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Una nueva oportunidad de fidelidad

Aunque a nuestra época la fidelidad suene anticuada, su actualidad es enorme. Si los vínculos estables aflojan nuestra sociedad va a la deriva, sin saber adónde. ¿De qué estamos hablando? Pensemos en la lealtad entre los amigos, en la tenacidad de una vocación particular, en la lucha por una causa justa, en la paciencia de los padres con un hijo enfermo o díscolo, en la honorabilidad en el cumplimiento de un contrato, en el sano amor a la patria o en la adhesión a un credo. La fidelidad matrimonial es símbolo de la fidelidad humana. Me refiero, en particular, a aquellos compromisos definitivos de los cuales depende en definitiva la alegría de vivir. Hablamos obviamente también de esa serie de fracasos que nos arruinan la vida: el engaño matrimonial, la deslealtad entre amigos, la estafa en los negocios y el abandono de los hijos. Cada uno haga memoria: la infidelidad acarrea frustración, dolor y tragedias.

Nuestra época, sin embargo, nos dificulta la fidelidad. El mercado organiza nuestra época de acuerdo a un motivo individualista. Aparentemente organiza sólo la economía. En realidad el mercado influye en todo: determina el modo de adquirir identidad (el que no compra no es nadie), clienteliza la política (con cohecho se compran votos) y distorsiona las relaciones humanas (en la medida que su esquema de intercambio exacto e interesado tiende a prevalecer sobre el don gratuito y  generoso entre las partes). Al círculo del consumo se ingresa por los méritos personales, la competencia y el dinero. Los excluidos, por otra parte, sólo interesan como potenciales compradores o se procura incorporarlos al consumo como prevención de explosiones sociales. En un segundo y más amplio círculo quedamos encerrados todos por parejo, el círculo de la seguridad ciudadana caracterizado por ese miedo que nos meten a los demás como si cualquier desconocido pudiera robarnos. Resultado: la desconfianza en este caso y el individualismo en todo lo demás, conspiran gravemente en contra de la estabilidad y gratuidad que la fidelidad requiere.

Aún así, necesitamos ser fieles. Aunque cueste, habrá que intentarlo. ¡Lo que está en juego es lo principal! Pero creo que ayudará mucho aspirar a un tipo de fidelidad menos santurrona. Habrá que sacarse de la cabeza la idea individualista también de fidelidad, de acuerdo a la cual ella consiste sólo en conservar la inocencia, en cumplir la propia parte o en no defraudar a nadie. Esta idea de fidelidad es farisaica, es decir, fidelidad arrogante y falsa. ¿Quién es inocente?  Sobre todo irrita la conducta intachable invocada para desautorizar y a veces para extorsionar a la parte contraria, cuando no para camuflar otros yerros que si se descubren serían fatales. Incluso si alguno fuera inocente, su mérito es insuficiente.

Propongo ver la fidelidad como punto de llegada más que como punto de partida. Preferible sería que, considerándonos infieles e indignos, progresáramos a una fidelidad todavía más difícil. ¡Más solidaria! Entiendo por fidelidad una solicitud permanente por ganar la confianza ajena, por disipar la incerteza inherente a toda relación humana y por erradicar la sospecha como actitud vital. Aún mejor, llamaría fieles a quienes recuperan al otro con indulgencia. Hablo de esas escasas personas que sostienen el mundo porque cargan con la fragilidad de su prójimo, perdonan sus caídas y le ofrecen otra vez una «última oportunidad».

Originalidad de la espiritualidad del Padre Hurtado

Cristo hizo de Alberto Hurtado un cristiano, un católico y un jesuita cuyo perfil humano más notable fue el de un “místico social”. El caso de Alberto Hurtado es el de un cristiano auténtico, cuya experiencia mística de Dios en Cristo, en vez de ofrecerle el éxtasis en la soledad de la oración, lo encarna en el mundo conflictivo que le tocó vivir para amar aquel mundo y redimirlo.

Tradición espiritual

El P. Hurtado no “inventó la pólvora”. El recibió su identidad de la tradición espiritual que lo formó como cristiano, católico y jesuita.

El cristianismo

      Como para Jesús, para Alberto Hurtado lo más importante es «hacer la voluntad de Dios». Y, Jesús mismo, es el paradigma de esta obediencia a Dios: «Aquí está la clave: crecer en Cristo… Viviendo la vida de Cristo, imitando a Cristo, siendo como Cristo».

Pero, ¿qué Cristo? En una época en que se acostumbraba predicar a los pobres el Cristo paciente del cual ellos debían obtener resignación, el P. Hurtado anunció al Cristo del reino y de la acción, el Cristo que moviliza a cambiar la suerte de los que la sociedad, y no Dios, ha hecho miserables.

Por otra parte, en contra de una catequesis teorizante de los muchos misterios de la vida del Señor, Alberto Hurtado urge personalizar el conocimiento de Cristo. Sigue en esto a San Ignacio que en los EE.EE. hace pedir la gracia del “conocimiento interno de Jesucristo para más amarlo y seguirlo”.

La Iglesia Católica

Sus escritos nos hablan, además, de una noción de Cristo inseparable de su Iglesia. En su experiencia ministerial sobresalió por su colaboración con la Iglesia local.

Alberto Hurtado encontró en la doctrina del Cuerpo Místico de Cristo la fuente de su inspiración. La idea de que la Iglesia anticipa la pertenencia de todos los seres humanos a aquel Cuerpo cuya cabeza es Cristo, la extrae el P. Hurtado de la convicción de que en la encarnación el Verbo divino se ha unido mística y amorosamente con el género humano, para hacer de cada una de las criaturas un hijo de Dios, y así divinizarlas.

      El P. Hurtado fue un católico de avanzada. Probablemente todavía nos lleva la delantera como apóstol de la Doctrina Social de la Iglesia. Si hoy muchos ignoran esta enseñanza, en ese entonces su proclamación producía acerbas resistencias. En las encíclicas sociales fundamentó sus reflexiones sobre la propiedad, el trabajo de los obreros y la necesidad de reformas estructurales de la sociedad chilena.

Al P. Hurtado le dolía la situación del catolicismo en su patria. Ello le llevó a escribir ¿Es Chile un país católico? En esta obra lamentó la profunda ignorancia sobre la fe del pueblo cristiano y la falta de sacerdotes para educarlo. En Humanismo Social insistió en «la tremenda crisis de valores morales y religiosos por que atraviesa nuestra patria». Advertía que la educación religiosa no sirve, si no se enseña la religión del amor al Padre y a nuestros hermanos los hombres. Criticaba la frivolidad y incoherencia de muchos católicos pudientes, a los que llama cristianos «solamente de nombre». A consecuencia de la injusticia de los malos cristianos concluía que «la gran amargura que nuestra época trae a la Iglesia es el alejamiento de los pobres, a quienes Cristo vino a evangelizar de preferencia».

      Con los años su concepción de la Iglesia parece haber recuperado su humildad histórica más característica. Siguiendo a Bossuet, decía: «La Iglesia (es una) ciudad edificada para los pobres; es la ciudad de los pobres. Los ricos (son) sólo tolerados…». Afirmaba aún: «La Iglesia es Iglesia de pobres y en sus comienzos los ricos al ser recibidos en ella se despojaban de sus bienes y los ponían a los pies de los Apóstoles para entrar en la Iglesia de los pobres».

La espiritualidad ignaciana

      Cualquier miembro de la Compañía de Jesús podría imaginar al mismo San Ignacio ocupándose de lo que al Padre Hurtado desvelaba. Los Ejercicios Espirituales ignacianos son, por cierto, la matriz teológica y espiritual más determinante de su santidad. Como hijo de San Ignacio, procuró en su vida “poner a la criatura con su Creador”. Toda su predicación, toda su actividad, son fruto de estos ejercicios: su deseo de la mayor gloria de Dios expresado en la búsqueda de su voluntad; su amor a Jesucristo y sus ansias de ser otro Cristo; la pasión por la salvación de los hombres de carne y hueso, y no sólo de sus almas; su apertura a las inspiraciones nuevas del Espíritu; su devoción a María; su “sentir en la Iglesia”, su fidelidad a los pastores y a los laicos; su conciencia de pecado y su deseo de la santidad; su mortificación, su humildad y su alegría; la fortaleza de su voluntad y su paz interior. Tantas otras características de su modo de seguir a Jesucristo el Padre Hurtado las hizo suyas gracias a Ejercicios Espirituales, particularmente, y a la espiritualidad ignaciana en general.

      Nadie duda que Alberto Hurtado fuera un hombre de oración. En especial, buscó cultivar una oración afectiva y amorosa con su Señor. Pero lo propio y distintivo suyo, es haber hecho de todo su apostolado su oración. Con sus propias palabras nos advierte: «adoración sobre todo en la acción (brevemente en la oración)», pues «nuestro fin es la mayor gloria de Dios por la acción, i.e., hacer aquellas obras que sean de mayor gloria de Dios». Esto, sin embargo, no significa que cualquiera acción es contemplación: «nuestra obras deben proceder del amor de Dios y deben tender a unir más estrechamente las almas con Dios. Las obras que no realicen directa o indirectamente este fin no son jesuitas»

      Alberto Hurtado se supo jesuita y amó a la Compañía de Jesús como pocos. En carta a su gran amigo y Provincial, el P. Alvaro Lavín, le dice: «Creo que si alguna vez debiera dar Ejercicios a los Nuestros una plática sería consagrada a ‘sentirnos de la Compañía’; esto es a no considerar la Compañía como algo extrínseco a nosotros, de lo cual uno se queja o se alegra, sino como algo que formamos parte íntima: una especie de Cuerpo Místico en pequeño. Esta idea yo la creo y la vivo a fondo…».

Originalidad espiritual

      La experiencia cristiana de Dios no se agota en la recepción de la tradición espiritual que la comunica. El Espíritu Santo nos hace contemporáneos a Cristo y, en la medida que seguimos a Cristo con la creatividad que nos sugiere el mismo Espíritu, los cristianos incrementamos la tradición recibida. Bajo el impulso del Espíritu, el P. Hurtado combinó su identidad cristiana, católica y jesuítica con originalidad. Si es posible resumir en qué consistió esta originalidad suya, hay que decir que el P. Hurtado fue un “místico social”. Alvaro Lavín ha dicho: «Todos los que estuvieron más cerca de él, lo acompañaron y mejor lo conocieron en su breve, pero intenso apostolado, están de acuerdo en afirmar que esta vocación especial fue la social».

      La «mística social» del P. Hurtado apunta a la transformación de la sociedad en su conjunto, como expresión de amor a Cristo-prójimo. Se distinguen dos aspectos en la «mística social» del P. Hurtado: la «mística del prójimo» y la «utopía social»; dos aspectos que se exigen recíprocamente.

La «mística del prójimo»

      Todo místico cristiano halla a Dios en Cristo y a Cristo en el prójimo. A Alberto Hurtado, es el amor a Dios en Cristo lo que lo lleva a hacerse cargo del prójimo. Somos Cristo unos para otros. Podemos decir que el compromiso ético-activo, que podemos llamar el «ser Cristo para el prójimo», deriva su razón de ser de la experiencia mística-pasiva de «ver a Cristo en el prójimo», y es inseparable de ella.

      La razón última del amor al prójimo es que «el prójimo es Cristo». El prójimo representa a Cristo, desde que Cristo mismo ha querido ser reconocido en él. Para Alberto Hurtado, Cristo vive en el prójimo, pero especialmente en el pobre: «Tanto dolor que remediar: Cristo vaga por nuestras calles en la persona de tantos pobres dolientes, enfermos, desalojados de su mísero conventillo…¡Cristo no tiene hogar!».

      A los miembros de la Fraternidad del Hogar de Cristo, les pedía un voto de «obediencia al pobre; sentir sus angustias como propias, no descansando mientras esté en nuestras manos ayudarlos. Desear el contacto con el pobre, sentir dolor de no ver a un pobre que representa para nosotros a Cristo».

      El aspecto activo, ético, de esta «mística del prójimo», es distinguible pero no separable del aspecto pasivo, contemplativo, ya que consiste en ser «cristo» para otros «cristos». Para el P. Hurtado, el cristiano es «otro Cristo», viviendo según el Espíritu de Cristo,  poseyendo el criterio de Cristo, siguiéndolo en pobreza y cargando su cruz.

      La regla de oro de la vida religiosa y moral de los cristianos consiste en preguntarse, en toda circunstancia, «¿qué haría Cristo en mi lugar»?. Decía: «…supuesta la gracia santificante, que mi actuación externa sea la de Cristo, no la que tuvo, sino la que tendría si estuviese en mi lugar. Hacer yo lo que pienso ante Él, iluminado por su Espíritu que haría Cristo en mi lugar…».

      Al centro de la espiritualidad del P. Hurtado, la visión de Cristo en el pobre de acuerdo al mandato evangélico del mismo Jesús (Mt 25, 31-46), constituye la experiencia fundante del compromiso activo de caridad y de justicia suyo propio y de los verdaderos cristianos a favor de los pobres.

      Por todo esto, el P. Hurtado se indigna contra los malos católicos, «los más violentos agitadores sociales». Según él, el cristianismo burgués de estos, una especie de «paganismo disfrazado de cristianismo», es «una de las causas más profundas de la apostasía de las masas». Por el contrario, si «el gran pecado del mundo moderno fue no haber querido a un Cristo Social», Alberto Hurtado alaba el propósito de la JOC de querer «abolir este pecado».

La utopía social

      La «mística social» del P. Hurtado ansía cambiar las estructuras de la sociedad a partir de un cambio interior en los cristianos, y viceversa.

      El concepto que mejor expresa su utopía cristiana es el de Orden social cristiano. Éste aterriza el Reino de Dios del Evangelio. Como el Reino, ya está en gestación «entre sacudimientos y conflictos».

      El orden social existente, según el P. Hurtado, «tiene poco de cristiano». Es imperativo cambiarlo. «El orden social actual no responde al plan de la Providencia». No puede ser «orden» la conservación del statu quo; el «‘orden económico’ implica gravísimo desorden».

      El Orden social cristiano no puede ser impuesto a la fuerza. Debe consistir en un «equilibrio interior que se realiza por el cumplimiento de la justicia y de la caridad». Estas son las dos virtudes fundamentales que estructuran la sociedad humana. El P. Hurtado combate la ilusión de quienes se vanaglorian de su benevolencia, saltándose las obligaciones de justicia: «la caridad verdadera comienza donde termina la justicia». Por ello, fustiga a quienes «están dispuestos a dar limosnas, pero no a pagar el salario justo».

      La construcción de este orden exige como condición la reforma espiritual de acuerdo al modelo de Cristo. Pero, por otra parte, la misma santificación no tendrá lugar a menos que se efectúe «una profunda reforma social». Dirá: «Esta reforma (de estructuras) es uno de los problemas más importantes de nuestro tiempo. Sin ella la reforma de conciencia que es el problema más importante es imposible».

      Hay otra expresión que el P. Hurtado utiliza para designar su utopía social. Esta es, la de «cristianismo integral»: la necesidad de una fe en Cristo manifestada en todos los aspectos de la vida. Es imposible ser exhaustivo para enumerar las áreas y ángulos de la vida humana, que el P. Hurtado quiere evangelizar en una perspectiva social. Baste recordar su preocupación por la educación, la alimentación, la salud, la vivienda, el trabajo, la empresa, los salarios, la familia, la propiedad, las clases sociales. Está atento a lo nacional e internacional. De todos espera su contribución propia y responsable, de acuerdo a su oficio o profesión; los desafía a pasar a la acción. Así como ausculta los signos de los tiempos, se interesa por el gesto cristiano pequeño: urge ponerse en el punto de vista ajeno o alegrarle la vida a los demás.

Por ser social, su mística es auténticamente cristiana. La espiritualidad del Padre Hurtado es Cristo; su santidad, el Cristo que a través de su Espíritu lo movió a él y mediante él a otros, a convertir este mundo malherido en el reino de Dios.

Publicado en Jorge Costadoat Si tuviera que educar a un hijo… Ideas para transmitir la humanidad, Ediciones ignacianas, Santiago, 2004.

Discernimiento cristiano de la experiencia de Dios

El informe del PNUD 2002 entrega dos datos importantes sobre la experiencia de Dios en Chile: el país no ha dejado de ser bastante religioso, pero su religiosidad está cambiando de significado[1]. Este cambio tiene que ver sin duda con la transformación de la sociedad en su conjunto. Diremos a continuación algo sobre el cambio social dentro del cual se inscribe la mutación de la experiencia de Dios en Chile, en vista a describir algunas expresiones de esta religiosidad.

Reconocemos valor a los datos estadísticos sobre la transformación de los fenómenos religiosos, ellos señalan pistas importantes. Pero el conocimiento interior y más profundo de estos fenómenos escapa a las técnicas modernas e incluso pueden estas desorientarnos en su captación. En el caso de esta investigación la información sociológica será considerada dentro de una comprensión de primera mano y en este sentido meramente «artesanal» del autor.

Dado que el signo de los tiempos materia de religiosidad consiste en una desvinculación de la experiencia de Dios de la institucionalidad eclesial, favoreceremos esta perspectiva para analizar y juzgar el fenómeno de la experiencia religiosa en sus diversas figuras. Al fondo de este intento late viva la pregunta: ¿en qué medida las comunidades, las cofradías y las iglesias vehiculan o impiden el advenimiento del reino de Dios en la época precisa en que nos ha tocado vivir?

1)      Contexto: Cambio de época

Las profundas transformaciones del mundo actual repercuten en el ámbito de las creencias religiosas.

(a)   Los cambios profundos en una sociedad de mercado

En Chile se advierte un «cambio de época». La Conferencia Episcopal en sus últimas Orientaciones Pastorales (2000-2005) afirma: «Estamos muy conscientes de que se trata de un cambio de época que todavía no termina y que probablemente nos introducirá en un tiempo de la historia en que lo normal será vivir en situaciones cambiantes»[2]. Siendo que el motor y el paradigma de los cambios tecnológicos, culturales y religiosos es la profunda transformación de la economía en su versión de globalización, nos centramos a describir el impacto del funcionamiento del mercado en este rincón del mundo.

El país experimenta una realidad paradojal: como nunca en su historia ha encontrado una fórmula para alcanzar un mejor desarrollo económico e incluso para aliviar su deuda de justicia social, pero la impresión de inseguridad de las personas ante la vida cunde en todos los sectores sociales (PNUD Chile 1998). Los ciudadanos desconfían de acontecimientos, mecanismos y agentes sociales que no logran entender en su sofistificación, pero que pueden incidir decisivamente en sus vidas, por ejemplo, amenazando sus fuentes de trabajo. Hoy no son la política ni la asociación civil las que captan la participación pública y otorgan identidad ciudadana, sino el mercado bajo la forma del consumo[3]. Paradójicamente también las personas le restan su apoyo a la actividad política y asociativa, quedando aún más desprotegidas, parapetadas en el ámbito familiar (PNUD Chile 2000). Así, privadamente los ciudadanos padecen, además de la inseguridad y aceleración de la vida, la angustiosa preocupación por conseguir los medios (indispensables y superfluos) que se requieren. En el caso de los que apenas pueden «consumir», la publicidad enerva la precariedad de sus vidas con una frustración que, si en otros casos puede impulsar a la corrupción, en el suyo puede empujarlos a la delincuencia.

A la base de la inmensa transformación en curso opera sin duda la ideología individualista del capitalismo y la lógica de la concentración de la riqueza mundial. No es que la sociedad carezca de regulaciones racionales de la globalización económica, pero la fuerza de esta es tal que quienes tienen responsabilidades políticas muchas veces terminan cediendo a su insoportable  presión. Otras veces la política sirve sin escrúpulos a la lógica mercantil, vehicula los intereses de los más poderosos y se clienteliza: en las elecciones se elige a los candidatos no por sus ideas de bien común, sino por sus ofrecimientos de solución de problemas individuales y por «regalitos» que reciclan el cohecho de otros tiempos. La crisis de la política es la otra cara de la privatización de la vida. Mientras no se inventen nuevos mecanismos asociativos de protección en contra del neoliberalismo campante, mientras no haya una comunidad internacional o pactos internacionales que se hagan cargo racionalmente del destino del planeta, el país debe rebajar las exigencias de justicia social ante la imperiosa necesidad de competir internacionalmente en un mercado libre o manipulado (según convenga a las grandes empresas o principales potencias), todo lo cual se traduce en largas horas laborales, bajos salarios, tratos injustos, insuficiente protección legal o simplemente desocupación.

Esto no obstante, el fenómeno de la individualización no es un hecho meramente negativo. El mismo sujeto histórico que padece la presión del mercado por convertirlo en masa consumidora y despolitizada, es un sujeto que aspira a la libertad, a elegir la forma de vida más conveniente y las creencias que mejor respondan a sus anhelos de trascendencia. El individuo de nuestra época quisiera ser persona, más allá de los papeles preestablecidos y más allá de las ofertas de identidad del mercado, encontrándose con sus contemporáneos en un plano de igualdad y libertad, en espacios donde las relaciones humanas no se rijan por imposiciones arbitrarias. El hombre y la mujer de nuestra época se encuentran desamparados en un mundo que los aliena, que los hace esclavos de la propaganda y de la necesidad imperiosa de seguir la velocidad que se ha impuesto a sus vidas, pero tienen una aspiración a la democracia en el más profundo de sus sentidos: deseos de conversar, de participar, de organizar la vida en común, de habitar lugares donde prime el respeto a los derechos de cada uno, la tolerancia a la ideas distintas y a la dignidad de las personas por encima de las dignidades institucionales.

Los cambios esbozados sin duda repercuten en el ámbito religioso. El fenómeno de la individuación unas veces lleva a las personas a tocar la puerta de la iglesias y otras, por el contrario, les hace buscar en otra parte lo que ellas no han podido darles.

(b) Transformación de la experiencia religiosa y de la pertenencia eclesial.

 

No hay duda que los chilenos aún creen masivamente en Dios, en realidades místicas o espirituales, y que la no creencia es muy minoritaria. Aún más, las iglesias mantienen el más alto prestigio entre las intituciones sociales[4]. Pero las estadísticas también señalan que el sentido de pertenencia, a la Iglesia católica en particular, se modifica y que la experiencia de Dios de los fieles se subjetiviza y, en varios casos, se privatiza.

 

El 58% dice creer en Dios «a su manera» y un 33% declara participar en una Iglesia[5]. Pasan los años y en las pertenencias eclesiales declaradas se advierte un leve descenso. Pero mientras entre los católicos se ha producido una «lenta pero persistente disminución»,  las iglesias evangélicas (especialmente pentecostales) «han experimentado desde los años sesenta un crecimiento espectacular en términos relativos»[6]. En la actualidad el 72% de los hombres y un 75% de las mujeres dicen ser católicos, y un 15% de los hombres y un 18% de las mujeres se declaran evangélicos[7]. La religión católica tiene mayor presencia en los estratos medio-altos mientras los evangélicos están mayoritariamente en los estratos bajos. Según el PNUD, los evangélicos son más practicantes que los católicos. De los católicos, el 24% son nominales, el 46 observantes y el 30% practicantes; de los evangélicos, el 19% nominales, el 31 observantes y el 50 practicantes[8]. Estos datos obligan a preguntarse: ¿qué hay en la institucionalidad de las iglesias evangélicas que no se encuentra en la misma medida en la Iglesia Católica, que hace que la gente, especialmente los más pobres, estén prefiriendo un cambio en la eclesialidad de su experiencia de Dios?

Desde el punto de vista de la experiencia religiosa se advierte en ella una transformación importante: «en un contexto de individualización ella tiende a ser una fuente de sentido subjetivo que cada persona elige, selecciona y organiza de manera más o menos arbitraria para otorgar orientación a sus proyectos personales»[9]. Esta nueva experiencia de Dios no necesita de la misma manera que otrora de la práctica eclesial: «en la medida que la religión se subjetiva y privatiza, su regulación y expresión social e institucional pierde importancia»[10]. El fenómeno no consiste en un debilitamiento, sino en una transformación de la experiencia religiosa que, en Chile en comparación con otros países, hace juego con el hecho de que los nacionales «realizan la actividad de rezar en muy alta proporción»[11]. Bajo el influjo de la globalización económica y cultural, los fieles gozan de mayor libertad frente a su iglesia para elegir otras vías espirituales y dentro de ella para acomodar sus exigencias a sus conveniencias personales. Puede ser que la hipotesis que plantea el informe del PNUD sea correcta, a saber, «que la experiencia religiosa está cambiando bajo el impacto de los cambios culturales generales del país, y que, en general, lo hace en la misma dirección en que avanzan los otros procesos: hacia la privatización de la construcción de sentido»[12]. La religiosidad no es mera expresión de la cultura de la época, pero, en relación dialéctica con esta comparte un mismo signo de los tiempos. El escenario de la transformación religiosa descrita y la condición de su posibilidad, es un «mercado religioso» con ofertas múltiples y alternativas libres de combinación de elementos heterogéneos para un encuentro con Dios.

Los obispos han descrito este fenómeno en los siguientes términos: «En Occidente, el mundo al que Chile pertenece, en parte por esta misma globalización, estamos en una sociedad más secularizada, con una referencia a Dios muy distinta a la que hemos conocido en el pasado. Hay un sentido de lo espiritual y hasta de lo religioso que se expresa de maneras muy diversas, sin necesaria pertenencia a las Iglesias tradicionales. Entre los jóvenes, por ejemplo, hay muchos que se declaran cristianos pero no adhieren a la Iglesia y otros que, declarándose católicos, no adhieren a las normas de la Iglesia. Ha aumentado el número de las personas que no están bautizadas y de quienes no se casan por la Iglesia. Hoy se buscan experiencias espirituales íntimas y personales, se revaloriza la mística y vuelve a aparecer la atracción por otras dimensiones menos racionales del ser humano que la vida excesivamente tecnificada y pragmática ha contribuido a sofocar”[13]

Es más, a la misma subjetivización de la religiosidad y al distanciamiento de las instituciones eclesiales, se suma últimamente un crítica de estas. Esta crítica se ha acentuado en Chile respecto de la jerarquía de la Iglesia Católica, la que es vista como menos comprometida en lo social y con los derechos de las personas, involucrada más de la cuenta en materias de moral privada (familia y sexualidad) e influyendo a este propósito en los círculos tradicionales del poder[14]. 

Esta individualización de la experiencia religiosa no puede sino ser discernida con cuidado. Ella está vinculada a cambios históricos y culturales en los cuales suponemos que Dios mismo actúa y de alguna manera gesta. Asistimos a una «metamorfosis de lo sagrado»[15] de inmensas proporciones. Parece necesario sacudirse de mediaciones que en otros tiempos hicieron posible el encuentro entre el Creador y sus creaturas, pero que hoy pueden impedirlo. Cuando la subjetivización de la experiencia de Dios desemboca en privatización, esta, en lo inmediato, juega en contra de los pobres y, en definitiva, en contra de todos por parejo. No es claro que en el largo plazo el sujeto religioso pueda prescindir de la confirmación y objetivación que la eclesialidad facilita. De hecho muchos buscan en agrupaciones menores y sectas, lo que no encuentran en las grandes iglesias. Para integrar mejor los cambios y las aspiraciones subjetivas del hombre y la mujer religiosos de hoy, la Iglesia Católica en particular probablemente tendrá que asumir una figura institucional distinta.

2)      Experiencias religiosas cristianas en Chile

 

En razón de lo anterior, adoptamos la eclesialidad como el principal criterio para distinguir las experiencias religiosas que a continuación se detallan. Las distinciones que señalamos son analíticas. En la práctica suele suceder que una misma persona se relacione con Dios por más de una mediación y, además, esté en proceso hacia la forma de religiosidad que más la represente.

 

(a)   Católicos «a su manera»

 

Las estadísticas señalan que los cristianos «a su manera» son muchos en Chile y que aumentan. Ellos son bastante más entre los católicos que entre los evangélicos, los cuales muestran índices significativos de práctica eclesial. Nos referimos particularmente a aquellos cuyo sentido de pertenencia a la Iglesia Católica, aunque la declaren, tiende a debilitarse e incluso hasta romperse si no formalmente, sí en cuanto a la adhesión de corazón al credo y a las indicaciones de la Jerarquía.

El origen de esta figura religiosa remonta al colapso de la cristiandad y al surgimiento de la modernidad. Entre sus antecedentes remotos hay que mencionar la irrupción del pensamiento liberal en el siglo XIX, la separación de la Iglesia y el Estado en el siglo XX, el rompimiento de la unidad política de los católicos en torno a un solo partido y la legitimidad de la libertad religiosa reconocida incluso por el Concilio Vaticano II. Hay en esta figura creyente una especie de reacción a la pertenencia eclesial obligatoria.  En las últimas décadas, los católicos «a su manera» se han distanciado de la Iglesia porque no pueden entender sus enseñanzas sobre la moral de la vida: medios artificiales de control de natalidad, indisolubilidad del matrimonio y últimamente, entre los jóvenes, a causa de la prohibición de relaciones sexuales pre-matrimoniales. Además de no compartir estas enseñanzas, muchos de estos católicos se han sentido marginados de participar en la Iglesia y han terminado por distanciarse.

La crisis del vínculo con la Iglesia, sin embargo, no ha significado en todos los casos un debilitamiento de su fe. En no pocas personas su búsqueda de Dios se ha intensificado. Muchos aún toman de la Iglesia lo que ella ofrece y no les está vedado, y no falta quien lo toma aunque lo esté. Pero lo novedoso es que la globalización cultural en curso también otorga a los católicos «a su manera» (lo sean por crisis con la Iglesia u otras razones) un mercado amplio de modos de relacionarse con Dios. La literatura espiritual y religiosa proveniente de otras latitudes y de otros sistemas religiosos y filosóficos, además de libros de autoayuda o pseudo-científicos sobre la vida y la muerte, de historia y ficción, alimentan la posibilidad del creyente de configurar «a su manera» el credo y las prácticas que, a base de prueba y error, más le sirven. No es tan claro que el mundo se haya secularizado, habría que aclarar en qué sentido. La religiosidad se recicla de un modo nuevo. Este mundo que la Iglesia no puede cubrir con su evangelización ni tiene fuerzas para controlar con su disciplina, es progresivamente el lugar donde arraiga, entre otras, la fe del católico «a su manera».

Al fondo de su experiencia religiosa hay una búsqueda de Dios como fundamento de sentido, de libertad o de acogida, liberada de las trabas y la coerción  eclesiástica, provocada por causa de marginación (del que sufre el estigma de no poder participar plenamente en su iglesia) o seducida por otras mediaciones (que prometen responder mejor a las necesidades espirituales de estas personas). Pero no parece que la prescindencia o el alejamiento de la Iglesia de los católicos «a su manera» implique una privatización irreversible de su experiencia religiosa. ¿Qué indica que en muchos casos aún se recurra a lo que de la Iglesia puede tomarse y servir? Además de esta posibilidad, los católicos «a su manera» muchas veces incursionan en otras iglesias o agrupaciones religiosas buscando en ellas lo que no han encontrado o les ha sido prohibido en su propia iglesia. Pareciera que cuando la búsqueda de Dios lleva más lejos necesariamente requiere de alguna forma de institucionalidad que la corrobore, encauce u objetivice. Si la Iglesia pretende recuperar a estos fieles, tendrá que revisar la legitimidad de los obstáculos que ella misma les ha puesto, por una parte, y, por otra, cuáles son las necesidades auténticas de Dios de los católicos «a su manera» a las que ella misma no ha sabido responder.

(b) Búsquedas de eclesialidad en la experiencia religiosa

No hay duda que la subjetivización de la experiencia  religiosa es un signo de los tiempos también en el caso de aquellas experiencias que tienen lugar al interior de algún tipo de comunidad o congregación cristiana. Pero estos casos representan algo más, no sólo algo que no quiere morir, sino también la muy actual necesidad de encontrar a Dios en los otros y junto con otros.

  1. 1.      Las comunidades eclesiales de base (CEB)

 

Las CEB nunca tuvieron en Chile la difusión que han alcanzado en otras partes de América Latina. Las que llegaron a existir, unas sobreviven al alero de parroquias en que el clero todavía las auspicia o tolera; otras, con la llegada de un nuevo clero, sacramentalista y autoritario, dejaron de existir.

En las parroquias que subsisten con más fuerza, ellas se caracterizan por una autogestión apoyada y regulada por el párroco. Allí los laicos llevan la catequesis, organizan la liturgia y procuran ser solidarios con las necesidades sociales del entorno próximo. A su manera, «cambian el mundo» que les es cercano. En el barrio son una referencia de ciudadanía organizada, conocida por constituir un espacio de encuentro entre personas de distantas generaciones, un lugar de discusión de problemas comunes, de formación y de promoción humana, de servicio a los enfermos y difuntos, de devociones varias y de celebración. Muchos niños y jóvenes hallan en ellas un refugio sano en un medio viciado por las malas costumbres, la drogadicción y la delincuencia. Las CEB dan a las mujeres víctimas del machismo y el menosprecio, participación protagónica y dignidad. En sus eucaristías hay lugar para la expresión de aspectos de la vida popular que en ninguna otra parte tendrían cabida. Incluso los ancianos y los deficientes mentales, excluidos en otros medios, pueden tener en ellas un puesto digno y cumplir un servicio comunitario.

En las CEB la experiencia de Dios es tangible en las relaciones humanas y las iglesias pequeñas que ellas constituyen. Las CEB mediatizan la compañía de Dios, la solicitud de Dios por el prójimo, la alegría de la salvación cristiana y la filiación que hace a los pobres hijos de Dios, dignos para sentirse en la iglesia como en «su propia casa» y responsabilizarse de ella.

Sin embargo, las CEB no están libres de las tensiones interpersonales y de los conflictos de poder. Su situación se agrava cuando no logran articular su funcionamiento con la autoridad eclesiástica, sea porque esta ve en ellas una mengua de sus atribuciones, sea porque el agente pastoral con un excesivo protagonismo inhibe su autonomía y creatividad. Pertenece al espíritu de las CEB que en ellas el pastor y la grey se relacionen como hermanos y discípulos del único maestro Jesucristo, pero esto no siempre se da.

  1. 2.      Los movimientos laicales

 

En Chile la demanda de espiritualidad es muy fuerte en los sectores medios y altos. Por lo mismo estos representan un «mercado» muy apetecido y a veces disputado por los movimientos laicales (CVX, Schöenstatt, Movimiento catecumenal, Movimiento carismático, Legionarios de Cristo, Opus Dei y otros).

Estos movimientos hacen tangible a su gente un cristianismo muy vivo, inspirado a veces en la espiritualidad de algún santo o fundador o en algún aspecto del camino cristiano como la lectura de la Sagrada Escritura o la vida en el Espíritu. En algunos casos este servicio se prolonga a colegios particulares y universidades de elite. No pocas veces se espera de sus miembros un compromiso social e incluso político inspirado en los principios evangélicos y la enseñanza de la Iglesia, comenzando por el desarrollo de variados tipos de voluntariado.

A semejanza de las CEB estos movimientos ofrecen a sus miembros una experiencia eclesial de Dios, sea en marcos teológicos tradicionales o renovados. Allí los fieles experimentan a la Iglesia de un modo más cercano y real que lo que permite una eucaristía en grandes templos donde sus participantes apenas se reconocen. Algunos de ellos no aspiran a la transformación de la sociedad de arriba hacia abajo, como sí hacen otros, sino que acogen a gente quebrada por la vida, dándole la oportunidad de ser escuchada, de ser acompañada en su dolor y de celebrar juntos la salvación que otorga la fe. En todos estos casos la comunidad mediatiza la compañía de Dios, educando y confirmando a los fieles en su servicio.

Un problema en los movimientos laicales es su dificultad para vincularse con el resto de la Iglesia, comenzando por la diocesana, pero también con las otras agrupaciones semejantes. A menudo los acosa la tentación del aislamiento, cuando no el peligro del sectarismo que comienza cuando sus miembros se creen «justos y desprecian a los demás». Este peligro se agrava cuando se tapa con un exceso de religiosidad el intento de hacer compatible el cristianismo con las riquezas, en un país con enormes diferencias sociales. También preocupa en ciertos casos la pérdida de libertad de sus miembros o el chantaje de las conciencias por las autoridades del movimiento.

  1. 3.      Las iglesias evangélicas

 

Salvo en el sur del país colonizado por protestantes, en Chile el evangelismo es un fenómeno fundamentalmente popular. Sólo en las últimas generaciones se dan más casos de evangélicos profesionales. Con los años mejora la preparación de los pastores, tenida en algunos centros teológicos con énfasis en la teología práctica o pastoral. Son pocos los evangélicos con una sólida formación teológica, pero, aunque sea discutible la enseñanza que reciben, la mayoría de los fieles son educados en «escuelas de la fe» y son tenidos por más doctos de la Palabra por los mismos católicos. Entre las iglesias evangélicas, la Metodista Pentecostal capta la mayoría de los fieles.

Su fe está centrada en el «culto», la Palabra y la atención de los enfermos. Muchos por su medio dejan el alcohol. Llama siempre la atención el arrojo de su gente para predicar en las calles, símbolo de la predicación en el desierto. Aun mantienen cierta animosidad, no sin fundamento en otras épocas, en contra de los católicos. Sus templos se multiplican. La constitución y organización más democrática de sus comunidades, el origen popular de los pastores, sus altos niveles de práctica religiosa, su condicion social de marginación, su status de minoría religiosa y su entusiasmo por la proximidad y el servicio de Dios, les permite ganar adeptos muy convencidos: por un evangélico que pasa al catolicismo, cinco católicos hacen el camino contrario[16].

Como en todos los ejemplos en que la experiencia de Dios es mediada eclesialmente, Dios llena de sentido las vidas de los evangélicos haciéndose sensible a ellos en el prójimo, la oración por los enfermos, la salvación de casos «perdidos», la celebración comunitaria de la fe y, particularmente entre ellos, en la espera compartida de la venida del Señor.

Sus dificultades dicen relación con la falta de una instancia eclesial que zanje los conflictos internos, que  impida las subdivisiones y que oriente magisterialmente a los fieles en un mundo en que la relación entre fe y la cultura han entrado en crisis profunda.

(c) Religiosidad popular

La gran mayoría de los chilenos son creyentes. Pero, ¿son practicantes? La idea de práctica religiosa del informe del PNUD puede interferir gravemente en la concepción misma de la religiosidad chilena. Según esta investigación sociológica los chilenos no serían tan practicantes y, de acuerdo a esa misma noción de práctica, los evangélicos lo serían mucho más que los católicos. Si tomamos en serio, sin embargo, la religiosidad popular católica los parámetros deducidos para captar el fenómeno resultan inadecuados.

La experiencia popular de Dios tiene lugar en la mayoría de los creyentes en algún grado, incluso en la Jerarquía y el clero de la Iglesia Católica. Pero en sentido estricto esta forma de experiencia de Dios se caracteriza por la autonomía de sus fieles en la creación o adopción de las mediaciones que la verifican. Cabe destacar que para Medellín , Puebla y Santo Domingo la religiosidad popular representa por excelencia, no obstante sus ambigüedades, la inculturación del Evangelio en América Latina[17].

Entre las mediaciones de la religiosidad popular se cuentan formas muy distintas de expresión de fe popular: acentuada devoción mariana; devoción a los santos y recurso a «mandas» (especie de contrato con el santo para la obtención de un favor); visita de los cementerios, recuerdo de los difuntos y veneración de monumentos mortuorios («animitas»); altares y grutas familiares; lugares de peregrinación y procesiones; cantos «a lo divino y a lo humano»; oraciones; colección de elementos tenidos por sagrados, etc.

Es preciso, sin embargo, no identificar la religiosidad popular con sus meras expresiones externas. Estas articulan la fe en Dios de un pueblo que lucha cotidianamente por la vida, a menudo sobreviviendo. El católico popular tiene enorme confianza en un Dios con poder para liberarlo de los males que se le imponen como fatalidad, es decir, de males que superaran absolutamente las posibilidades de su libertad, de reacción y de creatividad (las inclemencias climáticas, la incapacidad de insertarse en la sociedad, las enfermedades y la muerte). Sus variadas formas de religiosidad también buscan manifestar a Dios el agradecimiento por la vida en sus múltiples expresiones y por los favores divinos que la restituyen.

Dios es para sus fieles acogida de sus dolores y causa de su alegría. En cuanto canal de devoción privada, la religiosidad popular refleja el carácter personal e irrepetible del sufrimiento que aqueja al fiel, pero también la originalidad de su fe, de su amor y de su oración a Dios. No hay duda de que la inculturación del evangelio debe a la libre creatividad popular tal vez las manifestaciones más interesantes de su posibilidad.

Pero la religiosidad popular, aunque tiene un aspecto subjetivo, aunque muchas de sus expresiones sean individuales, rara vez es un asunto meramente privado. En Chile se dan importantes celebraciones colectivas de la fe popular, ya se trate de la concurrencia colectiva a la celebración del día del santo (circunstancia en que la solidaridad en la oración y el sacrificio es patente y fecunda), ya de la organización de cofradías de baile religioso que funcionan a lo largo de todo el año en preparación de la fiesta que las congrega (ocasión de eclesialidad permanente). En estos casos la interacción con la institucionalidad eclesial ha podido ser tirante e incluso traumática (cuando la intervención eclesial, en vista de una mejor organización de la fiesta y la limosna, ha herido los sentimientos de los fieles[18]), pero también feliz y prometedora (cuando la intervención episcopal ha conseguido reunir en torno a su santo, dignificándolos, a los inmigrantes considerados ciudadanos de segunda categoría[19]). El fiel popular católico tiene y mantiene un hondo sentido de pertenencial eclesial, incluso cuando otros, especialmente los sectores católicos ilustrados se la discutan.

Excurso: Cristianismo Indígena (Mapuche)

Me refiero al caso del pueblo mapuche, pues es inmensamente mayoritario respecto de otras etnias. Hay un cristianismo mapuche católico y otro evangélico, de diferencias considerables.

Desde antiguo se intentó entre los mapuches una inculturación del Evangelio, pero sus resultados son magros. En el cristianismo católico mapuche Jesucristo es un gran ausente. De la antigua evangelización quedó fundamentalmente el rito del bautismo («agua»), mediante el cual se ha llegado a creer que «El dueño de la gente» (Dios creador) es un «Padre». Por cierto, esta fe genera cercanía y confianza en Dios, dato muy importante desde el punto de vista de la originalidad del mensaje de Jesús de Nazaret. Sin embargo, los católicos mapuches, aunque no parezcan «simular», sí parecen adoptar el catolicismo como un modo de sobrevivencia.

Los evangélicos han tenido mucho más éxito que los católicos en el mundo mapuche. Han llegado a ellos mediante el ofrecimiento de salud. Acudiendo a orar por los enfermos y en la medida que se registran sanaciones, los evangélicos mapuches aumentan en número hasta llenar sus iglesias. En este caso, sin embargo, no hay inculturación posible. Para ser cristianos es necesario dejar de ser mapuches.

Conclusión

Las transformaciones de la religiosidad cabalgan sobre las transformaciones de la época: la exaltación de la libertad individual mundializada en última instancia por las exigencias mercantiles de un capitalismo desatado, repercute en los fieles subjetivizando y a veces privatizando su experiencia religiosa.

No podemos despreciar la individualización de la experiencia de Dios, pues ella importa una personalización de la misma en términos de desarrollo de la autonomía y autenticidad de la conciencia creyente. Pero su privatización es preocupante. No podemos olvidar que, si de experiencia cristiana se trata, la solicitud por el prójimo y la expresión comunitaria de la fe son mediaciones esenciales, orientadoras y correctivas, de cualquier experiencia personal de Dios.

El desafío a la pastoral queda planteado en ambos sentidos. Allí donde se da una experiencia eclesial de Dios habrá que revisar si las mediaciones religiosas son adecuadas para estimular entre los fieles una experiencia espiritual personal y social auténticas e incluso místicas. Y, al mismo tiempo, habrá que evaluar en qué medida la mediación eclesial es un obstáculo para acoger la búsqueda individual de Dios y cómo, por el contrario, pudiera esta completarse y perfeccionarse por su inserción en la Iglesia.

Jorge Costadoat S.J.

Publicado en Persona y sociedad, Vol XVII, nº 2 (agosto de 2003) pp.259-267; y en Comisión Teologica de la Compañía de Jesús, Discernimiento de la experiencia cristiana de Dios, Vol. II, V reunión, Obra Nacional de la Buena Prensa,  México D.F., 2003, pp. 183-200.


[1] Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, Nosotros los chilenos: un desafío cultural, Desarrollo Humano en Chile 2002, Impreso en Chile, p. 235 y 239.

[2] Conferencia Episcopal de Chile, Si conocieras el don de Dios…Orientaciones Pastorales 2001-2005, nº 53.

[3] Cf. Jorge Larraín Identidad chilena, LOM ediciones, Santiago, 2001, p. 248.

[4] Este dato persistente en los últimos años debe ser contrastado, sin embargo, con la encuesta de Paz Ciudadana-Adimark (junio de 2002). Ante la pregunta: «¿Cuál es su grado de confianza en las siguientes instituciones?», la gente responde tener mucha confianza en Los Carabineros (39,8%), La Radio (36,9%), Las Fuerzas Armadas (36,9%), La Iglesia Católica (35,8%) y El Gobierno (32,2%).

[5] Cf., PNUD 2002, p. 235.

[6] Ibid., p. 235.

[7] Cf., ibid., p. 236.

[8] Cf., ibid., p. 238. Para el informe del PNUD, «nominales son aquellos que se declaran religiosos pero no realizan ninguna o una muy baja práctica»; «observantes son aquellos que tienen prácticas no regulares y con frecuencia menor a la semanal»; «practicantes son aquellos que realizan prácticas regulares de frecuencia semanal». Esta clasificación, sin embargo, mueve a engaño al menos por dos motivos. Primero, podría hacer pensar que los «practicantes» tienen una experiencia más honda de Dios que los «nominales». Pero ni la ciencia ni la técnica son capaces de alcanzar esta conclusión. Segundo, el mismo carácter de «practicante» es discutible y tampoco puede la sociología establecerlo correctamente desde sí misma. La religiosidad popular nos abre a otra concepción de práctica y no menos valiosa.

[9] Ibid., p. 239.

[10] Ibid., p. 239.

[11] Ibid., p. 239.

[12] Ibid., p. 239.

[13] OO. PP., nº 62.

[14] Cf. Ibid., p. 240.

[15] Cf. Juan Martín Velasco Metamorfosis de lo sagrado y futuro del cristianismo, Sal Terrae, Bilbao, 1998.

[16] PNUD 2002, p. 236.

[17] Cf. Medellín 6, 2.5 , Puebla 444-452 y Santo Domingo 36 y 247.

[18] Aludo a la batalla campal, con intervención disuasiva de la policía, entre los fieles y el párroco que tuvo lugar hace muy poco en la diócesis de Concepción, motivada por el traslado de la imagen de San Sebastián a otro lugar más apropiado, pero sin el favor del pueblo fiel.

[19] Me refiero a la iniciativa del obispo de Punta Arenas, Tomás González, que viendo que la colonia de chilotes era enorme pero considerados ciudadanos de segunda clase, les hizo hacer la imagen del Cristo chilote de Caguach y realzó su devoción, dándole incluso la presidencia del vía crucis del viernes santo.

Observación espiritual de los cambios culturales

El presente artículo es un esfuerzo por escrutar los cambios culturales en nuestra experiencia de cristianos comprometidos con el Señor en la vida religiosa.  Hemos recibido el Evangelio como buena Noticia y buscamos caminos para anunciarlo también a otros.  La cultura no la tenemos delante sin tenerla adentro, sin que ella nos reciba y sin que nosotros la reproduzcamos sucesivamente.  Nosotros mismos somos la cultura que debe ser discernida.   En la medida que constatamos esta verdad hemos de reformular la pregunta a partir de la cual nos aproximamos a la cultura.  Ya no nos preguntamos qué está ocurriendo en el mundo en que vivimos, sino qué “nos está ocurriendo”, a nosotros, religiosos latinoamericanos en este mismo mundo. Descubrir en nosotros cómo ocurre la inculturación del Evangelio, lo cual es condición para su anuncio.  De ahí el valor e importancia de responder con profundidad a esta pregunta.

Lo hacemos en la perspectiva teológica de los signos de los tiempos.  Nuestra postura es esperanzada: Dios actúa y actuará en la historia a través de Cristo y de su Espíritu.  Según la mente de Benedicto XVI, podríamos decir que el Verbo continúa haciéndose en nosotros “historia y cultura”.  Juan XXIII nos advertiría en contra de los “profetas de calamidades”, quienes añoran el pasado y ven siempre el futuro en decadencia.   Nuestro deseo es ser profetas de esperanza y ofrecer una mirada que ayude a combatir el malestar ante novedades o involuciones que pueden atemorizarnos.

Nuestra postura quiere ser lúcida.  Hacemos el esfuerzo de entender los fenómenos, discerniéndolos hasta donde podemos hacerlo. Nos ayudamos para esto de las explicaciones científicas de la cultura, que nos servirán en la medida que las comprendamos a la luz de la fe.  Aún así, humildemente debemos reconocer la dificultad de comprender está ocurriendo en nosotros en un mundo cuyo futuro nos resulta bastante impredecible y que vemos disputado entre fuerzas favorables y contrarias al Reino de Jesús, fuerzas que nos tironean de lado a lado.  Sin embargo, reconocer esta limitación no nos libera de la responsabilidad de ofrecer, dentro los límites de lo posible, una mirada que nos permita situarnos comprometida y responsablemente como religiosos en el mundo presente.  Es lo que este escrito quiere favorecer.

A continuación analizamos a la luz de la fe nuestra propia experiencia bajo cuatro aspectos, los correspondientes a cuatro signos de los tiempos.

1.- Experiencia del tiempo como “presente”

La época actual acentúa el valor del presente y ello supone tanto una oportunidad como una amenaza para la vida consagrada.  Por un lado constatamos que el presente lleva las de ganar.  Bajo muchos respectos los tiempos pasados no fueron mejores que los actuales, incluso para algunos ellos fueron muy malos.  No los echamos de menos. Pero al mismo tiempo está en muchos de nosotros la nostalgia de gestas heroicas.  Guardamos el recuerdo de un “relato”, una misión que daba en el clavo en lo que se necesitaba, hubo pastores…

Integrar la tensión que existe entre el valor del pasado y el amor al presente es un desafío que como vida religiosa debemos enfrentar.  Los viejos tienden a vivir de los recuerdos, esto es así y es justo permitírselos.  Pero no habría derecho a impedir que los demás, especialmente los más jóvenes, amen la vida que tienen, prueben y se equivoquen, y vayan explorando nuevas posibilidades de evangelización.  Es un asunto de justicia, pero sobre todo un reclamo cultural.

Junto con reconocer la legitimidad de vivir el presente, hemos de buscar caminos para transmitir la sabiduría contenida en la historia vivida.  Puede ocurrir que los jóvenes no quieran mirar al pasado porque se han cansado del “cuento” de los mayores. “Siempre lo mismo: el 11 de septiembre, Pinochet…”.  En este caso, sin embargo, se corre el riesgo de no trasmitirse a la generación siguiente una experiencia importante.  El hombre solo aprende de sus errores.  Por otra parte, la fuga del pasado puede deberse a las culpas que nos persiguen. Tampoco están libres los jóvenes de heredar la culpa -y el disimulo- de sus padres.  En Chile hay tantos que lograron pasar desapercibidos en su postura frente a las violaciones de derechos humanos, que se ha hecho normal escabullirse. Se dirá que la vida necesita del olvido; que no habría que despreciar el presente, porque seríamos injustos con la vida que se nos ofrece hoy, y que sería inútil ir a recuperar el tiempo perdido.  Cabe argumentar diciendo que el presente reclama lo suyo y es justo dárselo.  Que Dios nos quiere felices ya, que el placer no es pecado y que Dios nos ha hecho gozadores.  Y, aún cuando hay mucho de verdad en todo esto, el olvido del pasado es arma de doble filo.  Si bien no podríamos recordarlo todo, de hecho nadie tiene capacidad psíquica para algo así, no podemos olvidar que somos lo que llegamos a ser.  Sin actualizar el pasado nos desmoronamos.

La otra cara de la moneda es una reminiscencia del pasado que puede conspirar contra un reconocimiento del valor del presente.  No se puede descartar que algunos disfrutemos mirando al pasado, celebrando las antiguas batallas. Pero esta posibilidad no autoriza a negar la importancia de poner la mirada en los signos de “estos” tiempos.  Ante todo se trata de contemplar la acción sorprendente, pero a menudo humilde, de Dios en los nuevos acontecimientos.  Y, si de esto se trata, también puede haber jóvenes que, asustados con los cambios, piensen en reeditar una vida religiosa estereotipada, “más santa”. El conservadurismo puede darse en los jóvenes incluso más que en los viejos.

La experiencia del tiempo puede, además, considerarse bajo otro respecto. Los religiosos, al igual que los contemporáneos, queremos que ya ahora nuestro trabajo sea exitoso y placentero. Tal vez como nunca antes la frustración estriba en “no ser” o “no tener” lo que se quiere en el presente. La rutina es tolerable, pero no necesaria. Somos capaces de postergar la felicidad con tal de disfrutar el momento. La entretención determina el rating. La televisión es, sobre todo, diversión.  Puesto que esta constituye un fin muy estimado en nuestra cultura, también nosotros preferimos entretenernos con nuestros apostolados. Hoy, en “tiempo real”, cuando el sector privilegiado de la humanidad cuenta con los medios para comunicarse inmediatamente con los demás, podemos tener un trabajo apostólico “sensacional”. En principio es legítimo. Si se puede, por qué no desearlo. La vida, las clases, el trabajo, bien pudieran serlo. No hay razones para despreciar esta posibilidad. Es perfectamente digno quererlo e intentarlo. Buscar éxito apostólico inmediato, nada tiene de malo. ¿Para qué postergar la eficacia? La formación nos tomó tantos años… Los años que nos quedan son para rendir al máximo. Lo antes, mejor. Nuestra cultura nos pide resultados ahora (ventas, puntajes, metas). Si estos están a la mano, sería absurdo renunciar a ellos.

Los tiempos nos imponen ser divertidos. Queremos ser simpáticos. Pero los aplausos suelen corromper. Más aun cuando no solo se trata de divertir a los demás, sino de divertirnos con nosotros mismos. La pretensión de entretención puede ser corrosiva de la disposición a la obediencia, de la aceptación de los trabajos que nadie quiere, de las iniciativas más inseguras, de los riesgos de la fama y demás asperezas de la misión. El inmediatismo puede arruinarnos. El “presentismo” puede segarnos el futuro.

Además de lo anterior, el presente reclama su derecho porque el futuro es incierto: el trabajo es inseguro; los compromisos definitivos fallan; el progreso se ha vuelto peligroso; las guerras están siempre a la espera; la manipulación genética da escalofríos; las posibilidades de involución económica y cultural están a la puerta. No se puede mirar hacia adelante más que con anteojeras, oteando selectivamente lo que cada cual pueda buenamente forjar para sí y los suyos más cercanos. No es fácil pedir a todos que piensen en clave de “bien común”. Si no fuera por la fe, tendríamos poderosas razones para desanimarnos: la lenta renuncia al Concilio Vaticano II y una Iglesia seca en pastores y profetas; congregaciones que se pasman; centros de formación que se concentran. No nos faltan documentos orientadores… Pero el mal espíritu nos convence de que estamos en retirada.

¿Para qué entonces pensar en el futuro si ahora podemos sacar partido a lo que tenemos? Podemos agachar la cabeza y trabajar… Podemos hacernos de una parroquia personal, crear un archivo de direcciones que nos contacten a diario, incursionar en las páginas web o generar algunas amistades más jóvenes que nos mantengan al día… Porque si lo que manda es el presente, si lo que nos mueve es la obsesión por el reconocimiento actual, no podemos soñar a 100 años plazo. Y no podemos hacerlo, porque el futuro a 100 ó 200 años, más que nunca, es un albur.

En esta clave cultural de temporalidad una inculturación del Evangelio tiene mucho paño que cortar. ¿Cómo anunciar en este tiempo al Señor de la historia? Esta es la pregunta. El mismo Señor podría respondernos, “buscad el Reino y su justicia, y el resto se les dará por añadidura”. A lo cual se podría agregar: el Reino es el kairós cumplido con la Encarnación, el acontecimiento decisivo que redime el pasado y abre el futuro porque revela que este mundo no es mero mundo, sino creación de un Dios providente y responsable de sus criaturas; el Reino es Jesús que ama sin arredrarse ante la muerte, y es Cristo que, resucitado, ubicado ahora al centro del universo y de la historia, por medio del Espíritu, abre la cultura a su dimensión trascendente; el Reino es la eucaristía como memoria passionis, como recuerdo de las víctimas del pasado, y como anticipo del perdón y de la reconciliación que redimen a la experiencia egoísta, mezquina y timorata del presente. El Señor podría también decirnos, el Reino de los cielos se parece a una semilla de mostaza o a un hombre que buscaba perlas finas…

 2.- El pluralismo

El pluralismo es signo de estos tiempos.  La emergencia de nuevos sujetos humanos y el reconocimiento de sus derechos civiles y sociales no puede no ser visto como una señal de la Providencia.  Incluso  donde el pluralismo no es resguardado jurídicamente, representa un valor cultural considerable. Hoy se tiene alta estima de la opinión de los demás y de sus estilos de vida, lo cual supone un aprecio por la apertura mental y el diálogo como vía de entendimiento. La tolerancia se erige como una expresión precisa del reconocimiento que cada cual merece en virtud de su diferencia personal, racial, cultural o religiosa. La actitud de aprecio de las diferencias gana los corazones y produce variados modos de convivencia. Pero cuando no se llega a tanto, nuestra cultura valora la tolerancia como una virtud mínima que favorece el entendimiento pacífico. Concomitante con todo esto, quiéraselo o no, en Occidente prevalece el “libre examen” y el reciente “giro hermenéutico de la razón”. La verdad que nutre la libertad, exige una interpretación y quien dice tenerla, es sospechoso de querer imponerse a los demás.

Muchos religiosos nadamos bien en estas aguas, sintonizamos fácilmente con el reclamo a la libertad de conciencia y los movimientos sociales liberacionistas. Nos gusta que la gente sea protagonista de sus vidas y no nos asusta, al contrario, promovemos que las personas lo intenten probando y equivocándose. La verdad, en definitiva, es Jesucristo, el acontecimiento escatológico que nadie puede acaparar y que todos sin excepción deben encontrar en sus propias vidas y culturas a lo largo del tiempo.

Pero nosotros mismos comenzamos a experimentar las consecuencias de un pluralismo que, mal entendido, llevan al individualismo y, de este, a la fragmentación anímica y social, al relativismo y a la pérdida del sentido de la vida. El pluralismo es signo de los tiempos pero, sub contrario, también lo es la crisis de la unidad. El signo de los tiempos es la libertad, la búsqueda de la autonomía, su reivindicación y su reconocimiento político y jurídico. Pero, en el reverso de esta moneda, las sociedades naturales o elegidas, las autoridades y las instituciones, experimentan una presión que compromete a veces esa unidad que, en última instancia, es condición de posibilidad de aquella misma libertad y de los derechos que la salvaguardan.

El nefasto individualismo nos ha entrado en la sangre, debemos reconocerlo. La pluralidad convertida en individualismo nos arrastra a relativizar las relaciones con los demás, hasta desinteresarnos por ellos o simplemente utilizarlos. En este caso el pluralismo, paradójicamente, se devora a sí mismo.  El relativismo nos amenaza cuando absolutizamos un valor que solo es tal en referencia a otros valores.  Entonces, perdemos de vista que nuestra historia es un camino de humilde tras una verdad que verdaderamente dé consistencia y sentido a nuestra vida.  Por el contrario, la atomización pluralística de la verdad, y subrepticiamente, la apropiación de toda verdad sirve a nuestros mezquinos intereses. Es curioso advertir que el relativismo moral se amiga con un tipo de tolerancia que, a corto plazo parece deseable, pero a fin de cuentas resulta deletéreo. Allí donde se pasa del respeto a los demás a la indiferencia ante los demás, con mayor razón cuando se desvirtúa un principio neutral y universal que regule sus relaciones, el tan querido pluralismo acaba en el predominio de los fuertes sobre los débiles.

La verdad y la justicia exigen la relatividad y excluyen el relativismo. Ellas relacionan a unos con otros, son el resultado de la relación de unos y otros, y sucumben en cambio cuando unos prescinden o se imponen a otros. En realidad, no hay auténtico pluralismo fuera de los cauces del bien común, esto es, de la unidad como comunión.

El pluralismo se adentra en nosotros y nos exige tomar una posición política. En primer lugar, produce efectos benéficos en personas a las que la sociedad ofrece ser miembros suyos, reconociéndoles el derecho a un lugar digno, a condiciones morales y materiales mínimas para desempeñarse, y a mecanismos para progresar. En segundo lugar, el pluralismo consigue estos bienes mediante una articulación política democrática. En una sociedad pluralista y democrática las personas, por lo general, se sienten consideradas y capacitadas para participar en algún grado en la toma de decisiones acerca del bien común. El pluralismo mengua, en cambio, en los regímenes políticos dictatoriales o autoritarios, con las conocidas secuelas de miedo e inhibición en las personas. El pluralismo y la democracia se dan la mano, especialmente cuando en la sociedad los medios de comunicación social hacen de ágora en el cual los ciudadanos pueden enterarse de los asuntos comunes y formarse una opinión en relación a las posiciones en disputa. Por supuesto que las sociedades, aun siendo pluralistas y democráticas, no gozan de toda la transparencia que las personas necesitan ni están libres de la manipulación mediática de los dueños de los medios. Pero en ella los motivos de malestar y frustración son más visibles, y dan menos pie a los rumores que tanto enrarecen la confianza que la convivencia requiere.

El pluralismo, ni siquiera asegurado democráticamente, garantiza la realización que las personas demandan. Pues en sociedades en las que lo plural acaba en la atomización, allí donde los procesos de individuación conducen a la conversión de las personas (relacionadas) en individuos (aislados), el paso a soledad y a la exclusión está muy cerca. Las sociedades latinoamericanas malamente integradas, con o sin democracias, experimentan la pobreza como exclusión. Esta, según Aparecida, no es cosa solo de “‘explotados’, sino ‘sobrantes y “desechables’” (DA 65).

Esto se aplica tanto al interior de nuestras comunidades como en el modo de situarnos como religiosos en el mundo actual.  Podemos hacer de nuestras instituciones espacios de pluralismo y diálogo fecundo, capaces de fortalecer la pertenencia de nuestros miembros, potenciar a las personas y comprometernos en un proyecto común o permitir que nos gobiernen tendencias autoritarias que inhiben y marginan.  Podemos contribuir con una sociedad democrática o hacernos cómplices de sistemas que no lo son y que finalmente conducen a la pobreza que excluye y margina a muchos.  Lo que no podemos es pensar que lo propio nuestro es la neutralidad frente a estos dinamismos: necesariamente siembro o desparramo.

La polaridad entre la pluralidad y la unidad es estructural en el ser humano. En la filosofía remonta a la clásica distinción entre lo uno y lo múltiple. En las religiones el problema se replica y, en el cristianismo, encuentra en la respuesta trinitaria su mejor articulación. En la Encarnación el Hijo asume la creación en toda su diversidad; bajo otro respecto, en Dios las personas no son anteriores ni posteriores a la comunidad, sino que esta se constituye por una comunión recíproca, mutua y perijorética, en virtud del amor que Dios es y que le permite manifestarse.  Constituirnos en espacios que afirmen la pluralidad en la unidad, es el gran desafío.  Solo seremos constructores de aquello que seamos como vida religiosa.  A nosotros religiosos nos toca vivir este misterio y anunciarlo a las personas y a la sociedad.

3.- La era de la tecnociencia

Uno de los signos de los tiempos más poderosos de nuestra era es la tecnociencia, su capacidad para transformar la realidad e impactar en las personas. La tecnociencia consiste en la amalgama de la investigación científica y la tecnología, y, a la vez, de ésta con la economía de producción de bienes. La técnica siempre buscó eficacia (capacidad transformar) y eficiencia (optimización de los recursos). En la modernidad la técnica se sirve de una ciencia que objetiviza la realidad en cifras matemáticas. La industria invierte en investigación con el propósito de trasformar la realidad en bienes que se transan en el mercado. La realidad, en virtud de la capacidad de la tecnociencia, tiene un valor tasable en cifras económicas.

Si bien el desarrollo tecnológico, bajo el impulso económico, ha mejorado inmensamente las condiciones de vida de la humanidad, también ha traído para la ciencia una pérdida de gratuidad.  Uncida al carro de la técnica, que a su vez está al servicio del capitalismo, la búsqueda desinteresada de la verdad y la contemplación de la verdad, en definitiva, ocupan un lugar marginal en la cultura. Lo real es mensurable, controlable, manipulable y, por último, comercializable. Lo que vale es el producto de la tecnociencia que se transa en el mercado. Por esta vía, los medios se transforman en fines. Las metas de la vida humana -metas que en la perspectiva de la antropología cristiana no pueden ser sino gratuitos- se desdibujan. La ingeniería genética, por ejemplo, promete lo imposible a los desafíos de la salud, tras lo cual las personas quieren vivir a cualquier costo. Y así en otros campos. Los padres y las madres, otro ejemplo, trabajan horas extras, con horarios cambiados, ahorrando para que sus hijos sean universitarios, pero dejando a veces a sus hijos en el más completo abandono. La sustitución de los fines por los medios, por los instrumentos, por lo “secundario”, desquicia a nuestra sociedad. La utopía materialista se nutre de la máxima capitalista del progreso ilimitado, todo lo cual tiene efectos profundos en la psiquis de las personas. Y, de paso, aun elevando la calidad de vida de las masas, necesariamente excluye a los que no pueden pagar su participación en esta cultura.

La cultura científica y técnica funciona en clave teleológica. Se mueve por utopías intramundanas. Concibe el futuro como mera transformación de una realidad que excluye el don gratuito que son las personas para sí mismas y es, por definición, aun cuando no lo sea por declaración, atea. No extraña, en consecuencia, que los cristianos más lúcidos de su condición vivan incómodos en este mundo. El cristianismo opera en un registro escatológico. Para la fe cristiana el fin de la historia se cumplió ya en Cristo, de un modo completamente gratuito, y está por verificarse en plenitud a través de un progreso que depende del uso de la razón, de la ciencia y de la técnica, pero que se ordena a la gloria de Dios, a la alabanza del creador, que ocurre mediante un compartir gratuito entre los seres humanos. Los cristianos no son optimistas ante el futuro, tienen esperanza, que no es lo mismo. Construyen el futuro, pero incardinando la óptica teleológica del progreso en la matriz escatológica que requiere la tendencia secular a la utopía, la corrige y la lleva a plenitud. Para los cristianos la muerte, la enfermedad, el deterioro no son males absolutos. Tiene una dimensión creatural que, en Cristo, hace las veces de condición para alcanzar una vida más plena.

También a los religiosos la tecnociencia nos seduce. Aunque la espiritualidad cristiana abunda en recursos para centrar las cosas en la gratuidad del amor de Dios, algo sucede que nos fascinan los medios. No podemos carecer del computador de última generación. A veces nos consideramos tan necesarios que nuestro gasto per capita puede alcanzar para sustentar a más de una familia pobre. Se nos puede olvidar que el éxito que verdaderamente importa no se ha debido nunca a los instrumentos sino a la gracia de Dios, la cual a menudo necesitó más el martirio que muchos aparatos.

Suele ocurrir que predomina en nosotros el paradigma teleológico por sobre el escatológico. Los separamos, pero luego no podemos unirlos y terminamos quedándonos con históricamente predominante. Este nos persuade: somos tan necesarios que nos cuesta enfermar, envejecer y morir. Pero también se dan casos de religiosos que no se aferran a la vida. Así significan el Reino. Nuestro mundo tiene enorme necesidad de un testimonio de gratuidad y abandono en la Providencia.

4.- La metamorfosis de la religiosidad

La humanidad, especialmente Occidente, asiste a una de las transformaciones religiosas más grandes de su historia. La metamorfosis de la religiosidad es equivalente a la del tiempo eje, aquel período que se extendió por unos mil años, antes y después de Cristo, en el que cuajaron las grandes religiones monoteístas. Los factores del cambio pueden ser muchos. La globalización ha incidido en una fluidez y una compenetración de los credos y de las prácticas religiosas.  Si bien esto es algo que no ocurre por primera vez en historia, se presenta como una fuerza que enriquece y amplía las posibilidades de encuentro con Dios acorde con las nuevas maneras de sentir el mundo como no se había visto nunca.

Las religiones tradicionales han entrado en crisis. Las instituciones religiosas se agrietan. Sus dirigentes pierden autoridad ante sus fieles. Estos quieren elegir por sí mismos qué creer y a quién obedecer. Predomina en el ambiente un amplio pluralismo. Y, como revés de la trama, un individualismo que acarrea soledad y desorientación. La cultura, los mismos cambios religiosos, han dejado a las personas sin la base cultural que da sentido a sus vidas. Rota la unidad tradicional del mundo que las acogió al nacer, las personas vagan entre ofertas de espiritualidad y agrupaciones que les otorguen contacto con Dios e identidad.  Tienen hambre de autocomprensión y de reconocimiento, pero no lo sacian solo con emancipación religiosa, eligiendo y sintetizando solas sus creencias. Han ido a buscar dentro de ellas mismas, se han ensimismado y han sucumbido al intimismo, para saltar luego afuera queriendo encontrar a Dios en aventuras colectivas novedosas (esotéricas o sectarias) o ultra tradicionales (que les ofrecen religiosidad que no está, sin embargo, a la altura de los cambios culturales en curso).

El ambiente religioso católico acusa estas tendencias. Hoy se caracteriza, sobre todo, por una enorme fragmentación. Desde el Concilio a esta parte se han abierto muchas posibilidades de identificación, de agrupación y de oración. El problema es la falta de comunicación que suele darse entre las diversas modalidades de ser católicos. Algunas veces se ha operado una suerte de sectarización de las pertenencias que conspira gravemente contra la catolicidad de la Iglesia y el espíritu de comunión en la pluralidad. El secularismo predominante ha liberalizado los vínculos tradicionales de la unidad, estimulando reacciones preconciliares de repliegue a lo conocido y de condena del mundo actual y de toda novedad. Estas reacciones se han vuelto militantes cuando encuentran en el compromiso social de la Iglesia una amenaza a posiciones adquiridas. La derechización de la Iglesia es una amalgama de miedo a los cambios y de búsqueda de reconocimiento, de amor a Dios y de necesidad de ungüento religioso a privilegios sociales injustificables.

La recepción del Vaticano II sigue siendo el gran desafío de la Iglesia Católica y, en ella, el gran desafío para nosotros como consagrados. A cincuenta años de su convocación, están aun presente las tensiones que lo requirieron; sobreviven los que ganaron y los que perdieron, y sus descendientes. El Concilio impulsó el surgimiento de una Iglesia latinoamericana, estimuló una obra de evangelización impresionante y gatilló el nacimiento de la primera teología propiamente local. La Iglesia Católica en América Latina ha cambiado de rostro.

Muy pocos discuten abiertamente los postulados dogmáticos y pastorales del Vaticano II, pero en la práctica las cosas son distintas. El predominio de la modernidad tardía y la incertidumbre acerca del futuro de la humanidad, han revitalizado, como reacción, a esa generación de  “anti-modernistas” que no se dio cuenta que la Iglesia tenía que cambiar y que hicieron lo posible por bajarle el perfil o sabotear el Concilio. Estos son los seguidores de Lefebvre, pero también muchos otros cuya actitud eclesial ante el mundo actual se caracteriza por el miedo y por insistir en la superioridad del sacramento por sobre la inculturación del Evangelio. Muy preocupante, en este sentido, es la nueva generación de obispos y de sacerdotes que actúan como si el sacerdocio ministerial fuera más importante que el sacerdocio común de los fieles. La novedad del Vaticano II consistió en lo contrario. De aquí que este olvido haya desembocado en la formación de un clero que tiene dificultades para comprender los cambios culturales. No hay duda que la actual crisis del catolicismo latinoamericano detectado en Aparecida -aunque Aparecida no lo reconozca- tiene mucho que ver con el nuevo sacerdote que ni conoce bien la doctrina ni la interpreta correctamente; que asegura la celebración de la eucaristía, pero deja caer las comunidades de base; que encara el mundo como enemigo y no como obra de un Dios que sigue creando.

En estos tiempos se presenta a la Iglesia una oportunidad única de anunciar el Evangelio a una humanidad huérfana de trascendencia y de pertenencia. La Iglesia es un punto de referencia al que, no obstante todas sus inconsecuencias, los contemporáneos dirigen la mirada esperando de ella una iluminación o un juicio. Los gobiernos quedan cortos en la oferta del sentido. A los Estados no les corresponde pedir “amor” a los ciudadanos ni tampoco ofrecer “compasión” o dar “toques de magia” a la vida humana.

En suma, a los cristianos nos une una doble lealtad, al mundo como creación de Dios y a la Iglesia como Pueblo de Dios. En este pueblo, uno entre los otros pueblos que Cristo ya ha redimido, debemos aguantar variadas tensiones. Todos estamos en camino. La impaciencia y la desesperación por la lentitud con que se avanza son comprensibles, pero no debieran apartarnos de lo fundamental: la Iglesia, los religiosos en ella, tiene que significar en el mundo su hondo deseo de unidad de los hombres con Dios y de los hombres entre sí (LG 1). Esta unidad es obra del Espíritu y se anticipa como una comunión que, no se puede olvidar, solo se alcanzará en plenitud con la Parusía.