La agitación continúa. ¿Qué nombre dar al 11 de los próximos días? ¿Qué nombre dar a este 11 distinto al de 50 años atrás? Se propone usar la palabra conmemoración. Estoy de acuerdo en parte, pero no en todo.
Celebrar este 11 de septiembre, como si en 50 años no hubiera pasado nada, es una locura. Incluso personas que estuvieron de acuerdo con el golpe han sufrido al ver las atrocidades cometidas contra sus mismos compatriotas. Ellos/ellas no celebrarán y lamentarán que haya personas que lo hagan.
¿Conmemoración?
Es un buen nombre. Los protagonistas de entonces, legítimamente, pueden recordar sus luchas y ser fieles a su gente. Los estudios más serios de izquierdas y derechas indican que debe respetarse el derecho de quienes están en la otra orilla a conmemorar a su manera. En cambio, la imposición de una versión oficial de lo ocurrido bloquea el avance y la reflexión indispensable en la búsqueda de la verdad y la justicia. Conmemorar tiene algo de paz pactada. Los últimos 33 años el país ha vivido de un pacto social implícito que debe ser valorado.
Conmemorar no es suficiente. La democracia requiere irrigar sus raíces culturales permanentemente. El próximo 11 es una ocasión para regar la planta de la democracia, nuestra organización política más querida y, en cierto sentido, también nuestro modo de ser. La democracia en Chile no solo es un sistema tolerante que impide que nos maltratemos entre quienes pensamos diferente. Ella es más exigente. Permite conmemorar e ir más lejos. Si de refundaciones se trata, facilita un reseteo del país a nivel del disco duro. En esto, los historiadores deben aclararnos lo más posible qué fue lo que pasó, pero lo principal no son los libros de historia, sino ser protagonistas de la historia.
¿Cómo ir más lejos? ¿Trascender? ¿Cómo conjurar la maldición de repetir la historia? El punto de partida podría ser la empatía política; esta ha de comenzar, evidentemente, por aquellas generaciones que participaron en aquel septiembre del 73, en los acontecimientos que acabaron en el desastre total. Personas de lado y lado tendrían que abrir el corazón y dejar entrar en él a aquellos y aquellas que estuvieron, y siguen estando, al frente. Es preciso permitirles que nos habiten con lo que traigan, no para juzgarlos. Necesitamos entender por qué no nos soportamos, qué nos pasa, dónde nos duele. Se necesita coraje para reconocernos como personas que pueden cambiar y cambiarnos. Este es un ejercicio espiritual que, sin embargo, no se puede forzar. El voluntarismo, en esta materia, conlleva culpar de nuevo a quienes, siendo inocentes, se los trató como culpables. Hay perjuicios irreparables que impiden perdonar o pedir perdón. Esta misma imposibilidad requiere empatía y comprensión.
Además de esta empatía horizontal se requiere una vertical. Las nuevas generaciones, sin haber sido protagonistas del golpe, también han forjado relatos con lo que han llegado a saber de los mayores. Los(as) jóvenes han de ponerse en el lugar de sus padres y madres, y viceversa. Este diálogo ya comenzó. Debe proseguir. Ellos y ellas difícilmente van a conmemorar algo que no vivieron; los mayores, por su parte, tienen que reconocerles el derecho a interpretar la historia de un modo protagónico. Hay muchas conversaciones pendientes. Son necesarias y decisivas.
Quizás a las nuevas generaciones todo esto les da lo mismo. Les rogamos que se interesen en el próximo 11 de septiembre y el de hace cinco décadas, porque la humanidad suele, lamentablemente, involucionar. El retorno a la barbarie y a las cavernas está a la vuelta de la esquina.