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¿Dónde está Dios en este desastre?

En momentos de dolor como el que azota a nuestro país,  los creyentes hemos podido preguntarnos por el sentido del mal. Incluso si “¿es responsable Dios de esta tragedia?”.

Las respuestas muy racionales a estos cuestionamientos, son indignantes para los que sufren, pero además naturalizan el mismo mal.  Es preciso comprender que tanto el mal físico como el mal moral llevan la marca del misterio, pero no es inútil, antes bien necesario hacerse estas preguntas. En la medida que tratamos de resolverlas, descubrimos alguna claridad y abrimos un campo a la creatividad.

Debemos, sin embargo, definir de qué Dios se trata. Cuando hablamos de la posibilidad de que “un dios” sea responsable del terremoto, suponemos que este “dios” puede ser el culpable directo del sufrimiento atroz de algunas personas; que este “dios” pone pruebas a las personas, como arrebatar a una madre de sus brazos a dos de sus hijos, para que ella crea por fin en su poder; que podría, si quiere, castigar a los miserables, por miserables; y a los pecadores, por pecadores; que este “dios” se divierte con su mundo y que la humanidad debe vivir, en consecuencia, expuesta a su arbitrariedad.

Ninguno de estos dioses, empero, es el Dios de los cristianos. ¿Cómo podemos saberlo? Es necesario volver a la historia. Los cristianos conocemos a Dios gracias a un hombre inocente con apariencia de castigado que creyó, sin embargo, que Dios era un Papá y que habría de reinar como un “padre nuestro”. Esta fe suya le costó la vida. ¿Cómo habría de creerse –dirían autoridades religiosas de entonces- que Dios es amor y solo amor; que ama a los que nadie ama y ofrece un perdón incondicional a los que corresponde castigar? Allí, ante la cruz, la Iglesia naciente creyó que nunca Dios fue más Dios. Por esto, cuando los cristianos delante de la cruz nos hacemos la pregunta por el origen del mal, somos desarmados por Cristo. Podemos quejarnos legítimamente contra Dios. También lo hizo Job, convencido de la bondad del Creador. Pero no contra Jesús. Hoy, Cristo, como nuestro representante, pregunta a Dios por los millares de crucificados por el terremoto: muertos, heridos, huérfanos, hambrientos, enfermos, despojados, sin-techos, cesantes… Pero el mismo Jesús constituye, a la vez, la cercanía de Dios, el consuelo y la mano amiga sobre el hombro del que lo perdió todo.

Los cristianos no incurrimos en ningún “dolorismo” cuando nos aferramos al crucificado pues lo creemos resucitado. El dolor por el dolor solo hace daño. Lo último es la resurrección, no la muerte. Pero la sola confesión de la resurrección puede resultar banal. Si los cristianos no resucitamos a los crucificados –y con los crucificados–, nuestra creencia en el Dios de Jesús se vuelve irrisoria u ofensiva. ¿Podemos decirle hoy a nuestra gente que sufre que Cristo está con ella? Sí y no. No podrían los jóvenes, si en vez de salir pala en mano a ayudar a los damnificados, se quedaran de brazos cruzados lamentándose. Sí los ancianos, si no pudieran hacer nada más que rezar con sus compatriotas: “Dios nuestro, por qué nos has abandonado”. La fe en Cristo es auténtica cuando no asfixia el escándalo del dolor inocente con razonamientos justificadores de lo injustificable.

Hoy los chilenos tendríamos que estar más atentos que nunca al inmenso amor que llevamos en la sangre y que está realizando milagros entre todos nosotros. Los terremotos en Chile son nuestro sino, pero no nuestra vocación. Estamos llamados a la solidaridad. Tal vez ni el propio Jesús habría podido explicar el origen de este desastre, pero de nuevo habría dado su vida para que creyéramos que el Amor es el sentido definitivo, a veces atrozmente oculto, de la creación. Lo más real de lo real.

Hoy los chilenos tendríamos que estar más atentos que nunca al inmenso amor que llevamos en la sangre y que está realizando milagros entre todos nosotros. Los terremotos en Chile son nuestro sino, pero no nuestra vocación. Estamos llamados a la solidaridad. Tal vez ni el propio Jesús habría podido explicar el origen de este desastre, pero de nuevo habría dado su vida para que creyéramos que el Amor es el sentido definitivo, a veces atrozmente oculto, de la creación. Lo más real de lo real.