“Nuestra alegría es la alegría de la gente que viene a buscar su almuerzo”, me decía una mujer que servía en una olla común. No quiero sacarme estas palabras de la cabeza. Me orientan. Esa y las demás mujeres que han levantado ollas, se alzan cada día con la ilusión de dar de comer a los hambrientos. La alegría de poder amar más, las moviliza. Ellas edifican la polis calladamente.
El canto “La alegría ya viene” derrotó a la franja televisiva del SÍ años atrás. Entonces la importancia política de la alegría fue enorme. La campaña aterradora del gobierno de Augusto Pinochet no pudo contra el sueño de un país libre y celoso de los derechos humanos. Esa no era una alegría muy pura. Ninguna lo es del todo. Hubo enemigos del régimen que le refregaron en la cara el fracaso a los perdedores.
Tenemos por delante la Convención constitucional. Será inevitable que, votación tras votación, sus integrantes no gocen con los triunfos sobre sus adversarios. Ojalá no se rían de ellos. Así podrán facilitar que el último día, cuando hayan terminado las sesiones y entreguen su trabajo a la deliberación de la ciudadanía, la alegría embargue al pleno de los convocados. En el plebiscito de salida todos debiéramos declararnos ganadores. ¿No podemos ya imaginar que ese día lo celebremos con un asado y sin mascarillas?
La Convención constituyente será animada por diversos espíritus, en pugna unos con otros. Espero que el primer día de labores los constituyentes se persignen en nombre de la alegría e invoquen su poder para todas las sesiones. Me gustaría que prime en nuestros representantes una alegría superior, una que meses después nos haga sonreír a unos y a otros.
A los constituyentes les podemos pedir que escruten la esperanza de los oprimidos: pueblos originarios y mujeres, sin olvidar a quienes fuera del aula no tendrán representantes. A ellos y ellas les pediría que en cuenta las palabras de Jesús: “alégrense, porque de los oprimidos es el reino de los cielos”. No debiera haber celebración alguna si las legítimas aspiraciones políticas de los últimos no son consideradas en primer lugar. Por esta puerta podrá entrar la clase empresarial, sin la cual el país no irá muy lejos, y los ricos por qué no.
La contribución de quienes estaremos fuera del aula será igualmente importante. Los demás por parejo tendremos la obligación de generar buena onda. Es de esperar que entre los constituyentes y nosotros fluya una conversación inteligente. Nada podrá ser peor que a nuestros representantes se les suba la cerveza a la cabeza, se crean poseídos por el Espíritu Santo y prescindan del sentir y del pensar de sus representados.
De los medios de comunicación esperamos mucho. Ellos, en una sociedad regida por una democracia representativa, tienen la tarea de mediar esta conversación política. Si no lo hacen ellos, lo harán las redes sociales. Ojo. No hay democracia sin prensa libre y de calidad. Es deseable que nuestro periodismo esté a la altura. Que en vez de dar mucha cámara y micrófonos a personajes nefastos, lo den a la gente capaz de defender sus ideas. Necesitamos argumentos. Las amenazas, las groserías, los ninguneos, los espectáculos, los ataques ad personam no aportan absolutamente nada.
La educación tendrá una oportunidad única para engendrar ciudadanos. Los padres y apoderados bien pudieran entusiasmar a los niños con lo que ocurrirá. El país necesita una cultura democrática. Sin demócratas, no hay democracia. La escuela también tendrá su hora. Dificulto que haya un mejor momento para educar a los alumnos en el valor del pensamiento, del propio y del ajeno, y de los sentimientos que impulsan a los demás, pues así se aprende a no atropellarlos.
A la Constituyente no puede pedírsele que solucione todos los problemas que se le han acumulado a Chile. La mayoría de estos quedarán en tabla para la legislatura ordinaria. Ella, y nosotros, tendremos la oportunidad de alegrarnos de constituir un laboratorio de civilidad y ensayar una autopoesis política, diría talvez el biólogo Humberto Maturana.