Dicho en breve: el “hombre sagrado” sigue siendo el problema. Ha de tenerse en cuenta que la nuestra es una versión “sacerdotalizada” de la Iglesia Católica. Esta no ha sido ni tiene por qué seguir siendo la expresión de la Iglesia de Cristo, pues parece agotada en su capacidad de transmitir el cristianismo. En la actual figura de la Iglesia latinoamericana y caribeña, la pertenencia eclesial pasa por la persona sacra de los sacerdotes. En nuestro medio, los principales sacramentos los realizan los presbíteros. También sucede que las instituciones que oficialmente rigen la convivencia eclesial se consideran en cierto sentido divinas e irreformables.
La Iglesia latinoamericana y caribeña quiere avanzar en sinodalidad. Pero, mientras en la Iglesia no se acabe con la idea del presbítero, cura o sacerdote como “el hombre sagrado”, las relaciones intraeclesiales seguirán haciendo cortocircuito.
Estas son las expresiones más preocupantes de esta situación:
1.- El “hombre sagrado” es un problema ad intra de la Iglesia:
• El “hombre sagrado” establece relaciones insanas: el cura tiene una prestancia tal que inhibe la inteligencia y la libertad de las personas. Es insano que entre el ministro y los laicos las relaciones sean solo asimétricas (tendrían que poder ser, entre adultos, también ser simétricas).
• “El hombre sagrado” infantiliza a las personas y a la misma Iglesia, la que es guiada por pastores que tratan a los y las cristianas como ovejas (un animal poco inteligente).
• La investidura mágica de los presbíteros seduce y favorece la comisión de abusos sexuales, de conciencia y de poder como lo denuncian los informes de Australia y de Francia sobre esta materia.
• El “hombre sagrado” hace girar la Iglesia / comunidades en torno a lo que solo él puede hacer (sacramentos). Él no genera comunidades, sino “público”, “clientes” o “fieles” (gente “fidelizada”).
• El sacerdote se inciensa a sí mismo y a los demás.
2.- El “hombre sagrado” es un problema ad extra:
• Frustra la misión evangelizadora de la Iglesia: Jesús no reclamó un reconocimiento de “sacralidad”, sino que invocó su unión con su Padre como fundamento del advenimiento del reino; Jesús no tuvo la pretensión de ser “sacro”, quiso en cambio ser compasivo.
• Jesús fue víctima de una institución “autosacralizada”. Por esto, el catolicismo sacerdotalizado que tenemos es un anti-testimonio del Evangelio.
A efectos de crecer en sinodalidad se requieren una reforma de las estructuras y una conversión del corazón. Ambas se necesitan recíprocamente. Nos detenemos aquí en un solo asunto: la formación del clero (religioso y diocesano).
Deben tenerse en cuenta que en el documento Síntesis narrativa de la Asamblea eclesial latinoamericana y caribeña, se dijo: «Desterrar la clericalización. Cambiar la visión y misión de los seminarios porque es donde se forja el clericalismo» (2021, p. 135). Y, en otro lugar: «El clericalismo comienza a formarse desde el ingreso al Seminario de los candidatos al Sacramento del Orden» (p. 107). En la Iglesia del continente constatamos que la doctrina del Concilio Vaticano ha sido recibida de un modo incompleto. Es aún más preocupante que, en muchas partes, esta enseñanza ha sido simplemente olvidada. Esta falta es evidente en las Normas de formación de los seminaristas (rationes).
Como antecedente para superar el problema, hemos de recordar que el Concilio de Trento, siglos atrás (siglo XVI), supo responder a una crisis eclesial profunda causada por abusos de distinta naturaleza de los obispos y los sacerdotes. A tal efecto, creo seminarios en los que separó a los seminaristas de las demás personas; puso énfasis en el desarrollo de las virtudes de los jóvenes; subrayó que la eucaristía es un sacrificio más que una cena; hizo pasar la vida de la Iglesia a través de las acciones ejecutadas por el sacerdote (los sacramentos).
Si Trento puso el acento en los sacramentos, el Vaticano II (siglo XX) lo hizo en la predicación del Evangelio. Buscó un diálogo con la Reforma protestante (que provocó la respuesta tridentina) y con la modernidad (que amenazaba a la Iglesia con arrinconarla en el fideísmo). Así exaltó la importancia de la Palabra (Dei Verbum); demandó a los presbíteros que se consagraran con prioridad a su proclamación (Presbyterorum ordinis); asimismo, quiso que las Escrituras fueran “el alma de la teología” que habría de estudiar los seminaristas (Optatam totius); subrayó la prioridad del sacerdocio común de los fieles y subordinó a este el sacerdocio ministerial, y promovió la santidad de todos los bautizados y bautizadas, queriendo acabar con los “estados de perfección” (status de superioridad de los clérigos y religiosos/as) (Lumen gentium). Además, el Vaticano II puso a la Iglesia en diálogo con las culturas y los tiempos (Gaudium et spes).
Sin embargo, el Concilio no armonizó las innovaciones teológicas referentes a los presbíteros y su formación. En los documentos convivieron las innovaciones junto con las que Trento introdujo. El Concilio toleró la contradicción. Lo más complejo ha sido no acabar con la idea de superioridad de los clérigos en virtud de su ordenación sacerdotal.
Después de unos años de experimentaciones y de crisis de identidad sacerdotal, Juan Pablo II golpeó la mesa y exigió un retroceso. El Papa, en Pastores dabo vobis (1992) – el documento que reinterpretó Optatam totius- sostuvo: “ha llegado el tiempo de hablar valientemente de la vida sacerdotal como de un valor inestimable y una forma espléndida y privilegiada de vida cristiana” (n° 39). Según Gilles Routhier, desde entonces “por desplazamientos sucesivos, se vuelve a considerar el presbiterado, que se designa más y más a partir de la categoría sacerdotal, como un estado de perfección. Después de cincuenta años, prácticamente se ha invertido la perspectiva señalada por el Vaticano” (2014).
Recomendaciones
• Es necesario hacer una armonización teológica entre los documentos que se refieren a la identidad y misión de los presbíteros, pues ellos contienen elementos del antiguo régimen que facilitan el retorno al seminario tridentino que protege a los formandos del mundo y los envía luego a él como personas sagradas superiores a las demás.
• Es preciso que el régimen de formación no separe a los seminaristas del común de la gente, antes bien los exponga a relaciones afectivas, espirituales, intelectuales y pastorales que, según el paradigma de la Encarnación, les haga más humanos.
• La formación de los futuros ministros debe ser una responsabilidad de todo el Pueblo de Dios. Los y las católicas deben tener una palabra decisiva al momento de aceptar personas a la formación y al de concederles el sacramento del orden, además de establecer los criterios que deben regir esta larga etapa.