El feminismo es una realidad en la Iglesia católica. En ella existe una teología feminista de gran calidad, aunque poco conocida y casi no tenida en cuenta. Pero, además, existe una reacción feminista católica sin precedentes en la historia del cristianismo.
Hay una callada, pero incontrarrestable, movilización feminista católica que, por una parte, hunde sus raíces en el auge de la autoconciencia de la dignidad de mujer en el siglo XX y en la lucha por convertir esta dignidad en derechos civiles y que, por otra, eclosionó con el rechazo de Humanae vitae, la encíclica que prohibió el uso de medios artificiales de control de la natalidad justo en 1968, en plena revolución sexual. Ningún católico, después de 50 años, puede decir que esta enseñanza oficial de la Iglesia haya sido aceptada o, en términos teológicos, “recibida” por los bautizados y bautizadas. Lo que talvez nadie sospechó en su momento, y quizás pocos estén de acuerdo conmigo ahora, es que este desacato masivo constituye el punto de quiebre con la versión sacerdotal (ministros concentrados en el sacrifico eucarístico), patriarcal (ministros llamados “padres”) y androcéntrica (ministros exclusivamente varones) del cristianismo. Pienso que lo que tiene lugar en la Iglesia hoy es una revolución de vastedad milenaria cuyo disparador principal es la liberación de la mujer.
La publicación de Humanae vitae, sin quererlo in recto Pablo VI, exasperó la relación de las mujeres con la Iglesia institucional. Frente a las posibilidades culturales y técnicas que les ofrecía la década de los 60, las mujeres resistieron la doctrina de una encíclica papal que les exigía tener todos los hijos que Dios pudiera mandarles; pero, además, en cuanto católicas, se vieron obligadas a confesar a un sacerdote los incumplimientos de una norma que, consideradas las cosas en conciencia, les parecía irracional. El conflicto interior para las mujeres fue desgarrador. Acatar la enseñanza papal les parecía una irresponsabilidad.
La encíclica tuvo dos efectos inmediatos en las mujeres. Primero, provocó una estampida. Muchas de ellas dejaron de ser católicas. Otras se quedaron en la Iglesia, pero no obedecieron más a un Magisterio y a unos sacerdotes que se empeñaban en hacerlo cumplir a raja tabla. En adelante las católicas, liberadas de cargar con 4, 6, 10 o más hijos, necesitadas de buscar los medios de subsistencia para su familia y motivadas en desplegar su ser mujer en plenitud han llegado a entrar, no sin tremendos sacrificios y “ninguneos”, en la vida social y política. En este proceso, unos curas, durante la práctica de la confesión, se convirtieron en fiscales de la observancia de la encíclica. Otros, en la misma confesión, fueron abiertos y daban permisos para “tomar la píldora”. Pero, ¿con qué derecho?
Por otra parte, pero en estrecha relación con lo anterior, la prohibición de la doctrina oficial de relaciones sexuales extramaritales y del uso de preservativos y anticonceptivos, ha dejado la Iglesia atada de pies y manos para ofrecer a los jóvenes y las personas homosexuales una palabra que oriente sus vidas. Hoy la Iglesia institucional reconoce que la homosexualidad no es una perversión sino una condición. Pero, entonces, piensan estas personas, ¿cómo Dios nos dio la condición y nos negó su ejercicio? Tampoco tiene hoy la Iglesia un discurso para acompañar a los jóvenes en los inicios de su vida sexual y sentimental. A muchos de estos les parece responsable vivir juntos antes de tomar una decisión de compromiso marital de por vida.
En este contexto, la explosión de los abusos sexuales del clero y su encubrimiento institucional han llevado las relaciones entre la dirigencia de la Iglesia y los fieles a una de las mayores crisis de la Iglesia Católica. ¿La mayor después de la Reforma protestante de Lutero? ¿Cómo se puede creer en la enseñanza de los representantes de la Iglesia si ellos mismos no son dignos de fe? El discurso de la periodista mexicana Valentina Alzraki al papa Francisco y a los presidentes de todas las conferencias episcopales del mundo en febrero, en que les llama la atención por los crímenes cometidos por los sacerdotes y por sus maneras turbias de encubrirlos, es un hito del “feminismo católico”. Al menos puede decirse que, en esta ocasión, es una mujer que pone las reglas del juego.
El feminismo católico, dicho en breve, por la irrupción de la mujer en la cultura, y por haber experimentado ella en sí misma un abuso eclesiástico de su conciencia moral y por haberle ella desobedecido a las autoridades ha terminado por crear una situación inédita. La jerarquía eclesiástica, a futuro, no debiera nunca más tratar de controlar a los fieles porque no se le hará caso.
Todavía más, el “triunfo” del feminismo católico ha puesto en evidencia la profunda incomunicación entre la jerarquía eclesiástica y los fieles, y retumba en todas las otras áreas de la vida de la Iglesia. Humanae vitae, en lo hondo de lo hondo, proviene de un alejamiento del clero de la vida corriente de la gente. Esta encíclica no constituye simplemente un “error no forzado”. Ella, una elaboración concienzuda de los papas Pablo VI y Juan Pablo II, respaldada a brazo partido por Benedicto XVII, responde a un modo de ver el mundo forjado en seminarios que han servido para romanizar y apartar a los jóvenes de la realidad en todos los aspectos de la vida en sociedad y de su propia vida afectivo-espiritual.
Lo que en la Iglesia Católica parece colapsar es un modo de ser Iglesia centrado en el sacerdote célibe. En la actualidad probablemente se desploma una Iglesia que, desde el año mil en adelante, fue estrechando cada vez más el concepto de la salvación cristiana hasta reducirlo a la satisfacción por el perdón de los pecados realizada mediante el sacrificio de Cristo en la cruz, acción actualizada por los sacerdotes en las eucaristías. A este respecto, la revolución feminista, sin duda junto a otros factores, ha minado la autoridad de la autoridades: en adelante será muy difícil ser sacerdote “sacro” (respecto de un mundo “profano”), “padre” (que sea obedecido acríticamente) y “varón” (que excluya a las mujeres de cualquier de los oficios sacramentales y de gobierno).
¿Cuál será la próxima figura histórica de la Iglesia Católica? Es imposible saberlo. Sí sabemos que la nueva Iglesia tendrá que discernir el más impresionante de los signos de los tiempos: la posibilidad de la desaparición de la especie humana en el planeta debida la catástrofe ecológica. Y que solo tendrá autoridad para hacerlo si se hace cargo de escrutar en ella misma las consecuencias del segundo de los mayores signos de los tiempos: la liberación de la mujer.