En un muro de la calle Alonso Ovalle con San Ignacio un grafitero escribió “Dios es ateo”. Dio en el clavo.
Es que la posibilidad de confesar a Dios en vano es tan antigua como peligrosa. No ha habido nada más dañino en la historia del cristianismo que traducir a Dios en cruzadas, privilegios y derechos sobre los demás. Hasta antes de Constantino (siglo IV), los cristianos fueron perseguidos por el Imperio. Después de la conversión del emperador, los cristianos comenzaron a perseguir a los que no lo eran.
La oración en común de los líderes de las grandes tradiciones religiosas de las últimas décadas –recuerdo la de Juan Pablo II con representantes protestantes, musulmanes, judíos y otros– apunta en la dirección contraria. No así los actos atroces de terrorismo en nombre de Dios o el inveterado colonialismo confesional. Pues bien, la globalización, que imbrica las creencias o las opone, nos exige más que nunca encontrarnos en lo fundamental. Dicho en términos coloquiales, demanda “poner la pelota en el piso”. Juguemos, pero en condiciones que nos hagan gozar a todos por parejo.
La humanidad requiere ir a la raíz. Se sea creyente o increyente, se crea esto o aquello, solo si se comparte lo más hondo de lo hondo se conseguirá una comprensión recíproca, favorable a una coexistencia y a una copertenencia dichosa. Estas son ciertamente más deseables que hacer prevalecer el propio credo sobre el de los demás.
Si creemos que hay un principio –Espíritu, lo llaman los cristianos– que genera diferenciación y convergencia de la humanidad consigo misma, un agnóstico no valdrá más que un budista ni un musulmán más que un cristiano.
“Dios es ateo”
¿Existe la posibilidad de una experiencia espiritual que pueda ser compartida? Sí la hay. Está a la mano. Se da casi en todos los seres humanos, aunque no lo sepan del todo. Si nos ubicamos en el plano meramente racional, cualquiera debe reconocer que Alguien o Algo le dio la vida, que no se merece a sí mismo; y, sub contrario, que no tiene nada que alegar si sufre y muere porque la existencia no es cuestión, en primer lugar, de justicia sino de haber sido donados a nosotros mismos.
Exactamente por esto, además, ninguno puede reclamar un derecho a apoderarse de los demás y de los bienes que hacen posible que estos sean lo que son. Podrá suceder. Por cierto, ocurre. Es cosa de ver cómo el planeta ha sido loteado y apropiado por unos pocos. Alguien troqueló en una moneda de un dólar In God we trust. Sinceridad pura. Pero si se acepta que el ser humano es un caso de gratuidad, a nadie se le puede poner precio ni aprovecharse de él
Si alguien cree que su vida es un don y piensa que la de los demás también lo es, va bien encaminado. Cualquier religión que reconozca esta convicción filosófica tendría que contribuir a que los otros credos religiosos prosperen. Si no se piensa que la vida es un don, difícilmente podrán evitarse el fanatismo, el proselitismo, el terrorismo y las guerras religiosas. Y, antes que nada, el capitalismo.
La paz, una vez más, se ha convertido en desiderátum de la humanidad. Nuevamente la religión puede reconciliar a los seres humanos o enemistarlos. Ella aportará lo mejor de sí misma si incorpora una ignorancia absoluta acerca de “Dios”, y una certeza irrebatible en que, contradiciendo a Descartes, “somos independientemente de lo que pensemos o creamos”.