Padre de Jesús y Padre nuestro

En el Antiguo Testamento rara vez se trata a Dios de “Padre”. Haber llamado Jesús a Dios “Abbá”, “papito”, debió parecer un exceso de confianza. Jesús habla de Él como de su Padre y nuestro Padre.

El Nuevo Testamento distingue claramente la singularidad de la relación de Jesús con Dios de la que los demás pudieran establecer con Él. Allí Jesús se sabe el Hijo amado de un modo único e irrepetible. Y, sin embargo, Jesús comparte a su Padre con otros, con nosotros, haciéndolo tan Padre nuestro como es Padre suyo. Jesús reza para que en su intimidad con Dios quepan muchos, quepan todos: “Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros”.

Pero, ¿podemos nosotros tan fácilmente decirle “Padre” a Dios? Sí y no. “Padre” designa a un ser amoroso, protector, liberador, educador, alguien que nos despeja el futuro con su imaginación; pero también puede ser un sujeto ausente, fugitivo,  chantajista, tiránico o un agresor sádico. ¿No están hartos algunos niños de maltratos sin fin? “Madre” puede ser alguien tierno, cálido, acogedor, nutriente; pero también un ser posesivo, dominante, absorbente, castrante o irracional. Nuestros “padres” y “madres” humanos ayudan, pero también dificultan nuestra relación con Dios. Ellos han fraguado nuestra personalidad a un grado tal que nuestra relación con los demás y con Dios mismo llevan las marcas y las heridas de la infancia. El tema es complejo. El Nuevo Testamento no tiene mejor categoría para hablar de Dios que la de Padre. Pero este Padre es semejante a nuestros padres y madres humanos en parte sí y en parte no.

Si es Jesús quien quiere compartir su intimidad con Dios, si es Él quien insiste que lo llamemos Padre, hay que atender a la extensión de esta filiación de acuerdo al Nuevo Testamento. Y el dato principal que poseemos del Nuevo Testamento es que, si algo sabemos del misterio de la intimidad de Jesús con su Padre, lo sabemos indirectamente, como a la pasada, a propósito de su misión: el anuncio del reino de Dios a los desamparados. Destacando la identidad divina de Jesús, el Hijo, la Iglesia aseguró el carácter trascendente y definitivo de su misión de salvador universal.

 

Por la misión a la intimidad

 

Ubiquemos la relación íntima de Jesús con su Dios en el marco de su misión. ¿Qué lugar ocupa el Padre en el corazón del Hijo? ¿Qué lugar ocupa el Hijo en el corazón de su Padre? En Dios no hay espacio para el “intimismo”. En Dios cabe la intimidad, pero no el amor excluyente, celoso y mezquino. El amor de Dios es el Espíritu que no conoce fronteras, que llega a todos, a los amigos y a los enemigos. En el corazón de Jesús está la misión del Padre de instaurar su reino de amor y justicia. En el corazón de Dios está toda la humanidad que Jesús debe hermanar bajo un mismo Padre.

Por cierto, el amor del Padre y del Hijo no se reduce a la edificación del reino. El reino, que engloba todo lo que por salvación se entiende, es “gratuito”, no “necesario”. Dios no está en deuda con nadie. Nadie tiene derecho a la salvación. Para que a todos quede claro, Dios invita al reino en primer lugar a los pobres, los que nunca han tenido derecho a nada. ¿Cómo no habría de irritar esta preferencia de Jesús a los que teniéndose por justos, despreciando a los demás, creían ganarse el favor divino? El amor espontáneo entre el Padre y el Hijo es anterior a nuestra sed de amor, perdón y trascendencia. Anterior y mayor, mil veces mayor. Este amor preserva a la actividad humanitaria del Hijo del activismo típico del self made man, el hombre que no se debe más que a sí mismo, a su trabajo. O del que vive divertido en sus gestos de beneficencia, pero reacio al influjo del prójimo, protegido de ese espacio vacío entre hombre y hombre en el que podemos ser juzgados o acogidos. Al Hijo le basta su Padre, no necesita nuestro aplauso. Su entrega es generosidad pura.

El reino es expresión del amor de Dios. Aún más, el dogma de la Iglesia recuerda que la Encarnación no es reversible, que el reino tiene principio pero no fin. El Hijo es el hombre Jesús para siempre. ¡Dios no podrá zafarse nunca más de su humanidad ni de sus criaturas! Dios es fiel hasta el final. Desde entonces la conversación del Hijo con su Padre trata de lo nuestro, se articula en palabras humanas y gestos corporales, sabe a barro, huele a humo y sudor. Desde la resurrección hasta la Parusía, Jesús clama al Padre por el desgarro del mundo y nos asegura que el reino es la única agenda del amor de Dios.

Vistas las cosas en la perspectiva de la misión, sabemos que el Padre es para Jesús amor incondicional, total e inaudito por Él, y que Jesús extiende este amor en forma incondicional, total e inaudita a los pequeños, los enfermos, los desplazados y los pecadores. Dios ama a los que los egoístas, los sabios, los poderosos y los puritanos menosprecian. El amor que el Padre tiene por Jesús es la causa próxima de su libertad, autoridad dice el Nuevo Testamento. Y esta libertad o autoridad Jesús la pone en juego como obediencia absoluta a la voluntad de Dios, cuando manifiesta hasta la cruz su preferencia por los fracasados y ofrece el perdón divino también a los egoístas, los sabios, los poderosos y los puritanos.

Pero Jesús no actúa “programado” como un burócrata sin iniciativa. Misión no es programación. El amor del Padre hace a Jesús obedecer libre y creativamente a lo mandado. ¡Nadie ha superado jamás a Jesús en fantasía! Jesús obedece a su misión inventándola, como un poeta. Jesús fue un poeta. Pero a diferencia de algunos poetas que pasan por la vida sin comprometerse con nadie, el amor que funda a Jesús hace de Él un hombre valiente para entrar en conflicto con la religiosidad hipócrita de su época. El amor del Padre hace que Jesús saque adelante su causa con arrojo, pero por la vía pacífica. En Jesús el amor prevalece sobre el miedo. Prevalece también sobre la violencia, hija del miedo. En su corazón hay una libertad y una generosidad más fuertes que la muerte.

Vistas las cosas desde la misión de Jesús, su abandono por el Padre “era necesario”. ¿Fue su muerte un mandato sádico de Dios? No ¿Un acto suicida o narcisista del Hijo? Tampoco. La muerte de Jesús es indirectamente querida por el Padre y por Jesús mismo. Lo directamente querido por ambos es la vida, el reino, el perdón de los pecadores, el indulto de la adúltera digna de pena de muerte, la denuncia de la injusticia, y la cancelación de la muerte. Los únicos que buscaron derechamente la muerte de Jesús fueron el Sanedrín, los romanos y esa multitud representante de la gente aprovechadora de todos los tiempos que, desilusionada, gritó: “Crucifícale”. ¿No pudo su Padre evitar a Jesús este trago tan amargo?  Tanto amó el Padre a Jesús que respetó su libertad. Tanto amó a la humanidad que le entrego lo más querido. ¿No pudo Jesús eludir la cruz? Tal fue su amor por su Padre que Jesús no pudo echar pie atrás, sino que soportó la orfandad más radical y el abandono del mejor de los padres. Tal fue su amor por la humanidad que, inocente, experimentó en lugar de la humanidad la consecuencia propia del pecado: la muerte. En la cruz la confrontación de Dios y las fuerzas del mal es abierta. Allí no cupo negociación alguna. Dios no transa con el mal. Los vicarios del mal hicieron lo suyo, lo de siempre: para salvar la nación, se excusaron a sí mismos y sacrificaron al inocente. Gritando a su Padre: “Por qué me has abandonado”, Jesús solidarizó con las víctimas de la historia humana y reveló que Dios no puede ser indiferente a su dolor.

Vistas las cosas en la perspectiva de la misión, la resurrección hace entrar a Jesús definitivamente en la intimidad de su Padre y con Él entramos nosotros. Los textos del Nuevo Testamento vinculan la resurrección de Jesús con nuestra propia resurrección. En la resurrección de Jesús, el Padre convalida la valentía de su Hijo por nuestra cobardía; la justicia de su reino por el acaparamiento de la tierra; su cálida compañía por la soledad de las masas; la obediencia de su Jesús por la frescura de los que deambulan como si no hubiera Dios; la gratuidad de su entrega por la mezquindad con que unos a otros nos pasamos la cuenta.

De la intimidad a la misión

 

Dios ha demorado toda la vida de Jesús, desde María hasta la resurrección, para abrirnos también a nosotros un espacio en su intimidad. Ni el Padre es egoísta ni el Hijo celoso. De ellos brota el Espíritu de amor que disipa en nosotros la sensación de orfandad que nos hace aferrarnos a la vida de cualquier manera, haciendo ídolos de personas, sacralizando la propia acción o reclamando atenciones desmesuradas. En la intimidad del Padre los hijos no tienen derecho a nada. Nada les falta, abundan en todo. Son libres. Juegan. Ni mendigan ni exigen, simplemente son. Son señores de la vida y de la muerte, como Jesús. Y, como Jesús, misioneros de la paternidad de Dios por el mundo.

Hablamos del misterio, hablamos con atrevimiento. ¡Quién conoce la intimidad entre Jesús y su Padre! Pero no podríamos callar pues el misterio de Jesús, el misterio de Dios es el misterio del amor. No un secreto revelado a los sabios. No los vericuetos oscuros del alma de una divinidad sentimental y ofendible. Tampoco una suprema fuerza sideral autónoma, autista e impersonal. Hablamos de una gratuidad tan incomprensible que trasciende el negocio humano, los cálculos políticos, el regateo con de la gracia, la sectarización de la Iglesia; se trata de un amor que “hacia adentro” es insobornable y “hacia afuera” manirroto. Su enigma es tan sencillo como una buena noticia que urge anunciar a los pequeños y los humildes.

El acceso a la intimidad entre Jesús y su Padre, en vez de encerrarnos en el pietismo individualista de esta época nos lanza de nuevo al mundo para verificar en el mundo la vocación común de hijos e hijas de Dios. No son las diferencias de raza, ideología, cultura o religión las diferencias principales. Desde los orígenes de la humanidad venimos repitiendo la discordia de Caín y Abel. Somos enemigos, pero estamos llamados a ser hermanos. Lo somos por vocación, no lo somos por historia. Jesús es nuestro hermano mayor pero, para ser precisos, queremos que lo sea. El Espíritu cultiva en nosotros el amor que nos hace mirar con indulgencia a los que nos dañaron. El Espíritu nos llena de coraje para luchar por la verdad y la justicia. El Espíritu nos hermanará. Entenderemos entonces que Jesús no vino a quitar la vida a sus enemigos, sino a dársela. Ese día el legislador abolirá la pena de muerte, porque comprenderá que el amor de Dios incluye la clemencia y excluye la venganza.

¡Venga a nosotros tu reino!, rezamos en la intimidad al Padre, su Hijo y sus hijos. El reino de justicia y misericordia es el hogar de los hermanos, nuestra misión y la tierra prometida.

Jorge Costadoat S.J.  Cristo para el Cuarto Milenio. Siete cuentos contra veintiún artículos, San Pablo, Santiago, 2001.

Comments are closed.