Lo que ha ocurrido en la instalación de la Convención Constitucional tiene una importancia cultural de primer orden. No ha sucedido nada igual en casi 500 años de historia. Si la Corona les reconoció el carácter de pueblo a los mapuche, si no los absorbió, la República, para absorberlos, los negó. Los negó, les quitó sus tierras y los humilló sin medida. Les negó sus vidas. Ahora, en cambio, la elección de Elisa Loncón como presidenta de la Convención representa el reconocimiento de la dignidad de muchos grupos humanos, mujeres, LGBT, jóvenes y víctimas varias del neoliberalismo. De estos reconocimientos, el de los pueblos originarios es para Chile el más significativo.
La Corona y la Iglesia, durante los años que duró la Colonia, negaron a los indígenas el valor de sus religiones. Las consideraron paganas. ¿Tenían los indígenas un alma humana? Los teólogos dijeron que sí. Los reyes, en principio, basaron en esta sentencia la Conquista. Tuvo sentido, en consecuencia, evangelizarlos, enseñarles la religión que ellos creyeron era la mejor. Por entonces los mapuche, guerreando, consiguieron una Frontera. Hasta aquí ellos, desde aquí nosotros. Se consiguió la paz, pero no la integración.
A continuación, el Chile republicano, la República criolla y mestiza, nuevamente negó a los mapuche, y a otros pueblos originarios y sus territorios. Lo hizo con el sable, con reglas y escuadras. Les negó su lengua: castigó a los niños que en la escuela hablaran mapuzugún, aymara… En el estudio de la disciplina de Historia les impuso su historia, el relato de los vencedores, el de los que parecían superiores. Las iglesias cristianas, por su parte, vieron a los indígenas como paganos e idólatras, aunque no faltaron valiosas excepciones y en las últimas décadas se ha dado un descubrimiento notable de Dios en sus tradiciones y una defensa de sus creencias religiosas. Pero todo sumado, se negó a pueblos inocentes, y esta negación, por otra parte, despejó el terreno a su explotación.
Aún más, lo que ha terminado simbólicamente esta semana es la negación que hace de los(as) chilenos(as) un pueblo de acomplejados. En nuestro país grandes mayorías no quieren ser indígenas. Pero somos mezcla, lo dicen los estudios genéticos, y una simbiosis cultural centenaria. Hemos querido, y hecho ingentes esfuerzos, para que las otras naciones nos reconozcan como europeos. Pero no. No lo somos. Nos da vergüenza no serlo. Lo tapamos, lo ocultamos, y sin darnos cuenta nos negamos a nosotros mismos y vamos por el mundo imitando a los otros, alienados, sin alma, haciendo el ridículo.
La elección de Elisa Loncón simboliza, en términos religiosos, la redención de nuestro país. Se quiere que la gesta sea el comienzo de una nueva historia, como ella misma lo dijo. En adelante habremos de descubrir que éramos mucho más ricos de lo que imaginábamos. Que aquello que despreciábamos, el otro, debió ser un motivo de orgullo. Lo digo a modo de símbolo, porque en lo inmediato seguirá habitando en nosotros el arribista, el orgulloso de ser blanco o blanco cada vez menos. Lo más importante, sin embargo, es que se ha abierto una grieta en el dique. Por mi parte, espero que termine de ceder por completo y se desborden río abajo los deseos de liberación y de integración entre quienes nos hemos excluido, y se instale en nosotros, como se instaló la Convención, el fin de la desconfianza, el temor a los demás y el desamor.
No sabíamos lo principal. Los mapuche nos habían soñado. Loncón lo dijo en su extraordinario discurso de justicia y de paz: “Este sueño se hace realidad. Es posible, hermanos y hermanas, compañeros y compañeras, establecer una nueva relación entre el pueblo mapuche, las naciones originarias y todas las naciones que conforman este país”. Las suyas fueron palabras de integración. Debieran calar el corazón. Palabras de integración y reconciliación, sin rencor, porque “este sueño es un sueño de nuestros antepasados”. No sabíamos que, a pesar de todo, nos amaban y soñaban con nosotros.