El episcopado chileno se reunirá con el Papa dentro de pocos días. Bien podemos pensar que en un plazo relativamente breve muchos obispos dejarán sus cargos por razones de diversa índole. ¿Cómo se harán los nuevos nombramientos?
Es una gran oportunidad para introducir cambios que permitan mirar el futuro con esperanza. Es esencial trabajar a fondo los procedimientos de elección que se adopten para corregir las graves falencias y debilidades que tiene el sistema actual que ha hecho posible nombrar al obispo Barros en Osorno y a varios obispos más que no parecen idóneos para el cargo. Por ejemplo, no sería prudente que interviniera el nuncio actual. En el futuro sería muy recomendable que los nuncios tuviesen una intervención mucho más acotada. Dado como están las cosas, los mismos obispos chilenos en su conjunto están también puestos en duda. Acumulan críticas justificadas. La Conferencia está desacreditada. El episcopado, así, encuentra serios obstáculos para reaccionar de un modo protagónico o propositivo frente a los cambios en curso.
En las actuales circunstancias obviamente que la última decisión en los nombramientos recaerá en el Papa. Digo que en las “actuales circunstancias”, porque urge que la iglesia revise el modo como el Papa ejercerá en el futuro su autoridad en la elección de los obispos. No puede ser que el nombramiento de todos los obispos del mundo dependa de modo casi absoluto del Pontífice. ¡Son cinco mil! La institución eclesiástica, que adoptó el modelo de las monarquías absolutas, tiene que actualizarse de acuerdo a la cultura democrática de la civilización contemporánea y sobre todo conforme a la más antigua tradición de la misma iglesia. Es fundamental que los nuevos elegidos estén en comunión con el Papa pero esto no significa que el mismo Papa tenga que elegirlos directamente sin participación de las iglesias locales.
Por esta misma razón, el mecanismo que se adopte para que haya verdadero progreso tendría que ser participativo de distintas maneras: a) debería ser conocido por todos. Todos los católicos debieran saber cómo empieza y cómo termina el nombramiento de cada uno de los obispos que habrán de ser elegidos para el cargo y quienes intervienen en la decisión; b) todos, sin excepción, tendrían que tener la posibilidad siquiera de contribuir a forjar el perfil de obispo que la iglesia necesita hoy; c) en las instancias más confidenciales del proceso –ciertamente necesarias por la relevancia del cargo- tendrían que poder participar laicos eximios. También mujeres debieran poder decir una palabra en paridad de condiciones. No se puede seguir excluyendo a las mujeres. Por cierto, debe saberse que en la actualidad hay laicos que efectivamente influyen, pero lo hacen “por la ventana”. No es menor el peso que han tenido ciertos católicos adinerados en estas decisiones. También los gobiernos suelen hacer saber sutilmente sus preferencias.
Un mecanismo como el propuesto es canónicamente irregular. Pero, mientras el derecho canónico, que a este respecto ha cambiado mucho a lo largo de la historia, no sea reformado, los nuevos procedimientos pueden ser ad hoc. Nada debiera impedir que el Papa, que tiene una responsabilidad mayor en la solución de esta crisis, pueda crear un mecanismo adecuado.
En este punto, un asunto decisivo será determinar quién encabezará este proceso. Por lo dicho no convendría que lo hiciera ningún obispo chileno. Ninguno tendría la independencia requerida. Tampoco debería hacerlo la nunciatura por lo desprestigiada que está. Creo que convendría que el Papa Francisco enviara a una persona como Scicluna, que viniera de fuera a hacerse cargo del proceso de nombramiento de todos los obispos que han de ser elegidos en el curso del próximo año. Esto, probablemente, permitiría mucha más participación y renovaría la confianza en el gobierno de la iglesia chilena, Recuperaría la confiabilidad, el crédito y la fiabilidad sin las cuales la crisis de “fe” de los cristianos se agudizará.
He oído a personas preocupadas por la división de la iglesia. No se refieren tanto a la diferencias entre católicos, sino al foso de incomunicación entre la institución eclesiástica y el resto del pueblo de Dios. La falta de participación de los bautizados y bautizadas en las decisiones de su iglesia es casi total. Los obispos y los sacerdotes no damos cuenta a nadie de nuestros actos. Que ahora el común de los cristianos puedan ser considerados en la elección de sus autoridades legitimaría su investidura. Una cosa es ser nombrado para gobernar y otra es poder gobernar. Sin autoridad, el poder eclesiástico, en el siglo XXI, será como el rey del Principito que, desde su trono real, vestido de púrpura y armiño, mandaba sobre todo lo que supuestamente le podía obedecer, el sol y las estrellas, pero no tenía a nadie que pudiera desobedecerle. Era el único habitante del planeta.