Parlamentarios católicos

Carlos Peña presenta y critica el libro de Ignacio Walker Cristianos sin cristiandad. Lo hace en virtud de argumentos teológicos, aunque declara no ser teólogo. Me alegra que lo haga. Cualquier persona debiera poder hablar de Dios o discutir su existencia. Por mi parte también leí el libro, asistí a la presentación y creo que la opinión que Peña tiene del cristianismo carece de fundamentos sólidos.

El rector Peña sostiene que “la primera apertura (de la Iglesia al mundo) desde un punto de vista teológico, es Cristo en la cruz”. No estoy de acuerdo. Para la Iglesia la cruz sin consideración de la vida de Jesús hace de portazo de Dios a la colaboración de la humanidad en su propia salvación. La mera invocación de la cruz como símbolo del cristianismo pone a los creyentes en la senda del fideísmo (Concilio Vaticano I, 1869-1870). No hay cruz cristiana allí donde no hay una encarnación. Lo que salva, para los cristianos, no es la cruz por sí sola sino el Hijo de Dios encarnado, Jesús de Nazaret crucificado por haber proclamado el advenimiento del reino de Dios a seres humanos necesitados de amor, de sanación, de compañía, de compasión y de perdón.

Debe recordarse que lo que ocasionó el asesinato de Jesús en la cruz fue el cuestionamiento que hizo a las autoridades religiosas que oprimían a los demás exigiéndoles cumplimientos religiosos. Escribas, sacerdotes y saduceos no soportaron que un laico cualquier proclamara que Dios ama gratuitamente a todos y no solo a las personas religiosas, las que, mediante la observancia de la Ley mosaica y el ofrecimiento de sacrificios en el Templo, creían poder ganárselo en su favor. La cruz es salvadora porque resume la identificación de Dios con el ser humano hasta las últimas consecuencias y porque, al resucitar a Jesús, Dios realizó el proyecto que tuvo con el mundo al crearlo. Jesús dio su vida por el reino de Dios, y por esta razón lo crucificaron. Al resucitarlo, su Padre confirmó la racionalidad de la vocación a dar la vida por el próximo y no la de los sacrificios sangrientos para el perdón de los pecados. Con la efusión del Espíritu del resucitado, la iglesia naciente prosigue la misión del crucificado.

Este es el fundamento de la fe cristiana en la Trinidad. El Dios de los cristianos no es simplemente el Dios de Moisés, como piensa Peña. El cristianismo ejecutó una revolución al interior del monoteísmo judío. La Iglesia descubrió que, en Jesús, Dios acoge a la humanidad con un amor misericordioso, y no solo como un juez justo. Al confesar a Jesús como Hijo de Dios encarnado, como un ser humano auténtico, necesitado del Espíritu Santo para discernir las vías racionales de su obediencia al Padre, el distanciamiento teórico del monoteísmo estricto fue creciente.

En el centro del Credo trinitario de la Iglesia está Jesús, el amor de Dios por el ser humano, y no un conjunto de “verdades” que un parlamentario católico puede hacer valer en el foro público sin someterlas al escrutinio de sus pares. Ni la jerarquía eclesiástica ni los católicos en particular tienen una mochila llena doctrinas (sobre la filiación de los hijos, el divorcio, los métodos de control de natalidad, la eutanasia, etc.), porque si así lo pensaran renunciarían al mandato del Vaticano I de articular fe y la razón. El cristiano, lo subrayo, debe rendirse a la argumentación más convincente. No tiene la verdad. Sin los demás, nunca podrá encontrarla.

La Iglesia, en el Concilio Vaticano II, llegó a la conclusión de que el Espíritu Santo actúa por igual en todos los seres humanos. No sé si otros monoteísmos pueden llegar a una conclusión parecida. La convicción profunda y normativa para los cristianos es que el Padre de Jesús es el padre de toda la humanidad, y que el Espíritu Santo ha sido infundido en el corazón de cada persona para que discierna en conciencia como vivir una vida más humana.

El credo trinitario, en este sentido, autoriza y obliga a los cristianos, y a fortiori a las autoridades eclesiásticas, a pensar entre todos el amor con que puede edificarse una sociedad más humana. La tolerancia, el amor al diálogo y la necesidad de argumentación son los nombres de la salida de la Cristiandad que registra el libro en cuestión.

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