Ha llegado la hora que la Iglesia, institucionalmente considerada, comunique qué hará para reparar a las víctimas de abusos sexuales, de denegación de justicia y de encubrimiento. Mi opinión es que debe hacerlo. Monseñor Scicluna antes de partir de Chile sostuvo que la reparación debía ser hecha por los culpables directos. No estoy de acuerdo.
Desde un punto de vista antropológico y ético la reparación debe relacionársela con la vulnerabilidad y el reconocimiento de las personas (Carolina Montero, Vulnerabilidad, reconocimiento y reparación, 2012). La vulnerabilidad es una condición humana. Somos vulnerables todos. Lo han sido, en el caso que nos ocupa, las personas abusadas y sus abusadores. La vulnerabilidad es la capacidad de abrirnos a los demás de un modo corporal y empático. Los demás, todo lo real, puede afectarnos o puede satisfacernos. Pero al abrirnos, quedamos también expuestos a ellos y a la peligrosidad de la vida. Los seres humanos, por nuestra condición relacional, nos damos y nos recibimos unos a otros; y nos herimos y podemos provocarnos daños devastadores. Con una sola mirada podemos liberar en el otro los miedos que lo cautivan; pero con otro tipo de mira podemos perturbarlo, invadirlo o saquearlo. Dificulto que una persona decente puede decir que nunca cometerá un abuso en lo que le queda de vida. La labilidad late en cualquiera.
¿Es posible una reparación a los hechos que lamentamos? Talvez no, pero para que se dé tendrían que cumplirse una serie de reconocimientos. En primer lugar, la institución eclesiástica, como representante del abusador, debiera hacer el proceso de asomarse a los vulnerados con nombres y apellidos. Tendría que ver con sus propios ojos el daño enorme, duradero y, probablemente en muchos casos, insanable que se les ha infligido. Habrá de sentir dolor y vergüenza por lo cometido. El conocimiento de la verdad de las víctimas debiera llevarle a entender su demanda de justicia, la necesidad que han tenido de ser creídas, su experiencia de haber sido culpabilizadas por exageradas o por querer generar problemas innecesarios. La autoridad tendría que pedirles perdón con humildad, es decir, acudir a ellas dispuesta a no ser perdonada. La compensación posible debiera ser objeto de una conversación, pues puede ser muy distinta según los casos. La víctima no debiera pensar que, al acercársele la autoridad eclesiástica a reparar su errores, viniera a humillarla de nuevo.
Curar, achicar la pena, rehabilitar el honor de quienes pidieron justicia y nunca se les dio una respuesta, son actos de reparación que solo pueden hacerse con dulzura. La compensación económica, muy importante en algunos casos, tendrá que ser la más delicada de hacer. Lo que nunca debiera forzarse, en todo caso, es la reconciliación. Tal vez resulte, talvez no. Pero es de esperar que, en este proceso, se hable de ella lo menos posible. Es triste cuando se la convierte en factura que terminan pagándola los inocentes. En cambio, convendría garantizar a las personas que se harán cambios estructurales que garanticen que nadie vuelva a ser abusado.
La reparación tiene que ser institucional. La satisfacción del honor de las personas abusadas, su rehabilitación psicológica y su reinserción en la comunidad cristiana como hijos e hijas de Dios, demanda a la jerarquía católica hacerse cargo de ellas como lo hizo el Buen Samaritano. Dice el evangelista Lucas que el samaritano que se encontró por el camino con un malherido recientemente asaltado, “al verle tuvo compasión; y, acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y le dijo: ‘cuida de él y si gasta algo más, te lo pagaré cuando vuelva’” (Lc 10, 33-35).
La institución eclesiástica tiene que entender que, así como ella ha debido cuidar de sus curas no obstante sus crímenes y pecados, debe sobre todo responsabilizarse de sus fieles. Debe entender que, en estos casos, la condición de religiosos de ellos facilitó los abusos. La jerarquía católica tiene que comprender que nada ha podido ser más terrible que haber sido violado por un representante de Dios. Existe una responsabilidad institucional. La Royal Commission en Australia (2017) constató que en las instituciones católicas la cantidad de abusos sexuales fue mucho mayor que en otras organizaciones.
Ciertamente la institución no puede esperar que las víctimas se encuentren a solas con los victimarios para hacer entre ellos el camino que conduce a la reparación. Sería exponerlas de nuevo. ¡Cómo hacerlo con un pedófilo, un enfermo mental que no tiene noción moral de sus actos! Ella, la institución, debe reparar vicariamente en lugar de quienes no conviene que lo hagan directamente o no tienen los medios económicos con que hacerlo.
Por último, debe hacerlo porque en esto se juega la razón de ser de la Iglesia. En este momento la institucionalidad eclesiástica no tiene autoridad porque perdió la credibilidad. Ella debiera representar la fe en Dios. Por el contrario, en más de un caso, ha hecho que los frágiles y pequeños no crean más en Él. En estos momentos los únicos que tienen autoridad en la Iglesia son los bautizados y las bautizadas que han sido víctimas de los sacerdotes y de los obispos, y el resto del laicado que clama por cambios eclesiales de todo tipo.