La magia de la Iglesia

Tocamos, miramos, recogemos del camino un ramo de dedales de oro, lo depositamos a los pies de la Virgen, agachamos la cabeza…, estamos en la iglesia. Ella nos acoge. La Iglesia no se piensa, se respira. Se piensa con las manos, con la garganta, con cantos que cantamos hace 30, 50, 1500 y 2500 años: ¡Kyrie eleyson! Cuadros, esculturas, aguas, olores, luces en conflicto, colores que juegan y se fugan, revolotean en nosotros, nos recuerdan que somos y no somos, que pertenecemos al más allá, al más acá del yugo del día a día y de la diversión, que más cerca que lejos un Dios nos quiere y no nos suelta. La Iglesia nos ayuda a entrar en la oscuridad con una vela en la mano.
La Iglesia tiene magia. Tiene gracia. Nada supera su encanto. Ella unge con humanidad una existencia matematizada, pretendidamente adivinada por las estadísticas, por encuestas, por notas, puntajes y metas que enemistan y sobrecargan, que sofocan la sorpresa de vivir. El mercado también encanta. El consumo atrae irresistiblemente. Pero entre la magia de la Iglesia y la de la sociedad mercantil hay una contradicción total. La Iglesia educa a ser felices con poco. El mercado menosprecia la pobreza. Cautivados por lado y lado, los cristianos querríamos que nos bastara Jesús, la pura promesa de su reino, pero reconocemos que nos cuesta vencer tantas tentaciones.
La Iglesia también cae en la tentación de la “mala magia”. Hasta hoy, se nos critica a los católicos una devoción casi idolátrica de reliquias de santos que trasparentaron en su tiempo el misterio que los animó, pero a los que en la actualidad se les atribuye la virtud de hacer un tipo de milagros que Dios no hace. Es muy difícil que la “buena magia”, esa que depende del Dios que nos maravilla, no se mezcle con la mala magia, esta con la cual brujuleamos la suerte, los espíritus díscolos, a Dios mismo… Pero la superstición y la fe se excluyen.
También es “mala magia” la ritualización de la fe. A veces, los católicos rigidizamos los gestos y clavamos la mirada en el santísimo sacramento como si el resto de la vida tuviera menos importancia y perdemos la naturalidad del Dios con nosotros. Los mismos sacerdotes son sacralizados más de la cuenta. Bastaría con que los sacerdotes fueran hondamente humanos, como lo fue Jesús. Así sería más fácil a los cristianos concluir que Jesús, no por sacro, sino por su humanidad, fue reconocido como Dios y Señor. La buena magia proviene de la Encarnación de lo sagrado en lo profano. La mala magia comienza separando lo uno y lo otro, y termina apoderándose del mundo en nombre de Dios.

Escribo hoy con plena conciencia de vivir nuestra generación una de las crisis más graves de la institucionalidad eclesial de que tenga recuerdo y conocimiento. Los abusos de todo tipo, pero sobre todo los abusos de poder de quienes han sido investidos para anunciar a los seres humanos que con su impotencia nos reveló a Dios; los abusos espirituales, psicológicos y sexuales de sacerdotes y obispos sacados a la luz pública por los medios de comunicación, asociados a la indolencia, las faltas al derecho penal y canónico, auguran la ruina de un modo de ser Iglesia que deseamos termine lo antes mejor. Porque la Iglesia no se agota en su institucionalidad, ni en sus costumbres, ni en su doctrina. Solo se agota en el Evangelio. Por esto mismo, hablaré aquí de lo que mi Iglesia es, aunque no siempre lo sea. Pues es imperioso llamar las cosas por su nombre. Es forzoso criticar. Pero no hay que perder de vista lo fundamental. Hoy hablo de la Iglesia que amo y que espero. Y ofrezco las líneas a quienes se sienten estremecidos, confundidos y desamparados.

El encanto del Evangelio

El Evangelio de Jesús es lo primero. La Iglesia tiene exactamente la misma misión que Jesús tuvo de anunciar a la humanidad que no está huérfana en un universo de 15 mil millones de años. El Padre de Jesús, el Padre de los cristianos, el Padre de los somalíes, kurdos, taiwaneses y coreanos, es el mismo Dios, único y verdadero. En la Iglesia hay, por tanto, espacio para todos. Todos pueden, en ella, leer las estrellas al modo propio, pues la unidad depende más del amor que de las interpretaciones o, mejor dicho, depende de las interpretaciones que más favorezcan la comunión y el amor. Esto es lo único decisivo. El Evangelio es la Palabra de la hermandad que la Iglesia anticipa, practicándola.

Para niños, para adultos, para pobres, para todos

La Palabra de Dios es sabrosa, gusta a los niños como la leche. Con ella, la Iglesia amamanta a sus hijos. El cristianismo es cosa de pequeños, es religión de humildes de corazón, es credo de franciscanos más que de jesuitas. Por cierto, a algunos cristianos les toca aguantar en las trincheras del debate de las ideas. La obligación que tiene todo bautizado de pensar su vida a la luz de la fe, en algunos casos constituye una profesión. Para la transmisión de la fe, se ha vuelto imperioso contar con gente que pueda participar en el ágora de los medios de comunicación social y que se implementen pastorales que conviertan a los fieles en adultos en la fe, verdaderos iniciados en el arte de comprender las profundas transformaciones culturales con los ojos de Dios.
Pero la Iglesia sabe que la mayoría de los fieles vive su fe con sencillez, y cuida al niño que pregunta cuando no sabe, que no puede aprender las cosas de golpe, que junta las manos al acostarse para abandonarse cada noche a la Divina Providencia. En virtud de la Palabra, ella acoge a los fieles como madre, los acurruca, les garantiza un espacio a su ignorancia. Pero, por lo mismo, los puede infantilizar y abobar. En ella no falta el bobo que, de flojo, no quiere oír ni entender la Palabra. Tampoco el cura modoso que enriela a los fieles con tareas de kindergarten.
La Iglesia, en su más alta expresión, convoca a adultos capaces de conversar, de discutir y de indagar con otros una verdad que, por tratarse de Dios mismo, solo se revela a los que no la tienen y que la conquistarán cuando termine la historia, porque ya ahora son poseídos por ella. Una Iglesia de adultos quiso el Vaticano II (años 1962-1965), uno de los tres o cuatro concilios más importantes en la historia del cristianismo. En esta oportunidad, a diferencia de los concilios anteriores, la Iglesia no condenó a nadie. El buen Papa Juan quiso conversar con todos, reconoció que se podía aprender del mundo, de otras culturas y tradiciones religiosas. La Palabra de Dios no se entiende si no sirve para dialogar con los otros. Si solo pudieran comprenderla “los nuestros”, no sería Palabra de Dios. La Iglesia tiene la obligación de anunciar el Evangelio de la hermandad a los pueblos sin exclusión, promover una fraternidad universal, porque sabe que Jesús murió por todos. El Concilio nos hizo bajar la guardia, exponernos a la crítica, fomentar lo que nos une, no desesperar con lo que nos separa…
La Iglesia latinoamericana llevó el Concilio aún más lejos. En América Latina comprendimos que si el Evangelio no es para los pobres, no es para nadie. Los cristianos latinoamericanos, tras 500 años de fe, descubrimos el cristianismo en la opción preferencial por los pobres. Lo vio Hurtado: “el pobre es Cristo”. Si san Pablo enloqueció cuando cayó en la cuenta del misterio de la cruz, los cristianos latinoamericanos nos estremecimos con la violencia sufrida por pueblos crucificados y mártires con Mons. Romero a la cabeza. En América Latina, hemos concluido que la cruz y el pobre son el anverso y el reverso del misterio del Dios que lucha por liberar a la humanidad de toda esclavitud. De aquí que la Iglesia dejaría de ser tal si no proclamara que en la historia hay inocentes, que el Mal hace mal, que construye rascacielos y civilizaciones con radieres de harapo humano. Su tarea parece imposible: este es un mundo de poderosos, la ética es aristocrática, las cárceles hacinan a excluidos… ¿Pudiera un gobierno decir que la pobreza es un “pecado”? ¿Pudiera la ONU declarar la existencia del mysterium iniquitatis? Tal vez, pero sería muy extraño que lo hiciera. La Iglesia, en cambio, debe hacerlo, porque la resurrección que anuncia a los pobres es un triunfo sobre la injusticia.

Para “mí”

Aún más: la Palabra de Dios no es para los pobres, si no es una buena noticia “para mí”. La Iglesia es madre que cuida uno a uno a sus hijos. Talvez la Iglesia no se ha ocupado personalmente de “mí”, de “ti”. Ha estado distraída, quizás, en asuntos generales. Pero Jesús murió “por mí”. Por “todos” y “por mí”. Si la Iglesia no te ha oído a “ti”, tendrá que hacerlo. Porque la Palabra es para todos, cierto, nos juzga a todos, cierto también, pero ella, más que nada, comienza una conversación: “qué quieres que haga por ti”, dice el Señor. Para el Señor, el primer pobre “soy yo”. La pobreza tiene muchos rostros, Dios tiene delante la mirada sufriente de toda la humanidad, pero se fija en “mí”. Él conoce mi misterio. El Misterio de Dios se replica en el misterio de este ser singular, tú, yo, él, ella. La Palabra de Dios, ¡la Palabra de la Iglesia!, nos recuerda que los ojos del Señor están clavados en mi pena, me consuelan, me repiten que sin “mí” este mundo no sería bastante hermoso y me llenan de coraje.
El Espíritu hace que esta Palabra sea íntima. Nuestra fe es personal. La persona de Jesús viene a mi encuentro, gracias al Espíritu converso con él como un amigo habla con otro. La Palabra del Señor me dice: “mira dentro de ti, eres hermosa, Dios te ama”. El mismo Espíritu nos saca del intimismo. Jesús nos mueve a encontrarnos con otras personas: “levántate, tu patrón es tu hermano, no le permitas que te explote, se puede condenar, sálvalo, tócale el corazón, él también puede oír la Palabra”. El Espíritu reúne a la Iglesia como una comunidad de personas de todo tipo. Ningún movimiento laical u obra de beneficencia la agota. No faltará quien la mida con una ONG, con un ministerio…, malas comparaciones. En la Iglesia, el amor de Jesús por los suyos amiga, reconcilia y se extiende a la humanidad entera. Mi Iglesia me habla a mí, me educa, me urge a amar a los demás como ella me ama.
El Concilio Vaticano II devolvió a la Iglesia su lugar en el mundo. La ubicó en él de acuerdo a las coordenadas de la Encarnación: la Iglesia es sacramento de Cristo para la unión de los seres humanos con Dios y entre ellos mismos. Esto porque Cristo, a la vez, es sacramento de Dios que se toca y nos toca, misterio de un amor que no tiene límites. Si con la Encarnación quedó proscrita la costumbre tan compresible de separar lo sagrado y lo profano, si el Hijo hecho carne divinizó a la humanidad y humanizó a Dios de una vez para siempre, la Iglesia no ha podido separarse de un mundo que, en virtud del Creador, le es tan suyo que no podría existir sin él y que no podría condenar sin dispararse a los propios pies.

El misterio del amor

Pero ha sido muy difícil creer en la Encarnación. La fe en el Hijo hecho uno de nosotros ha tenido que superar la tendencia casi instintiva a separar ambas dimensiones de la realidad, la divina y la humana. Los seres humanos, amenazados por la violencia desde sus comienzos, han procurado conjurarla por medio de mitos y ritos. En lo ritos sacrificiales la violencia que se descarga sobre una víctima, libera al clan de la agresión que se incuba entre sus miembros. Paradójicamente, la víctima es vista como mala y como buena. Mala, porque representa un peligro. Pero, en la medida que reconcilia al clan, se la considera sagrada. El chivo expiatorio es un cabrito, o un ser humano, que se lo separa y se lo sacraliza (sacrum facere), matándolo. Su sacrificio purifica, reconcilia y merece celebrárselo.
En la Encarnación, en cambio, Dios, a través de Jesús, actúa en la dirección exactamente contraria: Él no necesita ritos sacrificiales. El rito eucarístico celebra que Dios salva gratuitamente, pues salvó a una persona que jamás debió tratársela como a un chivo expiatorio. Caifás sentenció: “que muera uno por toda la nación”. Los que vieron a Jesús crucificado, pensaron que se trataba de un culpable o se dijeron qué mal habrá hecho o lo dieron por perdido (políticamente hablando) para evitar la escalada de las agresiones. La primera Iglesia, en cambio, creyó en su inocencia y al experimentarlo resucitado, supo que, para Dios, era efectivamente inocente. No fue Dios que sacrificó a su Hijo, sino los sacerdotes y la gente del Templo, y otros ejecutores y cómplices. Dios no necesitó de este sacrificio macabro para salvar a la humanidad. Pero no lo pasó por alto. No lo validó en cuanto asesinato, ¡qué Dios podría hacer algo así! ¡Cómo podría decirse que tal Dios es amor! Sino que, en vez de vengar tal crimen, lo aprovechó para reivindicar a las víctimas y perdonar la venalidad de los victimarios. Dios no hace ni necesita sacrificios: ama, perdona y reconcilia, interponiéndose a la violencia con la mansedumbre de Jesús, con su inocencia que desenmascara los ritos sacrificiales. La Iglesia del Concilio, abierta a la realidad, empática, nos devolvió la recta fe en el Cordero que quita el pecado del mundo porque carga con las tristezas y angustias de las víctimas de nuestro tiempo… (cf. Gaudium et Spes, 1).

Mundanidad y eternidad de la iglesia

La misión de la Iglesia se extiende a la creación entera. Los cristianos, conducidos por el Espíritu, llevan la Iglesia siempre más lejos, a todas partes. La Iglesia es Iglesia en el Metro o en un basural. Los templos serán más cómodos, pero no más santos que una casa particular. El cristianismo es callejero. La Iglesia tiene por misión recordar a los difuntos: viven en Cristo, viven en nosotros. Para ella no hay muerto insignificante. Los dolores más hondos que nuestros deudos se llevaron a la tumba, ella los oye, los medita. Da vocería a quienes murieron amordazados. La Iglesia es memoria passionis, nos hace recordar la pasión. Recordando a las víctimas, protesta contra la injusticia y anuncia a las actuales víctimas que un día dejarán de sufrir, que la injusticia no es normal, que hay un juicio final, que la historia sí tiene sentido, que la vida no es una pasión inútil ni moneda de cambio. Su deber es pregonar que nunca más puede ocurrir que se crucifique a un ser humano. Por esto, la Iglesia es también spes aeternitatis, esperanza de vida eterna. Ya en el presente, hoy mismo, ella da un toque de eternidad a las batallas cotidianas.

Los sacramentos del amor

En estos tiempos de individualismo en que las personas quisieran hacer su vida sin coerciones, que creen elegir entre una marca y otra, pero que son presas de una propaganda que planifica sus compras, y de una sociedad que exalta la autonomía a costa de soledades, el bautismo nos ofrece un nombre y una pertenencia. Se dice que los niños debieran bautizarse de mayores, cuando sepan lo que hacen. Mejor lo contrario. El reconocimiento de la impronta eterna de un infante señala la gratuidad de su elección. Para ser persona no se necesita leche ni dinero. Basta el reconocimiento de su dignidad. Las personas requieren de trabajos y sueldos justos para vivir como Dios quiere, pero el bautismo garantiza el honor a cada una aunque no tenga dónde caerse muerta. Las personas con capacidades diferentes recuerdan a la Iglesia su vocación.
El bautismo, cumplido lo antes posible, incardina la libertad: antes de elegir eres elegido. Tú no escoges tu nombre. Te lo es dado. Hay un día para ti, el día que anticipa tu muerte y resurrección, en el que en una ceremonia que no sería digna de Dios si no lo fuera de ti, te dan un nombre para ser tratado con honor. Desde entonces, para amar a Dios, te amarás a ti mismo. Para amarte a ti mismo, amarás a tu prójimo, respetarás y cuidarás su fama.
En estos tiempos en los que involuciona el sentido del prójimo, la Iglesia se hace aún más necesaria. Las nuevas generaciones vivimos en redes, multiplicamos las relaciones, pero carecemos de comunidades duraderas. La Iglesia es comunidad milenaria de comunidades en las que se te respeta, se te oye, donde no faltará quien esté a tu lado cuando ya no haya nada que hacer. Por esto mismo, la Iglesia resbala cuando te excluye. Su vocación es materna. Te acoge como a un huérfano, te elige, puede incluso elegir por ti, mandarte, pero sabe que no debiera marginarte. Cuando te margina, debiera llorar su ineptitud.
Gracias al bautismo perteneces a la Iglesia. Al venir al mundo, te recordará que no tienes que ganarte el mundo y, menos aún, ganárselo a los demás. Ya temprano, la Virgen, los santos, te ganan y reclaman para ti un pedazo de tierra. Nada hay más triste que no pertenecer a nadie, no tener a alguien que absorba tu libertad hasta la última gota. En realidad, no tendrías autonomía si no fueras elegido. La comunidad de Jesús te da una pertenencia que no tendrás que negociar. Tu pertenencia es tu titularidad; tu comunidad, tu libertad; tus decisiones, tu propia elección autónoma de esta pertenencia te será respetada infinitamente. Si las sectas atormentan a sus detractores, los calumnian y tratan como a traidores, la Iglesia, si la dejas, te espera como el padre del hijo pródigo, te llora y envejece mientras no vuelvas.
La eucaristía cumple el bautismo: sella la pertenencia a Cristo. En la misa los cristianos urgen la fraternidad, partiendo el Pan y compartiéndolo entre los hijos de Dios. El bautismo radicaliza en cada persona al Hijo, mientras la eucaristía realiza en ella al Hermano Jesús. El sacerdote encarna el misterio de los misterios como ministro de un Pueblo sacerdotal y fraterno. El Pueblo de Dios, entre los pueblos de la tierra, agradece al Padre un mundo que fue creado para ser gozado en común: los cristianos comparten lo que tienen y lo que les falta, nada les es más ajeno que el egoísmo. Por lo mismo, cuesta tanto entender que haya católicos ricos.
Es demasiado grande la eucaristía como para que el sacerdote entorpezca su celebración con su miseria. Los cristianos se lo perdonan casi todo, tal vez todo, con tal que haga la misa. Solo con una misa, la humanidad puede abarcar los 30.000 millones de años luz que median entre los extremos del universo.
La misa es mágica en ambos sentidos del término: el bueno y el malo, ya que comparte la ambivalencia de la vida de ser vivida así o asá. La memoria del Cordero, lo sabemos, puede usarse para promover la mansedumbre o los sacrificios humanos. ¡Gran diferencia!, pero casi invisible. La Iglesia marca la diferencia, debiera hacerlo. Dios nos encanta, como el dinero, como el incienso, pero ninguno podría comprarlo ni embriagarlo. Los católicos, sin embargo, preferimos a veces a un mago que a un sacerdote laico como Jesús lo fue.
La misa es un riesgo. La vida es un riesgo. La Iglesia pone magia a la vida, avivándonos a vivirla como un don inmerecido, con alegría y sin temor a equivocarnos.
Jorge Costadoat

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