Novedad e impacto del Concilio Vaticano II

El Concilio Vaticano II ha sido una de las reuniones episcopales más importantes en la historia de la Iglesia. Entre estas, destacan los concilios que tuvieron lugar en Nicea (325), Constantinopla (381), Éfeso (449), Calcedonia (451), Constantinopla (553) y Constantinopla (680); posteriormente Trento (1545) y Vaticano (1869). El Vaticano II (1962-1965) tiene la particularidad de reunir obispos de todos los continentes. Pero, sobre todo, es importante por los temas que abordó, y el modo y la actitud con que lo hizo. La Iglesia de esos años levantó la mirada y, en vez de defenderse ante un mundo moderno que le era hostil, entró en diálogo con él en vista de anunciarle el Evangelio en términos culturalmente actualizados.

 Entre los cambios más notables que el Concilio Vaticano II impulsó, está el de haber exigido una reforma litúrgica cuya clave pasó a ser la participación en ella de los fieles (Constitución Sacramentum Concilium). Si hasta entonces se destacaba el carácter mistérico de la Eucaristía, que subrayaba la actividad del sacerdote y se basaba en una estricta separación entre lo profano y lo sagrado, la nueva liturgia pudo celebrarse en las lenguas que los participantes podían comprender. Desde entonces se abandonó progresivamente el latín. La presencia de Cristo en ella dejó de concentrarse en la hostia consagrada, reconociéndosele presente, además, en la misma Palabra de Dios y en la comunidad.

 En estrecha relación con la liturgia, el Concilio facilitó el acceso del pueblo católico a la Biblia (Constitución Dei Verbum). Hasta entonces, tras la crisis de la Reforma de Lutero, la Iglesia Católica puso demasiadas cautelas a la posibilidad de leer la Sagrada Escritura sin intermediarios. El Vaticano II, en cambio, abrió esta posibilidad como si no tuviera ningún temor a que esta fuera mal interpretada. El Concilio levantó definitivamente las precauciones que habían inhibido a los teólogos católicos de investigar las Escrituras con los métodos modernos y despejó a la Iglesia la posibilidad de muchas lecturas. Así, la Sagrada Escritura recuperó en el suelo católico la preeminencia que nunca debió perder

 En la Constitución Lumen Gentium la Iglesia se autodefinió en términos de “sacramento” y de “pueblo de Dios”. Por una parte, ella misma quiso ser un “sacramento”, es decir, “un signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG 1). Con lo cual su presencia en el mundo también habría de ser significativa para la justicia y la paz. Por otra parte, en cuanto “Pueblo de Dios”, se quiso enfatizar la igualdad fundamental entre todos los bautizados. En adelante, el sacerdocio ministerial ha debido ponerse al servicio de la actualización del sacerdocio común de los fieles. Asimismo, la Iglesia del Concilio ha querido mirar a las otras iglesias, credos y culturas en términos respetuosos y amistosos. No obstante las diferencias reales en cuanto a conocer o no conocer al Dios de Jesucristo, en última instancia, lo decisivo ha pasado a ser la caridad. Puesto que Dios ha amado a la humanidad en Cristo, el amor entre los seres humanos hace de “sacramento” de la misma salvación. Sin amor, aun los católicos se apartarían de la salvación. Con amor, por el contrario, incluso los no creyentes accederían a Dios. En lo inmediato, la Iglesia intensificó el trabajo ecuménico (con las otras iglesias cristianas) y el diálogo interreligioso (con las otras religiones).

 Con esta batería de conceptos teológicos, el Concilio quiso comprender la relación de Iglesia con el mundo en términos de diálogo, y no de confrontación (como no lo había sido en el último siglo). Con la Constitución Gaudium et Spes, la Iglesia quiso responder a los signos de los tiempos, entre los cuales los cambios a todo nivel –cambios, por lo demás, acelerados-, parecían la principal característica de la época. El documento abordó los temas angustiosos y candentes, tratando siempre de ofrecer una respuesta humanamente razonable, haciendo discernimiento de ellos de acuerdo a su conocimiento de Cristo. La Iglesia, en este texto, no solo tuvo una relación cordial con el mundo, sino que ella misma se consideró parte de este mundo y, en consecuencia, tal discernimiento de lo humanizante y de lo deshumanizante tuvo que hacerlo consigo misma.

 Este documento tuvo un impacto enorme en la Iglesia latinoamericana. Los obispos reunidos en Medellín (1968), de un modo semejante a como lo hicieron los obispos en Roma, observaron la realidad de nuestro continente y declararon que el signo de los tiempos era aquí una pobreza injusta y masiva. En las sucesivas conferencias de Puebla (1979), Santo Domingo (1992) y Aparecida (2007), la Iglesia del continente insistió en el valor decisivo de su “opción preferencial por los pobres”. Este es el nombre, dicho en pocas letras, de la recepción del Vaticano II en América Latina.

 Las demás constituciones y decretos, en muchos casos, han sido comprendidos en la perspectiva de esta opción, con lo cual ha comenzado a surgir en esta parte del planeta una Iglesia propiamente latinoamericana. Esta ha querido ser la “Iglesia de los pobres”, presente en comunidades de bases en los barrios populares, en las cuales la celebración eucarística ha cobrado una importancia decisiva para la participación de los fieles, pues en ellas ha sido posible comprender sus vidas a la luz de la lectura de la Palabra de Dios.

 No se puede pasar por alto que la Iglesia universal, a poco del término del Concilio, puso freno a una serie de iniciativas que parecieron muy audaces. Se ha vuelto, a veces, a actitudes y planteamientos pre-conciliares. Karl Rahner, destacado teólogo alemán, llegó a hablar de un “invierno eclesial”. La Iglesia latinoamericana, como las iglesias de Africa y Asia, no ha podido realizar una auténtica inculturación del Evangelio. Ella continúa siendo muy occidental y, en particular, muy romana. Pero, a largo plazo, nuestra esperanza es que el futuro del cristianismo en América Latina consista en una inculturación del Evangelio realizada desde los pobres. En esta clave, pensamos, debieran abordarse los otros grandes asuntos: la secularización, la integración de la mujer, los cambios en la religiosidad, los reclamos ecológicos y las demandas de los pueblos originarios.

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