La reciente elección de constituyentes habrá de recordarse como uno de los hechos más importantes en los años de vida de Chile. Nadie puede asegurar que el resultado vaya a ser exitoso. Pero, vista la historia con un lente de gran angular, estamos en algo extraordinario.
Es necesario levantar la mirada, triunfar sobre los miedos y no quedar enredados en las escaramuzas, y en los espectáculos de los viejos políticos y los malos tratos de las nuevas generaciones. Porque, paréntesis, no es para nada claro que las nuevas vayan a ser mejores que las antiguas. Por esto mismo, creo que la escuela tiene en estos momentos una misión relevante.
La politización de la juventud merece un aplauso. Pero si no conduce a un perfeccionamiento de la democracia, preparémonos para otra cosa. Hace seis años se constató que más del 50% de los niños de octavo básico preferían una dictadura a la democracia. No saben lo que quieren.
Lo que está en curso es redemocratizar el país, además de una sanación honda de las heridas que han dejado demasiadas injusticias. Para que la nueva institucionalidad dure lo más posible, se requerirá hacer propios los valores fundamentales de la democracia y en esto la escuela tiene la primera responsabilidad. Se podría esperar que lo hiciera la familia. Pero esta en Chile es demasiado precaria. El 74.6% de los niños nace fuera del matrimonio.
¿Qué hacen hoy las escuelas a este propósito? La ley 20,911 de 2016 establece que todos los establecimientos educacionales deben impartir cursos de educación ciudadana. Unos establecimientos la imparten en los cursos de Historia, otras crean cursos optativos, talvez en algunas partes no se haga nada. Mal. ¿Qué hacen los profesores? Hay cuatro asuntos que me parecen fundamentales: ejercitar a los alumnos en argumentar, en practicar la toma decisiones en común, en caer en la cuenta de la dignidad de cada persona y en aprender a honrar la palabra.
La argumentación exige desarrollar un amor por la verdad. Los niños y niñas habituarse en buscar la verdad y encontrarla mediante el diálogo. La argumentación requiere, por lo mismo, llegar a poseer una posición propia, saber fundamentarla y defenderla. La verdad que demanda una convivencia política es una construcción colectiva. ¿No podrían los profesores ensayar con sus alumnos la redacción de la constitución del 2022? ¿La de su mismo colegio? Hablo de un juego evidentemente.
Es clave, por lo mismo, educar para impedir que unos le impongan a otros, aun por votación, sus modos de ver las cosas. En democracia todos sin exclusión merecen respecto de su dignidad. Si todos la merecen, todos la deben reconocer en los demás. Se mancilla la dignidad con odios, cancelaciones, bullying, insultos, funas y atropellos de los adversarios. Vi un día en una marcha por la Alameda a un papá instando a su hijo de unos diez años a que le sacara la madre a los carabineros. El niño se turbó. No volvió a ser el mismo. Seguro.
Por último, habrá que enseñar a honrar la palabra. Dice la constituyente Elisa Loncón: “con la palabra se puede construir la historia”. Con la palabra, creen los mapuche y los cristianos, Dios creó el mundo. La República muchas veces ha dado la palabra a los mapuche y no les ha cumplido. La Convención Constitucional será un auténtico parlamento en el que se parle y se escojan las palabras que amarren una nueva convivencia política.
Debo algunas ideas de esta columna a una conversación con alumnas y alumnos de tercero medio del liceo Juana Ross de Valparaíso, en su curso “Argumentación y participación en democracia”. Agradezco su corrección a mi sobrino Pedro, estudiante de segundo medio del Colegio San Ignacio en Santiago.