La incesante novedad Cristo

Otra vez Navidad. ¿Otra vez? No. El nacimiento de Jesús es una parábola que nos pide barajar el cosmos con la esperanza de mejorarlo.

Los evangelios son un conjunto de parábolas. Las parábolas son cuentos que apelan a cualquier ser humano. Demandan una conversión, nos invitan a compartirnos con los demás. Creer en Dios equivale a creer en el amor y amar.

La parábola del Buen Samaritano demanda un amor por el prójimo que cuestiona al establishment sacerdotal. Tampoco un ateo puede excusarse de atender a un hombre asaltado por ladrones y a la vera del camino. Está obligado a tomar una decisión. ¿Puede alguien no conmoverse con la historia de una persona que recoge a un desconocido, cura sus heridas y le paga el hostal donde habrá de convalecer? Hay personas insensibles, sí. Pero si alguien siente compasión por su semejante, si cree que es responsable de él, debe ayudarle. En vez, abandonarlo, se lo llame así, se lo llame asá, es un pecado que conduce al fracaso de la humanidad. Las parábolas son hermosas porque abren las puertas del cielo.

La del Hijo pródigo, otro ejemplo, pide a mujeres y hombres ir más allá de sí mismos. Un padre perdona por igual a un mal hijo y al hijo que se cree mejor que su hermano. El padre de la parábola es más grande. Su amor quiebra la lógica. Representa a Dios, obvio. Pero más que exigir una confesión de fe religiosa, insta a una praxis trascendente. No somos fatalmente chicos y calculadores. Es posible vivir en otro registro, uno muy superior, uno que sabe a definitivo. Estas y otras parábolas indican que no es necesario ser cristiano para ser cristiano.

Digamos que casi no es necesario. Para serlo se necesita creer que los evangelios en conjunto constituyen una sola parábola, el relato, la narración o la imaginación del triunfo de Cristo en la historia y sobre el cosmos. Cada una de ellas apunta más lejos. El cristianismo, que comenzó en Navidad, principia la realización de todo aquello que empezó con el Big Bang. El nacimiento de Jesús, la fe de María y de José, es algo así como la somatización de Dios. El niño es Dios hecho cuerpo, “soma”. La Encarnación incorpora, hace cuerpo, la eternidad. No nos hundiremos para siempre. Un niño horada la noche como una estrella. Desde entonces lo real se hace realidad. Hasta entonces, todo estaba pendiente.

El cristianismo, cristianas y cristianos, la Iglesia no obstante la Iglesia, no es la repetición anual del ciclo de los ciclos, sino una apelación a la creatividad del ser humano. Es algo siempre nuevo, original, un lanzazo en la rutina que nos repite, que nos negocia, que asfixia y mata. Que desenmascara las religiones que sacrifican seres humanos para contentar a divinidades, y a beatas y beatos, envidiosos de la humanidad.

Jesús es la somatización de un Dios que no necesita esclavos. Su Padre confía en el ser humano, lo pone en manos de sí mismo y lo recoge como a un pequeño cuando se cae. Es un Dios que tienes las rodillas peladas de tanto agacharse. Año tras año la Navidad nos inventa. El cristianismo es la fantasía de un nazareno que nos llena de esperanza cuando parece que solo quedan motivos para desesperar. El cristianismo es una parábola del Cristo/Crista que nos da otra oportunidad.

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