Fe en Cristo resucitado en América Latina

¿Qué importancia puede tener hoy creer en Cristo resucitado? Planteo una pregunta que debieran hacerse los cristianos en todas las épocas. Los cristianos creemos que la resurrección de Cristo no es un hecho que ocurrió simplemente en el pasado. El resucitado, para nosotros, continúa actuando a lo largo de la historia a través de su Espíritu. Podríamos, incluso, decir que aún está resucitando, las veces que el reino del amor de Dios prevalece en nuestro tiempo. Pero esta presencia del resucitado a lo largo de la historia ha podido tener una eficacia distinta entre las diferentes épocas. Nuestro propio contexto latinoamericano tiende a cambiar significativamente. Por esto, también hoy tiene relevancia preguntarse cómo el hecho central de nuestra fe puede incidir en nuestras vidas y sociedades, y avivar nuestra esperanza en la vida eterna.

 El contexto ha cambiado. No estamos en los años de Medellín. Hace 43 años, ese 1968 que aquí y allá marcó a Europa y también a América Latina, ha ido quedando atrás en el tiempo. Los cambios han sido enormes. La pobreza, la injusticia y la violencia persisten en nuestro continente, pero tienen nuevas causas, operan de otros modos y generan víctimas antes desconocidas. Esos años, la fe en la resurrección pudo levantar sospechas de alienación. Pudo primar la opinión de Marx, de la religión como opio del pueblo. O bien, pudo querer vérsela traducida en cambios sociales revolucionarios. Hoy, por razones pastorales, no podemos desentendernos de esto y de aquello, pero el escenario social y cultural es distinto.

El replanteo actual del tema de la resurrección debe seguir siendo pastoral. La Iglesia necesita anunciar a Cristo resucitado de un modo razonable, es decir, debe hacerlo con un discurso pertinente. Si el anuncio de la resurrección de Cristo no tuviera ningún punto de enganche con nuestras vidas, si no nos afectara o nos cambiara por dentro, habría que considerarlo una fábula entre tantos otros mitos simpáticos que los seres humanos generamos para aprender algo sabio y nada más. La Iglesia necesita desentrañar algún tipo de inteligibilidad de la resurrección para nosotros hoy, no al modo de una prueba científica o metafísica de su realidad, como un argumento rotundo que se imponga a nuestras mentes y voluntades de un modo infalible. Lo que la Iglesia diga de la resurrección debiera tener la comprensibilidad necesaria para corregir y perfeccionar los nuevos tiempos.

Este desafío enfrenta situaciones nuevas. La cultura predominante cada vez necesita menos la fe en la resurrección para autocomprenderse. En otras épocas, la gente podía vivir para la vida eterna y, por cierto, con temor al infierno. En esta época, vivimos menos pendientes del más allá. Tenemos, más bien, la mirada puesta en el más acá. Los productos de la cultura nos fascinan. Pensemos en los más diversos campos: la biología, la neurociencia, la cibernética, etc. Por otra parte, sin embargo, la fe en Dios persiste en nuestro pueblo cristiano tradicional. La pastoral encara enormes desafíos, pero tampoco parte de cero. La fe en la resurrección de Cristo de nuestro pueblo, mucha o poca, debe ser reevangelizada para incidir en una época embrujada por productos que, en realidad, no satisfacen las necesidades más profundas del ser humano.

¿Qué importancia tiene hoy creer en la resurrección de Cristo? Me parece que la proclamación de Cristo resucitado tendría que enganchar con dos asuntos que tienen mucha realidad entre nosotros: la lucha de los pobres por la vida buena y digna, y la comprobación personal de la maravilla del Evangelio.

 La lucha de los pobres por una vida buena y digna

La fe en la resurrección es fe en una realidad que afecta ya ahora a todos los seres humanos. Todos hemos sido salvados en Cristo; a cada uno, su Espíritu lo está moviendo a creer en él, a amar y a esperar, incluso a quienes no han oído nunca hablar de Jesús de Nazaret.

Dada esta universalidad de la salvación, podemos preguntarnos cómo la resurrección de Cristo puede influir aún más en nuestra historia, cómo puede traducirse en un triunfo actual sobre la muerte para nuestro mundo afectado por la precariedad y la maldad.

Mi opinión es que, si la resurrección de Cristo es una buena noticia para los pobres, podrá serlo también para los demás. Si la fe en el resucitado impulsa un mundo sin pobreza, todos se beneficiarán. La universalidad de la salvación depende de que la vida de los pobres mejore. Esta vida, por su parte, nos conecta más fácilmente con el misterio pascual. Si la fe en el resucitado impulsa un mundo sin pobreza, la fe en el crucificado nos mueve a reconocer en los pobres que este mundo solo se goza cuando se comparte, tal como se comparte el pan eucarístico.

Otro aspecto de lo mismo es este: la lucha de los pobres por la vida buena y digna representa un lugar muy adecuado para comprobar que Cristo resucitó. Los pobres nos conducen a lo fundamental. Lo que a los pobres les falta, también podría faltar a los demás. Si ellos luchan por una vida mejor, luchan por aquello sin lo cual la vida de cualquier ser humano se deshumaniza. La resurrección de Cristo tiene que ver con aquello que para unos y otros es fundamental; por lo mismo, tiene que ver con los pobres antes que con nadie. Si para Jesús fue fundamental resucitar de una muerte indigna, nadie representa mejor a Cristo que aquellos que viven de un modo indignante. Nadie, en consecuencia, está en mejores condiciones que ellos de comprobar en esta vida qué puede significar aquello de que “Dios resucitó a Jesús de entre los muertos” (1 Tes 1,10, Gál 1,1).

Por cierto, hay muchas maneras de ser pobre. La Conferencia de Aparecida nos habla de un sinfín de pobres. Pero los más pobres de los pobres indican mejor a Cristo. Aparecida pide que prestemos mayor atención al excluido: al sobrante y al desechable (DA 65). En esta oportunidad, tendremos especialmente en cuenta al pobre que lucha por ser incluido en sociedades que se aprovechan de él. Sociedades que no lo valoran como persona.

El conato agónico

En América Latina, podemos decir que la lucha de los pobres por la vida buena y digna equivale a la fe en Cristo crucificado y resucitado. Podemos decir que, en cierto sentido, quien lucha por una vida mejor es una especie de crucificado que vive de la esperanza en la resurrección. Pero es necesario hacer algunas distinciones. La primera, es que esta lucha equivale a la fe en Cristo cuando, para ser digna, se realiza éticamente y no de cualquier manera. La segunda, es que la expresión de esta lucha en las categorías típicas de la religiosidad, por importante que sea, no es lo fundamental. La vida espiritual se expresa a veces en categorías no religiosas. La lucha de los pobres por la vida buena y digna puede ser expresión de una espiritualidad profunda, aun cuando se dé en categorías seculares.

Los pobres latinoamericanos son creyentes en su inmensa mayoría. Su catolicismo nutre su empeño cotidiano por salir adelante, pero, independientemente de las categorías sapienciales y simbólicas que les ofrece la religiosidad popular, ellos se esfuerzan por salir adelante con la sola gracia de Dios. En su pura lucha, los demás hemos de constatar al Cristo resucitado presente, de un modo semejante a como está presente en quienes nunca han oído hablar de Jesús de Nazaret y, sin embargo, viven en el amor, se conmueven con la belleza y deploran la mentira. Es el caso de miles de millones de asiáticos.

En América Latina, probablemente, quien mejor ha observado este fenómeno es Pedro Trigo. Este teólogo español-venezolano nos habla de una “obsesión” de los pobres por vivir, de un “conato agónico”.

Definimos la obsesión como el conato agónico que tiene por objetivo y contenido la vida digna, afirmada como posible y realizada frente al orden establecido que desde su lógica decreta su imposibilidad y que la distribución concreta de sus recursos la desconoce y niega.

Pero Trigo precisa que no se trata de una característica de los pobres, aunque se dé en ellos muchas veces:

Insistimos en que la obsesión no es un rasgo de carácter, no es una  mera reacción instintiva de supervivencia, tampoco pertenece a la idiosincrasia de un grupo humano ni es sin más un elemento cultural. Como conato incesantemente reiterado logra convertirse en hábito, pero no llega a automatizarse por su carácter agónico: al mantenerse la negación del orden establecido, el acto de afirmación que la vence es estrictamente creación histórica y se sitúa así en la cúspide de la libertad[1].

Se trata, según Trigo, de una lucha irreductiblemente “personal”, es decir, libre y espiritual, no reductible a lo colectivo o común. Los pobres que se abren al Espíritu viven su fe en solidaridad y fraternidad. Se trata de una “obsesión”, pero de una vida “digna” para sí y para los demás. Y, en consecuencia, no consiste en salir adelante de cualquier modo. Es una lucha ética por una vida mejor para todos.

Es aquí que vemos la acción del Resucitado. Es en esta superación incesante de los obstáculos de la existencia, de las injusticias y de la muerte de los pobres, que hemos de reconocer al Cristo resucitado. La resurrección de Jesús no consistió en la reanimación del cadáver de un hombre cualquiera. Es el triunfo de un crucificado que representa a quienes podrán identificarse con él, porque él se identificó con ellos. Este es el punto de arraigo preciso: si al resucitado llegamos por el crucificado, al crucificado llegamos por los que hoy viven “crucificados”. Si, como creemos los cristianos, la resurrección es real, los que mejor nos pueden decir en qué pudiera consistir, son los que necesitan ser “resucitados”. Los pobres, que viven la vida a su nivel más básico, son quienes mejor intuyen qué es la vida eterna y nos pueden hablar de ella.

Esto, sin embargo, no impide el acceso al Resucitado a los que no son pobres. El don de la resurrección es para todos. Pero, ya que esta atañe a lo fundamental de la vida, su experiencia no es una exquisitez espiritual para almas selectas. Hoy, cuando el “mercado de la religiosidad” abunda en ofertas de sucedáneos de fe auténtica, la fe de los pobres constituye un test decisivo. Ellos, mejor que cualquiera, conocen en carne propia qué es vivir y sobrevivir; ellos tienen una palabra autorizada sobre qué significa creer que Dios resucitó a su Hijo.

La devoción al crucificado

En lo más hondo de la experiencia espiritual de los pobres, en su lucha por una vida mejor, constatamos la fuerza del resucitado. Esta lucha equivale a la fe explícita en el Cristo que superó la injusticia y la muerte, y que anima a los fieles a seguir sus pasos. Esta lucha muchas veces va de la mano, o se expresa, en una fe popular en Cristo, aunque, como se ha dicho, no se agote en el plano de la religiosidad del pueblo. Pero es tal la fusión entre ambas, que conviene observar cómo opera la fe de los pobres en Cristo, porque no siempre la relación de esa lucha y la religiosidad parece ser virtuosa.

Es así que, lo primero que salta a la vista, es que la devoción a Cristo en América Latina se centra en su crucifixión. Pero, simultáneamente, también llama la atención la ignorancia que el pueblo católico tiene de la vida de Jesús de Nazaret. Solo en las últimas décadas nuestro pueblo ha comenzado a conocer los evangelios y la vida de Jesús. Esto se debe a la alfabetización de los pobres a lo largo del siglo XX, pero sobre todo al Concilio Vaticano II, que puso la Biblia en las manos de los pobres. La nueva catequesis ha tenido la enorme virtud de ilustrar acerca de quién fue Jesús y qué reino efectivamente predicó. Aun así, muchas veces la religiosidad popular nos deja la impresión de ser dudosamente cristiana. A veces, algunas de sus manifestaciones nos resultaron extrañas y chocantes.

La devoción a Cristo crucificado es típica nuestra, pero los latinoamericanos en general no sabemos por qué mataron a Jesús y qué pudieran tener que ver las razones históricas de su muerte con nuestra propia historia. ¿Es esta mera ignorancia? ¿O ha parecido peligroso seguir a un condenado a muerte? Sea lo que sea, la cruz debiera recordarnos a Cristo, las razones de su vida y de su muerte, y llevarnos a creer que Dios le hizo justicia resucitándolo. ¿Será, talvez, que se ha usado la devoción a la cruz para impermeabilizarnos contra el dolor o para sufrir sin alegar? Los teólogos latinoamericanos han dado la voz de alerta en contra de una devoción al crucificado que pudiera mover a la resignación ante la injusticia. La posibilidad ha estado a la mano. Desde Anselmo de Canterbery en adelante, se ha podido pensar que la muerte de Cristo en cruz, y, por extensión, los dolores de la humanidad, satisfacen el honor de Dios herido a causa del pecado. Por esta vía, los pobres han podido incluso pensar que merecen lo que padecen. Talvez, han creído que lo que sufren sirve de expiación por sus pecados ante un Dios que necesita oler la sangre para perdonar. También los contemporáneos de Jesús vieron al crucificado y pensaron que fue un pecador. Lo creyeron culpable como parece que lo son los pobres de nuestras ciudades, los inmigrantes, los enfermos y los desgraciados de diversos tipos.

La devoción a la cruz en América Latina ofrece a la fe en la resurrección de Cristo una plataforma extraordinaria de contacto con la realidad. Pero merece ser discernida. Ella se presta a significar exactamente lo contrario de lo que significa para la fe dela Iglesia. Enla cruz, Dios no canonizó el sufrimiento humano. Dios, lo único que ha querido, es la vida de Jesús y la nuestra. A lo más se puede decir que Dios ha querido que Jesús nos amase hasta el extremo, para lo cual debió absorber en su carne el mal del mundo. Dios nunca ha necesitado que se le sacrifique a un ser humano para salvar. El crimen de Cristo no fue el mejor de los sacrificios. Dios no necesita sacrificios. Solo agradece el amor. No castiga. En la cruz se hizo patente que es Dios mismo que se nos da gratuitamente

Pero también podemos pensar que la devoción a la cruz de los latinoamericanos no es mera evasión, masoquismo o expiación por los pecados. El impacto del Cristo colgado en una cruz, su mirada perdida, sus llagas y su desamparo, tienen mucho que ver con el sufrimiento ajeno que nos conecta con nuestros propios sentimientos y moviliza nuestra solidaridad. En la devoción al crucificado, hay un ir y venir entre Cristo y los devotos que incluye a todos los que sufren y, por lo mismo, a toda la humanidad. El Cristo crucificado nos comunica subterráneamente con un mundo que sufre y que espera una resurrección.

Es más, la devoción a Cristo nos da a los latinoamericanos la capacidad de mirar descarnadamente nuestro dolor. Nos quita la vergüenza de sufrir. Otros hombres preferirán ocultar sus fracasos, sus lágrimas, su impotencia contra la injusticia. Al mirar al que crucificaron, los cristianos nos sentimos autorizados a reconocer nuestra humillación como indigna de nosotros mismos. Sabemos que Dios no la ignora y no la quiere.

Es más, en la devoción a la cruz hay que descubrir también fe en la resurrección. Algunos teólogos latinoamericanos la constatan escondida. Cuando los fieles tocan la cruz y besan los pies del Cristo sangrante, creen en él. Tocándolo con sus manos y sus labios, tocan a un vivo y no a un muerto. Con este gesto pueden resignarse ante la injusticia que padecen, lo cual es lamentable. La fe en el resucitado debiera activar una lucha en contra del sufrimiento inocente. Pero incluso allí donde se da resignación, se da también un consuelo que no puede ser despreciado. A veces, las fuerzas no dan para más. La fe en el resucitado, presente en la devoción a un Cristo muerto y vivo a la vez, da esperanza a los desesperados y les permite al menos descubrir que son inocentes.

Comprobación personal de la resurrección

Reconocimiento del pobre que “soy”

Lo dicho de los pobres debe ser experimentado personalmente. Incluso los que no somos pobres, hemos de poder decir, bajo respectos no socio-económicos, el pobre “soy yo”, “yo también lucho por una vida digna”.  Así podremos participar en el misterio de Jesús, quien “siendo rico se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza” (2 Cor 8, 9).

La pobreza, en los evangelios y en la mejor tradición dela Iglesia, constituye un criterio decisivo para comprobar el cristianismo auténtico. Si queremos ir a la raíz de la posibilidad de hablar de la resurrección con sentido hoy, debemos entrar en contacto con la cruz de quienes carecen de lo indispensable, padecen la injusticia y son tratados como culpables siendo inocentes. ¿Es posible, para quienes no somos pobres, acceder a estas situaciones vitales? En principio, sí. Pues, si no fuera posible de ninguna manera, tampoco lo sería entender qué significan las palabras de Pablo: “Dios, nuestro Salvador quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2, 4). Podemos, incluso, adivinar que la medida de nuestra convicción en la vida eterna dependerá de la hondura de nuestra experiencia de ser creaturas impotentes y expuestas a la maldad. Mientras no pasemos por esta experiencia, no entenderemos de qué se trata esa lucha de los pobres por la vida, pero tampoco hallaremos el lugar preciso en el cual enraizar una fe genuina en la resurrección.

A fin de cuentas, los pobres nos conectan con nuestra propia pobreza. No es indispensable ser pobre, en el sentido restringido del término, para creer en Cristo resucitado. Pobrezas hay de todo tipo. De lo que no ha podido hablar, ni nadie podría hacerlo con propiedad y, sin embargo, resulta decisivo, es de aquella pobreza personal, única, irrepetible, de cada uno de nosotros. Esa que tiene una historia personalísima. “Mi” pobreza: mi enfermedad, mi soledad, mi orfandad, mi fracaso matrimonial… Esa pobreza sin la cual no seríamos los mismos, que nos pesa y, de tal modo nos avergüenza, que no nos atrevemos siquiera a mirarla. Ese pobre que somos y que tantas veces nos esforzamos en esconder; ese pobre que negamos para ser tenidos en cuenta entre quienes ríen y parecen felices. Ese pobre es, precisamente, quien puede decir, en palabras de San Pablo: “Estoy crucificado con Cristo y ya no vivo yo. Es Cristo que vive en mí. Lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí”. (Gál 2, 20). Ese pobre, por lo mismo, puede relacionar la resurrección consigo mismo. Y decir: Cristo resucitó “por mí”.

Nos acercamos aún más al misterio salvador de Jesús, el más pobre de los pobres, cuando sufrimos la injusticia. También nosotros podemos ser atropellados en nuestra dignidad, en nuestros derechos, en nuestras aspiraciones más sencillas. Hay muchos modos de injusticia. Estas también tienen un aspecto inédito, inintercambiable. Injusticias muy únicas pudieron tallar nuestro carácter. Incidieron, a la larga, en nuestra manera de pararnos y de caminar. En la familia, en la escuela, durante la niñez o en la adolescencia, alguien nos hizo un daño que nunca entenderemos bien por qué.  Por qué a nosotros. Éramos frágiles, nos pasaron a llevar, y, desde entonces, el miedo nos entró a los huesos. Somatizamos la rabia. La descargamos en el estómago. Hubo personas que hicieron un cáncer. Éramos vulnerables y los golpes nos hicieron aún más vulnerables. ¿Cómo lucharemos por la vida después del pánico que, en algún momento, nos provocó quien, con o sin querer, nos humilló? Hay un sufrimiento injusto que nadie más que nosotros puede entender.

Todavía más. En materia de injusticia, no hay nada peor que ser tratado como culpable siendo inocente. Esta es ley para el pobre. Se lo culpa, pero es víctima: se lo considera sospechoso a priori y se lo trata como si fuera peligroso, siendo que es la misma sociedad la que lo tiene en harapos. Esto mismo ocurre en muchas familias con el chivo expiatorio. Uno, el más débil, es culpado y recibe las descargas de violencia que los demás evitan descargar unos con otros. De esta manera se salva el clan. Lo mismo en  la escuela. Cuántos niños preferirían no salir a recreo para no ser objeto de burlas, maltratos, golpes… Las víctimas inocentes, por lo demás, se dan en todos los sectores sociales.

Los que no somos pobres también nos preguntamos cómo luchar por la vida. La inmensa mayoría de la humanidad debe esforzarse por salir adelante. Obstáculos encontramos de todo tipo. A cada rato se nos imponen dificultades que interrumpen nuestros planes de felicidad. Es cosa de oír atentamente las peticiones en las misas. Gran parte de ellas es por gente enferma. Se reza, además, para encontrar un trabajo. O por la paz del mundo. La vida es agónica, sufrida. La agonía es natural, como es natural resistirse a morir. Es normal, también, la tentación de responder al mal con mal. A menudo, somos víctimas de violencias que acrecientan nuestro resentimiento y nuestra necesidad de liberación.

En el revés de la trama, la otra condición humana para esperar la resurrección, es lo injustos que nosotros mismos hemos podido ser con los demás. Somos pecadores. Necesitamos ser perdonados. La  maldad se padece, pero también se ejerce. La culpa inocente hace clamar a Dios a todo tipo de personas, dejada aparte su condición social o cultural. Pero la culpa del propio pecado también puede ser un laberinto de desesperación. Recordemos a Zaqueo. Este publicano no parece desperado con su forma de vida. Pero está inquieto consigo mismo. Lo acosa la culpa. Busca a Jesús. Sale a buscarlo. Cuando Zaqueo acoge al que lo acoge, “resucita” a una nueva vida. La experiencia del perdón y de la reconciliación lo convierten. Desde entonces, su lucha por la vida variará en 180 grados. Judas, en cambio, desesperó y se suicidó.

Participación en el misterio pascual

Nuestra condición de “pobres” y de “pecadores” es el punto de arraigo de una reflexión sobre la resurrección. El crucificado-resucitado representa anticipadamente a los seres humanos que, con toda su precariedad, podrán, sin embargo, superar el pecado y la muerte. En Cristo entrado en la gloria, la creación misma alcanza la plenitud que Dios quiso darle desde un comienzo. La muerte de este hombre que soy, el varón o la mujer pobre y pecador que muere y se pudre, asumida por el Verbo, es superada en el Misterio Pascual. Desde entonces, las criaturas no solo son restauradas, sino que adquieren una plenitud inaudita. “Cuánto más”, dirá San Pablo (Rom 11,12). La resurrección y la vida eterna nos son imposibles de comprender porque exceden nuestras posibilidades de experiencia. Sin embargo, son una realidad que los pobres y los pecadores -y nosotros en cuanto pobres y pecadores-, ya ahora podemos experimentar, intuir y vivenciar por anticipado, aunque todavía de un modo provisional.

Lo dicho arriba acerca de la devoción al Cristo crucificado del pueblo latinoamericano, vale aquí para los cristianos en general. Todos podemos experimentar la tentación de cultivar el dolor por el dolor. Si el acceso a la realidad de la resurrección, y por ende a la de la salvación, arraiga en contactarse con la propia cruz, habrá modos mejores y peores de vivir las enfermedades, el trabajo, las injusticias, y diversas maneras de interrelacionarse con el prójimo y de organizar la sociedad. La compenetración de la cruz de Cristo con nuestra propia cruz, esta de nuestra experiencia espiritual cotidiana, es fácil de conseguir, pero difícil de discernir. Tomemos, por ejemplo, el dolor. Cuando sufrimos, nos identificamos con el crucificado que se identifica con nuestro sufrimiento. Pero el dolor puede vivirse como una fatalidad contra la que no se puede hacer nada. La tentación, en este caso, será no hacer nada para extirpar sus causas o controlarlo. De aquí hay un paso a pensar que a Dios le gustan las caras tristes, los zapatos rotos y la falta de aseo. Observemos esto mismo en el plano de las relaciones humanas: una persona que mantiene con Dios una relación centrada en el dolor puede hacer lo mismo en su relación con los demás. Hay casos de personas que pasan por la vida reclamando amor. Su tristeza pide tristeza. Lamentable. Lo que puede ser biográficamente muy justificado, el aspecto triste y una emocionalidad depresiva, se convierte a veces en un instrumento para hacerse compadecer. Si una persona así logra la atención que busca, la relación que establecerá con los demás será “tristona”. Si dos personas “tristonas” y cristianas se enamoran y se casan, se atraerán con sus penas, pero también pueden terminar hundiéndose juntas. El centrarse en el propio dolor puede ser agresivo para los otros, o reclamar de ellos vínculos de dependencia sumamente mal sanos.

La condición de pecadores también se presta a ser mal vivida. El arrepentimiento, la petición de perdón y la experiencia de ser perdonados, permiten avizorar, como nada, la vida eterna. El pecador perdonado entrevé la resurrección. Pero esta misma condición, en un régimen de espiritualidad penitencial, puede dar pie a una serie de escrúpulos enfermizos y a una necesidad insaciable del sacramento de la confesión. ¡Cuánto llaman la atención de personas socialmente privilegiadas que se confiesan frecuentemente de nimiedades y, por otra parte, son insensibles a las luchas políticas de los pobres!

En el otro extremo de las posibilidades, también es posible vivir mal la resurrección. En la medida que el cristiano anticipa ya ahora la resurrección, viviendo como si hubiera ya resucitado, la negación lisa y llana de toda dificultad y de todo dolor, conduce a una vida inauténtica y, en lo inmediato, suele insensibilizar a la cruz de los demás. En los movimientos carismáticos puede darse este fenómeno. Estas agrupaciones espirituales tienen la virtud de acoger personas con grandes sufrimientos. Pero pueden a veces ofrecer una liberación de los mismos muy superficial. Sus participantes pueden ilusionarse hasta el entusiasmo con una salida que, a poco andar, se comprobará evanescente o falsa.

Participación en el triunfo escatológico

La fe en la resurrección de Cristo, por último, debiera ayudar a los cristianos a vivir en el tiempo de otro modo, de un modo original  e incluso extraordinario. Hace ya mucho que en nuestra cultura entró la idea de derrotar la pobreza. Probablemente, ningún programa político latinoamericano olvida este punto. El propósito de superación de la pobreza es, por cierto, una meta formidable del progreso moderno. Nuestra cultura está poseída por la idea de un futuro de estándares siempre mayores de igualdad y de prosperidad. Esta ideal de la temporalidad, sin embargo, calza solo en parte con la concepción cristiana de la historia.

El cristianismo tiene un concepto positivo de la historia, pues sostiene que el mundo avanza a algo mejor. En esto coincide con la modernidad. Pero, a diferencia de esta, la escatología cristiana recuerda el pasado, pues en la medida que tiene en cuenta su esperanza, hace suya la pasión de los olvidados. El cristianismo espera un fin/cumplimiento del reino de Cristo, pero también afirma, ya ahora, la virtud liberadora de la resurrección. Ahora, no solo en el futuro, pueden resucitar con Cristo aquellos que el progreso ha dejado atrás.

Es así que, para los cristianos, no sirve derrotar la pobreza y olvidarse de las injusticias que la produjeron; no sirve postular un futuro esplendoroso de una humanidad omnipotente; ni exaltar un presente en el cual los modelos de humanidad son los exitosos. Los cristianos esperan un mundo sin pobreza, sí. Pero, sobre todo, esperan un mundo de pobres. Me explico: en el reino de Cristo no habrá ricos, sino solo hombres y mujeres desposeídos de todo. Habrá personas agradecidas de haber recibido de Dios la vida por la que tanto lucharon. No habrá ricos, pero sí pobres. Esta paradoja del cristianismo es ininteligible para el pensamiento moderno que se caracteriza por la autonomía del sujeto o para la mentalidad mercantilista, individualista y competitiva que nos está haciendo tanto daño. Para los cristianos, cuenta mucho el esfuerzo por la vida, pero en la medida que el éxito de esta lucha, como la de la resurrección de Jesús, se lo hace depender de Dios y se lo  consigue con sociedades fraternas.

Este modo tan único de vivir en el tiempo debiera encontrar una formulación política. “Con los pobres, contra la pobreza”, repite Gustavo Gutiérrez. ¿Qué programa político pudiera hacerse cargo de una fórmula así? No hay recetas. El cristianismo nos obliga a concatenar lo personal y lo social, pero la edificación de una sociedad justa queda entregada a la inventiva de los hombres, cristianos o no, lo cual también debe considerarse una tarea espiritual.

Conclusión

Ubiquémonos en el plano de la espiritualidad. ¿Qué importancia puede tener para los carismas y las espiritualidades creer en Cristo resucitado? La máxima de las importancias. La mayor de todas. “Si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación y vana también vuestra fe”, dice San Pablo (1 Cor 15, 14). Vana sería la espiritualidad ignaciana, diría San Ignacio. Vana la franciscana, diría San Francisco.

Menciono a estos dos grandes santos porque, en ellos, empobrecer con los pobres fue decisivo en su experiencia espiritual. Ambos buscaron la pobreza de los pobres, solidarizaron con ellos y, por esta vía, revivieron el Misterio Pascual que les hizo cristianos y maestros espirituales de un cristianismo auténtico. Decía San Ignacio: “La amistad con los pobres nos hace amigos del Rey Eterno”.

La fe en la resurrección debe morder en la realidad. Debe asumir el lado oscuro de la creación y de la vida, el pecado y la muerte, el pecado personal y el social; de lo contrario, será una creencia superficial, una ilusión pasajera, un entusiasmo fugaz. La fe en la resurrección solo puede darse al nivel de lo fundamental y, por tanto, de la espiritualidad de los pobres, aquellos para quienes vivir, y vivir con dignidad, es decisivo. Este, su modo de vivir, hace presente al Cristo crucificado y resucitado, porque extrae de su existencia actual y escatológica la fuerza de los pobres para salir adelante contra viento y marea. Los cristianos humildes, ante los Cristos crucificados de América Latina, con su esfuerzo, su clamor de inocencia y también su petición de perdón, nos llevan la delantera en el reino de Dios, pero también nos ofrecen el contacto preciso con la experiencia pascual de la cual depende la índole cristiana de toda espiritualidad.

La fe de los pobres nos representa a todos. Si hemos de creer en la resurrección de Cristo, y no en otra cosa, hemos de “ser pobres” o “pobres de espíritu”. ¿Qué significa esto en los casos de personas tan distintas? Será materia de discernimiento. Cada cual tiene que pedirle al Señor que le haga ver, con valentía, su propia pobreza, y le indique cómo relacionarse con los demás a este nivel de la existencia. Nadie puede responderles esta pregunta a los demás. En todo caso, en un mundo de pobres, cualquiera de las espiritualidades cristianas tendrá que habérselas con la necesidad de solidarizar con ellos y con su esperanza.

Una espiritualidad que sortee la lucha por la vida buena y digna de los pobres, no es cristiana. Así lo indicó Jesús con la parábola del Buen Samaritano. Por el contrario, mientras la espiritualidad se comprometa y compenetre con la experiencia de Dios de quienes saben hondamente que son solo creaturas, más posibilidades habrá de que la resurrección dé en ella todos sus frutos.

[1] Pedro Trigo, “Evangelización del cristianismo en los barrios de América Latina”, Revista Latinoamericana de Teología, 16 (en-ab, 1989) 106-107; cf. G. Gutiérrez, o.c., 12.

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