Cristóbal Orrego está en su derecho. En su carta a El Mercurio del domingo recién pasado se pregunta: “¿Tiene razón el Papa? De ninguna manera”. ¿Qué pasó? Francisco, a propósito de hombres y mujeres homosexuales, sostuvo: “Lo que tenemos que crear es una ley de unión civil. De esa manera están cubiertos legalmente. Yo defendí eso” (cuando en Argentina se discutió la ley de matrimonio homosexual). Los sectores más conservadores de la Iglesia no han dejado pasar la gravedad de esta afirmación.
Me permito una digresión: Orrego critica a un papa. No está mal que los católicos disientan, si argumentan bien su punto de vista. Los católicos críticos desacralizan una institucionalidad que inhibe a los fieles para pensar y tomar decisiones como lo hacen las personas adultas.
El profesor de derecho de la PUC invoca la doctrina de Juan Pablo II y el Cardenal Ratzinger. Su posición, de acuerdo a la enseñanza actual de la Iglesia, es inatacable. Pero, de acuerdo al conocimiento científico que en las últimas décadas tenemos de la homosexualidad, ¿puede decirse que “reconocer legalmente las uniones homosexuales (…) significaría no solamente aprobar un comportamiento desviado y convertirlo en un modelo para las sociedad actual”? Esta enseñanza debiera ser corregida. Su uso puede ser despiadado.
Orrego tiene la razón, pero está equivocado. ¿Cómo? Además de recurrir a una doctrina que requiere una modificación, confunde el Evangelio con la doctrina. No sabe que la doctrina es un medio y que el Evangelio es un fin. Parece ignorar que Jesús fue asesinado por invocar esta distinción.
A Jesús lo mataron los que lo acusaban por comer con los pecadores, en ese entonces los publicanos (israelitas que cobraban impuestos para los romanos) y las prostitutas (mujeres pobres, usadas y desechadas a lo largo de la historia de la humanidad). Como si fuera poco, Jesús atacó a los sacerdotes. La expulsión de los mercaderes y sus anuncios contra el Templo de Jerusalén apuraron su condena. El provinciano de Galilea minó la religión de su época. En el futuro, si alguna religión pudo fundarse en su nombre, ha debido ser la del hombre libre y auténtico que anunció que Dios ama a los que nadie ama. Los primeros para Jesús fueron los pobres y los despreciados por considerárselos pecadores.
El modo de interpretar la Ley –diría San Pablo- de Orrego, también lo toma del modo como lo suele hacer la autoridad eclesiástica. Esta recae en la inveterada costumbre de las personas religiosas que quieren ganarse a Dios con el “pasando y pasando”, a saber, la religión de los premios y los castigos. Es muy difícil saber en qué momento el cristianismo olvidó que la gratuidad del amor de Dios constituye el núcleo de la experiencia espiritual de Jesús y, por extensión, la de los cristianos. El caso es que en dos mil años los cristianos han vuelto a creer que pueden llegar a merecerse el reconocimiento de Dios con sus buenas obras y sus diversos ritos.
Tiene razón Orrego de invocar la validez de la doctrina para condenar los que parecen ser pasos en falso del Papa. Pero está equivocado porque olvida el Evangelio. Si la cultura cambia, la doctrina debe ajustarse al Evangelio. Si la ciencia hoy niega que la homosexualidad constituya un pecado o una enfermedad, la doctrina debe ponerse al día. Si no lo hace, impide que el Evangelio sea una buena noticia para nuevas generaciones. Pero tampoco atina el profesor en el modo de interpretar una doctrina. Su modo de hacerlo es altamente ofensivo.
Lo que ha sucedido es grave porque la enseñanza sexual de la Iglesia, digamos las cosas como son, se ha vuelto invivible para la inmensa mayoría de los católicos. Las palabras del Papa son una trizadura en el dique. La aceptación de una ley civil en favor de las parejas homosexuales, propugnada o tolerada por un papa, implica obviamente un reconocimiento de la legitimidad de relaciones sexuales extramaritales inconducentes a la procreación. La encíclica Humanae vitae prohibió esta posibilidad. Prohibió el uso de las píldoras anticonceptivas y de los preservativos. Lo que los sectores conservadores de la Iglesia no logran entender es que, debido a los cambios culturales en curso, es hoy imposible a la Iglesia anunciar el Evangelio a los jóvenes (que pueden tener razón cuando experimentan su sexualidad antes del matrimonio porque quieren tomárselo en serio) y a las personas homosexuales (que creen que Dios los creo tal cual son y los alienta a amarse para siempre).
El caso de las mujeres es especialmente doloroso. La encíclica forzó el discernimiento en conciencia que las católicas han debido hacer acerca del número de niños que responsablemente son capaces de educar. Desde 1968 en adelante las mujeres huyeron la Iglesia en estampida. Otras siguieron mascando su culpa, confesándose cada vez que quisieron comulgar en misa. A otras, especialmente desde algunas décadas, les ha dado lo mismo la doctrina de la Iglesia por considerarla una aberración. Otras, en fin, nunca han escuchado hablar de la encíclica.
El Papa acierta cuando, para anunciar correctamente el Evangelio, no considera la doctrina.