EcoCristianismo: Somos mirados

Somos mirados. Somos mirados por los pájaros, por las flores, por las piedras. A las piedras les damos lo mismo. Los pájaros nos miran de frente o de reojo. De las flores, en realidad, no puede decirse que nos vean, pero nos presienten de un modo parecido a como lo hacen los ciegos. Los ciegos nos observan con sus oídos, ven nuestra aura y confían o desconfían de nosotros.

No he sabido que los duraznos nos espíen como los delatores en los regímenes dictatoriales. No creo que puedan tanto. A lo más, las codornices se avisan unas a otras de nuestros acercamientos. Pero lo hacen para arrancar de nosotros, no para atacarnos.

También entre los seres humanos nos miramos unos a otros. Reservo la palabra ver para aquello que atañe a una revelación; momentos impredecibles e improducibles en los que se manifiesta lo mejor y más hermoso de los seres de este mundo. Una cosa es mirar; otra es ver. Podemos mirar sin ver. Podemos mirar con la intención de ver, pero no ver. La visión es completamente gratuita. Se da. Ocurre incluso a pesar de nosotros. Sucede cuando pedimos a Dios que suceda. Mientras más lo pedimos y procuramos que acontezca, más se da. Pero se da cuando quiere y como quiere.

El ojo se ejercita mirando. Algunas personas, las personas espirituales, ejercitan este órgano dotado de cristalino, pupila, córnea, retina, humor vítreo, coroides, etcétera, para ver. Mientras más gimnasia hacen con sus ojos, más posible les es la visión. ¿Y qué ven? El que ve un árbol ve más que un árbol. El que ve a una persona botada por la calle, a un hombre destruido por la droga y el alcohol, constata su dignidad infinita. Los cristianos ven en las personas despreciadas a hermanos y hermanas suyos, a hijos e hijas de Dios. La vida espiritual, en este sentido, consiste en ejercitarse regularmente en mirar para ver.

Jesús fue un superdotado en mirar y en ver. Fue un místico. Los verdaderos místicos, como lo fue Jesús, encuentran a Dios en todas las cosas. No ven el mundo como una amenaza de la que hay que escapar, tampoco como una magnitud carente de espíritu. Jesús miraba en derredor y veía cómo era visto por las realidades creadas. Estas le hablaban de Dios. Él sabía de Dios porque había aprendido de Dios a través de otras personas y de otras criaturas; había sintetizado personalmente su enseñanza y, por eso, dice el Nuevo Testamento, hablaba con autoridad (Mt 7, 28-29). Enseñaba como quien ha aprendido en primera persona de realidades que le son dadas.

Para educar a sus oyentes, y particularmente a sus discípulos, acerca de la necesidad de confiar en Dios, les hacía mirar la naturaleza. Así como las criaturas confían en el Creador, también ellos debían hacerlo. Hay un pasaje evangélico precioso. Me permito citarlo. Dice Jesús:

“Mirad las aves del cielo: no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas? ¿Quién de vosotros, a fuerza de agobiarse, podrá añadir una sola medida a su estatura? Y del vestido, ¿por qué preocuparos? Aprended de los lirios del campo, cómo crecen: no se fatigan ni hilan. Pues yo os digo que ni Salomón, en toda su gloria, se vistió como uno de ellos. Pues si a la hierba del campo, que hoy es y mañana se echa al fuego, Dios la viste así, ¿no hará mucho más por vosotros, hombres de poca fe?” (Lc 12, 22-31).

Tenemos, sin embargo, un problema cultural. La cultura moderna con la que funcionamos no nos pide que confiemos en Dios, y no le importa que lo hagan las aves del cielo y los lirios del campo. Muchos de nosotros confiamos más en un médico que en la oración. No hemos sabido relacionar adecuadamente ciencia y fe. La ciencia tantas veces ha llegado a suplir la fe, hasta hacernos creer que dependemos de un desarrollo infinito de nuestras capacidades y de un planeta ilimitado en recursos. La modernidad ha sido magnífica en muchos sentidos, pero adolece de un vicio de cuna: observa el mundo para apropiarse de él. No pretende ver en él nada trascendente. El mundo, diría Descartes, es una magnitud desprovista de inteligencia y de espíritu. Según el filósofo francés, lo único que tiene consistencia es el cogito, es decir, el ser humano en cuanto ser racional capaz de investigar a los demás seres, controlarlos y sacar provecho de ellos. La mirada moderna es invasiva, extractiva y dominadora. El capitalismo moderno, que ve la realidad con estos ojos, tiene al planeta apunto de desbarrancarlo.

La encíclica Laudato si’ del Papa Francisco invita a una “conversión ecológica” (216-221). Hemos de cambiar nada menos que de civilización. Esto será posible si miramos el mundo como criatura de Dios; si observamos hasta ver que el Cristo cósmico nos mira y nos ve como seres trascendentes. Somos mirados por criaturas que, como nosotros, son lo que son porque Dios las conoce por dentro. El día que Dios deje de vernos, volveremos a la tierra y al agua que somos, pero que no siempre reconocemos ser.

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