Se nos ha abierto una vía de realización extraordinaria. Debemos a la tenacidad de los y las ecologistas la toma de conciencia progresiva de la co-pertenencia. ¿Cómo? Sí, pertenecer unos a otros, y entre todos con los seres vivos e inertes que ocupan un lugar entre el cielo y la tierra. Digamos que co-pertenencia es el antónimo de la pertenencia egoísta.
Hemos llegado a vivir en el mundo de las pertenencias individuales. Nuestro corazón es ávido de apoderarse de los bienes y de las personas. ¿Por qué? Digamos que somos víctimas de la cultura del capitalismo moderno. Lo que cuenta es un tipo de modernidad consistente en el dominio absoluto de “yo”, del individuo, sobre el resto, sean personas sea la naturaleza. Lo que cuenta, más precisamente, es el individuo avaro que todos y todas llevamos dentro que, para concentrar en sus manos lo más que se pueda, compite con los demás, les gana en velocidad y los convierte en clientes.
¿Resultado? Allí está: la destrucción del planeta y, su equivalente, el suicidio de la humanidad.
La toma de conciencia del cataclismo, sin embargo, motiva la recuperación de la mística de la co-pertenencia. Por esto el futuro pinta hermoso. Gracias sean dadas, insisto, a los ecologistas. Digo mística. Mística es la experiencia de unión con Dios. Juzgo que esta experiencia es herética cuando ella prescinde de toda corporalidad y se propone como escape de la realidad. Es correcta, en cambio, cuando intenta la unión con Dios a través de todo aquello distinto del yo. La mística auténtica se juega en la reciprocidad. Poco importa si tal Dios opere a modo de autopoiesis (panteísmo) o como factor trascendente y creador del mundo (panenteísmo), pues lo decisivo es experimentarse como seres que dependen entre sí entera, alegre y gratuitamente.
Atención: esta es la experiencia fundamental de los pueblos originarios. ¿Eran ellos los bárbaros? La civilización cristiana occidental declaró paganismo su identificación religiosa con la naturaleza y en la escuela les prohibió hablar sus lenguas. La República entró a sable en la Araucanía, y los ladrones comunes y corrientes hicieron firmar papeles a personas que no sabían castellano. El general Pinochet dictó una ley que facilitó la división de las tierras de las comunidades y la oligarquía terminó por adueñarse de miles y miles de hectáreas. El monocultivo acabó con la flora y la fauna nativa, e hizo de los antiguos propietarios asalariados empobrecidos. La llamada civilización, en todas partes del mundo, ha extinguido tradiciones espirituales variopintas en entender las relaciones entre los seres al interior de un cosmos que, si no es compartido, implosiona.
Recuperamos hoy una experiencia mística. Pero queda trabajo por hacer. La mística, para que prospere, requiere de una mistagogía, de una enseñanza, una escuela, es decir, de una introducción en el misterio de la co-pertenencia cósmica. Contemplar el mundo como una realidad que nos pertenece porque le pertenecemos, pide co-operar, co-incidir en estrategias de salvataje, y gozar y maravillarnos de co-rresponder unos a otros. Se trata también de ir y hacer cosas juntos: con-currir (correr) y con-cordar (corazón) la convivencia. Por tanto, apura el cultivo de místicas comunitarias que le ganen el espacio al individualismo y a la espiritualidad mercantil.
Está por verse si las religiones co-laborarán, serán cómplices o indiferentes al futuro de la tierra. Al cristianismo se le pide recordar su fe en el Creador de un mundo digno de amor; un mundo que ama a la humanidad desde antes que esta abriera sus ojos. Los budistas, ¿con qué se pondrán? Pónganse con la compasión. A cualquier persona, crea en Dios o no, pídasele lo que pueda aportar. Que el ateísmo nos enseñe a no creer en ídolos (falso dioses).
Nadie sobra, todos cuentan. La co-habitación comienza con aquellos que quieren vivir con nosotros, los minerales, los microrganismos, los vientos, lo que se mueve y lo que no, las personas que nos precedieron y las que vienen detrás también.