El caso Karadima, entre otros casos del género, puede ser analizado desde distintos ángulos. Ofrezco una mirada teológica. No puedo excluir que Fernando Karadima haya podido hacer el bien a mucha gente. Personas cercanas podrán decir que sí. Ningún fenómeno humano es cien por ciento puro o impuro. Pero, así como es posible detectar en Karadima, y en otros líderes religiosos, una perversión psicológica, también diagnosticamos un tara teológica. A mí parecer, él, Marcial Maciel, Paul Schaefer y otros líderes espirituales menores, son caso de corrupción del “mediador”. Quien se suponía que cumplía la función de acercar las personas a Dios y Dios a las personas, resulta ser un impostor.
El mediador es impostor cuando ocupa el lugar que solo corresponde a Dios. Se impone a las personas con una contundencia y magnetismo irresistible. Las atrapa en su persona. No las remite al Dios que trascendiendo al ser humano, puede cuidar de él sin necesidad de enderezarlo a la fuerza. La patología teológica del impostor, es paradójicamente una falta de fe que oculta una sed insaciable de poder. En cualquier persona la fe puede ir y venir. Pero hay expresiones religiosas que, pareciendo fe, no lo son. El impostor, en cuanto teológicamente enfermo, no es un creyente. Pide fe en él, cuando solo debe exigirla para Dios. Cuando es sacerdote, ofrece liberación del demonio, del pecado y de la culpa, pero no cumple. Pues, cuando el impostor se apodera de los demás, cuando se adueña de las personas olvidando que ellas solo pertenecen a Dios, genera confusión en la gente y la peor de las dependencias; no genera amor, sino miedo, miedo a amar y ser amado. La víctima termina culpándose de unos pecados que no son sus pecados, sino los del abusador. De esta manera el impostor puede dinamitar los límites dentro de los cuales una persona logra organizar éticamente su vida. Él, como ídolo, con sus pretensiones de omnisciencia (todo lo sabe) y de omnipotencia (todo lo puede), como un falso dios que extrae su fuerza de los cautivos que lo tratan como a un santo, ofrece una seguridad insegura a personas inermes, desamparadas, al precio de su libertad.
Fernando Karadima desprestigió mediaciones muy queridas por la Iglesia: devociones sencillas como medallas y rosarios, pero también el sacerdocio y el sacramento de la confesión. La gente reconoció en la religiosidad que él tan bien gestionaba, esos caminos que la Iglesia ofrece para alcanzar a Dios. Fue fácil confundirse. Por estas vías muchas personas tuvieron, no obstante todo, una auténtica experiencia espiritual, pero otros cayeron en la trampa. Es especialmente triste la corrupción del sacerdocio en que Karadima incurrió. Su empeño consistió en valorar el sacerdocio por sí mismo. El foco de la religiosidad que él representó tuvo que ver con la vocación sacerdotal, con tener o no “zapatitos” para caminar al seminario. Los que los tuvieron, fueron considerados superiores a los demás. Pero un sacerdocio que no media, que no facilita el encuentro amoroso y libre entre las personas y Dios, que por el contrario se erige como un fin en sí mismo, es nocivo.
Jesús de Nazaret, en razón de quien la Iglesia entiende el sacerdocio, sí fue un mediador. Lo es porque facilita el encuentro libre entre el Creador y sus criaturas. Es cosa de tomar la Biblia y hojear el Nuevo Testamento: Jesús, abierto a la realidad, afectado por el sufrimiento ajeno, es que sana al leproso, da vista al ciego, cura a la mujer hemorroísa, perdona a Zaqueo y exige a cada uno que crean que su Padre los ama. Cuando es necesario dar la última señal del misterio de su vida, para que a todos quede claro que ha venido a servir y no a ser servido, se agacha y lava los pies a sus discípulos. No sacrifica personas a Dios, para ubicarse él mismo en la cúspide de una pirámide religiosa. Él es quien se sacrifica por los demás.
Para la Iglesia Jesús sí es mediador: hombre entero y Dios por completo, pero como camino de uno a otro. Ya que la unión de Jesús con Dios fue plena, él pudo ser una persona íntegra y la más generosa de todas. Por otra parte, siendo un hombre libre y liberador, pudo revelar al Dios verdadero. El Dios de Jesús es pura libertad y, por ende, compromiso puro con el prójimo.
Sin embargo, si observamos la relación de Jesús con sus discípulos constatamos una relación riesgosa. Él produce en ellos una atracción tan fuerte que perfectamente, como otros gurús y líderes espirituales, pudo aprovecharse del vínculo para convertirlos en aduladores suyos y hacer con ellos cualquier cosa. No lo hizo. En cambio, influyó en los demás desencadenando en ellos su fe y su libertad. En vez de enredar a los demás consigo mismo, compartió con cualquiera lo más suyo: un Dios que llamó “Padre nuestro”. Jesús no se predicó a sí mismo. Predicó el reino: la prevalencia del servicio sacrificado por el prójimo en el nombre de Dios.
La ascendencia excesiva de una persona sobre otra siempre merece cuidado. Por cierto, no siempre es fácil reconocer a un impostor detrás de uno que nos es presentado como mediador religioso. Todos los sacerdotes, especialmente los más carismáticos, pueden dejar atrapadas personas en su propia persona. Pero también en otros oficios y en cualquier relación humana, cabe la posibilidad del uso y abuso de las máscaras, del rol o de la investiduras.