La crisis de los abusos sexuales del clero y de su encubrimiento no tiene precedentes en la historia de la Iglesia y probablemente será recordada como la catástrofe mayor después de las Guerras de religión del siglo XVI, y quién sabe si después del mismo cisma de Lutero.
A semejanza de estos quiebres, la actual crisis abarca muchos aspectos: Hay víctimas que han sido creyentes que han dejado de creer o que, por el contrario, su misma fe las ha sacado adelante; hay perpetradores que han sido principalmente sacerdotes que han causado daños devastadores a mucha gente; hay una institución eclesiástica que, para defenderse de las acusaciones que se le hacen, ha hecho de todo para ocultar verdaderos crímenes y reacciona con enorme lentitud para abordar el problema con la seriedad que se requiere; hay también una sociedad estremecida que no quiere que nunca más el clero le hable de sexo y que difícilmente reconocerá autoridad a la jerarquía católica para que se refiera a otros temas. La crisis de la Iglesia, sin embargo, debe ser vista como un giro triste de cambios culturales extraordinariamente positivos para los vulnerables y, en particular, para los niños y las mujeres. Nuestra sociedad está en un proceso de “conversión” al prójimo que debe ser considerado como un importantísimo crecimiento en humanidad. Estamos ante una nueva explicitación de la convicción de la inviolabilidad de la persona humana.
Para entender esta mega-crisis, sin embargo, se requiere ir más lejos o ahondar en otros asuntos. Es esta, por cierto, una crisis de toda la Iglesia, es decir, de la institucionalidad y de las personas. La institución eclesiástica, desde hace ya siglos, ha tenido grandes dificultades para procesar los logros de la modernidad. Este, a mi parecer, es la causa principal de crisis eclesial actual. La misma Iglesia no ha hecho caso de su condena al fideísmo (Concilio Vaticano I, 1870), herejía que en términos populares puede identificársela con “la fe del carbonero”. La jerarquía no ha podido ni ha querido integrar fe y razón, fe y ciencia, y fe y cultura.
Tomemos dos ejemplos: La institucionalidad en la Iglesia es la de una monarquía absoluta al modo de las monarquías borbonas. La gobierna un papa elegido de por vida. Él mismo tiene la potestad de nombrar a todos los obispos del mundo y pedir cuenta de sus actos a 1.200 millones de católicos. La estructura institucional sabe poco de división, de repartición y de control de poderes, de trasparencias y de accountability. Me decía hace poco un campesino católico de la zona de San Fernando, perplejo ante el desempeño del clero: “No se hacen cargo de nada”.
El caso chileno es ilustrativo. Francisco reprende malamente a los osorninos por no aceptar el nombramiento del obispo Barros. Después pide perdón a las víctimas por sus palabras hirientes en Iquique. A reglón seguido, dada la gravedad de la situación y de los muchos problemas, Francisco llama a Roma a los 31 obispos de la Conferencia Episcopal, les pide la renuncia a todos por parejo y los devuelve al país completamente desautorizados. Los obispos partieron humillados y volvieron humillados. En la Catedral Francisco les había advertido contra el flagelo del “clericalismo”. Pero, ¿no le había pedido el Comité Permanente de los obispos al Papa que no nombrara a Barros?
Un segundo ejemplo es de orden doctrinal. El caso de la prohibición del uso de medios artificiales de anticoncepción hace 50 años atrás con la encíclica Humanae vitae (1968) es tan emblemático como la condena a Galileo. El estamento eclesiástico patriarcal y androcéntrico condenó a las mujeres a ir, en nombre de la fe católica, contra su razón y su sentido de la responsabilidad; a las católicas que no huyeron en estampida de la Iglesia, esta las invita a confesar regularmente el pecado de usar la “píldora”. Resultado: Hace mucho rato que a la institución eclesiástica no se le reconoce competencia para enseñar en materias de sexualidad, pero no parece darse cuenta. En su momento Pablo VI hizo un importante intento de diálogo con la modernidad. Formó comisiones para abordar el tema de la contracepción. En ellas participaron cardenales, obispos, curas, teólogos, pero también laicos y laicas, especialistas en temas de familia y demografía. El Papa, sin embargo, hizo caso al voto de minoría que reflejaba la opinión de los varones célibes, entre estos el muy influyente Juan Pablo II.
En nuestro caso chileno, entonces, ¿con qué autoridad los obispos han podido oponerse a la ley que permite el aborto en tres causales si ellos mismos, forzados por la encíclica, han debido enseñar a las madres que deben tener tantos hijos cuantos Dios quiera mandarles? Nuestra jerarquía eclesiástica -es ineludible recordarlo- se opuso a la ley de filiación de los niños nacidos fuera del matrimonio, a las directrices del MINEDUC sobre enseñanza sexual en las escuelas y colegios (JOCAS), a la ley de matrimonio civil que hace posible el divorcio, a la ley de acuerdo de vida en pareja y a la posibilidad de distribuir preservativos para impedir la propagación del SIDA. La doctrina de Humanae vitae, que restringe la legitimidad de los actos sexuales a aquellos abiertos a la procreación, como es de imaginar, tiene atado de pies y manos al mismo magisterio para decir una palabra orientadora a los jóvenes que conviven antes de casarse y a las personas homosexuales.
En estas circunstancias, ¿qué autoridad puede tener hoy un sacerdote célibe que ya no espera que valoren su voto de castidad?; ¿un sacerdote a quien la doctrina de la Iglesia no lo convence ni a él mismo?; ¿y que no ha sabido relacionarse con los laicos y las comunidades sino de un modo autoritario?
Esta Iglesia, en la que la institución eclesiástica no ha sabido discernir en el advenimiento de la modernidad un gran signo de los tiempos, se encuentra en graves problemas, precisamente por no haber dialogado con la modernidad, para discernir otros signos de los tiempos y sumarse a la acción de Dios en la historia. La jerarquía, y también los padres y madres de familia, agentes pastorales y catequistas, en este contexto tienen hoy una enorme dificultad para transmitir la fe a las siguientes generaciones.
Como resultado de esta grave desconexión de las autoridades eclesiásticas con la época, la Iglesia sufre una profunda incomunicación entre su dirigencia y los bautizados y bautizadas. A consecuencia de cambios culturales múltiples, impredecibles, globales y cada vez más acelerados, los católicos viven a dos velocidades: la de la cultura (s) actual y la de una tradición traicionada por el tradicionalismo de líderes representantes de un fideísmo institucionalizado. Los laicos, e incluso muchos sacerdotes, anhelan un catolicismo de adultos, diría Kant. Si la jerarquía eclesiástica no comienza a aprender del esfuerzo de los fieles por integrar fe y razón, si no basa su enseñanza en esta experiencia espiritual, lo mejor que pueden hacer los católicos es no hacerle caso. El fideísmo es un error que hace daño.
En adelante, los católicos todavía podrán avanzar solos con su fe y su sentido común. Pero ellos, y también los sacerdotes, han de reconocer que su cristianismo, a causa del anquilosamiento del catolicismo romano, no tiene entusiasmo ni convicción ni ideas ni persecuciones ni mártires. Así las cosas, ¿qué hará la Iglesia católica occidental y chilena para escrutar, tan debilitada como está, uno de los mayores signos de los tiempos en la historia de la humanidad? Esta enfrenta la posibilidad de desaparecer. El panorama del desastre ecológico es sobrecogedor. Hoy nada hace más necesaria a la Iglesia que el reto de la sobrevivencia de un planeta que, para los cristianos, es creación de Dios. Pero, ¿podrá la Iglesia reponerse y aceptar este desafío?
Me parece que son dos las condiciones que lo harían posible: Una, que termine de desplomarse esta figura de Iglesia monárquica impedida de procesar los cambios de la vida humana, regida por sacerdotes célibes incapaz de reformarse a sí misma, al menos a la velocidad que se requiere. Y, segunda, que nuevas generaciones de cristianos redescubran al Dios del Jesús que entendió que el poder es para servir, que enseñó que lo grande se encuentra en lo pequeño y que la fe auténtica cohabita con la razón.
Entre tanto, siempre es posible lo fundamental: vivir el Evangelio en el presente. Los cristianos pueden en estos momentos imaginar un mundo distinto y construirlo con un amor inteligente. De momento la pirámide eclesiástica les ayudará poco o nada. Peri esto no puede ser una excusa. Siempre es posible vivir sub specie aeternitatis. Que tampoco el panorama del cataclismo socio-ambiental puede impedirles amar con lucidez y esperar contra el peor de los pronósticos.