Dos son hoy las formas de negar la historia: el tradicionalismo y el refundacionalismo. El tradicionalismo degrada tradición. El refundacionalismo, unas veces la abomina, pero otras no. El país, en el momento agita que vive, depende por entero del ejercicio de su tradición.
El tradicionalismo es antónimo de la tradición. Si la tradición consiste en invocar el pasado como un acervo de experiencias exitosas y fracasadas, el tradicionalismo pretende aplicar en el presente antiguos logros, queriendo hacerlos valer para todos los tiempos y lugares. El tradicionalismo incoa una negación de los ensayos con que los seres humanos han salido adelante para superar las adversidades de la vida. Es serio. No está para juegos ni experimentos. Demoniza la creatividad. Mistifica la repetición, el rito tal cual, enfrenta al futuro como un enemigo y ama un instante histórico, pero no el arrojo del ser humano. Pues niega que esas costumbres que idolatra tuvieron un pasado, que hubo un tiempo que las antecedió y que pudieron ser consideradas mejores porque las hubo peores y se hacía necesario superarlas.
El refundacionalismo, en cambio, tiene dos versiones, una desprecia la historia sin más y otra la aprovecha. Una es reformista, la de Elisa Loncón, y otra revolucionaria, la de la Resistencia mapuche lafquenche. Cuando Loncón en su discurso de instalación de la Convención habló de refundación precisó que su intención era hacer de Chile un país plurinacional. Los grupos mapuche radicales, en cambio, recurren a la violencia para expulsar del Wallmapu a los huincas. Ambos refundacionalismos rechazan los relatos que negaron a un pueblo, que lo despojaron de su honra y de sus tierras. El primero es reformista porque pretende cambiar los fundamentos de la sociedad, aprovechando algunas de las piedras en que se basa y agregando otras nuevas. El revolucionario, en cambio, como pariente del tradicionalismo, busca volver a una situación histórica anterior sin medias tintas.
La situación en Chile es más o menos esta. Estamos en un momento extraordinariamente importante. Peligroso, pero también apasionante.
La gesta de la redacción de una nueva constitución es del tipo reformista. Es comprensible que haya gente que se asuste con la palabra refundación. Le da miedo que se piense comenzar todo de nuevo. Aún se puede ver el video de aquel discurso de Loncón. Todos aplaudían, menos los que probablemente han preferido seguir con la constitución del ochenta. ¿Se justifica este miedo? Parece que no, aunque en algunas materias puede que sí. Nuestros representantes tienen la magna tarea de hacer historia en vez de negarla. Ellos/ellas han de abrir un futuro en base a un pasado que no se puede despreciar del todo, atendiendo las demandas de verdad y justicia. Una casa, diría Jesús, no se puede edificar sobre arenas. Ayudará al éxito de la empresa saber que el texto del plebiscito de salida, como el de las anteriores constituciones, ha de ser provisorio. Siempre será posible enmendarlo.
En otras palabras, estamos en la hora de la tradición. Bajo el respecto político, la tradición honra la historicidad del ser humano. Ella no consiste, como hace el conservadurismo, en despreciar el cambio institucional en nombre de un pasado de museos. El tradicionalismo conservador, en nombre de la historia, traiciona la historia. La tradición, en cambio, conjuga los tiempos en el tiempo. Trata de la entrega de las instituciones y costumbres, de la experiencia acumulada de humanidad, del bagaje de éxitos y fracasos, de ciencia y de ignorancia, que hacen unas personas a otras con el anhelo de que estas tomen lo que les sirva. Lo que convenga, sí. Lo que no, no.
La tradición es arte de libertad. Ella espera que alguien la haga suya a modo suo. Bajo el respecto generacional, en su virtud las chilenas/os mayores han de renunciar a ser indispensables. Sus hijos/as no pueden convertirse en fotocopias de sus vidas. A su vez, libremente estos deben rechazar imposiciones y obligarse a sí mismos a recrear, a reinventar, a resetear el mundo como si de ellos dependiera su viabilidad. Para ser protagonistas (“primer” y “luchador”) de la vida, para hacer que el país llegue a ser sí mismo y evite repetirse, la práctica de su tradición es el camino.