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Alberto Hurtado, intelectual

El P. Hurtado es conocido por haber recogido a los niños pobres. Esta imagen suya permite que a diario 29.000 mil personas sean atendidas en el Hogar de Cristo. Otros, menos, saben que bregó por la sindicalización obrera. Muy pocos, sin embargo, pensarían que Hurtado fue un intelectual; que además de ser un hombre de acción, su batalla contra la pobreza y su lucha en favor de los sindicatos respondían a un concepto de sociedad que lo movilizaba.

Un intelectual jesuita 

En orden a despejar las dudas, cabe preguntarse: ¿fue Alberto Hurtado un intelectual con una poderosa inclinación a la acción apostólica directa o fue un hombre de acción con una inquietud, una apertura y una preparación intelectual notables? Habría que decir que ambas cosas.

Hurtado da muchas señas de ser un intelectual. Terminó derecho. Completó los largos estudios humanísticos, filosóficos y teológicos de los jesuitas. Obtuvo un doctorado en educación. Realizó una maratónica indagación para conseguir profesores para la naciente Facultad de Teología de la Universidad Católica y ayudó a formar su biblioteca. Enseñó un tiempo en las facultades universitarias de Educación, Arquitectura y Derecho. Participó en las Semanas Sociales francesas. Creó la Acción Sindical Chilena. Fundó la revista Mensaje. Leyó de todo. Escribió varios libros. He preguntado a los que le conocieron. “A vacaciones iba con una maleta de libros”, me dice uno. Otro: “en su pieza se le escuchaba siempre tecleando”.

Aún así el tema es discutible, porque el concepto mismo de “intelectual” está en disputa. Si la analogía exige el respeto de varias posibilidades, en el caso de Hurtado prima la búsqueda incesante de una erudición que sirva a una reforma social profunda. Para que Chile sea un país justo, Hurtado lee y escribe, acicatea a la sociedad y a los católicos. No es dogmático, piensa a partir de la realidad. Usa estadísticas, pero no sucumbe al empirismo. Su crítica al statu quo puede ser demoledora. Hurtado es inquietante, es provocativo, es constructivo y subversivo a la vez. Su interlocutor no es la academia, sino la sociedad. Se dirá que no puede considerarse “intelectual” a alguien que no sigue en la carrera académica. Hurtado opinaría distinto. Su exención del diálogo académico obliga, por cierto, a estudiar su pensamiento con pinzas. Pero el diálogo ilustrado que procura entablar con la sociedad, permite reconocer en él a un intelectual por excelencia (G. Goldfarb, Los intelectuales en la sociedad democrática, 2000). Es más, Hurtado encara a los académicos que no se preguntan para qué ni para quién investigan.

Tipos de erudición hay varias. La del P. Hurtado remonta río arriba hasta la espiritualidad ignaciana. En un documento reciente Peter-Hans Kolvenbach, General de la Compañía de Jesús, ofrece un marco adecuado para comprender la índole intelectual del apostolado de los jesuitas (Pietas et eruditio, 2004). En los orígenes, los estudios no fueron lo primero sino el deseo de “ayudar a las almas”. Fue esta necesidad experimentada por Ignacio y los primeros compañeros, la que los impulsó a buscar la mejor instrucción filosófica y teológica. La de Ignacio, la del P. Hurtado y la de los jesuitas de hoy, es eruditio de una pietas apostólica. Hasta nuestra época, la mayor colaboración posible en la misión evangelizadora de la Iglesia, ha exigido a los jesuitas una triple y profunda conexión: con Dios, con las culturas siempre cambiantes y con la propia interioridad personal. La obediencia a la voluntad amorosa de Dios hacia los hombres, les ha exigido una encarnación entre los contemporáneos en sintonía con la del Verbo hecho hombre. No ha sido el rezo entre cuatro paredes, sino la vida a la intemperie, la exposición al sufrimiento atroz del mundo, el deseo de amar a Dios en todas las cosas y a estas en Él (Constituciones, 288), lo que explica la fama de culta y la audacia creativa de la Compañía.

Hurtado fue un hombre conectado. Un “contemplativo en acción”, como lo fueron San Francisco Javier, Teilhard de Chardin o Luis de Valdivia. Cualificó su actividad apostólica con una apertura cordial y mental a los acontecimientos, estudiándolos para desentrañar en ellos la voluntad de Dios para los católicos de su época. Hurtado interpretó la espiritualidad ignaciana como un “místico social”. La mística consiste en la unión con Dios. Si en la experiencia mística predomina la raigambre griega original, los místicos encuentran a Dios liberándose del mundo o huyendo de él. Al revés, cuando en ellos prevalece el influjo judeo-cristiano son enviados a liberar al mundo y responsabilizarse de él. La unión con Dios de la experiencia cristiana e ignaciana de Alberto Hurtado tiene la originalidad de pretender una reconciliación social como fruto de una acción social sustentada por una erudición lo más amplia y profunda posible. Ad maiorem Dei gloriam Hurtado encuentra a Dios en Cristo y a Cristo en el pobre. Dios, que le revela a Cristo “en” el pobre, lo convierte a él mismo en un Cristo “para” el pobre.  He aquí el núcleo paradojal y dinámico de su aporte místico a una versión del catolicismo social chileno del siglo XX que no se contentará con reclamar caridad para los pobres, sino que exigirá para ellos justicia y cambios sociales estructurales; y que, ante los estragos sociales del capitalismo, disputará  la clase obrera al socialismo y al comunismo.

Un nuevo puente entre la Iglesia y su época 

Como intelectual jesuita, además de entrar en un diálogo ilustrado con la sociedad tuvo también un concepto cristiano de sociedad, a saber, el de un “orden social cristiano”, que opuso utópicamente al mundo en crisis que le tocó vivir.

Entre Alberto Hurtado y nosotros, Pablo VI diagnosticó que “la ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo…” (Evangeli Nuntiandi, 20). Hurtado tuvo el coraje de vivir en carne propia esta ruptura. Tuvo el valor de no rellenar este divorcio entre fe y cultura que por años aflige a la Iglesia, con actividad pastoral o aceptación de cargos. Su inmensa actividad apostólica no fue para él un divertimento, una compensación, sino respuesta creativa a una crisis que él se atrevió a mirar, a sufrir y a pensar. Porque hizo suya la pasión de su época, porque con coraje experimentó interiormente su turbulencia y desgarro, su discurso gozó de algún sentido, fue escuchado y criticado. Por ello se quejó a Pío XII de las injusticias de la sociedad, de la miopía existente y hasta del perfil piadoso pero poco clarividente de los obispos de entonces. Lo angustiaba que no comprendieran lo que sucedía. El P. Crivelli, visitador de la orden, lo acusó de carecer del espíritu de la Compañía. Otros jesuitas también lo criticaron. Atacó al catolicismo burgués porque espantaba a los pobres de la Iglesia y fue atacado por los católicos tradicionales que le acusaban de comunista.

¿Qué vio que los demás no vieron? Interiorizando los conflictos sociales y determinándose en favor de los obreros, Hurtado entendió que trabajaba por una sociedad reconciliada, un orden social nuevo estructurado por el amor y la justicia y, en cuanto sacerdote, pontifex, creyó que debía ser puente entre la Iglesia y su época. Hizo en esto suya la Doctrina Social de la Iglesia, convirtiéndose en su mejor difusor.

¿Quiso restaurar la “cristiandad”? Es esta una cuestión importante. Después de la separación de la Iglesia y el Estado en Chile el año veinticinco, la pervivencia de la “cristiandad” como aquella unidad política y religiosa inaugurada por los años de Constantino y Teodosio ya ha experimentado en Occidente varias transformaciones.  Aquí en Chile el clericalismo del siglo XX reciclará el del siglo XIX. Por lo mismo, la ubicación de Hurtado en esta transición merece máxima atención.

La pregunta es sumamente pertinente, porque exige discernir la dirección a la que apunta su “mística social” y porque los católicos chilenos de hoy no estamos de acuerdo en el modo de concebir las relaciones de la Iglesia y la política.  No es fácil, empero, obtener de los escritos del P. Hurtado una respuesta a esta pregunta. Es preciso inferirla. Los textos hay que leerlos en el contexto de la lucha que entonces se libraba, en el horizonte de las posiciones antagónicas y a la luz de las acciones que pusieron al mismo Hurtado acá o allá en los conflictos.

Razones para pensar que Hurtado ha mirado el pasado con nostalgia no faltan. Hay textos en que roza el fatalismo típicamente retrógrado, en otros sale en defensa de la posición socio-cultural de la Iglesia o combate una pretendida neutralidad estatal. Lo aflige la modernidad, la critica, aunque no la demoniza. Llama la atención especialmente la importancia desmesurada que le otorga al sacerdote en la Iglesia y la sociedad.

Todo esto es cierto y, sin embargo, no es lo más cierto. Como todos nosotros, Hurtado cabalga inevitablemente sobre dos épocas. Anacrónico sería, por ello, citar su pensamiento en contradicción de la dirección de su pensamiento. La interpretación de este no debiera autorizar una lectura restauracionista de sus textos si en su época, respecto de los que le salieron al paso, Hurtado fue un vanguardista.

Y este es el caso. En su contexto Hurtado representa otra fisura para la tan agrietada “cristiandad”. Repetidas veces en su ministerio sacerdotal tuvo que invocar la doctrina del Cardenal Pacelli (1934) que rompía con la unidad política de los católicos y, por lo mismo, auspiciaba el pluralismo y una actuación política libre y en conciencia. La coherencia de Hurtado en esta materia es enorme. En la Acción Católica resistió las presiones por plegar a los jóvenes al Partido Conservador; para fortalecer el movimiento obrero dio a la ASICH un carácter para-sindical, no quiso formar sindicatos cristianos paralelos a los sindicatos liderados por los socialistas y comunistas; defendió ante el papa a los jóvenes de la Falange,  pero evitó mostrar hacia ellos preferencia alguna (W. Thayer Ni político, ni comunista. Sacerdote, sabio y santo, 2004).

Son varios los estudios pendientes sobre el pensamiento de Alberto Hurtado. La pista que de momento nos guía es el origen espiritual de su eruditio: una contemplatio de la acción de Dios en la historia mediada por la teología, por la filosofía y todas las ciencias humanas posibles, al servicio de una práctica apostólica y social. Su fatiga fue por una sociedad integralmente cristiana. Una tal sociedad dependería de la fuerza espiritual del cristianismo más que del brazo político y de la vocación del mismo cristianismo para transformar todas las áreas de la vida humana gracias al trabajo conjunto de la fe y la razón.

Alberto Hurtado anticipa la Teología de la liberación

Entre Alberto Hurtado y la Teología de la Liberación no hay conexión directa. No recuerdo que ningún teólogo de la liberación cite a pie de página alguno de sus doce libros. Entre la muerte de Hurtado en 1952 y la Conferencia de Medellín del año 1968 que marcó el inicio de esta teología, pasaron muchos años. Entre ambos se interpuso el Concilio Vaticano II que estimuló como nunca antes la transformación y la reflexión del catolicismo latinoamericano.

Por otra parte, habría que rechazar un parentesco entre Hurtado y esta teología en razón de la incorporación del marxismo en la reflexión social y teológica. Hurtado tuvo muy claro que la Doctrina Social de la Iglesia salía al paso de los movimientos socialistas, en contra a su vez del capitalismo, el gran enemigo de la clase obrera. En cambio, la Teología de la liberación en varios casos admitió un influjo marxista y le sacó partido. Pero decantado con el paso de los años en esta teología su impulso evangélico más genuino, relativizado el peso que en algunos autores tuvo el marxismo, es posible descubrir una continuidad profunda entre ambos.

Hurtado aseguró contra viento y marea aquella predilección de Dios por los pobres que, proclamada como “opción preferencial por los pobres”, llegará a constituir la piedra angular de la teología de la liberación. El motivo de esta parcialidad, al igual que en esta teología, es que Dios no tolera su miseria. Dice Hurtado: “por su desgracia son los principales miembros de Jesucristo y los primogénitos de su Iglesia”. No extrañe, por tanto, que en los escritos del santo chileno se encuentran enunciadas las ideas clave de la teología de la liberación.

Una reflexión al servicio de una praxis

La idea de que la sociedad es una construcción humana que puede por lo mismo ser reformada en su conjunto, es típicamente moderna. En otro tiempo ha podido pensarse que al ser humano no le toca más que adaptarse al mundo en que nació. En los tiempos post-modernos esta impresión recobra vigencia. Hurtado fue promotor de un cambio social estructural. En este sentido es un hombre moderno.

En la teología de la liberación la praxis tiene prioridad sobre la teoría. En palabras de Gustavo Gutiérrez el acto primero de la teología es la praxis histórica y el acto segundo es la reflexión crítica o la teología propiamente tal. La liberación histórica constituye la meta y el criterio de verificación de la verdad teórica.

Con todos los problemas que una tesis así puede acarrear, en Alberto Hurtado también encontramos una clara inclinación a la acción. A esta moción coopera el carácter activo del santo y la espiritualidad ignaciana recibida de “contemplativo en la acción”. Lo decisivo es que Hurtado estudia, critica y piensa en vista a transformar la realidad mediante la acción. En Humanismo Social menciona in extenso qué acciones se requieren: acción social, acción intelectual, acción política, acción cívica, acciones escondidas, “acción católica” y otras más.

Identificación de Cristo con los pobres

La expresión un “Cristo social” caracteriza bien la cristología de Alberto Hurtado. Esta expresión alude al Cristo que se identifica con los pobres socialmente considerados, los pobres que padecen la sociedad que se les impone, los pobres que organizados en sindicatos reclaman justicia. Ella implica que la pobreza es un pecado social que una reforma estructural debiera erradicar. La mística de Hurtado es una “mística del pobre” víctima de una sociedad inhumana, es una “mística social”. Supone que “el pobre es Cristo”. Pero no sólo el pobre aislado, que puede o no tener una cama, sino también las masas de pobres explotadas o despreciadas por una sociedad organizada de un modo que genera estos efectos. Es este pobre sobre todo, el “Cristo social”, para quien el cristiano debe ser “otro Cristo”, a través de la caridad y la lucha por la justicia..

Desde un punto de vista cristológico la coincidencia de fondo de Hurtado con los teólogos de la liberación es muy grande. Al igual que Hurtado, a estos teólogos les lloverán las críticas por exaltar al figura del Cristo del reino y de la acción, el Jesús de Nazaret de los evangelios, funcional a una anticipación temporal de la salvación eterna de los que una sociedad injusta ha empobrecido.

La Iglesia de los pobres

La teología de la liberación ha hecho suya la expresión “Iglesia de los pobres” popularizada por Juan XXIII, para indicar no sólo el tipo de Iglesia que ella busca bajo la inspiración del Concilio Vaticano II, sino también el lugar teológico en que radica la reflexión que desarrolla.

Sorprendentemente Hurtado habla de la Iglesia en los mismos términos y, sobre todo, en el mismo sentido. Según el jesuita chileno, la Iglesia tiene por misión proclamar a un Cristo pobre. Esta es su “gran lección”. Pero ella misma ha de ser “la sociedad de los pobres”, “la ciudad para ellos construida”, “la ciudad de los pobres”, el lugar donde “los últimos se han hecho los primeros” o el “reino de Dios en la tierra” para los pobres. La Iglesia le pertenece a los pobres porque los pobres han sido los primeros en entrar en ella. Los pobres abren a los ricos un lugar en la Iglesia: “la Iglesia es Iglesia de pobres y en sus comienzos los ricos al ser recibidos en ella se despojaban de sus bienes y los ponían a los pies de los Apóstoles para entrar en la Iglesia de los pobres…”. Es “el Verbo hecho carne humilde (que) quiere una Iglesia que se caracterice por la pobreza y la humildad”.

La teología de la liberación sacó las consecuencias de una tal inversión de la perspectiva, las veces que dio origen y se nutrió de las comunidades de base. Una “Iglesia de los pobres” no se opone a una “Iglesia burguesa” en razón de una mera lucha por el poder. Si en la Iglesia los pobres son los primeros y los ricos los últimos, la concepción global del cristianismo histórico debiera invertirse.

Concepción dialéctica de la salvación

Otro punto de contacto entre Hurtado y la teología latinoamericana de la liberación es la concepción de la salvación. Esta ya no es más pensada como una mera cuestión privada. Es salvación integral del hombre entero y de la totalidad de los hombres que, sin perjuicio de su carácter eterno, se verifica ya anticipadamente en la historia aquí y ahora.

La dimensión dialéctica de la salvación adquiere su máxima expresión en la cristología de Jon Sobrino cuando postula que la realidad está estructurada por una lucha entre el Dios de la vida y los ídolos de la muerte. No hay término medio.  Se opta por el reino de Jesucristo o por el anterreino, en favor de la vida de los pobres o por el servicio de mamón, el ídolo de la riqueza y de la propiedad privada. La conversión a la causa de los pobres es así condición absoluta de la salvación.

Para Hurtado la liberación intrahistórica de los pobres depende de los ricos, así como la salvación eterna de estos depende de los pobres. Tampoco para Hurtado hay postura intermedia posible: “la misión de los ricos es servir a los pobres”. Los ricos sólo podrán liberarse de la carga de sus riquezas en la medida que alivien la carga de la pobreza de los pobres. No suprime la posibilidad de la condenación de los ricos por el tribunal eterno, pero subraya la necesidad de su conversión para su  propio bien y para que los pobres sean liberados de la carga que, por concepto contrario, los oprime.

¿Son los pobres sujetos de su liberación?

Hay un tema central en la teología latinoamericana que no aparece en los textos de Hurtado con suficiente importancia, este es, el que afirma que son los mismos pobres los primeros agentes de su propia liberación.

Pero lo que no dicen los textos sí aparece en la práctica. Hurtado fue un decidido promotor de la sindicalización obrera. La Acción Sindical Chilena que creó, es prueba más que suficiente de que nuestro santo esperaba decididamente de los pobres, de los trabajadores en este caso, su propia reivindicación.

Esta ha sido, por cierto, la dirección más aguda tanto de la teología de la liberación como del pensamiento del P. Hurtado. Nada puede ser más revolucionario para el mundo como también para la Iglesia, que los pobres irrumpan como protagonistas de su historia, dejando de ser considerados meros objetos pasivos de evangelización, de beneficencia o de justicia social. Esta fue también la intuición más fina de los obispos latinoamericanos reunidos en Puebla cuando destacaron la importancia del “potencial evangelizador” de los pobres (nº 1147).

Idea de universidad de Alberto Hurtado

Aunque la actividad universitaria no consumió sus mejores energías, Alberto Hurtado tuvo un alto aprecio de la ciencia y de la universidad. Pasó varios años en ella como estudiante y como profesor. Antes de entrar en la Compañía de Jesús se tituló de abogado. Estudió luego filosofía y teología. Finalmente se doctoró en Educación en la Universidad de Lovaina. Fue consultado para la contratación de profesores de la Facultad de Teología de la Universidad Católica, a efectos de lo cual debió visitar los principales centros europeos de educación superior, entrevistarse con las máximas autoridades y juzgar críticamente la idoneidad de numerosos teólogos. De vuelta en Chile enseñó en Pedagogía, Derecho y Arquitectura. Se le invitó a dar charlas a la universidad y opinó sobre esta con propiedad.

El P. Hurtado ha tenido una gran estima por el trabajo intelectual. Reconoce la importancia de los intelectuales para la sociedad. Los lee y los cita con frecuencia. De los intelectuales en general, incluso de quienes no comparte sus ideas, es consciente de su influjo social a través de sus ideas y de sus libros. En sus propias palabras: «Hay quienes tienen cualidades extraordinarias para pensar, exponer, escribir y muchas veces no se encuentran bien en el terreno de las realizaciones. La acción intelectual es preciosa en la crítica de los defectos y en el estudio de soluciones sociales. A veces un escritor tiene más influencia que muchos realizadores: basta mirar a Kant, Marx, Nietzsche, o si se prefieren ver influencias luminosas, las de Kempis, Tomás de Aquino, Pedro Canisio, etcétera. Cada uno de nosotros ¡cuánta gratitud no debe a escritores que han ejercido poderosa influencia sobre su vida! Un libro para muchos ha sido la ocasión de descubrir su vocación a la fe, al sacerdocio, al apostolado social»[1].

De aquí que fuera un promotor de la lectura, de la escritura, del apostolado y de la acción intelectual. No hay en él sombra de anti-intelectualismo, pero critica la erudición fatua que pueda alejar de la realidad.

Algunas pistas

La idea que Hurtado tuvo de la universidad se esclarece al ubicar a esta en el trasfondo de la crisis de su época y al considerar la teología que él esperaba que estudiaran los sacerdotes.

Epoca en crisis

Alberto Hurtado fue lúcido acerca de la ruptura entre la Iglesia y el mundo de su tiempo. Afirma: «Están desapareciendo las seguridades de un orden llamado cristiano. El vacío entre la Iglesia y el mundo se ensancha cada vez más, como lo comprueba el sacerdote que no se encierra en la sacristía y con sinceridad abre sus ojos a la vida. Él nota la tremenda extrañeza que causa su roce con su tiempo y sus contemporáneos…”[2]. Estas palabras, oídas a más de medio siglo de distancia, avisan el divorcio entre fe y cultura diagnosticado después por Pablo VI, agudizado en las últimas décadas.

Hurtado detecta una crisis que afecta a la sociedad, a la Iglesia y a la posición de esta en aquella. En cuanto sacerdote experimenta en sí mismo el quiebre de la cristiandad. Pero a él le duelen especialmente las víctimas de una sociedad católica “sólo de nombre”. El pobre en el que el P. Hurtado ve a Cristo, es el pobre de una sociedad católica injusta.

En este escenario Hurtado actuó como otros pensadores lo han hecho desde antiguo.  Jeffrey C. Goldfarb fácilmente lo ubicaría entre los intelectuales que han tenido por interlocutor primero a su propia sociedad[3]. En sus textos rastreamos una función «subversiva» y una función «cívica». Como tantos pensadores, Alberto Hurtado fue incómodo a su época. Su crítica tuvo por objeto una sociedad y un catolicismo que no cuadraban con su idea de cristianismo. Aunque en él se advierte, sobre todo, un pensamiento constructivo, la reflexión propia del pastor y del educador que colabora con otros en la misión formadora de su Iglesia.

Opinión sobre la teología

Desde otro ángulo, indirectamente, la opinión que Hurtado tiene de la teología ayuda a entender la importancia que le otorga a la ciencia y a la universidad. Ante la crisis de la sociedad que le es patente en la miseria de los pobres, Alberto Hurtado formula un concepto de la formación sacerdotal cuestionante.

No sin cuidado desliza críticas a los sacerdotes. Algunas remontan a la teología que han recibido como la fuente remota de cierta indolencia y ceguera conque desempeñan su oficio. En privado se queja a Pío XII contra los obispos no tanto porque los vea del lado de los conservadores, como por una especie de incapacidad para darse cuenta de lo que sucede[4]. Pues bien, la teología que él exigirá para la formación de los sacerdotes tendría que curar de raíz este defecto.

La teología, según Hurtado, debiera capacitar a los sacerdotes para ver con los ojos de la fe la realidad en toda su amplitud. Tendría que ser una teología amplia, estudiada en conexión con otras disciplinas humanísticas y científicas, y arraigada en la experiencia espiritual. Si la teología no pone en contacto con Dios, con el mundo y consigo mismo, Hurtado pensaría que las desconexiones que ella produce son la prueba de su extravío. Hurtado no se deja fascinar por la cientificidad de la teología. La critica, si esta no es sabiduría que dé vida a la Iglesia y al mundo.

La universidad

Alberto Hurtado se refiere a la universidad a propósito de los profesores y de los alumnos universitarios. En este sentido sus opiniones sobre ella tienen algo de indirecto.

Hurtado levanta críticas contra la universidad. Se queja de la formación de meros profesionales. Concentra la acusación en profesores carentes de visión de conjunto: “En muchas cátedras, sobre todo en las más técnicas, hay el peligro que el profesor se considere el especialista y nada más, y dé su ramo con total abstracción del conjunto de la enseñanza y sin colaborar armónicamente a obtener el ideal universitario”[5]. En otro plano lamenta la mala calidad de la enseñanza universitaria estatal. Del Estado, además, pide libertad para una enseñaza universitaria católica.

Misión de la universidad

No hay que buscar en Alberto Hurtado una definición técnica de la misión de la universidad. En uno de los mejores párrafos que consagra a esta da muestras de un concepto rico, clásico y moderno de ella. Afirma: “la Universidad debe ser el cerebro de un país, el centro donde se investiga, se planea, se discute cuanto dice relación al bien común de la nación y de la humanidad. Y el universitario debe llegar a adquirir la mística de que en el campo propio de su profesión no es sólo un técnico, sino el obrero intelectual de un mundo mejor”[6]. Si de la formación del sacerdote Hurtado pide un contacto más amplio con el mundo, a la universidad le exige ponerse directamente al servicio de la sociedad en la que se inserta.

Alberto Hurtado lleva las cosas al extremo. En medio de la sociedad la universidad cumple una función pensante, pero también agitadora. Sus palabras son estremecedoras: “la universidad ha de mantener vivo en el alumnado el sentido del inconformismo perpetuo ante el mal y ha de alentarlo a protestar con los hechos, con la voz, con la pluma… y cuando otra cosa no puede, al menos en el fondo de su conciencia”. Continúa su discurso a universitarios: “no depende de nosotros el que una masa enorme de gentes continúe mal alimentada, mal alojada… pero al menos no tratemos de pactar con el mal, no nos acostumbremos, seamos la voz permanente de la justicia”[7]. La cuestión social está al centro de su visión del quehacer universitario.

Hurtado conserva la idea clásica de universidad y aboga por ella. La universidad se debe a la verdad una y universal que tiene en Dios su razón última de ser. Por ello no puede concebirla sin una facultad de teología, la primera de las ciencias. Alguien pudiera pensar que su postura es intolerante cuando sostiene: “no podrá haber jamás universidad de ciencias sin facultad de teología, ni facultad universitaria sin la ciencia de Dios…”[8]. Pero Hurtado está  lejos del integrismo. Su propia teología le permite captar la articulación virtuosa de la revelación de Dios a través de la historia de la salvación cristiana y a través de la creación entera. Es esta percepción aún más honda de la realidad la que subyace a estas otras palabras en las que no ve incompatibilidad, sino necesaria vinculación y compenetración, entre la teología y las demás ciencias universitarias: “Los dos métodos: el experimental (inductivo y analítico), y el teológico (de autoridad y deductivo), ¡con cuanta frecuencia se miran con recelo… y se anatemizan no en virtud de principios basados en la ciencia criticada, sino en prejuicios de la propia… Que no anatematicen. Que tengan respeto y simpatía por la otra ciencia. Que sepan que verdad no se opone a verdad. Que o el dogma es mal entendido o la conclusión científica no lo es”[9].

Y en otro lugar afirma: “La teología como tal es teoría. Debe hacerse viva. Se hace viva cuando se pone en relación con la realidad concreta, con el arte, con la ciencia, con la literatura, con las corrientes espirituales de la vida. El teólogo que no esté familiarizado con la plenitud de las manifestaciones del LOGOS en la vida construirá castillos en el aire. Su tarea consiste en fecundar los esfuerzos del espíritu humano con la levadura del Evangelio”[10].

En la misma línea espera de los universitarios católicos una “síntesis” entre la doctrina de la Iglesia y la realidad concreta conocida a través de las especialidades, síntesis que se traduzca a su vez en soluciones sociales efectivas.

Formación de personas integrales

Para él la universidad se debe derechamente a la transformación de la sociedad en perspectiva social y de bien común, pero esto no se logrará sino a través de personas formadas integralmente y capaces de una visión de conjunto. “La Universidad ha de formar hombres, antes que todo. Hombres, no archivos ambulantes ni grandes eruditos. La actitud principal del profesor ha de ser la de dar una visión de conjunto. No un mero hábito, sino una visión de conjunto. La Universidad debe dar ese hábito hacia la verdad. Sabiduría no es erudición. La mera erudición es pesada, amontona ladrillos como una fábrica”[11].

La misión de la universidad se desliza a la del universitario. Es esta la “del estudioso que traduce esos ideales grandes del hombre de la calle en soluciones técnicas, aplicables, realizables, bien pensadas. Hacerlo es la mayor obra de caridad que puede hacer un hombre, pues es la caridad social, pública”[12].

Hurtado empalma la formación de personas con la necesidad de un tipo de desarrollo científico universitario específicamente cristiano. No es lo más propio de la universidad formar personas caritativas. Por ser cristianos y universitarios al mismo tiempo, profesores y alumnos cumplen una tarea que solo ellos pueden llevar a efecto. A saber, “la caridad del universitario debe ser primariamente social: esa mirada al bien común. Hay obras individuales que cualquiera puede hacer por él, pero nadie puede reemplazarlo en su misión de transformación social. De aquí cada uno en su profesión orientada a su misión social”[13]. Esto implica una formación mucho más amplia de la que normalmente exige cada carrera.

¿Habrían debido estos universitarios trabajar para hacer de Chile “un país católico”? Depende qué se entienda por esto. A Hurtado no le interesa reflotar la cristiandad: no apoya a ningún partido político católico en particular, funda la ASICH como una asociación política para-sindical y expresa un profundo respeto por las iglesias protestantes. Los textos en que Hurtado se refiere a la universidad lo  único que afirman es su fin social. Es posible imaginar, en consecuencia, que habría agradado al P. Hurtado que los universitarios trabajaran por hacer de Chile un país católico solo y en la medida que ellos procuraran en primer lugar hacer de Chile un país más justo.


[1]  Humanismo Social, Editorial Salesiana, Santiago, 1984, p. 184.

[2] S40y11: “La formación del sacerdote”.

[3] Cf., Jeffrey C. Golfarb Los intelectuales en la sociedad democrática, Cambridge University Press, Madrid, 2000.

[4] Cf., S62y02: “Discurso a Pío XII”.

[5] S40y09: “Profesores universidad católica”.

[6] S40y07: “Misión del universitario”.

[7] S08y10: “Misión del universitario”

[8] S40y09.

[9] S40y09.

[10] S40y11.

[11] S40y09.

[12] S08y10.

[13] S22y24: “Lo que ha de despertar la universidad en sus alumnos”.

La "mística social" del Padre Hurtado

La espiritualidad del Padre Hurtado, en cuanto expresión de la espiritualidad ignaciana, es típicamente cristiana. Lo más propio suyo es haber consistido en una «mística social».

 ¿No es un contrasentido hablar de «mística social»? Depende de qué se entienda por mística. La palabra mística es griega. Dice relación con el hecho de cerrar los ojos y mirar al interior; con encontrar a Dios en la intimidad del alma, para lo cual todo lo demás, incluido el prójimo, estorba. El cristianismo tomó del griego esta palabra para expresar su experiencia de Dios, pero alteró radicalmente el concepto.

Mística cristiana

Para el cristianismo, la verdadera mística poco tiene que ver con la intensidad y espectacularidad de la experiencia sobrenatural. Lo que distingue a la mística cristiana es ser participación del amor de Dios por el mundo. Dado que en el cristianismo la unión del hombre con Dios es posible en la unión de Dios con el hombre en Jesucristo, la mística cristiana reproduce en la historia el destino salvador del Hijo de Dios. Hay experiencia mística cristiana allí donde hay rechazo del mundo como pecado y amor del mundo como criatura de Dios; donde liberarse del mundo consiste en salvar el mundo.

En este sentido, la creación no es un obstáculo para la unión con Dios: es el lugar obligado de su encuentro. Por el contrario, el pecado consiste precisamente en pretender una unión con Dios al margen de la historia, huyendo de la vida, quitando el cuerpo a los problemas en vez de enfrentarlos. Por eso, nada expresa mejor la mística cristiana que la indisolubilidad del amor a Dios y al prójimo y ¡al enemigo! Conoce a Dios el que ama lo que Dios ama: la creación entera, al justo y al pecador.

Para Alberto Hurtado, el prójimo, el pobre y la transformación de una sociedad injusta, no fueron una distracción a su oración. Al revés. Su mística es social porque es cristiana. Su santidad invierte el interrogante inicial: ¿es posible una mística que no sea social? ¿Es pensable una mística auténtica que metódicamente haga oídos sordos al clamor de dolor de la inmensa mayoría de la humanidad?

Mística del P. Hurtado

Alberto Hurtado es un místico cristiano. Su intimidad con Dios es recuperable en los testimonios de lo que constituyó la voluntad de Dios para su vida: la edificación de un orden social más justo y caritativo, como expresión de amor a Cristo identificado con los pobres y liberador de los pobres. Porque el amor a Cristo en el prójimo está al centro de su vida espiritual, la lucha por cambiar las estructuras de las sociedad, que él urge una y otra vez, en ningún caso podría realizarse en perjuicio de personas concretas y de modo alguno posterga el deber de caridad inmediata con los más necesitados.

Dos aspectos son distinguibles en su «mística social»: la mística del prójimo y la utopía social; dos aspectos que se exigen recíprocamente.

La «mística del prójimo»

Así como el P. Hurtado contempla a Dios en Cristo, contempla a Cristo en el prójimo y, en Cristo, se hace cargo de él. En otras palabras, el ser Cristo para el prójimo, el compromiso ético-activo, deriva su razón de ser del momento místico-contemplativo, del ver a Cristo en el prójimo, y es inseparable de él.

Ver a Cristo en el prójimo

La razón última del amor al prójimo es que «el prójimo es Cristo». Siendo novicio jesuita se propone «…servir a todos como si fueran otros Cristos»[1]; luego, como estudiante, determina fijarse en las virtudes de sus compañeros en quienes ve actuando al Sagrado Corazón. Para Alberto Hurtado Cristo vive en el prójimo, pero especialmente en el pobre:

            «Tanto dolor que remediar: Cristo vaga por nuestras calles en la persona de tantos pobres dolientes, enfermos, desalojados de su mísero conventillo. Cristo, acurrucado bajo los puentes en la persona de tantos niños que no tienen a quién llamar padre, que carecen ha muchos años del beso de una madre sobre su frente. Bajo los mesones de las pérgolas en que venden flores, en medio de las hojas secas que caen de los árboles, allí tienen que acurrucarse tantos pobres en los cuales vive Jesús. ¡Cristo no tiene hogar!»[2].

Ser Cristo para el prójimo

El aspecto activo, ético, de esta «mística del prójimo», es distinto, pero no separable del aspecto contemplativo, ya que consiste en ser «cristo» para otros «cristos». Para el P. Hurtado, el cristiano es «otro Cristo»; pero no en el mero nombre y la exterioridad, sino por una gracia y convicción interior: «un testigo no será útil a la causa de Cristo, sino en la medida en que un auténtico espíritu cristiano anime su pensamiento y su corazón»[3].

Por esto, se indigna contra los «testigos incompletos» que, lejos del Espíritu de Cristo, guardan las apariencias, pero faltan a la justicia y la caridad; clama contra los malos católicos, «los más violentos agitadores sociales»[4]; contra los cristianos «nominales» que forman parte del mundo burgués: «… ese conjunto de máximas, de modos de vivir fáciles, muelles, en que el dinero y el placer son los ídolos…»[5].

La utopía social

La «mística social» de Alberto Hurtado ansía cambiar las estructuras de la sociedad, como expresión del más alto amor al prójimo. El expresa su utopía social en dos conceptos: el de Orden social cristiano y el de Cristianismo integral.

El Orden social cristiano

El orden social existente, según el P. Hurtado, «tiene poco de cristiano»[6]. Es imperativo cambiarlo. «El orden social actual no responde al plan de la Providencia»[7]. No puede ser «orden» la conservación del statu quo; el «‘orden económico’ implica gravísimo desorden»[8].

Para el P. Hurtado, el Orden social cristiano -concepto que extrae de la Doctrina Social de la Iglesia- reproduce el Reino de Dios del Evangelio. Como el Reino, ya está en gestación «entre sacudimientos y conflictos»[9]. Lo describe así:

            «Hemos de desear un orden social cristiano. Este supone el respeto a la Iglesia, a su misión de santificar, enseñar, de dirigir a sus fieles, y supone también algo tan importante como esto: que el espíritu del Evangelio penetre en las instituciones, y que las leyes se inspiren en la justicia social y sean animadas por la caridad. Un Estado es cristiano no sólo cuando establece el nombre de Dios en sus juramentos, sino cuando el sentido del Evangelio domina su espíritu»[10].

La construcción de este orden, sin embargo, no será posible si se olvida que «el primer elemento de restauración social no es la política, sino la reforma del espíritu de cada hombre según el modelo que es Cristo»[11]. Pero, dirá también: «Esta reforma (de estructuras) es uno de los problemas más importantes de nuestro tiempo. Sin ella la reforma de conciencia que es el problema más importante es imposible»[12].

Cristianismo integral

El Cristianismo integral que el P. Hurtado auspicia, procura que la fe en Cristo se manifieste en todos los aspectos de la vida, no sólo en ocasiones religiosas; pero tampoco en un puro cambio de estructuras.

Amplísimas son las áreas y ángulos de la vida humana, que el P. Hurtado quiere cristianizar. Se ocupa de la educación, la alimentación, la salud, la vivienda, el trabajo, la empresa, los salarios, la familia, la propiedad, las clases sociales. Es notable verlo hacer una lectura de la historia de Chile desde la perspectiva de los indios tratados como bestias. Critica a su querida Iglesia por la negligencia en la pérdida de los obreros. Está atento a lo nacional e internacional. Así como ausculta los signos de los tiempos, se interesa por el gesto cristiano pequeño: invita a ponerse en el punto de vista ajeno o alegrarle la vida a los demás.

Conclusión

La gran diferencia del cristianismo con los «espiritualismos» que lo desvirtúan, desde el gnosticismo herético del siglo I hasta el de nuestros días, está en postular el amor de Dios por el mundo. La mística cristiana, la mística del P. Hurtado, se distingue y se opone a otras místicas, porque en ella la creación entera, y el prójimo en particular, no es óbice a la contemplación, sino condición de autenticidad.

Publicado en Mensaje nº 442, 1995.


[1] Archivo del P. Hurtado 12,3,27.

[2] Archivo del P. Hurtado: 9,7,1-2.

[3] Humanismo Social, Ed. Salesiana, Santiago, 1984, p. 82.

[4] O.c., p. 68.

[5] O.c., p. 65; cf., 87.

[6] O.c., p. 83.

[7] O.c., p. 89.

[8] Sindicalismo, Editorial del Pacífico S.A., Santiago de Chile, 1950, p. 40.

[9] O.c., p. 9.

[10] Humanismo Social, o.c., p. 181.

[11] O.c., p. 179.

[12] A. Lavín, La vocación social del Padre Hurtado S.J. Santiago, 1978, p. 100.

A cien años del nacimiento del Padre Hurtado

Hace tanto y tan poco, el Padre Hurtado estuvo entre nosotros y se fue. El 22 de enero próximo celebraremos cien años de su nacimiento. Un siglo no es demasiado si pensamos que hay personas que viven cien años y más. Pero su muerte temprana, a los cincuenta y dos años, lo aleja de nosotros. La mayoría de sus admiradores y devotos no lo conocieron en vida. Tampoco yo.

Los años pasan, muchos no lo conocimos, pero también es cierto que lo sentimos cercano. He escuchado decir que en el Hogar se respira su presencia. He sabido de auxiliares y personal de servicio que atienden a los pobres como Cristo mismo lo haría. Se comenta que en ningún otro lugar los enfermos son tratados con tanto respeto y cariño. ¿No es esta la mano del Padre Hurtado?

He preguntado a los mayores por qué murió tan joven. Después de la larga formación del jesuita, recién a los treinta y cinco comenzó a trabajar. Sus años de servicio sacerdotal fueron apenas dieciséis. ¿Cómo hizo tanto en tan poco tiempo? Esta, me dicen, fue precisamente la causa de su muerte: esos escasos años los trabajó a toda máquina. Educador de jóvenes, predicador de ejercicios espirituales, sacerdote a tiempo completo, apóstol de la justicia social, promotor del sindicalismo, intelectual atento a los signos de su tiempo, gran lector y escritor a toda carrera, entre varias otras cosas más… ¡Reventó! ¿No pudo tomarse las cosas con calma? Parece que no. Parece que hay hombres tan poseídos de Dios que no se reservan nada para sí mismos, se dan hasta que mueren. En un siglo en que la miseria de Chile alcanzó cotas intolerables, un santo no podía esperar. Como si así, llevándoselo joven, Dios dejara bien claro que ama a los pobres y se impacienta con su miseria.

¿Qué nos dejó? ¿Cuál es su legado?  El Hogar de Cristo destaca en todo el país. ¡Cuántos chilenos han recibido del Hogar asilo, sanación, promoción y sobre todo dignidad! ¿Cómo habría sido nuestra historia sin este esfuerzo enorme de caridad? Más de 500.000 socios colaboradores cuyo aporte sustenta millones de atenciones anuales… un techo, unas sábanas limpias, un plato de sopa caliente en invierno, una mano cariñosa. La revista Mensaje continúa el propósito del Padre Hurtado de entrar en el debate cultural contemporáneo, de formar a los católicos y de luchar contra la injusticia, causa última de la pobreza. Otras obras desaparecieron, como la Acción Sindical Chilena. ¡Cómo lamentaría el Padre Hurtado la indefensión en que se encuentran hoy los trabajadores chilenos! Desapareció la Acción Católica, que él lanzó a las nubes, pero otros voluntariados se nutren de su espíritu: En todo amar y servir, Un techo para Chile y otros movimientos de Iglesia, las CVX, Schöenstatt, por mencionar algunos, se sienten desafiados a la acción social.

Pero no se puede pensar en las obras, sin pensar en las personas. Alberto Hurtado marcó a una generación entera de laicos. Unos todavía viven. Otros ya murieron. Ellos, santos seguramente varios, hicieron contacto con Dios mediante el “patroncito” y Dios les cambió la vida: los mandó a vivir modestamente, a instalarse en una población para servir a los pobres, a entrar de lleno en la política, a admitir en su familia a niños recogidos o a luchar por sacar adelante una toma de terreno. ¡Un laicado extraordinario! Menciono a uno solo en nombre de todos: Hugo Cabezas. Lo conocí en su casa, con Carmen su señora, lleno de chiquillos inquietos y revoltosos contra los cuales los juniores jesuitas jugábamos a la pelota. Me imagino que otros laicos vivieron, como él y como el Padre Hurtado, siempre cansados, agotados de «dar hasta que duela».

También hay que nombrar a una generación completa de jesuitas, entre varios otros sacerdotes y religiosas que le deben su vocación. Jóvenes que fueron los privilegiados de su tiempo, dejaron todo por seguir a Jesucristo. Convencido del sacerdocio, el Padre Hurtado promovió las vocaciones sacerdotales. No se quedó en la lamentela típica por la falta de vocaciones sino que, habiendo experimentado él mismo que gana la vida el que la da generosamente, entusiasmó a muchos a dar el salto mortal. El Padre Hurtado ha sido un auténtico fundador de la Compañía de Jesús en Chile, por el camino que le abrió y los numerosos jóvenes que, tras sus pasos, se hicieron jesuitas.

El legado del Padre Hurtado es visible en obras y personas, pero es todavía más profundo. La herencia dejada es sobre todo espiritual. Alberto Hurtado nos dejó a Jesucristo. Abrió a Chile la mente para entender que el Dios de Jesús es amor. Este jesuita fue, como Ignacio de Loyola, un “contemplativo en la acción”, un hombre capaz de mirar su época con los ojos de la fe y descubrir en los acontecimientos históricos la llamada de Dios a poner el amor en acciones más que en palabras. Enseñanza poderosa que nos debiera ayudar a romper con una religiosidad limitada a los sacramentos y a la capilla, para abrir el alma a los hombres y mujeres de nuestro tiempo y acogerlos, consolarlos, animarlos y entusiasmarlos a creer y a trabajar por un mundo mejor. Sin Jesucristo nada del Padre Hurtado habría sido posible. Jesús dedicado por completo a la llegada del Reino, explica el despliegue de toda la energía de nuestro santo. Este Jesús fue, en la intimidad, la compañía última que lo animó a seguir adelante ante las adversidades e incomprensiones.

Lo más original de su espiritualidad fue su “mística social”. A muchos cuesta creer que él fuera un místico. La idea clásica del místico es la de hombres y mujeres que encuentran a Dios en la oración, y que en la oración tienen de Él experiencias extraordinarias, raras al común de los mortales. No consta que Alberto Hurtado haya abundado en este tipo de experiencias, pero sí sabemos que él vio a Cristo en el pobre. De allí sus palabras: “El pobre es Cristo”. A la luz del mandato de Jesús de encontrarlo en los enfermos, los encarcelados y los pobres en general (Mt 25, 31-46), no hay duda que Alberto Hurtado fue un místico cristiano auténtico, un místico de la acción social. El mayor legado a nuestra generación es su amor al Cristo prójimo y al Cristo pobre.

Si el Padre Hurtado nos visitara hoy, ¿qué nos diría? Estoy seguro que nos hablaría de Dios: “Dios es lo único absoluto. Todo lo demás es secundario: lo primero es amar a Dios y hacer su voluntad”. Añadiría: “¿para qué se afanan tanto por asegurarse la vida? La vida es para regalarla. Se puede ser feliz con muy poco. Sean austeros. Lo único importante es hacer feliz a los demás”. Me lo imagino hoy día. Lo veo alegre, sonrisa de oreja a oreja, abrazando a sus amigos, recogiendo en sus brazos a los niños, admirándose de tantos servicios nuevos del Hogar: rehabilitación de drogadictos, viviendas, casas de acogida.

Le alegraría mucho saber que el Hogar es como la Iglesia en chico. “Qué hermoso”, diría, “que haya aquí tanta diversidad. Mayores y niños. Gente de los más diversos movimientos, también evangélicos y otros a los que les cuesta creer”. Con pudor habría visitado su propio santuario. Tal vez nos confesaría: “En un primer momento no estuve de acuerdo con que me hicieran un santuario. Pero, luego, al ver tanta gente que encuentra aquí al Señor y se vuelve más generosa, he venido yo mismo a atender a los peregrinos y paso horas escuchando y consolando”.

Lo imagino hablándole a los universitarios. Los llamaría al heroísmo y la santidad: “Este mundo tiene necesidad de gente joven que en vez de acumular privilegios y certificados de pureza, se lance a interrogar a Jesucristo: ‘qué quieres de mí, Señor’. Necesitamos universitarios que en vez de calcular con cuánto van a jubilar, se pregunten cómo servir más con sus propias carreras. Más que profesionales el país necesita hombres y mujeres que amen”.

A los ricos los animaría a leer el Evangelio sin defensas, exponiéndose a las palabras de Jesús contra ellos, que en realidad no son contra ellos, sino en su favor: “Hay más alegría en dar que en recibir, enseña Jesús. Felices los que empobrecen para enriquecer a los demás. El Reino también es para ustedes. No sean lesos. Crean en Dios, no se van a arrepentir”.

A los pobres que bajan los brazos y no quieren vivir más, les recordaría que ellos son los privilegiados del Reino. A los que logran salir de la miseria, les advertiría: “No se conviertan en nuevos ricos, cuidado con la ambición, no olviden que han sido pobres, en la pobreza está la dignidad, la confianza hay que ponerla en Dios y no en el dinero”.

Si tuviera la oportunidad de hablar por Televisión, en cadena a todos el país, pienso que el Padre Hurtado diría: “Vienen tiempos de cambios grandes y rápidos. Habrá mucha incertidumbre. Los enormes descubrimientos de la ciencia, los fabulosos inventos de la técnica, no son garantía de nada. La ciencia y la técnica están a disposición de los mismos que concentran la riqueza y el poder en todo el mundo. El quinto más rico de la población mundial dispone del 80% de los recursos, mientras el quinto más pobre dispone de menos del 0,5 %. Ningún país del planeta es capaz de sustraerse a este movimiento. La pobreza crece, la libertad disminuye. ¡Pero no pierdan la esperanza! Jesús ha resucitado y lucha por dar a la historia el rumbo contrario”. En su época, como apóstol de la doctrina social de la Iglesia, el Padre Hurtado litigó contra el comunismo y el capitalismo, promoviendo un “orden social cristiano”. Ahora combatiría el neoliberalismo. Terminaría sus palabras inspirado en las enseñanzas de los obispos latinoamericanos de los últimos años: “Los tiempos se pondrán difíciles, pero no se desesperen. Miren a Cristo en el pobre. Si  Cristo anunció a ellos el Evangelio, ellos antes que cualquiera tienen algo que enseñarnos. No se puede dar a los pobres sin recibir de los pobres. Para que el mundo cambie, déjense evangelizar por los pobres”.

Alberto Hurtado: su porte intelectual

El conocimiento que se tiene de Alberto Hurtado en Chile es muy incompleto. El P. Hurtado es conocido por haber recogido a los niños pobres. Esta imagen suya permite que a diario 29.000 mil personas sean atendidas en el Hogar de Cristo. Otros, menos, saben que bregó por la sindicalización obrera. Muy pocos, sin embargo, pensarían que Hurtado fue un intelectual; que además de ser un hombre de acción, su batalla contra la pobreza y su lucha en favor de los sindicatos respondían a un concepto de sociedad que lo movilizaba.

Un intelectual jesuita

 En orden a despejar las dudas, cabe preguntarse: ¿fue Alberto Hurtado un intelectual con una poderosa inclinación a la acción apostólica directa o fue un hombre de acción con una inquietud, una apertura y una preparación intelectual notables? Habría que decir que ambas cosas.

Hurtado da muchas señas de ser un intelectual. Terminó derecho. Completó los largos estudios humanísticos, filosóficos y teológicos de los jesuitas. Obtuvo un doctorado en educación. Realizó una maratónica indagación para conseguir profesores para la naciente Facultad de Teología de la Universidad Católica y ayudó a formar su biblioteca. Enseñó un tiempo en las facultades universitarias de educación, arquitectura y derecho. Participó en las Semanas Sociales francesas. Creó la Acción Sindical Chilena. Fundó la revista Mensaje. Leyó de todo. Escribió varios libros. He preguntado a los que le conocieron. “A vacaciones iba con una maleta de libros”, me dice uno. Otro: “en su pieza se le escuchaba siempre tecleando”.

El testimonio que Alvaro Lavín, su amigo y provincial, ofrece del brinco intelectual que Hurtado da en Lovaina, es elocuente: «aquí, en Lovaina, y especialmente en sus estudios teológicos fue cuando… comenzó a dar muestras muy claras de su gran capacidad intelectual. Como ya dije, en sus estudios secundarios fue un alumno bueno, pero corriente; en la universidad sus estudios fueron, sin duda, muy buenos y coronados por el éxito y las buenas notas, pero las preocupaciones económicas y familiares fueron inevitablemente un escollo para alcanzar una mayor profundidad y brillo. En cambio, en Lovaina fue muy buen alumno y llamó la atención. Lo digo, porque para mí, que lo conocí y traté tanto, fue una sorpresa desde entonces -y mayor cada día- el verlo de una agilidad mental muy grande y capaz de captar bien las constantes novedades ideológicas y culturales; sorpresa que he considerado siempre sólo explicable por una ayuda especial de Nuestro Señor»[1].

Últimamente el P. Tony Mifsud, al presentar Moral Social, su obra póstuma, afirma sin sombra de duda «este libro, por cierto no acabado, es la obra de un intelectual, es decir, de un hombre que, además de llevar adelante un enorme trabajo social, también encontró tiempo para pensar la acción social y articularla de manera coherente y sistemática»[2]. Más adelante añade: «ciertamente, no fue un pensador especulativo, en el sentido de pensar lo pensado, sino más bien un intelectual práctico, ya que lo que le motivaba era el cambio social, es decir, pensar la realidad social para cambiarla.  La realidad era el punto de partida de su preocupación intelectual y su pensamiento se dirige a su transformación»[3].

Aún así el tema es discutible. En contra de que haya sido un intelectual, ha podido decirse que un jesuita que en un período de ministerio sacerdotal muy breve funda varias obras y desempeña una cantidad de ocupaciones que ningún otro ha podido ejercer sino de modo excepcional, no ha tenido la calma que el estudio requiere. De hecho el medio intelectual no lo recuerda entre los suyos.

El tema es discutible también porque el concepto mismo de “intelectual” está en disputa. Si la analogía exige el respeto de varias posibilidades, en el caso de Hurtado prima la búsqueda incesante de una erudición que sirva a una reforma social profunda. Para que Chile sea un país justo, Hurtado lee y escribe, acicatea a la sociedad y a los católicos. No es dogmático, piensa a partir de la realidad. Usa estadísticas, pero no sucumbe al empirismo. Su crítica al statu quo puede ser demoledora. Hurtado es inquietante, es provocativo, es constructivo y subversivo a la vez. Su interlocutor no es la academia, sino la sociedad. Se dirá que no puede considerarse “intelectual” a alguien que no sigue en la carrera académica. Hurtado opinaría distinto. Su exención del diálogo académico obliga, por cierto, a estudiar su pensamiento con pinzas. Pero el diálogo ilustrado que procura entablar con la sociedad, permite reconocer en él a un intelectual por excelencia (G. Goldfarb, Los intelectuales en la sociedad democrática, 2000). Es más, Hurtado encara a los académicos que no se preguntan para qué ni para quién investigan.

Tipos de erudición hay varias. La del P. Hurtado remonta río arriba hasta la espiritualidad ignaciana. En un documento reciente Peter-Hans Kolvenbach, General de la Compañía de Jesús, ofrece un marco adecuado para comprender la índole intelectual del apostolado de los jesuitas (Pietas et eruditio, 2004). En los orígenes, los estudios no fueron lo primero sino el deseo de “ayudar a las almas”. Fue esta necesidad experimentada por Ignacio y los primeros compañeros, la que los impulsó a buscar la mejor instrucción filosófica y teológica. La de Ignacio, la del P. Hurtado y la de los jesuitas de hoy, es eruditio de una pietas apostólica. Hasta nuestra época, la mayor colaboración posible en la misión evangelizadora de la Iglesia, ha exigido a los jesuitas una triple y profunda conexión: con Dios, con las culturas siempre cambiantes y con la propia interioridad personal. La obediencia a la voluntad amorosa de Dios hacia los hombres, les ha exigido una encarnación entre los contemporáneos en sintonía con aquella del Verbo hecho hombre. No ha sido el rezo entre las paredes de la capilla, siempre recomendable, sino la vida a la intemperie, la exposición al sufrimiento atroz del mundo, el deseo de amar a Dios en todas las cosas y a estas en Él (Constituciones, 288), lo que explica la fama de culta y la audacia creativa de la Compañía.

Hurtado fue un hombre conectado. Un “contemplativo en acción”, como lo fueron San Francisco Javier, Teilhard de Chardin o Luis de Valdivia. Cualificó su actividad apostólica con una apertura cordial y mental a los acontecimientos, estudiándolos para desentrañar en ellos la voluntad de Dios para los católicos de su época. Hurtado interpretó la espiritualidad ignaciana como un “místico social”. La mística consiste en la unión con Dios. Si en la experiencia mística predomina la raigambre griega original, los místicos encuentran a Dios liberándose del mundo o huyendo de él. Al revés, cuando en ellos prevalece el influjo judeo-cristiano se saben enviados a liberar al mundo y responsabilizarse de él. La unión con Dios de la experiencia cristiana e ignaciana de Alberto Hurtado tiene la originalidad de pretender una reconciliación social como fruto de una acción social sustentada por una erudición lo más amplia y profunda posible. Ad maiorem Dei gloriam Hurtado encuentra a Dios en Cristo y a Cristo en el pobre. Dios, que le revela a Cristo “en” el pobre, lo convierte a él mismo en un Cristo “para” el pobre.  He aquí el núcleo paradojal y dinámico de su aporte místico a una versión del catolicismo social chileno del siglo XX que no se contentará con reclamar caridad para los pobres, sino que exigirá para ellos justicia y cambios sociales estructurales; y que, ante los estragos sociales del capitalismo, disputará  la clase obrera al socialismo y al comunismo.

Un nuevo puente entre la Iglesia y su época

Como intelectual jesuita, además de entrar en un diálogo ilustrado con la sociedad tuvo también un concepto cristiano de sociedad, a saber, el de un “orden social cristiano”, que opuso utópicamente al mundo en crisis que le tocó vivir.

Entre Alberto Hurtado y nosotros, Pablo VI diagnosticó que “la ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo…” (Evangeli Nuntiandi, 20). Hurtado tuvo el coraje de vivir en carne propia esta ruptura. Tuvo el valor de no rellenar este divorcio entre fe y cultura que por años aflige a la Iglesia, con actividad pastoral o aceptación de cargos. Se da en Hurtado una turbulencia que amén de psicológica, se activa por la urgencia de evangelizar un mundo progresivamente menos cristiano y menos católico. A veces la angustia del santo roza el pesimismo. Alguien podría creer que para Alberto Hurtado “todo tiempo pasado fue mejor”. La fatalidad ante los nuevos acontecimientos mordió a muchos católicos durante el siglo XX. Con Hurtado es posible equivocarse. En sus escritos se puede rastrear al sacerdote agitado por una lucha interior entre lo viejo y lo nuevo, entre lo que hay que anunciar y lo que hay que denunciar, entre lo que es necesario mantener y lo que es preciso crear. Su inmensa actividad apostólica, empero, no fue para él un divertimento, una compensación, sino respuesta creativa a una crisis que él se atrevió a mirar, a sufrir y a pensar.

Porque hizo suya la pasión de su época, porque con valentía experimentó interiormente su turbulencia y desgarro, su discurso gozó de algún sentido, fue escuchado y criticado. Por ello se quejó a Pío XII de las injusticias de la sociedad, de la miopía existente y hasta del perfil piadoso pero poco clarividente de los obispos de entonces. Lo angustiaba que no comprendieran lo que sucedía. El P. Crivelli, visitador de la orden, lo acusó de carecer del espíritu de la Compañía. Otros jesuitas también lo criticaron. Atacó al catolicismo burgués porque espantaba a los pobres de la Iglesia y fue atacado por los católicos tradicionales que le acusaban de comunista.

¿Qué vio que los demás no vieron? Lo que más le llama la atención es la miseria, la injusticia social que la provoca y la emergencia de los conflictos sociales planetarios que esta injusticia a su vez incoa. La masiva pobreza le parece la señal más clara de una crisis mundial. No hay duda que Hurtado es moderno al menos en la concepción de esta pobreza. Para el hombre antiguo esta ha podido ser parte de un mundo dado, que él podía mitigar con su caridad, pero no imputarse a su responsabilidad. El hombre moderno, en cambio, tiene conciencia de que el orden social es un orden histórico, que es obra de la libertad y que, en consecuencia, se puede cambiar. Alberto Hurtado, en este sentido, no sólo reclama caridad y justicia para los pobres, sino que exige sobre todo un cambio de las estructuras sociales. El orden social, especialmente la ordenación económica de la realidad, le parece gravemente desordenada, constituye un auténtico pecado, no es cristiana, y urge por tanto a su completa reforma. Hurtado entendió que trabajaba por una sociedad reconciliada, un orden social nuevo estructurado por el amor y la justicia y, en cuanto sacerdote, pontifex, creyó que debía ser puente entre la Iglesia y su época. Hizo en esto suya la Doctrina Social de la Iglesia, convirtiéndose en su mejor difusor.

¿Quiso restaurar la “cristiandad”? Es esta una cuestión importante. Después de la separación de la Iglesia y el Estado en Chile el año veinticinco, la pervivencia de la “cristiandad” como aquella unidad política y religiosa inaugurada por los años de Constantino y Teodosio ya ha experimentado en Occidente varias transformaciones.  Aquí en Chile el clericalismo del siglo XX reciclará el del siglo XIX. Por lo mismo, la ubicación de Hurtado en esta transición merece máxima atención.

La pregunta es sumamente pertinente, porque exige discernir la dirección a la que apunta su “mística social” y porque los católicos chilenos de hoy no estamos de acuerdo en el modo de concebir las relaciones de la Iglesia y la política.  No es fácil, sin embargo, obtener de los escritos del P. Hurtado una respuesta a esta pregunta. Es preciso inferirla. Los textos hay que leerlos en el contexto de la lucha que entonces se libraba, en el horizonte de las posiciones antagónicas y a la luz de las acciones que pusieron al mismo Hurtado acá o allá en los conflictos.

Razones para pensar que Hurtado ha mirado el pasado con nostalgia no faltan. Hay textos en que roza el fatalismo típicamente retrógrado, en otros sale en defensa de la posición socio-cultural de la Iglesia o combate una pretendida neutralidad estatal. Lo aflige la modernidad, la critica, aunque no la demoniza. Llama la atención especialmente la importancia desmesurada que le otorga al sacerdote en la Iglesia y la sociedad.

Todo esto es cierto y, sin embargo, no es lo más cierto. Como todos nosotros, Hurtado cabalga inevitablemente sobre dos épocas. Anacrónico sería, por ello, citar su pensamiento en contradicción de la dirección de su pensamiento. La interpretación de este no debiera autorizar una lectura restauracionista de sus textos si en su época, respecto de los que le salieron al paso, Hurtado fue un vanguardista.

Y este es el caso. En su contexto Hurtado representa otra fisura para la tan agrietada “cristiandad”. Repetidas veces en su ministerio sacerdotal tuvo que invocar la doctrina del Cardenal Pacelli (1934) que rompía con la unidad política de los católicos y, por lo mismo, auspiciaba el pluralismo y una actuación política libre y en conciencia. La coherencia de Hurtado en esta materia es enorme. En la Acción Católica resistió las presiones por plegar a los jóvenes al Partido Conservador; para fortalecer el movimiento obrero dio a la ASICH un carácter para-sindical, no quiso formar sindicatos cristianos paralelos a los sindicatos liderados por los socialistas y comunistas; defendió ante el papa a los jóvenes de la Falange,  pero evitó mostrar hacia ellos preferencia alguna (W. Thayer Ni político, ni comunista. Sacerdote, sabio y santo, 2004).

Son varios los estudios pendientes sobre el pensamiento de Alberto Hurtado. La pista que de momento nos guía es el origen espiritual de su eruditio: una contemplatio de la acción de Dios en la historia mediada por la teología, por la filosofía y todas las ciencias humanas posibles, al servicio de una práctica apostólica y social. Su fatiga fue por una sociedad integralmente cristiana. Una tal sociedad dependería de la fuerza espiritual del cristianismo más que del brazo político y de la vocación del mismo cristianismo para transformar todas las áreas de la vida humana gracias al trabajo conjunto de la fe y la razón.


[1] Alvaro Lavín El Padre Hurtado: Apóstol de Jesucristo, Santiago, 1977, p. 28.

[2] Informe Ethos nº 40: Alberto Hurtado S.J. ¿Una voz en el desierto?, Universidad Alberto Hurtado, 2,14, 2005.

[3] Ibidem, 2, 17.

La espiritualidad del Padre Hurtado

Siempre es difícil hablar, escribir, acerca de la experiencia de Dios de los demás, más aún si se trata de un hombre tan completo como Alberto Hurtado. ¿Cómo rezó?, ¿cómo sufrió?, ¿cómo, cuándo fue liberado de sus pecados? Pero, “en esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros”, dice el Señor, y nos remite al único modo de reconocer la trascendencia auténtica. Creemos que el Padre Hurtado fue un santo de nuestra época, y así esperamos que lo reconozca un día la Iglesia entera. Su santidad tiene que ver directamente con la imitación de ese Cristo que hace suya nuestra historia y como hombre se duele del hombre, lo consuela y lo rescata. La preocupación de Alberto Hurtado por los pobres y por la transformación de la sociedad no lo hacen menos santo, sino más santo.

 

            La espiritualidad del P. Hurtado es la espiritualidad ignaciana. Es en la tradición espiritual de la Compañía de Jesús, desde los tiempos del colegio San Ignacio y de las Congregaciones Marianas, que él aprende a orar y a dar gloria a Dios, sirviendo a la salvación de hombres, en obediencia a los Pastores de su Iglesia.

            De muestra, un ejemplo sencillo, pero decisivo: recién entrado al Noviciado jesuita y mientras realizaba lo Ejercicios Espirituales, el joven Alberto reproduce parte del llamado Principio y Fundamento en estos términos: “He sido creado y para conocer y amar a Dios; no para salvar mi alma; esto es consecuencia y don gratuito. Mi fin, pues es amar y servir a Dios. Debo ser todo de Dios; no seré de Dios si retengo algo para mí”. Este es, en pocas líneas, el proyecto ignaciano de la santificación: la santidad no se alcanza in recto, sino que es pura obra de Dios en los que se hacen disponibles a cumplir su santa voluntad. Cuando más tarde el P. Hurtado consagre su vida, entre otras cosas, a la dirección espiritual de los jóvenes, hemos de pensar que no lo hizo para “salvar su alma”, sino porque Dios ama a los jóvenes.

            La espiritualidad del P. Hurtado es la espiritualidad ignaciana pero, como toda experiencia espiritual auténtica, no se agota en ella, sino que tiene su propia originalidad. Esto es lo que más nos interesa. La originalidad espiritual de Alberto Hurtado nos inspira a hacer nuestro propio camino.

 

Una mística cristiana

            Toda mística pretende ser experiencia de Dios. Pero no toda mística es cristiana, aunque se diga cristiana. La mística cristiana es experiencia de Dios en Cristo y no se caracteriza tanto por lo extraordinario de los fenómenos psíquicos o sensoriales que la acompañan, sino por el cambio de vida. La experiencia espiritual cristiana tiene que ver con los que dan su vida por los demás. El caso del P. Hurtado es el de una mística radicalmente cristiana.

            Para Alberto Hurtado, Dios es amor. En consecuencia, él ama a Dios amando lo que Dios ama. Toda su atención a los acontecimientos de su época tiene por objeto discernir en ellos el querer de Dios. No es posible aislar en su espiritualidad a Dios, por una parte, y, por otra, la voluntad divina. La Mayor Gloria de Dios consiste en buscar y hacer lo que Dios pide en cada circunstancia de la vida y de la historia.

            ¿Cómo no extraviarse en esta búsqueda? El P. Hurtado se pregunta, y se responde: “Aquí está la clave: crecer en Cristo… Viviendo la vida de Cristo, imitando a Cristo, siendo como Cristo”.

            Para Alberto Hurtado, Dios es Dios al modo como en Jesucristo nos ha sido revelado. Pero a él tampoco le basta adherir a un aspecto de Cristo: es necesario amar al Cristo total. En una época en que se predica unilateralmente a un Cristo paciente, de lo cual se sigue que los pobres nada más deben soportar sus males sin rebelarse, el P. Hurtado es acusado por predicar al Jesús del Reino y de la acción. El no desconoce el valor infinito del Misterio Pascual de Cristo, que todo dolor humano encuentra su liberación en el Calvario. Pero, así como rechaza la ilusión de los que creen que el hombre puede liberarse por sus propios medios, llama la atención de los que desconocen el mal del mundo y no hacen nada por suprimirlo: “Esta certeza de la perennidad del dolor en el mundo no nos autoriza a contentarnos con predicar la resignación y el quietismo. La resignación sólo es legítima cuando se ha quemado el último cartucho en defensa de la verdad, cuando se ha dado hasta el último paso que nos es posible por obtener el triunfo de la justicia”.

            Al modo de la experiencia ignaciana, Alberto Hurtado articula su amor a Jesucristo como seguimiento. Alguna vez se pregunta, ¿qué significa imitar a Cristo? Antes de responder, desecha cuatro posibilidades: la de aquellos que, atentos al Jesús terreno, vanamente pretenden imitarlo al pie de la letra; la de quienes se impresionan de él como de otro gran maestro de la humanidad, pero sacan sólo provecho especulativo de su figura; la de tantos que se contentan con observar los mandamientos de la Iglesia y que acaban en el fariseísmo; por último, la de los que viven del activismo apostólico y triunfalista, pero que no tienen ojos para ver la virtud oculta de Cristo en los fracasos humanos.

            Para él, por el contrario, imitar a Cristo es actuar como si Cristo mismo tuviera que hacerlo en su lugar. Este es el corazón de su espiritualidad en su aspecto activo. En su aspecto pasivo, es ver a Cristo en el prójimo, particularmente en el pobre. Sorprende cuántas veces en su predicación el P. Hurtado propone la pregunta: “¿Qué haría Cristo en mi lugar?”. Un ejemplo: “…supuesta la gracia santificante, que mi actuación externa sea la de Cristo, no la que tuvo, sino la que tendría si estuviese en mi lugar. Hacer yo lo que pienso ante El, iluminado por su Espíritu, qué haría Cristo en mi lugar. Ante cada problema, ante los grandes de la tierra, ante los problemas políticos de nuestro tiempo, ante los pobres, ante sus dolores y miserias, ante la defección de colaboradores, ante la escasez de operarios, ante la insuficiencia de nuestras obras. ¿Qué haría Cristo si estuviese en mi lugar?… Y lo que yo entiendo que Cristo haría, eso hacer yo en el momento presente”.

            La espiritualidad del P. Hurtado cuaja entre el Cristo que somos y el Cristo que encontramos en los demás. Si nuestro Alberto encuentra a Dios en Cristo, encuentra a su vez a Cristo en el prójimo: “El prójimo es Cristo”, y por esto se ama a Cristo amando al prójimo. Ya en el Noviciado escribe: “…Servir a todos como si fueran otros Cristos”. Como estudiante jesuita es conocido por su compañerismo. En sus escritos espirituales él mismo se propone evitar juicios interiores contra sus compañeros, para fijarse mejor en sus virtudes. Muchas personas lo recuerdan como un hombre encantador que sabía dar oído a todos, al cien por ciento de su atención, no obstante su escasez tiempo. A los que piensan distinto, protestantes o comunistas, los trata igual con sumo respeto.

            En sus últimos años, su experiencia mística se hace todavía más concreta. De un modo determinado, insistente, para nada delirante y hasta provocativo, el P. Hurtado afirma: “El pobre es Cristo”. Su espiritualidad es una auténtica “mística del pobre”: “Tanto dolor que remediar: Cristo vaga por nuestras calles en la persona de tantos pobres dolientes, enfermos, desalojados de su mísero conventillo. Cristo, acurrucado bajo los puentes en la persona de tantos niños que no tienen a quién llamar padre, que carecen ha muchos años del beso de una madre sobre su frente. Bajo los mesones de las pérgolas en que venden flores, en medio de las hojas secas que caen de los árboles, allí tienen que acurrucarse tantos pobres en los cuales vive Jesús. ¡Cristo no tiene hogar!”.

            Alberto Hurtado vio a Cristo en el pobre y fue Cristo para el pobre, porque fue un hombre de oración. Supo encontrar fervorosamente a Dios en la Eucaristía, en la meditación de la Palabra de Dios, en la práctica de sus Ejercicios Espirituales, en la devoción a los sagrados corazones de Jesús y de María, en la oración vocal, mental y contemplativa. En especial, cultivó una oración afectiva y amorosa con su Señor. El P. Hurtado fue un piadoso ejemplar, aun cuando seguramente otros jesuitas lo aventajaron en estas prácticas religiosas.

            Pero esta piedad suya tiene relación directa con toda su actividad apostólica. Es más, lo propio y distintivo del P. Hurtado es hacer de todo su apostolado, su oración. No hay dos “padres Hurtado”: el que rezaba y el que actuaba. Hay uno solo, el jesuita que es “contemplativo en la acción”. Para él, toda la vida tiene una dimensión sobrenatural y no sólo la de la sacristía. Con sus propias palabras nos advierte: “Adoración sobre todo en la acción (brevemente en la oración)”, pues “nuestro fin es la mayor gloria de Dios por la acción, i.e., hacer aquellas obras que sean de mayor gloria de Dios”.

            Esto no significa que toda acción sea contemplación. Así como el P. Hurtado deplora la resignación y el quietismo ante el dolor humano, rechaza todo acción apostólica o social que no se nutre de Dios y tampoco se deja cuestionar por El. Los que le conocieron de cerca dan testimonio de la confianza de Alberto en la Providencia divina. Pero, aun cuando Alberto Hurtado conoce y advierte contra estos peligros extremos, la cantidad enorme de trabajos que asume alguna vez lo llevan a un activismo que él mismo se encarga de lamentar a su Provincial, el Padre Lavín: “Esta acumulación de trabajos distintos me obliga a improvisar, terminar por dar el fastidio del trabajo y por desacreditar al operario. La irregularidad en las horas de acostarme y levantarme ha significado gran desmedro para mis ejercicios espirituales, que han andado muy mal: acortar la meditación, supresión de puntos, exámenes y breviario del que tengo conmutación… estoy reducido a correr y hablar”. Muchos santos desequilibran por algún lado. El asunto no es imitar sus desajustes y rarezas, sino el amor que los provoca.

            Lo que define al P. Hurtado, sin embargo, no es la acción sino Cristo. A diferencia de tantos defensores de los pobres que hacen de la amargura la fuerza de su lucha, Alberto Hurtado, con el mismo corazón con que padece los males de su patria, la incomprensión y el desprecio a su persona, sabe alegrarse en el Señor en todo tiempo. Su alegría es Cristo y hacer felices a los demás. Incluso en los momentos peores de su enfermedad, el Padre exclama: “Contento, Señor, contento”.

Una mística apostólica y social

            El P. Hurtado se considera a sí mismo un apóstol de Jesucristo para su época, para su país. Al Padre lo desvela la lamentable situación del catolicismo chileno y pretende elevarlo. Pero su actitud nada tiene de sectaria: lo que directamente le importa es elevar a Chile a la vida sobrenatural. Jamás podríamos imaginar que su amor a los pobres haya sido un “medio” para el crecimiento de la Iglesia. Pero así como no concibe a Dios al margen de su voluntad, no concibe a Cristo sin la Iglesia, su Cuerpo, cuya misión es la salvación integral de los hombres y en la cual todos los hombres somos y debemos ser solidarios. La del P. Hurtado es sin duda una mística profundamente eclesial y social. La Iglesia es para él, como María, una Madre, una realidad sobrenatural y no un ente meramente sociológico. Su misión es conformar las personas a Cristo e integrar la sociedad a partir de los cristianos. Alberto Hurtado es un sacerdote jesuita al servicio de la Iglesia.

            Tal es su amor por la Iglesia que llega incluso a identificarla con Cristo. “La Iglesia es Cristo”, afirma alguna vez y precisa: “La Iglesia es Jesús, pero Jesús no es Jesús completo considerado independientemente de nosotros. El vino para unirnos a El, y formar El y nosotros un solo gran cuerpo, el Cuerpo Místico de que nos habla San Pablo…”. Lo que le interesa, en realidad, no es asegurar una doctrina teológica determinada, sino llegar al corazón de personas concretas y convencerlas de que no hay cristianismo auténtico sin la Iglesia y que la suerte de la Iglesia depende de nosotros.

            Para el P. Hurtado, la misión de la Iglesia es la santificación del mundo. Por ello, “…al católico la suerte de ningún hombre le puede ser extraña. El mundo entero es interesante para él, porque a cada uno de los hombres se extiende el amor de Cristo…”. Por amor a la salvación de los hombres, la Iglesia está abierta a reconocer la verdad más allá de sus fronteras, incluso en los que atacan a la Iglesia. Este modo de ver la Iglesia en relación con el mundo será la que años más tarde asuma el Concilio Vaticano II: con una actitud de discernimiento ante los acontecimientos y problemas del siglo, la Iglesia del Concilio prefiere entrar en diálogo con el mundo moderno en vez de condenarlo sin más.

            En el cumplimiento de su misión, Alberto Hurtado advierte que la Iglesia experimenta una crisis de proporciones mayores, un verdadero desastre. Habla de “apostasía de masas”, de “paganización de las masas”. La pérdida para la fe casi completa de la clase obrera lo preocupa desde sus años de juventud. Define a su época por una “crisis de catolicismo integral”.

            ¿La causa? El pésimo ejemplo que dan de Cristo los mismos católicos, especialmente aquellos que lo han tenido todo, riquezas, educación, seguridades, en relación a los que no tienen nada. Dirá: “Los malos cristianos son los más violentos agitadores sociales”. Pero también señala un incorrecto modo de enseñar la fe, una pedagogía formal, memorística, moralizante, y, para él lo más grave, la escasez de sacerdotes.

            Pero el P. Hurtado no se queda en la queja ni en la crítica.       Tratándose de la educación de los jóvenes, él pretende formar “cristianos, imágenes de Jesucristo”; “…no omitir medio de formar ‘Cristo con sus almas’”; y, por otra parte, que sean formados para la acción. En vez de una religión de temores y de “mojigatos”(sic), el P. Hurtado reclama una religión de opciones personales libres que mueva a hacer grandes cosas por Cristo. Alberto Hurtado llama a los jóvenes a considerar la posibilidad del sacerdocio porque él cree en el sacerdocio. Pero, también los llama a un laicado de grandes ideales, heroico, santo, nutrido por la vida sacramental y de la gracia y orientado al bien común. A los jóvenes de la Acción Católica les pide de un modo especial colaborar en el apostolado de la Jerarquía de la Iglesia y en obediencia a ella. De todos espera que comprendan que “ser católicos equivale a ser sociales” y que se comprometan a su modo en la transformación de la sociedad.

            La espiritualidad de un hombre tan completo como el P. Hurtado es compleja, difícil de definir en pocas palabras. Nuestro educador y padre espiritual pretende incesantemente integrar a la persona y a la sociedad a partir de la persona, en la perspectiva de la fe entendida como imitación del Cristo total en quien el amor a Dios se verifica como amor y servicio al prójimo. Nada hay más contrario a su noción de cristianismo que las versiones individualistas, superficiales y supersticiosas de la piedad. El quiere que Cristo reine en todos los aspectos de la vida humana (la sexualidad, la vida familiar, económica, social, política, cultural), por la caridad y la justicia (en medio de los conflictos más significativos de su tiempo). Prueba de esto es la enorme diversidad de actividades a las que dedicó su interés y la pluralidad de temas de que trataron sus homilías y discursos. Para Alberto Hurtado, el cristianismo tiene que ver con todos los aspectos de la vida humana.

            Una de las características más originales de la espiritualidad del P. Hurtado es que, como apóstol de la Doctrina Social de la Iglesia, él se da por entero a la transformación de la sociedad. Acudir a socorrer las necesidades inmediatas de los pobres era urgente. Pero esto no es suficiente. Simultáneamente, y desde joven, Alberto Hurtado quiere que termine en su patria la injusticia social, causa de esta pobreza y del alejamiento de los obreros de la Iglesia. La urgencia de realizar en Chile un orden social verdaderamente cristiano lo impulsa a crear la ASICH (Acción Sindical Chilena), “el más difícil y tal vez el más importante de todos los trabajos”, y la revista Mensaje para la orientación religiosa, social y filosófica de los católicos en el mundo contemporáneo.

            En Humanismo Social (1947), su obra madura, el Padre dirige su mirada a la realidad amarga del sufrimiento humano. Se fija en el dolor de los pobres, pero no sólo en el de los pobres. Para ello se sirve del auxilio de la ciencias sociales, de las estadísticas. Es el místico cristiano que baja a detalles increíbles, se duele de todo. De la guerra europea. Del hambre: “¡El hambre! ¿Quién de nosotros ha tenido hambre? A lo más algunas veces apetito…”. De la corrupción moral. De la apostasía de masas. De los matrimonios fracasados. “Tenemos aún en Chile un 25% de la población adulta analfabeta…”. “De 420.000 obreros que hay en Santiago, 100.000 viven en conventillos, y 320.000 en piezas, pocilgas y mediaguas”. “La falta de leche en cantidad suficiente trae trastornos que producen la sordera». Ante la miserable situación en que viven las familias más pobres, se pregunta: “¿Podrá haber moralidad? ¿Qué no habrán visto esos niños habituados a esa comunidad absoluta desde tan temprano? ¿Qué moral puede haber en esa amalgama de personas extrañas que pasan la mayor parte del día juntos, estimulados a veces por el alcohol? Todas las más bajas y repugnantes miserias que pueden describirse son realidad, realidad viviente en nuestro mundo obrero. ¿Hasta dónde hay culpa? O mejor, ¿de quién es la culpa de esta horrible situación…?”.

            A todo lo anterior se suma “la tremenda crisis de valores morales y religiosos por que atraviesa nuestra patria”. Según Alberto Hurtado, se equivocan quienes siguen pensando que la fe está fuerte: “La fe cristiana…se va debilitando casi hasta desaparecer en algunas regiones”.

            El P. Hurtado concluye que el orden social existente tiene poco de cristiano. Queriendo Dios nuestra santificación, “¿cómo santificarse en el ambiente actual si no se realiza una profunda reforma social?”. Esta reforma debe proceder de una vida interior intensa que “lejos de excluir la actividad social” la haga “más urgente”. “La fidelidad a Dios si es verdadera debe traducirse en justicia frente a los hombres”. Humanismo Social pretende despertar en los cristianos el sentido social, sin el cual ningún cambio de estructuras será posible.

Una mística para el alma de Chile

            Dicen que San Francisco es el más santo de los santos y el más italiano de los italianos. De modo semejante, la santidad de Alberto Hurtado crece en proporción directa a su amor cada vez más intenso por Chile. En el Balance patriótico Vicente Huidobro afirma que lo que a Chile le falta es “un alma”. De la justicia de esta sentencia, Dios dirá. Pero nuestra intuición más querida es que el P. Hurtado ha dado a este país “un alma”, la suya propia, que, descartado todo nacionalismo enfermizo, todavía está por configurar nuestro genio entre las naciones, según la imagen de Cristo.

            Es admirable como Alberto Hurtado se hace Padre de los niños más pobres de su patria: “¡Pobres seres humanos tan hijos de Dios como nosotros, tan chilenos como nosotros! ¡Hermanos nuestros en la última miseria! Bajo esos harapos y bajo esa capa de suciedad que los desfigura por completo se esconden cuerpos que pueden llegar a ser robustos y se esconden almas tan hermosas como un diamante. Hay en sus corazones un hambre de cariño inmenso, y quien llegue a ellos por la puerta del corazón puede adueñarse de sus almas”.

            En la fe en Cristo, el P. Hurtado descubre una fuerza integradora de su país. Por el contrario, el debilitamiento de la fe es visto como una amenaza contra el  país. Ha desaparecido en Chile el uso del término despectivo “huacho” y también el cariñoso “huachito”. ¿No será que Alberto Hurtado se ha convertido en otro “padre de la patria”? ¿O es que el “patroncito” nos está reuniendo a todos bajo el Padre de Jesús?

            Para terminar y para que la paternidad de Dios nos hermane en la caridad y en la justicia, hagamos nuestro el epitafio de Gabriela Mistral: “Démosle al Padre Hurtado un dormir sin sobresalto y una memoria sin angustia de la chilenidad, criatura suya y ansiedad suya todavía”.

Originalidad de la espiritualidad del Padre Hurtado

Cristo hizo de Alberto Hurtado un cristiano, un católico y un jesuita cuyo perfil humano más notable fue el de un “místico social”. El caso de Alberto Hurtado es el de un cristiano auténtico, cuya experiencia mística de Dios en Cristo, en vez de ofrecerle el éxtasis en la soledad de la oración, lo encarna en el mundo conflictivo que le tocó vivir para amar aquel mundo y redimirlo.

Tradición espiritual

El P. Hurtado no “inventó la pólvora”. El recibió su identidad de la tradición espiritual que lo formó como cristiano, católico y jesuita.

El cristianismo

      Como para Jesús, para Alberto Hurtado lo más importante es «hacer la voluntad de Dios». Y, Jesús mismo, es el paradigma de esta obediencia a Dios: «Aquí está la clave: crecer en Cristo… Viviendo la vida de Cristo, imitando a Cristo, siendo como Cristo».

Pero, ¿qué Cristo? En una época en que se acostumbraba predicar a los pobres el Cristo paciente del cual ellos debían obtener resignación, el P. Hurtado anunció al Cristo del reino y de la acción, el Cristo que moviliza a cambiar la suerte de los que la sociedad, y no Dios, ha hecho miserables.

Por otra parte, en contra de una catequesis teorizante de los muchos misterios de la vida del Señor, Alberto Hurtado urge personalizar el conocimiento de Cristo. Sigue en esto a San Ignacio que en los EE.EE. hace pedir la gracia del “conocimiento interno de Jesucristo para más amarlo y seguirlo”.

La Iglesia Católica

Sus escritos nos hablan, además, de una noción de Cristo inseparable de su Iglesia. En su experiencia ministerial sobresalió por su colaboración con la Iglesia local.

Alberto Hurtado encontró en la doctrina del Cuerpo Místico de Cristo la fuente de su inspiración. La idea de que la Iglesia anticipa la pertenencia de todos los seres humanos a aquel Cuerpo cuya cabeza es Cristo, la extrae el P. Hurtado de la convicción de que en la encarnación el Verbo divino se ha unido mística y amorosamente con el género humano, para hacer de cada una de las criaturas un hijo de Dios, y así divinizarlas.

      El P. Hurtado fue un católico de avanzada. Probablemente todavía nos lleva la delantera como apóstol de la Doctrina Social de la Iglesia. Si hoy muchos ignoran esta enseñanza, en ese entonces su proclamación producía acerbas resistencias. En las encíclicas sociales fundamentó sus reflexiones sobre la propiedad, el trabajo de los obreros y la necesidad de reformas estructurales de la sociedad chilena.

Al P. Hurtado le dolía la situación del catolicismo en su patria. Ello le llevó a escribir ¿Es Chile un país católico? En esta obra lamentó la profunda ignorancia sobre la fe del pueblo cristiano y la falta de sacerdotes para educarlo. En Humanismo Social insistió en «la tremenda crisis de valores morales y religiosos por que atraviesa nuestra patria». Advertía que la educación religiosa no sirve, si no se enseña la religión del amor al Padre y a nuestros hermanos los hombres. Criticaba la frivolidad y incoherencia de muchos católicos pudientes, a los que llama cristianos «solamente de nombre». A consecuencia de la injusticia de los malos cristianos concluía que «la gran amargura que nuestra época trae a la Iglesia es el alejamiento de los pobres, a quienes Cristo vino a evangelizar de preferencia».

      Con los años su concepción de la Iglesia parece haber recuperado su humildad histórica más característica. Siguiendo a Bossuet, decía: «La Iglesia (es una) ciudad edificada para los pobres; es la ciudad de los pobres. Los ricos (son) sólo tolerados…». Afirmaba aún: «La Iglesia es Iglesia de pobres y en sus comienzos los ricos al ser recibidos en ella se despojaban de sus bienes y los ponían a los pies de los Apóstoles para entrar en la Iglesia de los pobres».

La espiritualidad ignaciana

      Cualquier miembro de la Compañía de Jesús podría imaginar al mismo San Ignacio ocupándose de lo que al Padre Hurtado desvelaba. Los Ejercicios Espirituales ignacianos son, por cierto, la matriz teológica y espiritual más determinante de su santidad. Como hijo de San Ignacio, procuró en su vida “poner a la criatura con su Creador”. Toda su predicación, toda su actividad, son fruto de estos ejercicios: su deseo de la mayor gloria de Dios expresado en la búsqueda de su voluntad; su amor a Jesucristo y sus ansias de ser otro Cristo; la pasión por la salvación de los hombres de carne y hueso, y no sólo de sus almas; su apertura a las inspiraciones nuevas del Espíritu; su devoción a María; su “sentir en la Iglesia”, su fidelidad a los pastores y a los laicos; su conciencia de pecado y su deseo de la santidad; su mortificación, su humildad y su alegría; la fortaleza de su voluntad y su paz interior. Tantas otras características de su modo de seguir a Jesucristo el Padre Hurtado las hizo suyas gracias a Ejercicios Espirituales, particularmente, y a la espiritualidad ignaciana en general.

      Nadie duda que Alberto Hurtado fuera un hombre de oración. En especial, buscó cultivar una oración afectiva y amorosa con su Señor. Pero lo propio y distintivo suyo, es haber hecho de todo su apostolado su oración. Con sus propias palabras nos advierte: «adoración sobre todo en la acción (brevemente en la oración)», pues «nuestro fin es la mayor gloria de Dios por la acción, i.e., hacer aquellas obras que sean de mayor gloria de Dios». Esto, sin embargo, no significa que cualquiera acción es contemplación: «nuestra obras deben proceder del amor de Dios y deben tender a unir más estrechamente las almas con Dios. Las obras que no realicen directa o indirectamente este fin no son jesuitas»

      Alberto Hurtado se supo jesuita y amó a la Compañía de Jesús como pocos. En carta a su gran amigo y Provincial, el P. Alvaro Lavín, le dice: «Creo que si alguna vez debiera dar Ejercicios a los Nuestros una plática sería consagrada a ‘sentirnos de la Compañía’; esto es a no considerar la Compañía como algo extrínseco a nosotros, de lo cual uno se queja o se alegra, sino como algo que formamos parte íntima: una especie de Cuerpo Místico en pequeño. Esta idea yo la creo y la vivo a fondo…».

Originalidad espiritual

      La experiencia cristiana de Dios no se agota en la recepción de la tradición espiritual que la comunica. El Espíritu Santo nos hace contemporáneos a Cristo y, en la medida que seguimos a Cristo con la creatividad que nos sugiere el mismo Espíritu, los cristianos incrementamos la tradición recibida. Bajo el impulso del Espíritu, el P. Hurtado combinó su identidad cristiana, católica y jesuítica con originalidad. Si es posible resumir en qué consistió esta originalidad suya, hay que decir que el P. Hurtado fue un “místico social”. Alvaro Lavín ha dicho: «Todos los que estuvieron más cerca de él, lo acompañaron y mejor lo conocieron en su breve, pero intenso apostolado, están de acuerdo en afirmar que esta vocación especial fue la social».

      La «mística social» del P. Hurtado apunta a la transformación de la sociedad en su conjunto, como expresión de amor a Cristo-prójimo. Se distinguen dos aspectos en la «mística social» del P. Hurtado: la «mística del prójimo» y la «utopía social»; dos aspectos que se exigen recíprocamente.

La «mística del prójimo»

      Todo místico cristiano halla a Dios en Cristo y a Cristo en el prójimo. A Alberto Hurtado, es el amor a Dios en Cristo lo que lo lleva a hacerse cargo del prójimo. Somos Cristo unos para otros. Podemos decir que el compromiso ético-activo, que podemos llamar el «ser Cristo para el prójimo», deriva su razón de ser de la experiencia mística-pasiva de «ver a Cristo en el prójimo», y es inseparable de ella.

      La razón última del amor al prójimo es que «el prójimo es Cristo». El prójimo representa a Cristo, desde que Cristo mismo ha querido ser reconocido en él. Para Alberto Hurtado, Cristo vive en el prójimo, pero especialmente en el pobre: «Tanto dolor que remediar: Cristo vaga por nuestras calles en la persona de tantos pobres dolientes, enfermos, desalojados de su mísero conventillo…¡Cristo no tiene hogar!».

      A los miembros de la Fraternidad del Hogar de Cristo, les pedía un voto de «obediencia al pobre; sentir sus angustias como propias, no descansando mientras esté en nuestras manos ayudarlos. Desear el contacto con el pobre, sentir dolor de no ver a un pobre que representa para nosotros a Cristo».

      El aspecto activo, ético, de esta «mística del prójimo», es distinguible pero no separable del aspecto pasivo, contemplativo, ya que consiste en ser «cristo» para otros «cristos». Para el P. Hurtado, el cristiano es «otro Cristo», viviendo según el Espíritu de Cristo,  poseyendo el criterio de Cristo, siguiéndolo en pobreza y cargando su cruz.

      La regla de oro de la vida religiosa y moral de los cristianos consiste en preguntarse, en toda circunstancia, «¿qué haría Cristo en mi lugar»?. Decía: «…supuesta la gracia santificante, que mi actuación externa sea la de Cristo, no la que tuvo, sino la que tendría si estuviese en mi lugar. Hacer yo lo que pienso ante Él, iluminado por su Espíritu que haría Cristo en mi lugar…».

      Al centro de la espiritualidad del P. Hurtado, la visión de Cristo en el pobre de acuerdo al mandato evangélico del mismo Jesús (Mt 25, 31-46), constituye la experiencia fundante del compromiso activo de caridad y de justicia suyo propio y de los verdaderos cristianos a favor de los pobres.

      Por todo esto, el P. Hurtado se indigna contra los malos católicos, «los más violentos agitadores sociales». Según él, el cristianismo burgués de estos, una especie de «paganismo disfrazado de cristianismo», es «una de las causas más profundas de la apostasía de las masas». Por el contrario, si «el gran pecado del mundo moderno fue no haber querido a un Cristo Social», Alberto Hurtado alaba el propósito de la JOC de querer «abolir este pecado».

La utopía social

      La «mística social» del P. Hurtado ansía cambiar las estructuras de la sociedad a partir de un cambio interior en los cristianos, y viceversa.

      El concepto que mejor expresa su utopía cristiana es el de Orden social cristiano. Éste aterriza el Reino de Dios del Evangelio. Como el Reino, ya está en gestación «entre sacudimientos y conflictos».

      El orden social existente, según el P. Hurtado, «tiene poco de cristiano». Es imperativo cambiarlo. «El orden social actual no responde al plan de la Providencia». No puede ser «orden» la conservación del statu quo; el «‘orden económico’ implica gravísimo desorden».

      El Orden social cristiano no puede ser impuesto a la fuerza. Debe consistir en un «equilibrio interior que se realiza por el cumplimiento de la justicia y de la caridad». Estas son las dos virtudes fundamentales que estructuran la sociedad humana. El P. Hurtado combate la ilusión de quienes se vanaglorian de su benevolencia, saltándose las obligaciones de justicia: «la caridad verdadera comienza donde termina la justicia». Por ello, fustiga a quienes «están dispuestos a dar limosnas, pero no a pagar el salario justo».

      La construcción de este orden exige como condición la reforma espiritual de acuerdo al modelo de Cristo. Pero, por otra parte, la misma santificación no tendrá lugar a menos que se efectúe «una profunda reforma social». Dirá: «Esta reforma (de estructuras) es uno de los problemas más importantes de nuestro tiempo. Sin ella la reforma de conciencia que es el problema más importante es imposible».

      Hay otra expresión que el P. Hurtado utiliza para designar su utopía social. Esta es, la de «cristianismo integral»: la necesidad de una fe en Cristo manifestada en todos los aspectos de la vida. Es imposible ser exhaustivo para enumerar las áreas y ángulos de la vida humana, que el P. Hurtado quiere evangelizar en una perspectiva social. Baste recordar su preocupación por la educación, la alimentación, la salud, la vivienda, el trabajo, la empresa, los salarios, la familia, la propiedad, las clases sociales. Está atento a lo nacional e internacional. De todos espera su contribución propia y responsable, de acuerdo a su oficio o profesión; los desafía a pasar a la acción. Así como ausculta los signos de los tiempos, se interesa por el gesto cristiano pequeño: urge ponerse en el punto de vista ajeno o alegrarle la vida a los demás.

Por ser social, su mística es auténticamente cristiana. La espiritualidad del Padre Hurtado es Cristo; su santidad, el Cristo que a través de su Espíritu lo movió a él y mediante él a otros, a convertir este mundo malherido en el reino de Dios.

Publicado en Jorge Costadoat Si tuviera que educar a un hijo… Ideas para transmitir la humanidad, Ediciones ignacianas, Santiago, 2004.