El cataclismo en la confianza de los fieles en los ministros consagrados a causa de sus abusos sexuales, de poder y de conciencia, y de su posterior encubrimiento, exige en la actualidad revisar los ámbitos del ejercicio del oficio del presbiterado. Se precisan conversiones de la mirada y del corazón. Pero sobre todo se requieren reformas de instituciones y de procedimientos. El sínodo convocado por el papa Francisco sobre la sinodalidad (que significa “caminar juntos”, de un modo más horizontal, si se quiere más democrático), será una ocasión para conversar sobre temas de gobierno y de doctrina. Me detendré solo en lo atingente al sacramento de la reconciliación. Es botón de muestra de la necesidad de cambios.
El Concilio Vaticano II (1962-1965) dio un giro empático al que fuera conocido como sacramento de la confesión. Hizo una reforma: le llamó “reconciliación”. Era necesario facilitar en el encuentro con Dios. Por cierto, en la celebración de este sacramento muchas personas han hallado consuelo, alivio, consejo, compañía y perdón. El cura es el psicólogo del pobre. A los cristianos/as nos viene bien que alguien, en nombre de la Iglesia, nos haga sentir personalmente la bondad de Dios.
Sin embargo, la confesión es un instrumento peligroso. Siempre lo fue, solo que en otros tiempos a nadie le llamaba la atención que lo fuera. Es un dato ampliamente conocido por presbíteros y fieles que mediante la confesión se cometen abusos de diversa gravedad. Más de alguien, en más de una ocasión ha tenido una pésima experiencia. No me refiero a los casos más preocupantes como el de la solicitación (petición sexual). Ellos/as han podido ir de un cura a otro, dependiendo de los pecados que este acostumbra absolver o de la misericordia que tenga, hasta dar con quien le convenga. Los sacerdotes, por nuestra parte, hemos tenido que reparar personas que algún cura diez, veinte o treinta años atrás maltrató con su dureza o alguna reprimenda.
Por otra parte, ¿no es vergonzoso que los curas “demos permiso” a los laicos/as para comulgar en misa, sea por la píldora, sea por una situación matrimonial especial? Y si la carencia de pudor fuera una falta, ¿cómo es posible que nosotros sacerdotes tengamos que asomarnos a lo más sagrado de un ser humano, su conciencia, en virtud de nuestra investidura sacerdotal y de algún tipo de presión sobre los penitentes?
Entonces, ¿cómo se puede evitar que estos hechos sigan ocurriendo? Se dirá que no habría que preocuparse tanto. La gente ya casi no se confiesa. Pues no, antes que algo así ocurra debe impedirse que haya personas que actualmente se sientan presionadas a confesarse. Debe indagarse cómo un modo de relación entre los ministros y los fieles trastorne su encuentro con Dios. Piénsese en la inquietud de alguien que teme ir a confesarse con un presbítero que puede ser un abusador. Y los niños, ¿deben confesarse?
El perdón es un aspecto clave en el cristianismo. La Iglesia también lo ofrece, por ejemplo, al menos en dos momentos de la Eucaristía. Las autoridades eclesiásticas cumplen bien su trabajo cuando exhortan a los y las católicas al arrepentimiento. Cuando buscan vías para una reconciliación social. Pero, ¿puede aún considerarse normal que una persona sea apremiada a revelar a otra su intimidad? ¿No es, en realidad, una barbaridad que se espere de un cristiano/a que abra su corazón a cualquiera? En la cultura actual la intimidad de las personas es un aspecto de su dignidad humana. La intimidad solo ha de compartirse con plena libertad. El problema no es que el sacramento haya vulnerado personas; tampoco que haya personas más vulnerables que otras. El sacramento en sí mismo es vulnerante. Es una herramienta que de suyo vulnera personas que por alguna razón creen que deben contar sus pecados.
Probablemente el Sínodo convocado por el Papa Francisco llegue a ser el acto eclesial más importante desde la celebración del Concilio Vaticano II hace sesenta años. ¿Qué es esperable de una reunión episcopal tan trascendente? La superación de las asimetrías como esta del sacramento de la reconciliación, la nula participación de las mujeres en el mando y la elaboración de la doctrina, la falta absoluta de rendición de cuentas de los obispos y de los presbíteros a los laicos/as, constituye una exigencia de primer orden. El Sínodo un puede acabar en un documento hermoso, lleno de buenas intenciones. La Iglesia Católica necesita cambios grandes. La Iglesia Católica en el Occidente tradicionalmente cristiano ha entrado en una etapa de decadencia gravísima. ¿No es ya demasiado tarde para una recuperación? No lo sé.