El cataclismo en la confianza de los fieles en los ministros consagrados a causa de sus abusos sexuales, de poder y de conciencia, y de su posterior encubrimiento, exige en la actualidad revisar los ámbitos del ejercicio del oficio del presbiterado. Las y los católicos con razón están airados. Se precisan conversiones de la mirada y del corazón. Pero sobre todo se requieren reformas de instituciones y de procedimientos.
Esto se aplica al sacramento de la reconciliación. La confesión es un instrumento peligroso. Siempre lo fue, solo que en otros tiempos a nadie le llamaba la atención que lo fuera. En la actualidad, especialmente cuando la Iglesia quiere avanzar en sinodalidad, se hace necesario evaluar el ejercicio de este sacramento; pero, sobre todo, es preciso revisar este instrumento en sí mismo.
Es un dato ampliamente conocido por presbíteros y fieles que mediante la confesión se cometen abusos de diversa gravedad. Lo saben las/los laicos. Más de uno, en más de una ocasión ha tenido una pésima experiencia. No me refiero a los casos más preocupantes como el de la solicitación (petición sexual). Ellas/os han podido ir de un cura a otro, dependiendo de los pecados que este acostumbra absolver o de la misericordia que tenga, hasta dar con quien le convenga. Es lo que han debido hacer muchas mujeres a causa de la píldora. Los sacerdotes, por nuestra parte, hemos tenido que reparar personas que algún cura diez, veinte o treinta años atrás maltrató con su dureza o alguna reprimenda. O “dar permisos” para que las personas comulguen en misa.
¿Cómo se puede evitar que estos hechos puedan seguir ocurriendo? Se dirá que no habría que preocuparse tanto. La gente ya casi no se confiesa. Pero, ¿habrá que dejar caer simplemente el sacramento por inútil? Antes que algo así ocurra, debe evitarse que haya personas que actualmente se sientan obligadas a confesarse. Debe indagarse cómo un modo de relación entre los ministros y los fieles impide su encuentro con Dios, lo daña incluso, en vez de facilitarlo. ¿Cómo pudiera instar en la actualidad a las laicas/os a confesarse un presbítero que puede ser un abusador? ¿Quién puede pedir a una niña/o que se confiese antes de su primera comunión?
El perdón es un aspecto clave en el cristianismo. Pero la Iglesia no tiene una única manera de ofrecerlo. Por ejemplo, en la misma eucaristía hay por lo menos dos momentos de perdón, al comienzo de la misa y cuando los participantes se dan la paz. Las autoridades eclesiásticas cumplen bien su trabajo cuando exhortan a los y las católicas a pedirse perdón; o cuando llaman a una sociedad a reconciliarse. Pero, ¿puede aún considerarse normal que se exija a una persona revelar a otra su intimidad? ¿A una persona conocida o desconocida? ¿No es, en realidad, una barbaridad que se espere de una cristiana/o que abra su corazón a cualquiera? Esto fue normal años atrás. Hoy, no. En la cultura actual la intimidad de las personas es un aspecto de su dignidad humana. La intimidad solo ha de compartirse con plena libertad. Podrá decirse que en esta época se acude voluntariamente a psicólogos a quienes las personas les cuentan todo. Pero la naturaleza de la obligatoriedad en ambas instancias es muy distinta.
¿Y si la confesión fuera absolutamente voluntaria? En este caso la Iglesia tendría que justificar cómo autoriza la existencia de un instrumento religioso, como es el sacramento de la reconciliación, a sabiendas de los riesgos mencionados. En el mejor de los casos, ella tendría que capacitar a los ministros con conocimientos psicológicos y teológicos, además de establecer controles a esta actividad como sucede con el ejercicio de otras profesiones.
El proceso sinodal en curso exige superar las asimetrías eclesiásticas que impiden la eclesialidad como la que tiene en lugar en la confesión, originada a su vez por el sacramento del orden que ubica a los ministros en un grado jerárquico superior. La triada de los sacramentos de la eucaristía, la reconciliación y del orden suele hacer de corral dentro del cual se menoscaba la libertad de los hijos e hijas de Dios. Su libertad, y su dignidad. Ha de recordarse, en cambio, que en la intimidad pidió Dios a María ser la madre de Jesús. Lo hizo sabiendo que su respuesta podía haber sido negativa. La libertad es uno de los nombres del cristianismo (Gál 5, 1).
Es preocupante lo que ocurre en la Iglesia a propósito del sacramento de la reconciliación. Este es un aspecto, un asunto o una dimensión de un distanciamiento muy profundo entre las prácticas sacramentales y la emergencia cultural de nuevos valores. Mucha gente hoy espera de su Iglesia instrumentos que le ayuden a desarrollar un cristianismo vivo. No están dispuestas/os a que su fe en Cristo pase obligatoriamente por un “hombre sagrado”, se llame sacerdote, cura u obispo. La “sacerdotalización” de la Iglesia, en muchas partes, llega a su fin. El sacramento de la reconciliación no cumple con los estándares de humanidad de la época.