años la Iglesia hizo un esfuerzo enorme por ajustar su realidad a las     preocupaciones  de su tiempo. Quiso ponerse al día. Lo hizo, curiosamente, yendo hacia atrás. Volvió a las fuentes primeras, al Evangelio y a su propia historia. Así pudo distinguir lo esencial de lo transitorio, la gran Tradición de los tradicionalismos asfixiantes, para intentar luego nuevas respuestas, nuevas maneras de entender y organizarse ella misma de acuerdo a las necesidades que iban surgiendo. Esto que el Vaticano hizo tantos años atrás es lo que la Iglesia tendría que continuar haciendo hoy. En ello han insistido los últimos papas. El Concilio nos ha dejado tarea para rato. La tarea es la misma. Pero, además, son los mismos los aportes del Vaticano II para cincuenta años atrás y para los futuros cincuenta, cien o quinientos por venir. Señalo algunos.

Aportes del Concilio

a)      Una idea dominante fue que Dios quiere y puede la salvación de todos los seres humanos. Esto es fácil de entender para los jóvenes ya que tienen una noción más positiva de Dios y de las demás culturas y religiones. Para los católicos de principios de siglo XX, incluida la jerarquía de la Iglesia, no era tan fácil admitirlo. Entonces se pensaba que “fuera de la Iglesia no había salvación”. Algo así hoy, además de equivocado, parece insoportablemente mezquino. El Vaticano II obligó a creer, por el contrario, que el amor es el principal criterio de la salvación. Fue extraordinariamente audaz. Al afirmar que los fieles de otras religiones o los ateos podrían “salvarse” si amaban y, por el contrario, “condenarse” los católicos por no hacerlo, relativizaron la necesidad de la Iglesia. Lo sabían y, sin embargo, quisieron correr el riesgo de ajustar el discurso y la organización de la Iglesia a esta extraordinaria convicción.

La conciencia de la importancia de “todos” a los ojos de Dios de parte del Concilio, continúa siendo clave y tremendamente actual. ¿Cómo no va a ser decisivo a futuro que haya una autoridad moral, en este caso la Iglesia, que declare que todo ser humano tiene una misma dignidad y que la religión ha de ser un factor de libertad, de justicia y de amor entre los seres humanos, y jamás de sectarismo, de fanatismo y de violencia? La Iglesia hoy, como la de hace cincuenta años, sabe que esta es su misión. No excluye que otras religiones y filosofías también la tengan. Se alegra que los credos converjan en ella. Pero ella sabe que su vocación particular es su lucha para que “todos” tengan lugar en el mundo. Sin lucha, la posibilidad de involucionar al racismo o a pensar que hay seres humanos superiores está allí esperando otra posibilidad. La humanidad conoce retrocesos atroces.

b)      Esto la Iglesia conciliar pretende alcanzarlo a través de un anuncio renovado de Jesucristo. Cualquiera que medite con calma acerca de la necesidad que tenemos de saber quién es el ser humano y qué orientación puede dársele a los increíbles desarrollos culturales alcanzados, caerá en la cuenta de que el Vaticano II tiene gran actualidad. Las ciencias y las técnicas serán siempre un aporte al nivel de los medios. Pero no puede pedírseles más. Sobre el sentido de la vida humana solo pueden decirnos algo importante algunas grandes personalidades, las personas auténticas y, sobre todo, las grandes tradiciones filosóficas y religiosas cuando se abren a la realidad y a sus cambios.

El Concilio reencontró en un estudio más profundo de la Sagrada Escritura al Hijo de Dios encarnado en Jesús de Nazaret como orientación fundamental para el ser humano. Desde entonces se ha subrayado que Cristo es el hombre que revela al hombre su propia humanidad. Pero, además, distinguió la Sagrada Escritura de la Palabra de Dios para enseñar que Dios, que habló en la Biblia, sigue hablando en la historia a través del Espíritu de Cristo resucitado. Por tanto, Jesucristo puede orientarnos con su ejemplo evangélico, pero también dándonos a conocer interiormente por dónde debemos avanzar, cuál es nuestra vocación y el sentido de nuestra vida.

c)      Termino con un tercer aporte teológico del Concilio, contribución que aún tiene que llevarse a la práctica. El Vaticano II ha querido que la Iglesia sea un sacramento de unión y de comunión entre todos los hombres y con Dios; un factor decisivo, en palabras de Pablo VI, de la “civilización del amor”. Desde entonces, ella misma ha debido ofrecer a cualquier ser humano un lugar digno en el mundo. ¡Cuánto se necesita hoy comunidades que nos reconozca como suyos! Necesitamos una que nos dé un nombre al nacer y nos ampare hasta la muerte. El Concilio ha querido que la Iglesia ofrezca una pertenencia definitiva al Cristo que, por representar al Dios que es amor, nos reconoce y reúne en una comunidad. En las comunidades de la Iglesia conciliar, ha pasado a ser decisiva la igual dignidad de las personas. La Iglesia latinoamericana, por su parte, ha llegado a la conclusión de que esto realmente se logra cuando los cristianos optan por los pobres y cuando ella se constituye en la “Iglesia de los pobres”. Allí donde los pobres se sienten en la Iglesia como en su casa.

La Iglesia que el Concilio ha querido debe ser humilde. En ella el bautismo debe considerarse el principal sacramento, de modo que los sacerdotes estén al servicio de todos los bautizados. Esta horizontalidad querida por el Vaticano II, también ha debido darse en relación a los otros pueblos y credos de la tierra. Una Iglesia humilde, en la cual todos pueden ser protagonistas y que reclama este derecho para todos los habitantes del planeta, debiera tener una gran actualidad.

En suma, intuyo que podemos entendernos las diferentes generaciones. Porque todos podemos apreciar que las principales convicciones del Vaticano II están vigentes. Pues si las papas fritas nos unen a jóvenes y a mayores, nos une mucho más el reconocimiento de que el amor es lo más grande, y lo que la Iglesia del Concilio ha querido es amar a la humanidad con un lenguaje nuevo y una organización más acorde con el Evangelio.

Felipe Berríos y la crisis en el anuncio del Evangelio

En las agrupaciones humanas los estilos de comunicación pueden ser distintos. En la sala de clases no se debiera usar el lenguaje que sirve en los estadios. Por lo mismo, ¿a quién se le ocurriría objetar las expresiones vulgares del público durante un partido de fútbol? Hay ámbitos y ámbitos. Por esto, no es normal, en el ámbito católico, que un sacerdote critique derechamente y por parejo a los obispos de su Iglesia. 

El padre Felipe Berríos ha lanzado un misil por televisión. La entrevista que le hicieron en Ruanda no ha dejado indiferente a nadie que la vio. Las críticas le han llovido: “habla desde fuera”, “no conoce la realidad”, “es injusto”, “es arrogante”… Aun pudiendo ser válidas algunas de estas criticas, lo sorprendente es el enorme apoyo que han tenido sus palabras. Gente muy diversa, y mucha, está con él.

Me detengo en lo que me parece central: Berríos ha puesto en tela de juicio la comunicación  eclesial del Evangelio. Los obispos, según él, no tienen una Buena Noticia para la gente de hoy. Berríos -entre otras críticas contra la jerarquía, contra la cultura, contra los políticos- ha atacado frontalmente un modo de comunicación de la Iglesia con sus fieles, y de la Iglesia en sociedad.  ¿Qué subyace a este desencuentro?

En los últimos siglos, en especial en las últimas décadas se ha acentuado un cambio cultural enorme. Han cambiado los modos de comunicarnos y el modo de encontrar el sentido de la vida; todos hemos quedado fuera de juego, también la Iglesia y sus pastores.

Llegamos a la verdad de otro modo. Nuestros contemporáneos, nosotros mismos, hallamos la fuente de sentido de nuestra vida en la autenticidad. Cada uno quiere ser fiel a sí mismo. Se sabe entregado a su propia creatividad y exige respeto de su autonomía. Ser auténtico equivale a ser autoridad para sí mismo,  y a rechazar autoridades que pudieran amenazar la propia subjetividad. Este valor puede derivar en el individualismo. Pero la mejor de las autenticidades es esencialmente dialogal, requiere de los demás, pues los otros ofrecen el horizonte de significatividad que impide a las personas extraviarse. En el mundo en que vivimos la verdad, y por ende la autoridad, viene de dentro y del lado. Pero no de arriba. No de los dirigentes, ni tampoco de la metafísica tradicional o del derecho natural. Nuestra cultura es típicamente horizontal.

 Este modo de alcanzar el sentido de la vida ha encontrado en las TICs (tecnologías de la información y de la comunicación) una plataforma de desarrollo impresionante. ¿Quién tiene la verdad en el caos comunicacional de las redes sociales y el mundo virtual? Todos pueden opinar, responder, vitrinear, googlear, presentarse o exhibirse en Facebook, construir círculos de comunicación cerrados, levantar un blog, salir del paso con Wikipedia, adoptar una personalidad furtiva, argumentar o difamar, aprender y enseñar. ¿A quién le cree en esta selva de canales comunicativos?

 En este universo comunicacional ha tenido especial importancia el desarrollo del 2.0. Este instrumento virtual ofrece la posibilidad de interacción entre emisores y receptores de mensajes. Un periódico, por ejemplo, da la posibilidad de sus lectores a que discutan entre sí. Más aun el twitter. En este caso no se necesita de un tercero que ofrezca la posibilidad de interrelacionarse. Los interlocutores pueden establecer directamente un diálogo, criticarse entre sí o declararse la guerra. El 2.0 supera al 1.0. En este registro el receptor no tiene la posibilidad de rebatir al emisor. El 2.0 es horizontal, y por ello desvirtúa los canales tradicionales de comunicación, y bajo cierto respecto, de la elaboración de la verdad. Esta no proviene de autoridades verticales, sino de la argumentación y la discusión.

¿Cuánto hay de 2.0 en nuestra Iglesia? Hemos de reconocer que los católicos –jerarquía y laicos- tenemos graves problemas para comunicarnos a Cristo como una Buena Noticia; y tenemos aún más problemas para anunciarlo a los que no son cristianos. El Pueblo de Dios tiene más necesidad que nunca de un magisterio que lo oriente. Pero la jerarquía, como cualquier ser humano e institución a esta altura de la historia, no logra fácilmente procesar nuevos conocimientos y convertirlos en enseñanza. Ya no sirve invocar una autoridad vertical, una investidura especial, para proponer verdades que no son sometidas a la crítica de la red global. Intentar hacerlo, por el contrario, parece prueba de equivocación.

En este complejo escenario el padre Berríos ha hablado de Dios impactando a mucha gente que ha dicho “en esta Iglesia sí creo”. Incluso los jóvenes se han sentido movilizados a ayudar al prójimo. Hasta ahora para ellos la Iglesia había sido una realidad estática, vinculada a sus antepasados, una institución incapaz de cuestionar a fondo a una sociedad clasista y acostumbrada a la desigualdad. Esto es lo increíble. Berríos golpea con su autenticidad. Por esto se le reconoce autoridad.  Por esto también se le excusa la falta de moderación. Mientras algunos querrían excomulgarlo, y quien sabe si dejarlo en el exilio, otros reconocen en sus palabras la Iglesia en la que creen y que necesitan. No consideran al cura Berríos fuera de la Iglesia, sino que lo ponen en el corazón de la misma. Berríos, en medio de la revolución cultural en la que estamos, interpreta el sentido común y apela con el Evangelio a sectores sociales muy distintos: a ricos y a pobres, a creyentes y agnósticos.

Algo parecido está sucediendo con Francisco Papa. El “obispo de Roma”, como ha querido llamarse, da señales de empatía con el mundo actual. No le tiene miedo. Parece abierto a lo que los demás tengan que decir. Parla a braccio, como dicen los italianos. No pretende tener la última palabra. Enseña, pero como si pudiera hacerlo mejor. Utiliza metáforas, algunas hirientes. Si se le pidieran explicaciones probablemente las daría. Critica con agudeza al capitalismo. Reprende en público a obispos escaladores. Exige a la jerarquía autocrítica ante cámaras y micrófonos. Hay en él una actitud dialogal. Ha bajado del olimpo de las habitaciones vaticanas. Vive en una casa con otras personas. Participa en una conversación al desayuno. Puede preguntar. Recibir opiniones. Habla con los brazos, como dirían los italianos. Sin papeles. Sin tener que invocar la infalibilidad de la Iglesia. En conclusión, un papa “horizontal” prepara a los católicos a hacerse amigos de la época y del modo como la humanidad está conversando consigo misma en busca de la verdad, de la justicia y de la paz. La gran pregunta es si el Papa hará o no entrar al Magisterio y a la organización eclesiástica al registro del 2.0, único en el cual es hoy posible anunciar el Evangelio.

El cañonazo de Felipe Berríos

La entrevista a Felipe Berríos en Rwanda ha producido fuertes reacciones. A muchas personas les ha dado una enorme satisfacción. A otros, en cambio, les ha provocado indignación. También hay que gente que distingue unas afirmaciones de otras; aprueba lo que le parece y rechaza lo que no. Debe reconocerse, por de pronto, que quien ha visto el “Informante” de TVN no ha quedado indiferente. Los temas levantados por “el cura” Berríos son relevantes.

 Lo que más ha impactado ciertamente son sus palabras contra los obispos de la Iglesia Católica. No las repetiré aquí. Estimo que algunas de ellas son injustas. Sin embargo, después de ver tres veces la entrevista, descubro en ella una apelación evangélica muy desde dentro de la Iglesia que merece ser escuchada con una mano en el pecho. Me gustaría que quienes la vieron la vieran de nuevo y los que no, que lo hagan. Que lo hagan sin “mala leche” contra los obispos. Entenderá las palabras de Berríos quien vea en ellas a un católico que pide cambios urgentes a sus pastores. Entenderá, por ejemplo, que son las palabras de un sacerdote a quien la jerarquía eclesiástica -como a otros sacerdotes- le pide acompañar a parejas y matrimonios, con una doctrina que los católicos hoy no logran comprender.

 Agregaría que los obispos también han sido víctimas de una organización eclesiástica que ha comenzado a ser revisada al más alto nivel. La elección del Papa Francisco por una inmensa mayoría de votos, ha tenido por objeto reformar un gobierno de la Iglesia fuertemente centralizado y, para muchos, asfixiante. Que Francisco haya querido llamarse “obispo de Roma” indica que no pretende ser el “gobernante” de todas las iglesias. Sabe que su función es reformar la curia para que esta cumpla el servicio que a él corresponde de unir, y no de uniformar, a la Iglesia. Esperamos con esto que nuestros obispos latinoamericanos y chilenos tengan más libertad de la que se les ha reconocido para cumplir su importante misión.

 El P. Berríos hace una autocrítica “en” la Iglesia pero también “en” la sociedad en que vivimos. Me detengo en otros asuntos contra los cuales disparó un cañonazo. No pueden ser olvidados. Me referiré a los que me parecen más significativos:

 * Hace una crítica contra un catolicismo de clase alta. A Berríos le parece que los colegios católicos seleccionan a sus alumnos de acuerdo al dinero, a su religiosidad, rechazando a veces a “los hijos de papás separados”. Advierte contra la petición de respeto del derecho a la libertad para crear colegios que no va de la mano de la libertad de cualquier persona para acceder a ellos. Hay colegios de Iglesia que, al seleccionar, excluyen. A mí me parece que levantar este tema en el Chile de hoy tiene máxima importancia. Ha llegado el momento de revisar el objetivo central: se educa a las elites o se procura la integración social.  Espero que las congregaciones y movimientos religiosos que tenemos colegios de gente privilegiada lo tomemos en serio. Hay culpa de por medio. Lo que está en juego es terminar con la desigualdad de la sociedad chilena o reproducirla. Las palabras del entrevistado se dirigen en contra del clasismo de una elite chilena “que impone su manera de ser”, y que tiene su fragua en la educación católica.

* Hace una crítica al tipo de sociedad en que vivimos. Lamenta el individualismo y el consumismo. Ambos parecen aliarse para convertir a los ciudadanos en clientes. El Mercado tiende a regir en todos los ámbitos de la vida. Dicho sea en justicia, es la gran crítica de los obispos chilenos en la carta pastoral “Compartir y humanizar con equidad el desarrollo de Chile” (2012). Berríos, en esto, no ha caído en la cuenta de que los obispos se le han adelantado. Lamenta que el Mercado regule la organización de la educación, de la salud y otras áreas de la vida de las personas. Se queja contra la política clientelística ordenada a satisfacer las necesidades de la gente. Política que se aleja de su fin propio: el bien común, el sueño de un país compartido, etc.

* Berríos obliga a levantar la mirada: vienen tiempos de inmigración. ¿Está Chile preparado para recibir alegremente a otras gentes? El país tiene una deuda con Bolivia. Tiene una costa enormemente larga que no comparte. Exige reconocimiento de autonomía para el pueblo mapuche. No explica de qué autonomía está hablando. Tanto de su reclamo a favor de Bolivia como del pueblo mapuche habría que hacerse cargo.

* Felipe Berríos se atreve a hablar de Dios. Esto es lo que a fin de cuentas estremece. Lo hace en términos dialécticos. Por esto no deja indiferentes. Ataca con ferocidad al “dios consumo”. Esta sociedad ha reemplazado a Jesús por el Viejo Pascuero.  No hay espacio en los medios de comunicación para hablar de Jesús, pero sí del ídolo del consumo. Ataca, lo hemos dicho, a un catolicismo que no se deja cuestionar por Dios y se va cumplimientos religiosos interesados parecidos a los que Jesucristo combatió en su época. El “pecado” de Berríos es haber hablado de Dios. Su Dios es el de la parábola del Buen Samaritano. Este fue capaz de acercarse al hombre asaltado, herido y botado en el camino -lo que no hicieron el sacerdote y el levita-, para hacerse cargo de él. El Dios de Jesús exige a los cristianos hacer lo mismo. Este es el Dios que Berríos quiere que los jóvenes conozcan, tan distinto del “dios rasca” que nuestra generación les está transmitiendo. Espera mucho de los jóvenes. Sabe que los hay de calidad también en la elite chilena. Celebra que los líderes del movimiento estudiantil se hagan cargo “políticamente” del país.

¿“Con qué ropa” habla a los chilenos desde África y después de algunos años lejos de Chile? Podría decirse que no tiene autoridad para hacerlo. No predica, empero, desde un país desarrollado y rico. Habla sobre todo con libertad, aunque pueda errar en las expresiones. No tiene miedo. Lo hace desde la miseria misma. Lleva años entre los refugiados. Niños, mujeres, hombres heridos y hambrientos desplazados por las guerras. Ve el Chile que ama con los ojos de los pobres. Entiende que el Evangelio fue escrito para los pobres. Cree que el Hijo de Dios se hizo “pobre”. No le basta creer que se hizo “hombre”. Su autoridad no le viene de nuestro mundo. Le viene del continente de los pobres, aquel lugar del mundo con el que Dios se identifica y por cual opta.

IGLESIA 2.0

La expresión 2.0 suele usarse en un sentido equivocado. Se piensa en un paso adelante. En un desarrollo o un avance significativo. Se piensa en algo mejor. El concepto, en realidad, es otro. En el mundo de las TIC’s, el 2.0  tiene que ver con la posibilidad de interactuar que se da entre personas. El 2.0 es un espacio de conversación, diálogo, crítica o polémica. Por ejemplo, un periódico electrónico levanta la opinión de un experto y ofrece a los lectores la posibilidad de reaccionar.

Francisco Papa da señales de hacer pasar a la institución eclesiástica al registro 2.0.  Ha hecho gestos que le hacen sentir cercano. Toma el teléfono. Llama directamente con sus conocidos. Da la impresión de que quiere escuchar. Usa metáforas. No lee papeles. Se expresa como si no tuviera miedo a cometer errores. Será que cree que Dios nos deja equivocarnos.

Hasta ahora muchos opinan que los sacerdotes y la jerarquía de la Iglesia hablan pero no escuchan. Peor aun, que enseñan pero no aprenden. ¡Trágico! En la llamada sociedad de la ignorancia, en la cual los conocimientos aumentan a un grado y velocidad maltusiana; cuando aceleradamente sabemos cada vez menos de los conocimientos que la humanidad logra sobre sí misma, el saber religioso, por más que sea un saber que conjuga la eternidad, no puede pretender ser atemporal e inmutable. Los conocimientos teológicos solo son ortodoxos cuando se consiguen de acuerdo a la ley de la Encarnación. Puesto que Dios se hizo hombre en Cristo, el dogma cristiano triunfa sobre dogmatismo herético cuando conjuga la revelación eterna con las épocas concretas de los seres humanos, siempre fugaces y cambiantes; cada vez que se lo hace en formulaciones que pueden ser mejores porque también pueden ser peores. El caso es que muchos católicos tienen la impresión de que el lenguaje eclesiástico oficial no se adapta a la realidad. Un saber que, por falta de interacción con los contemporáneos, va quedando progresivamente atrás. A esto probablemente se refería el Cardenal Martini, recientemente fallecido, al decir que la Iglesia está atrasada en doscientos años.

Llevemos las cosas al plano de los Medios de comunicación social. Hasta ahora constatamos que las autoridades eclesiales los valoran como instrumentos. Pero estos hoy han llegado a ser algo mucho más importante. Ha ocurrido con ellos algo antropológicamente sorprendente. Los Medios y las TIC’s son en la actualidad un nuevo modo de ser y de hacerse la humanidad a sí misma. Lo que está sucediendo es impresionante. Es una revolución. La globalización, posibilitada y replicada en redes infinitas de comunicación virtual, ha puesto a los seres humanos en una situación obligada de interacción, comunicación, crítica, polémica, inspiración recíproca y comunión, como no había ocurrido nunca en la historia.

La Iglesia, institucionalmente considerada, si quiere ser lo suficientemente humana para que en ella acontezca la encarnación del Verbo, debe “nacer” ella misma a este nuevo mundo. Los servicios eclesiásticos no pueden contentarse con abrir páginas web, twittear y manejar el celular de última generación. Urge interiorizar el nuevo modo de ser hombre para enseñar al hombre que el hombre es Cristo.  Hoy la verdad, sin la cual la humanidad se deshumaniza, exige a quienes la aman y se deciden por ella que se expongan a la discusión con los demás sobre aquellos caminos que tenemos que desbrozar juntos, discutiendo, razonando, argumentando, en una palabra, interactuando, para construir un mundo compartido. De esta nueva configuración mundial de la verdad quedan al margen los pobres, que no pueden acceder a las nuevas tecnologías, y quienes creen que ya tienen la verdad.

La institución eclesiástica, a estos respectos, adolece de dos problemas. Primero, sus contemporáneos tienen la impresión de que no logra entrar al registro 2.0. Les parece que las autoridades en la Iglesia usan la tecnología, pero desprecian la cultura que la ha generado. Segundo, los contemporáneos, por esto mismo, tienen “sangre en el ojo” contra las autoridades eclesiásticas. Todo lo que venga de ellas les parece equivocado. No les creen, da lo mismo el asunto. Se comprende así que la institución eclesiástica a menudo quede en ridículo en los medios de prensa.

Llevemos las cosas al plano de la prédica del sacerdote el día domingo. ¿Qué podríamos esperar de él? Hay fieles que dicen “qué linda su prédica, padre”. Unos padres lo creen, otros no. Muchos son los fieles, en cambio, que lamentan a curas que no les aportan nada. Las quejas son de varios tipos: falta de recursos de retórica, repetición tal cual del evangelio, piadoserías sin fin, erudiciones desconectadas con la vida real de la gente, latas interminables…

Es este un campo decisivo para replantearse el tema de la comunicación. Para los fieles más comprometidos parte importante de su vida cristiana se juega en la misa dominical. Hoy el fiel que va a la eucaristía el fin de semana es el mismo que está participando activamente en todo tipo de redes de amistad, trabajo, diversión, cultura, a una velocidad impresionante, colgándose y descolgándose a cada rato, usando el skype, aprendiendo, enseñando, creando con otros nuevos universos… entretenido. Muy entretenido. ¿Cómo podría un sacerdote decirle algo interesante? ¿Algo que no encontrará en la www?

Por cierto, son pocas las iglesias en las cuales las personas tienen la oportunidad de interactuar con el sacerdote y los demás cristianos durante la eucaristía. Normalmente se participa en misas a las que asiste mucha gente. No es posible, en estos espacios, abrir diálogos. Se correría el riesgo, por de pronto, de que tome la palabra y no la suelte alguien más aburrido que el sacerdote.

El desafío del sacerdote en esta época es más grande que nunca. Más difícil, qué duda cabe. Pero si él entra en el registro del 2.0 ayudará a llevar a la Iglesia a un 2.0. Talvez nunca la humanidad, dispersa como está en una multiplicidad de oportunidades, saberes y contactos, tiene necesidad de alguien que le ayude a encontrarse consigo misma; de un coach que le asista en el viaje al centro personal de su propia constitución espiritual. La diversión, la extraversión es hoy tan grande, que las personas se alienan. Literalmente, se vuelven “ajenas” a sí mismas, esclavas de la opinión de las demás, quienes, en virtud de la dictadura del Mercado, solo las valoran como consumidores de tal o cual marca. El sacerdote, si entiende que este es el trabajo que en esta época se espera de él, encontrará un territorio casi inexplorado para prestar su servicio. La gente hoy cree que elige qué comprar, pero en realidad es víctima de lo que le quieren vender; es rehén de un consumismo que le absorbe la personalidad. Esta gente podría descubrir en el sacerdote alguien que le ayude a hacer contacto con Aquel que la ama como a un hijo o una hija, que la quiere gratuitamente y, por ende, que la hace libre de verdad. El sacerdote puede ofrecer en el Mercado ni más ni menos que la superación del Mercado. Su producto es gratis: capacitar a las personas para ser dueñas de sí mismas, señoras y señores capaces de darse sin condiciones a los demás, de interactuar con el prójimo por amor y sin temor.

Fácil y difícil. Fácil en teoría. Pero conseguir un sacerdote 2.0 es difícil. La formación sacerdotal tendría que capacitar a los seminaristas en cargar en el alma la interacción con los otros sin desarmarse. ¿Qué está ocurriendo en los seminarios? ¿Qué están haciendo los sacerdotes ya formados por actualizarse? ¿Leen? ¿Estudian? ¿Entran en la crisis de la época y salen de ella con la ayuda de Dios? El sacerdote tendrá algo importante que decir en la prédica dominical si está realmente conectado con sus contemporáneos. Su alma debiera ser un espacio de interconexión, un ámbito de diálogo, de crítica y de autocrítica, de emociones y de reacciones, de improvisaciones, de relativizaciones, de anhelos de verdad y de justicia, y de pasión por defenderlas. El sacerdote que se necesita en esta época de las redes virtuales, debiera ser un nodo relacionado a otros nodos; alguien que en el circuito de los conocimientos asume y transforma, recibe y entrega, sin atribuirse investidura privilegiada alguna, pues a lo más, y esto es lo suyo, debe sugerir síntesis de humanidad verdaderamente humanizadoras. Un sacerdote así es muy difícil de conseguir, pero es el único necesario. No es fácil vivir tan abierto a contactos y contagios múltiples. Ningún sacerdote, como tampoco una persona cualquiera, debiera tentar a la fortuna. Pero sin exponerse a la realidad, a la experiencia de los otros y a la experiencia honesta de sí mismo, no podrá hablar de Jesús. Y si de ser sacerdote se trata, solo es necesario uno parecido a Jesús: el hombre apasionado por la pasión del mundo.

La Iglesia siempre ha sido un espacio de libertad y de conversación. Desde antiguo, en los períodos y bajo regímenes más oscuros de la historia, ella fue ámbito de confianza para las voces acalladas. Pero en los últimos siglos, por razones de muy diverso orden, se ha acrecentado la distancia entre los fieles y la jerarquía. Hoy, para que la Iglesia sea realmente un lugar de diálogo, de crítica y de argumentación se necesita que la institución eclesiástica dé el paso al 2.0. La Iglesia lo necesita con urgencia. La esperanza en el Papa Francisco es grande.

Francisco y el desafío de una Iglesia policéntrica

Del Papa Francisco se espera mucho. Él simboliza la posibilidad de numerosos cambios. El mayor de todos es la inauguración de un catolicismo policéntrico: una Iglesia Católica en la cual el sucesor de Pedro sea más obispo de Roma que gobernante de la Iglesia mundial. Esto se dio durante el primer milenio del cristianismo. Bien pudiera, en el tercer milenio, reeditarse el pluralismo de los antiguos patriarcados. Entonces, el Papa, el Patriarca de Occidente, era el primus inter pares que velaba por la unidad y la comunión entre Alejandría, Constantinopla, Antioquía y Jerusalén. Aquella Iglesia no tuvo uno, sino varios centros de articulación.

 Francisco representa a una Iglesia menos centrada en el Papa (él ha querido llamarse “obispo de Roma”) y a un Papa tercermundista (uno que viene del “fin del mundo” y del “mundo de los pobres”).  Si esta combinación de factores converge en un cambio, este pudiera ser el de una Iglesia Católica más “católica”, más universal, más abierta a las diversidades y, quién sabe, policéntrica. Para que algo así se cumpla –esperamos que se cumpla- tendría que ser correcta la tesis de Rahner, por una parte, y que Francisco, por otra, suelte el freno al surgimiento de un catolicismo realmente plural.

 Según Karl Rahner, con ocasión del Concilio Vaticano II, por primera vez en la historia de la Iglesia se dio una colegialidad episcopal realmente mundial; con lo cual se estaría entrando en la tercera gran etapa de la historia del cristianismo (tras el breve judeo-cristianismo; tras, luego, el largo cristianismo greco, latino y germánico). Es decir, se estaría abriendo la posibilidad de una inculturación de la Iglesia en catolicismos culturalmente diversos: asiático, latinoamericano, africano, etc. A nuestro parece, si Rahner tiene razón, lo que hoy debe estar dándose es una presión sobre “el centro” (la iglesia romana occidental) por una mayor autonomía de parte de las iglesias regionales y locales. Los africanos, por ejemplo, pudieran estar pensando que no es indispensable ser europeos para ser cristianos. Lo cual les hará probablemente resistir la uniformación que ejerce sobre ellos la curia vaticana. ¿Existe  una tensión real y creciente entre la iglesia vaticana y las otras iglesias repartidas en el planeta?

 La elección de un papa sudamericano es significativa en caso que la respuesta a la pregunta anterior sea afirmativa. Si no lo es, la consagración de Jorge Mario Bergoglio, un argentino, será un hecho simpático. Una especie de gesto condescendiente con América Latina, y nada más. Pero, si Francisco interpreta que los reclamos de una inculturación plural de la Iglesia son reales y son legítimos, esto será decisivo para una eventual constitución policéntrica de la Iglesia. Si el Papa actual, en vez de forzar la unidad, promueve la comunión; si en vez de ejercer como gobernante de la Iglesia mundial, restringe su gobierno a Roma y reconoce autonomía a las diócesis y a las regiones eclesiásticas, surgirá, a largo plazo, una Iglesia muy distinta a la que hemos conocido. Las innovaciones dispararán en todas las direcciones.

 Al efecto, Francisco no necesitará tanto de una “mejor” curia (buenos nombramientos de colaboradores y reorganización administrativa), como de una curia “menor” (una curia que disminuya su importancia para que las otras iglesias crezcan en libertad y creatividad teológica, litúrgica y organizacional). Es arriesgado vaticinar algo así. Pero seguramente un pontífice latinoamericano que conoce las humillaciones de la curia romana a su iglesia local entreve un modo más colegial, si se quiere más “horizontal” o “democrático” de relacionarse el obispo de Roma con los otros obispos del mundo. (Las humillaciones sufridas en las conferencias episcopales de Santo Domingo y de Aparecida fueron especialmente vergonzosas para los obispos de América Latina).  

 Desde un punto de vista teológico, un cambio de esta envergadura no ofrece dificultad alguna. Navega con todo el viento a favor. Pues lo que se ha vuelto muy problemático, especialmente en tiempos en que arrecia el pluralismo y la valoración de las diferencias, es algo así como un reclamo monopólico de la autoridad del Espíritu Santo. La crisis de la Iglesia es patente. En palabras del Cardenal Hummes, “la Iglesia ya no funciona más; es necesario que se lleve a cabo una reforma estructural». Hay problemas de gobierno. Hay, sobre todo, una gravísima desconfianza entre la jerarquía y los fieles y, peor aún, una aguda y acelerada ruptura entre fe y cultura en los católicos por parejo.

 El Papa ha empatizado con la inmensa mayoría de los católicos. Gusta mucho su llaneza. Está por verse si este feliz punto de partida tendrá, en lo que sigue, un despliegue en relaciones libres, fraternales y respetuosas entre las diversas iglesias que constituyen la única Iglesia. Se esperan cambios. Cambios mayores.