De la censura a la autocensura

Vivimos en un mundo definitivamente abierto. La literatura, los periódicos, la televisión, la internet ofrecen una cantidad enorme de información y de estímulos positivos y negativos. ¿Deben los educadores censurar el acceso de los niños a estos medios?

Un buen libro, una película hermosa, algunos «monos animados» son indispensables para la formación de la sensibilidad, de los criterios y de las actitudes humanas que el día de mañana harán de un niño una persona sociable. Pero una exposición incauta de los pequeños a cualquier espectáculo puede hacerles un grave daño. Si no es normal que los adultos contemplen impávidos un fusilamiento trasmitido en directo por la televisión, sería extraño que a un párvulo semejante noticia no lo perturbe. La iniciación sexual de los adolescentes por internet puede estropear su maduración afectiva.

Ante estos y otros riesgos, algunos educadores pueden optar por la censura obsesiva, reiterada y ambiental. Llevando al extremo las cautelas, los padres, apoderados y profesores pueden aterrar a los niños con el mundo en que les ha tocado vivir. La vigilancia excesiva les puede restar la confianza que necesitan para crecer. La ilusión del ambiente protegido: un barrio, un colegio, una universidad exclusivas, y la prohibición absoluta de aquellos medios para eludir los contactos peligrosos, es un experimento fracasado. La censura precave de varios males, pero crea también la curiosidad por lo prohibido y puede jibarizar el desarrollo de la conciencia.

Entre la nula censura y su exageración, cabe una tercera posibilidad: la de educar para optar correctamente. En la medida que los niños crecen, parece conveniente que la pedagogía pase de la censura a la autocensura. A los niños pequeños, que no tienen más que una libertad incipiente, hay que ponerles normas claras de funcionamiento e imperárselas con autoridad. Pero en la medida que van reclamando libertad, especialmente en la adolescencia, hay que darles no sólo libertad sino también criterios para ejercerla para el bien suyo y el de los demás. Dadas las múltiples alternativas que los medios señalados ofrecen, las personas debieran llegar a juzgar por sí mismas qué ver y qué no, qué leer y qué dar por leído, qué contactos hacer y cuáles evitar. Ayudará a este fin que los educadores acompañen a los educandos en el proceso de apertura al mundo real, conversando con ellos los temas difíciles, y enseñándoles cómo informarse previamente sobre las exploraciones que se quieran intentar.

            También los adultos deben regular la absorción de los estímulos exteriores, so pena de intoxicarse con algunos de ellos. Nadie está obligado a terminar un libro que lo deprime. Ayuda mucho formarse una opinión previa de las películas que se ofrecen en cartelera. Para esto escriben comentarios los especialistas. Pero los adultos no aguantan más que otros los censuren, porque en esto consiste ser adultos: en tener autoridad sobre sí mismo para decidir con libertad lo más conveniente. Si la meta de la educación es formar adultos y no interdictos, habrá que educar el ejercicio de la libertad.

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