Este 2024, se cumplen 300 años del nacimiento de Kant y 60 del término del Concilio Vaticano II.
La relación de estos dos eventos es importante, pues la Iglesia, con el Concilio, especialmente, hace espacio a la Ilustración, que Kant representa, en el modo de entenderse a sí misma y su misión.
En su ensayo titulado “Qué es la Ilustración”, Kant se refiere al momento en que la humanidad comienza a pensar por sí misma. El filósofo se sirve del caso del sacerdote para explicar el fenómeno. Distingue entre el “uso privado de la razón”, es decir, cuando el presbítero debe explicar a los fieles lo que enseña su iglesia; y el “uso público de la razón”, a saber, cuando el mismo sacerdote debe explicar la fe de su iglesia en el foro público. En el primer caso, tiene la obligación de representar a las autoridades de su institución; en el segundo, debe someterse al escrutinio racional del común de los mortales y no puede pretender propagar creencias que nadie entiende.
¿Qué hay de esto hoy en la Iglesia Católica?
La Iglesia, hasta nuestros días incluso y en varias oportunidades, ha invocado la fe, la palabra bíblica de Dios, para contrarrestar el uso libre de pensar de sus contemporáneos y para condenar las novedades de la Modernidad. Galileo. La Revolución francesa. La democracia. Exclusiones a causa del género.
El Concilio constituye, en principio, la superación de esta actitud y de la ceguera eclesiástica a los avances de las ciencias naturales, sociales y políticas. En este acontecimiento, extraordinario en la historia de la Iglesia, esta establece un diálogo con la Modernidad. No la condena, como solía hacerlo los siglos anteriores. Por el contrario, quiere evangelizar los tiempos realizando un discernimiento de los métodos y de los resultados del uso de la razón, y ha exigido a los católicos salir de la minoría de edad.
El Vaticano, entre otros muchos logros, enalteció el valor de la conciencia y de libertad, e hizo suya la historicidad del ser humano en la consecución de la verdad. Esta, desde entonces, no ha podido ser concebida como caída del cielo. El Concilio constató que, en virtud del uso libre de la razón, la Iglesia puede y debe progresar en el conocimiento de Cristo, lo cual ha implicado sacar las consecuencias de su fe en Dios para la vida real de los católicos en el presente.
El Vaticano II, como expresión de lo anterior, facilitó el surgimiento de iglesias regionales adultas. La Iglesia latinoamericana aprovechó la oportunidad. Hasta entonces había sido expuesta a la colonización religiosa europea y al infantilismo. Desde entonces ha intentado liberarse de la dependencia intelectual y eclesiástica respecto de la curia romana.
Marcos Mc Grath, a la sazón, decano de la Facultad de Teología, lamentaba el infantilismo de la Iglesia de la región: “Esta inmensa porción del cristianismo que es Latinoamérica, ya no puede seguir en una fase de infantilismo intelectual, recibiendo hasta los últimos puntos y comas de su pensamiento, de otras tierras. Lo que es la doctrina, lo que es magisterio, los caminos seguros de teología que la Iglesia romana nos señala, todo ello será nuestra base. Sin embargo, es imprescindible que logremos nuestra propia expresión de estas verdades y estos valores frente a lo que nos rodea, aquí en donde la suerte de casi la mitad de los cristianos del mundo está en juego” (1961).
El caso es que la Iglesia del continente se sintió autorizada para mirar y pensar su propia realidad. Surgió la Teología de la liberación. Primera vez en su historia que la Iglesia de América Latina y el Caribe, en su conjunto, ha pensado por sí misma. La tensión con Roma ha sido máxima. La sede romana ha sancionado a sus representantes. Muchos de los teólogos(as) han sido intimidados, sancionados y excluidos de los centros de estudio. Por otra, la Sante Sede ha alineado los nombramientos episcopales mediante el miedo a salirse de la ortodoxia.
¿En qué estamos?
Juan Pablo II y el Cardenal Ratzinger, luego Benedicto XVI, recortaron las alas al catolicismo moderno latinoamericano. Inhibieron una evangelización a la altura de los tiempos. El Papa Francisco, en este contexto, puede ser llamado el “Papa de la libertad”. Su opción por una Iglesia de los pobres, en su mejor expresión, exige a los pobres mismos que piensen, que razonen, que saquen las consecuencias liberadoras de su fe, y entren en los templos con la frente en alto, como lo haría Kant.