Los miramos con sorna, pero tenían razón. No les dimos importancia. La tenían. Nos alejamos de su fanatismo, ¿y los profetas, qué? Los profetas se adelantan siempre. ¿O no? No, dirán los que apedrean a los profetas. Hablo de los ecologistas, los del siglo pasado. Hoy su experiencia, y la de sus seguidores, se convierte en la espiritualidad del siglo XXI. ¿No el cristianismo? El cristianismo occidental está exhausto. Es un acorazado varado en la arena. ¿No tiene nada más que aportar? Puede ser que sí, pero está por verse.
Conozco poco la experiencia espiritual de los amantes y defensores de la naturaleza; admiro a los activistas, me inspiran las personas comunes y corrientes que separan el papel del plástico o quienes se han convertido en veganos. Es difícil seguir sus pasos, ¡nos piden tanto! Aun así, merecen mucha atención.
Los observo a la distancia. Espero que ellos suban al Sinaí y desciendan con nuevas Tablas de la Ley. Mientras tanto yo, este simple aficionado, ha redactado dos leyes que, cuando las recuerda, trata de cumplirlas.
Regla número uno: “De todo, la mitad”. Por ejemplo, la mitad de pasta de dientes… un poquito basta. ¿Si nos aumentan las caries? La experimentación en esta causa es clave. ¿Mitad de duchas? Es mejor para la piel, es lo que dice la inteligencia artificial. ¿Lavada de pelo? Lo mismo, la mitad. Carne, la mitad. Azúcar, licores, envases, bencina, ¿no podrían disminuirse a la mitad?
Regla de oro número dos: “Menos consumo, máximo goce”. “Ah, no, no es posible”, piensa el devoto del qué-dirán. “Goce, consuma”, sugiere Satanás. ¡Qué manera de comprar idioteces! ¡Salir de paseo a un mall! Sobran cartones, corbatas, autos, lapiceras, sombreros, libros, zapatos, ropa para qué decir.
Se puede gozar infinitamente más con menos. Se necesita inventar otra civilización, la de quienes se contentan con el mínimo de lo mínimo. Gozan con lo ínfimo: un nido de chercanes. Allí están, juntan ramitas, trapos, giran eléctricos, pían, despistan… Son asombrosos. Observarlos es gratuito. Lo mismo los chincoles que en primavera improvisan cantos uno tras otro. Nunca se repiten. Su creatividad supera la algorítmica. Se puede gozar sin consumir, no me digan que no.
La espiritualidad del siglo XXI habrá de ser laica, así no más, sin apellidos. El cristianismo podrá contribuir con san Francisco, reeditar el voto de pobreza, volver al Primer Testamento, el del pueblo judío, lleno de alabanzas a Dios por su creación. Pero si el cristianismo no se conjuga con otras tradiciones religiosas ni promueve el amor a Gaia, el planeta viviente, distraerá de lo que hoy es esencial.
¿Habrá otras reglas de oro?
Los visionarios del siglo XX, esos hombres y mujeres ecologistas que se nos adelantaron, deberían enseñárnoslas. Si no lo hacen o no las tienen, hemos de seguir legislando a la buena de Dios. Entre los seres hay una maravillosa interdependencia. Pero la comunión se agrieta, estamos en un grave peligro.
Peligra Gaia. Nos amó, nos ama. Pero nosotros a ella, poco o nada.