Para el Bicentenario

El aire limpio llegó con septiembre. Desde el barrio Estación volvimos a ver la cordillera. Ya en agosto los kioscos de Sanfuentes vendían carretes de hilo curado, varillas de caña, cola y papel para volantines. Las fiestas patrias nos sacaron de la rutina. ¡Había que celebrar! El bicentenario que se acerca invita a recordar quiénes somos los chilenos y a brindar de nuevo.

Sabemos el valor de la patria. ¡Cuánto nos ha costado Chile! Hagamos memoria: la estrella de la bandera nos recuerda nuestra soledad. Desde antiguo fueron necesarias inmensas obras de regadío, de minería… Después de cada terremoto, ¡comenzar otra vez! A punta de trabajo hemos descubierto que la sobriedad es una virtud y la ostentación un vicio. Desde que el Estado forjó la nación, el oficio público es un servicio honorable. País de soñadores, de educadores diría Pedro Aguirre Cerda. Cuando se está lejos de la patria echamos de menos todo, incluso un sándwich de pernil en el estadio para una programación doble. Habiendo amado esta tierra con pasión, terminamos por preferir la poesía al lloriqueo estéril y amargo.

La celebración del bicentenario nos remite al pasado, pero nos confronta también con el futuro. Normalmente celebramos la independencia de España. Miradas las cosas más de cerca, no es claro que nos hayamos independizado del todo ni tampoco que debíamos renunciar a su herencia. Nunca nos liberamos de nuestras raíces hispanas y habría sido algo suicida intentarlo. Políticamente llegamos a ser una país aparte, por cierto, pero ni con España ni con otras potencias el corte fue absoluto y, en otros ámbitos, nuestra dependencia externa ha sido siempre muy profunda.

Si hemos de celebrar, además de una independencia política relativa podríamos festejar las múltiples dependencias de nuestra nacionalidad: sobre todo la del pueblo mapuche y de otras etnias nativas, pero también las de los demás países europeos y latinoamericanos, y últimamente de Estados Unidos. ¿Por qué no alegrarse anticipadamente por el influjo asiático? Los orientales nos están ganando por el estómago, reconozcámoslo. Si el país firma un tratado de libre comercio con China, no será raro que Chile termine subsanando el envejecimiento de su población con la raza amarilla.

Dependencia e independencia son dos motivos poderosos que recordar para el   bicentenario. Ambos son valores a medias, porque lamentamos la dependencia cuando se nos impone y nos oprime, y porque la independencia tampoco es buena las veces que nos aísla. No es fácil encontrar el equilibrio justo, y la identidad nacional se ve cada vez más tensionada por la apertura al mundo por la que hemos optado. Esta ha sido la decisión de las últimas décadas más compartida entre los chilenos, y la más importante.  Difícilmente ha podido ser de otro modo. Ya que toda opción tiene su costo, habrá que asumir sus consecuencias.

La apertura económica a los mayores mercados del mundo, nos ha puesto en una situación tal de competencia con los demás países y entre nosotros mismos, que nos exige barajar incesantemente las cartas de la dependencia y de la independencia, con las de la alteridad y de la identidad. Ya lo estamos haciendo, y a una velocidad tan rápida que a menudo perdemos la noción de quiénes somos y de qué nos conviene.  La aceleración general de los cambios nos pide adaptación, flexibilidad, tolerancia mental y, al mismo tiempo, autonomía, claridad de metas y firmeza en los propósitos. Para ganar a los demás o defendernos de ellos, nos vemos obligados paradójicamente a alterar nuestra identidad y a conservarla.

Entonces no nos queda para celebrar más que la sabiduría de nuestro propio mestizaje. No obstante la violencia conque somos forzados a tratados, matrimonios, combinaciones marqueteras de todo tipo, siempre es posible amar la diversidad ajena, las razas y las culturas, y admirar y apropiarse de los materiales que servirán en la gestación de un nuevo pueblo. Somos mezcla y lo seguiremos siendo, ¡viva Chile!

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