Murió Gustavo Gutiérrez

Gustavo Gutiérrez Merino (1928-2024), dominico, es un ícono en la Iglesia latinoamericana del posconcilio. Nadie se equivocará si lo llama “Padre” de la Teología de la Liberación.
La contribución de Gutiérrez a la Iglesia del continente se enmarca en la difícil aceptación del Vaticano II, ciertamente uno de los concilios más importantes en la historia de la Iglesia Católica. El teólogo peruano tuvo una notable participación en la II Conferencia del Episcopado Latinoamericano, celebrada en Medellín (1968), cuya misión era implementar el Concilio en nuestro continente. En esa ocasión, la Conferencia, al igual que lo había hecho el Vaticano II, levantó la mirada y se hizo la pregunta por los “signos de los tiempos”. ¿Qué vio? Enormes transformaciones culturales y, particularmente, graves injusticias sociales cuyas consecuencias eran la violencia y la miseria.
En esos años, quien más tarde entraría en la Orden de los Dominicos, hacía los primeros intentos de redacción de su afamada obra Teología de la liberación. Perspectivas (1971). Esta debía ser, en sus propias palabras: “Una teología que no se limita a pensar el mundo, sino que busca situarse como un momento del proceso a través del cual el mundo es transformado: abriéndose —en la protesta ante la dignidad humana pisoteada, en la lucha contra el despojo de la inmensa mayoría de los hombres, en el amor que libera, en la construcción de una nueva sociedad, justa y fraternal— al don del Reino de Dios”.
No estaba solo. Una pléyade de teólogos caminaba con él: Juan Luis Segundo, Leonardo Boff, Hugo Assmann, Jon Sobrino, Joseph Comblin, Pedro Trigo, Ronaldo Muñoz, Pablo Richard, Juan Carlos Scannone, Diego Irarrázaval y Sergio Torres. Años después, en América Latina se ha desarrollado una teología feminista de extraordinaria calidad. Aunque con matices, en los años siguientes, muchas de estas teólogas han compartido un enfoque metodológico similar: Elsa Támez, Ivone Gebara, Maria Clara Bingemer, Virginia Azcuy, Ana Maria Isasi-Díaz, María Pilar Aquino y Nancy Bedford, entre otras. Son muchos y muchas.
Aunque esta teología se ha desarrollado en tensión con la jerarquía eclesiástica, en particular con la Congregación para la Doctrina de la Fe, y ha sido censurada dentro de algunas facultades de teología, también es cierto que obispos y teólogos/as han coincidido en lo fundamental: la convicción de que Dios opta por los pobres, y que los cristianos/as, para serlo auténticamente, deben optar también por ellos.
Desde una perspectiva milenaria de la Iglesia, es aún más importante señalar que, más allá de ser una teología liberadora, esta corriente ha contribuido a que la Iglesia en América Latina despunte como una institución adulta. Nuestro continente ha dependido intelectualmente durante siglos. Aquí, en particular, los católicos/as han sido vistos como minus habens. Hoy, sin embargo, tenemos una mayor conciencia de haber sido víctimas de un catolicismo occidental romano de exportación. Los obispos latinoamericanos y los teólogos/as de la liberación representan a una Iglesia que alcanza su madurez. En el contexto del posconcilio, ha aparecido en sociedad una Iglesia mayor de edad.
Lo expresa Gutiérrez en estos términos: “La teología de la liberación es una de las expresiones de la adultez que comienza a alcanzar la sociedad latinoamericana y la Iglesia presente en ella en las últimas décadas. Medellín tomó acta de esta edad mayor, lo cual contribuyó poderosamente a su significación y alcance históricos”.
¿Qué hay por delante? La Iglesia Católica experimenta hoy una tensión mayor. En las distintas regiones del mundo, en los diversos continentes en los que está presente, surgen reclamos por el respeto a una síntesis cultural propia y determinada localmente. Roma tiene la responsabilidad de velar por la unidad de la Iglesia, pero el Papa no puede convertir una Tradición de dos mil años en una multiplicidad de tradicionalismos infantilizantes.
La Iglesia en este continente debe su futuro a quienes, como Gutiérrez, han tenido la osadía de pensar por sí mismos/as y el valor de correr el riesgo de responder a una pregunta crucial: “¿Cómo decirles a los pobres que Dios los ama?”.

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