Crítica participación de la mujer en la Iglesia

El Papa Francisco ha abierto un ciclo de sínodos para auscultar lo que ocurre en la Iglesia. Terminó el sínodo de la familia. Comienza dentro de poco el de los jóvenes… ¡Extraordinario! Me pregunto: ¿no podría convocar un sínodo de la mujer?

No un sínodo “sobre”o “para” la mujer, sino uno “de” la mujer: organizado y llevado a efecto por las mismas mujeres. Uno “sobre” o “para” la mujer no se necesita. Terminaría en esos florilegios a las mujeres que, en vez atender a sus necesidades, las ensalzan tal cual son para que sigan haciéndolo tan bien como hasta ahora. Sí se necesita, en cambio, un sínodo “de” la mujer: urge oír a las mujeres.

Para la Iglesia la escucha de la palabra de Dios en los acontecimientos históricos tiene una obligatoriedad parecida a la de dejarse orientar por la Sagrada Escritura. Si Dios tiene algo que comunicar en nuestra época, la Iglesia ha de discernir entre las muchas voces que oye aquella que, gracias a los criterios que le suministra su tradición histórica, es imperioso reconocer, oír y poner en práctica. Pues bien, sin duda la voz de los movimientos feministas de hace ya más de cien años constituye una palabra de Dios a la que la Iglesia debe poner atención. No toda propuesta feminista puede ser “palabra” de Dios, pero excluir que Dios quiera liberar a las mujeres ha llegado a ser, en teología, una especie de herejía; y, en la práctica, un tipo de pecado.

¿Qué habría la Iglesia de oír de la mujer como signo de los tiempos? El derecho de la mujer a ser mujer, entiendo, se expresa en dos tipos de movimientos (A. Touraine: 2016). El movimiento “feminista”, en términos generales, ha luchado para que la mujer tenga iguales derechos cívicos y políticos que los hombres. Este movimiento se replica en el campo eclesiástico en las demandas por participación de las mujeres en las instancias de gobierno, pastorales y sacramentales. La causa emblemática es la de la ordenación sacerdotal. Pero hay otro movimiento que es más profundo y más crítico, y que constituye el fundamento de derechos jurídicamente exigibles. A saber, el movimiento “femenino” que tiene por objeto la liberación “de” la mujer “por” la mujer de las funciones, categorizaciones y servicios que se le han impuesto a lo largo de la historia. Me refiero a la liberación interior que algunas mujeres han logrado alcanzar, desprendiéndose del patriarcalismo y androcentrismo que les ha sido inoculado desde el día de su nacimiento.

La Iglesia institucional en el mundo de las democracias occidentales ha llegado tan tarde a luchar por los derechos de las mujeres; es más, ha sido tan sorda a sus clamores de comprensión y de dignidad, que tiene poca autoridad para hablar de ellas. La misma exclusión de las mujeres en las tomas de decisión eclesiales es prueba de un interés insincero o acomodaticio por ellas. Acaba de terminar un sínodo sobre la familia en el que no votó ninguna madre…

Es verdad que ha habido algún espacio en la Iglesia para una liberación femenina. Siempre ha sido posible el encuentro persona a persona entre Dios y la mujer –ocurrida, por ejemplo, en ejercicios espirituales y en la vida religiosa. Este encuentro ha hecho a las mujeres más mujeres. En estas ocasiones el amor de Dios ha podido sostener la lucha de una “hija de Dios” contra la “sirvienta” del marido, de su hijos, de su padre y de su propia madre (“machista”). Pero, ¿han sido estos encuentros suficientemente significativos como para decir que la Iglesia se interese por la mujer? ¿Quiere realmente la Iglesia que sean ellas personas libres y dignas, capaces de recrearse y recrear la Iglesia con su diferencia? ¿Interesa al colegio episcopal acogerlas, es decir, está dispuesto a considerarlas realmente protagonistas y no actores secundarios de la evangelización? Hoy muchas mujeres piensan que el estamento eclesiástico las sacraliza para sacrificarlas.

La mujer hoy levanta la cabeza. Ya no aguanta que se aprovechen de su indulgencia. Me decía una señora de clase alta: “Dejé a mi ex marido cuando descubrí que me hacía sentir culpable por no tolerar sus violaciones”. Dos años después dejó la Iglesia.

La Iglesia necesita un sínodo de la mujer.

¿Cómo habría de hacerse? No dará lo mismo el cómo. En este sínodo tendrían que participar especialmente las mujeres que están haciendo la experiencia espiritual de haber sido liberadas por Dios del “hombre” que, personal, cultural o institucionalmente considerado las ha precarizado. Ayudarían las muchas teólogas de calidad que existen. Las he leído. Poco tendrían que aportar, por el contrario, mujeres asustadas con su propia libertad. ¿Pudieran participar en él algunos hombres? Sería indispensable. El descubrimiento de la mujer por la mujer necesita de la mediación de su “opresor”.

Hablo de algo grave. La actual condición de la mujer en la Iglesia, a estas alturas, no es un descuido. Es un pecado. La apuesta cristiana es esta: el Evangelio ayuda a que las mujeres lleguen a su plenitud; el anuncio del Evangelio si no se encamina a desplegar integralmente a las mujeres, no es evangélico.

Pensé que la carta del Concilio Vaticano II a las mujeres tendría algo que aportar sobre este tema. Nada. Todo lo contrario. Confirma el problema: “La Iglesia está orgullosa, vosotras lo sabéis, de haber elevado y liberado a la mujer, de haber hecho resplandecer, en el curso de los siglos, dentro de la diversidad de los caracteres, su innata igualdad con el hombre”. Sigue: “Esposas, madres de familia, primeras educadores del género humano en el secreto de los hogares, transmitid a vuestros hijos y a vuestras hijas las tradiciones de vuestros padres, al mismo tiempo que los preparáis para el porvenir insondable. Acordaos siempre de que una madre pertenece, por sus hijos, a ese porvenir que ella no verá probablemente” (año 1965). La mujer es alabada y postergada.

El Concilio no abordó el tema de la mujer. Esta carta fue un saludo a la bandera.

Se necesita un sínodo que, al menos, devuelva a las mujeres la importancia que tuvieron en las comunidades cristianas de siglo I. Un sínodo, y mejor un concilio, que ponga en práctica al Cristo liberador de las más diversas esclavitudes y auspiciador de la dignidad de los seres humanos sin exclusión.

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