El deportista siempre triunfa, siempre. En su vida los triunfos son muchos y cotidianos, pero uno de ellos es el más importante.
Despejemos la posibilidad del triunfo fraudulento. Recuerdo en el colegio a Rene agazapado tras unos arbustos, escondiéndose del profesor de gymnasia, para capearse una vuelta del cross country. Mi amigo Chuleta arreglaba el reloj cuando íbamos perdiendo en el baby. En el doping han caído los mejores. Trampas o malas artes son muchas.
Los verdaderos triunfos son otros. Haber llegado a primera división en el fútbol, por ejemplo. “Este equipo no le gana a nadie”, decía un hincha de Deportes Temuco en las gradas del estadio de La Calera, sentado en la tribuna con una bandera entre sus piernas. Pero esos futbolistas habían triunfado en segunda.
Hay otro tipo de triunfos: el deportista supera marcas, aguanta las malas caras del entrenador y asume la soledad del atardecer en la cancha. Nadie más que él/ella sabe de estos sacrificios, de las nauseas del rendir al extremo. ¿Me equivoco?
La misma disciplina es cosa de varios triunfos en un mismo día. El/la deportista tiene milimétricamente calculados en la agenda los ratos que dedicará a entrenar. Si alguien lo tienta con cualquier entretención, le responderá que no. Su vida es austera. El deporte es un juego, pero no un divertimento. Por eso los deportistas pueden resultar tediosos a personas amantes del tiempo libre. Invitas a un nadador a una fiesta, este va, pero vuelve a su casa a dormir justo cuando la cosa se pone buena. Pololea, pero con los minutos contados. Pololea normalmente con otra deportista. Se recomiendan un kinesiólogo. No tienen otros temas, no se aburren: están siempre soñando con ganar. Vencerán, porque son ordenados y perseverantes.
Otro triunfo más es la indiferencia a la opinión pública. Ir a jugar básquetbol a una ciudad rival no es broma. Amedrenta. Un deportista no puede acoquinarse ante los insultos de los hinchas del equipo rival ni por los comentarios de la prensa.
Pero el triunfo más grande de todos es de otro orden. A saber, vencerse a sí mismo/a en un doble sentido: primero, triunfar cuando se es derrotado. Nada abate al deportista. Si lo derriban, se alzará de la lona. Pierde, pero sabe que la próxima vez vencerá a su vencedor. Se recupera. Perdió, pero su corazón está entrenado para superar la pena y volver a latir.
En un segundo sentido, el deportista triunfa sobre el triunfo. Nada lo corrompe. Las medallas, las copas, los aplausos de la galería lo conmueven, pueden sacarle lágrimas, pero si es deportista, un verdadero deportista, no se duerme en los laureles. Pues el deporte es un juego, gana el que juega y juega el que juega. Punto. La libertad es su obligación. Dicen que vieron a un atleta vender las preseas en el Mercado Persa para comprar Calorub.
Al deportista solo le importa la eternidad. Su existencia es trascendente: gana cuando pierde, gana cuando gana.