Origen y originalidad del cristianismo

Jesús fue víctima de una religión que administraba mezquinamente la relación entre Dios y las personas de la época. Fue asesinado por los expertos en Dios, quienes consiguieron de los romanos su ejecución: los fariseos (representantes de la Ley) y los sacerdotes (representantes del Templo). ¿Por qué estos grupos, tan distintos entre ellos, convinieron en su condena? Ambos compartían una manera de entender la religión de Israel contraria a la de Jesús.

 

Los fariseos eran laicos que querían ser “puros”, “perfectos” observantes de la Ley. Se apartaban, por tanto, de los pecadores. Juzgaban a los demás de “impuros”, se alejaban de ellos o los excluían.

 

Los sacerdotes, además de pertenecer a la clase aristocrática y rica, organizaban las actividades del Templo. Cobraban impuestos por los sacrificios que se ofrecían a Dios para el perdón de los pecados.

 

Fariseos y sacerdotes, rivales entre ellos por razones históricas y teológicas, a fin de cuentas, colaboraban en el edificio religioso que los privilegiaba por encima de los demás. Esta religiosidad mató a Jesús. Jesús la desenmascaró. Lo mataron.

 

¿Cuál fue el núcleo teológico de la confrontación total entre Jesús y los expertos en Dios? Dicho en breve: la separación de lo sagrado y lo profano que estos establecían y administraban.

 

Ellos separaban tajantemente cosas, ámbitos, tiempos y personas sacralizadas, produciendo necesariamente excluidos. No era extraño, sino también necesario, que una elite religiosa se apreciara a sí misma y menospreciara a los demás. Unos debían ser tenidos por profanos, para que otros se encargaran de su redención.

 

Jesús hizo todo lo contrario: ofreció la salvación a manos llenas. Desarmó a los pecadores al ofrecerles el perdón sin condiciones. Acogió a los pobres sin distinción. Optó por los pobres, profanos por excelencia; optó por las víctimas del desprecio de ricos y “buenos”. Para todo lo cual atacó el fuego en la base. Se estrelló frontalmente contra la torre religiosa de la exclusión, pues anunció el advenimiento de un reino fraterno. En Cristo resucitado, la Iglesia naciente descubrió cumplida la ley de la Encarnación: la irrupción en la historia de un Dios radicalmente secular, con la capacidad de ser aún más nuestro que nosotros con nosotros mismos.

 

Desde entonces el cristianismo, la nueva religión, la de Jesús, el judío según el corazón del Dios de la historia, superó la separación de lo sagrado y lo profano. Los cristianos fueron reconocidos, más que por sus ritos, por la fuerza espiritual y ética con que se desenvolvieron en el mundo antiguo.

 

Pero no siempre el cristianismo ha estado a la altura de esta originalidad suya. Las involuciones siempre lo han seducido. Han sido necesaria reformas y ajustes doctrinales y disciplinares para recuperar la senda perdida. A este efecto, el Concilio Vaticano II, hace 50 años, recordó que lo único infaltable para la “salvación” es la caridad. Sostuvo que Dios ama a todos los seres humanos, y que el amor es la única condición absoluta para alcanzarlo. La intuición antiquísima, aun judía, era que la fe en Dios se vive, en primer lugar, puertas afuera del templo, en actos de misericordia y justicia a secas.

 

¿Habría que revisar hoy la relación entre el rito y la vida corriente de los cristianos? Hoy y siempre. Porque una separación entre ambos tarde o temprano lleva matar a Jesús de nuevo.

El cristianismo es una religión extraña. Es secular. Es la religión que promete encontrar a Dios en el mundo sin más. El cristianismo, si algún lugar merece en la historia de la humanidad, es la de tener como misión derribar esas separaciones culturales y religiosas que generan exclusión. Es la religión que obliga a discernir a Dios en acontecimientos ambiguos grandes o pequeños, terrenales como un galileo entre otros galileos, sin más criterio para reconocerlo que el amor.

 

¿Se necesita hoy del cristianismo para saber algo así? Puede ser que a alguien no le importe Cristo ni nada que tenga que ver con él. Pero si le interesa, sobre todo si es cristiano, esta pregunta tendría que aproblemarlo. O esta: ¿es necesaria la Iglesia para que haya cristianismo? Personalmente pienso que sí. Por cierto, tendría que escribir otra columna para explicarlo. Pero reconozco que no me sería fácil hacerlo.

 

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