CELAM y la esperanza de un catolicismo latinoamericano

La realización de la V Conferencia del CELAM en Aparecida ha sido ocasión para reflexionar sobre el presente y el futuro del catolicismo latinoamericano.

Otra vez más la Iglesia en América Latina ha debido auscultar los “signos de los tiempos”. Los estudios de las ciencias sociales aportan conclusiones importantes. Pero solo una atención espiritual puede reconocer la acción del Espíritu en los acontecimientos de la época, sea porque en ellos el reino crece como la semilla de mostaza o es reprimido por las fuerzas del mal.

Los diagnósticos coinciden: el catolicismo se debilita. Lo detectaba el Documento de Participación preparatorio de la Conferencia y documentos regionales que reaccionaron a este. Lo subraya con fuerza la Síntesis que reúne el parecer de todas las iglesias. Benedicto XVI indica que es esta la “nueva situación” que la Conferencia debe encarar: “un cierto debilitamiento de la vida cristiana en el conjunto de la sociedad y de la propia pertenencia a la Iglesia Católica…”

La Iglesia atisba una posibilidad

El catolicismo se debilita. Pero no todos leen este hecho con los mismos ojos. La constatación de esta especie de fatiga, en principio amenazante para la cultura del continente y el futuro de la Iglesia Católica en el mundo, merece ser discernido. Si efectivamente Dios actúa en la historia, y Dios es trascendente al catolicismo, los cambios pueden abrir nuevas posibilidades, no debieran demonizarse a priori.

El fenómeno se inscribe en uno mayor, este es, la globalización. La interacción recíproca entre los más diversos modos de ser hombre, a una velocidad impresionante y a través de medios nunca imaginados sorprende, espanta y remueve los cimientos de la identidad colectiva y personal hasta lo más profundo. La pobreza y la injusticia endémicas de América Latina son barajadas en nuevos registros. La religiosidad experimenta mutaciones importantes. La Iglesia Católica evangeliza en un proceso de acelerada desevangelización: desinterés por los sacramentos (caen el bautismo y el matrimonio; la reconciliación tiende a desaparecer; no hay sacerdotes suficientes para celebrar la eucaristía;  el orden sacerdotal se mira con sospecha); secularismo, hedonismo, indiferentismo, proselitismo, de los que habla el Papa, erosionan el sustrato católico de la cultura; pérdida de autoridad de los pastores a causa de un clericalismo que no se soporta o de enseñanzas que son percibidas como irracionales; éxodo de fieles a iglesias pentecostales, absorción  de nuevas ideas religiosas y ambiente de “cisma emocional”.

Ello no obstante, la Iglesia atisba una oportunidad. Mejor dicho, un auténtico llamado del Señor a emprender con ahínco una tarea que, no siendo nueva, en los tiempos actuales cobra una importancia mayor. Esta es, la de volver a “encontrar” personalmente al Señor como el fundamento clave de la vida. Sin una profunda experiencia de Cristo el debilitamiento del catolicismo continuará su curso hasta perder todo vigor.

Este es el diagnóstico y, sobretodo, la propuesta del documento Síntesis de las opiniones de todas las iglesias: “La alternativa crucial es ésta: o nuestra tradición católica y nuestras opciones personales por el Señor arraigan más profundamente en el corazón de las personas y de los pueblos latinoamericanos como acontecimiento fundante, como encuentro vivificante y transformador con Cristo, y se manifiesta como novedad de vida en todas las dimensiones de la existencia personal y la convivencia social, o corre el riesgo de seguir dilapidándose, empobreciéndose y diluyéndose en vastos sectores de la población, lo que sería una pérdida dramática para el bien de nuestros pueblos y para toda la catolicidad” (nº 15).

Años atrás Karl Rahner, teólogo importante del Concilio Vaticano II, había afirmado: “el cristiano del siglo XXI será místico o no será cristiano”. Lo que ha valido para el catolicismo ilustrado occidental, vale también para nuestro continente. La tradición cultural cristiana que ha marcado a fuego nuestra identidad, no basta a sujetos que creen poder elegirlo todo. Si estos no eligen a Jesús como el único Señor al que vale la pena consagrarle la vida, difícilmente aceptarán que la Iglesia los elija a ellos como discípulos de Cristo y encauce sus vidas para lograrlo.

Este es precisamente el desafío ulterior. No basta decir que la evangelización depende exclusivamente del “encuentro” con Cristo. Es posible que a futuro se pierda la posibilidad de una experiencia de Dios en Cristo si no se realizan ajustes eclesiales mayores. Dicho de otra forma, sin cambios la transmisión de la fe a la siguiente generación y la proclamación misionera de Jesucristo a los que nunca han creído en él, es impensable.

Término de una etapa y comienzo de otra

En nuestros países la presencia de la Iglesia Católica tanto en la plaza pública como en el inconciente colectivo, es poderosa y benigna. La Iglesia inspira en los latinoamericanos la esperanza que los anima, sus mejores deseos, actitudes y actos. Con su predicación de Jesucristo y del reino de Dios ella puebla el imaginario de su autocomprensión con la Buena Nueva del amor incondicional de Dios, que se traduce en una honda convicción de la realidad del perdón y en una indicación certera acerca del valor absoluto de toda persona humana. A través del bautismo ella nos recibe en la comunidad que es principio de hermandad entre todos los seres humanos y de triunfo sobre el pecado y la muerte.

Es difícil pensar que quinientos años de presencia de la Iglesia en este continente puedan borrarse de un día para otro, cediendo el espacio a otra u otras tradiciones culturales seculares o religiosas. Su oferta de sentido es enorme. Y, sin embargo, los católicos no pueden cruzarse de brazos confiados en la inercia. La historia se gana día a día. Si la historia no progresa en la línea  del reino de Dios, involuciona.

Por tanto, la atención a los “signos de los tiempos” en la que se haya la Iglesia en Aparecida, constituye una oportunidad muy favorable para preguntarle al Señor qué Iglesia facilitará, encausará y custodiará mejor aquel “encuentro” con Cristo del que depende el futuro cristiano de América Latina.

A este efecto ofrezco algunos tipos de Iglesia –puede haber muchas otras maneras de plantear el asunto-, que fungen como modelos posibles de la experiencia comunitaria de Dios en Cristo. Imagino cuatro. Pero me quedo con el último. Los cuatro expresan un valor irrenunciable, es decir, un aspecto del catolicismo que debiera hallarse también en los otros. Pero, si se trata de encaminar la experiencia de Cristo por la senda de Jesús, me quedo con el modelo de “la Iglesia de los pobres”.

Iglesia “ejemplar”

Muchos desean que la Iglesia del futuro sea “ejemplar”. Hoy por hoy llamarse católico es simplemente insignificante. Es absurdo que se dé por católicos a los que solo aparecen así en las cifras de un censo u otras estadísticas. La Iglesia, se nos dice, debe recuperar su relevancia mediante un compromiso ejemplar de sus miembros: “pocos, pero buenos”. La dificultad de esta alternativa estriba en su tendencia sectaria o farisaica. A menudo los “buenos”, ya lo advirtió Jesús, desprecian a los demás. En realidad, desprecian el mundo que, sin embargo, llevan dentro de sí. Este paradigma eclesial enarbola el valor de la coherencia sin la cual no hay cristianismo posible. Pero arrastra a la Iglesia a aquella forma de religiosidad hipócrita que asesinó a Jesús.

Iglesia “plural”

Otros tienen razón al no alarmarse ante los cambios y esperar que la Iglesia continúe siendo “plural”, y se respeten en ella diversas versiones de cristianismo. Esta postura es sabia. Ella marca la diferencia con las sectas que restringen la verdad católica a su propia versión, excluyendo a las demás y prohibiendo todo tipo de búsquedas. De acuerdo a este paradigma la Iglesia debiera seguir siendo “católica”, universal y tolerante. Pero este modo de entender las cosas conduce precisamente a la insignificancia que amenaza al catolicismo latinoamericano. Una tolerancia a ultranza refleja en realidad un desinterés muy profundo por el modo de creer de los demás. Y, si se trata de superarla, los intentos sincréticos que dotan a la religiosidad popular de un acervo formidable de imaginación, son erráticos. Un cristianismo carente de una conducción eclesial hacia una dirección determinada, tiene mal pronóstico.

Iglesia que acompaña

Para los tiempos que corren, cuando la humanidad acelera su curso al ritmo que le impone la técnica; cuando el deterioro ecológico pone un signo de interrogación a la existencia de la vida sobre el planeta; cuando la concentración mundial de la riqueza tiene en vilo a poblaciones enteras amenazadas con la pura migración de la inversión, una Iglesia que “acompaña” será el consuelo más tierno que Dios pueda ofrecernos. No sabemos bien hacia dónde vamos, qué está ocurriendo. En este contexto una Iglesia que ofrece respuestas que sirvieron en otra época, constituye otro factor más de desorientación. Un tal Iglesia traiciona su vocación a la verdad. En cambio, una Iglesia “compañera” del hombre en tiempos difíciles, que no tiene recetas, pero que sabe estar y quedarse junto a nosotros cuando la vida se hace difícil, es lo que más necesitamos. La Iglesia acompaña cuando vive de su fe: la fe de los fieles y la fe de los pastores. Nunca hemos necesitados más pastores con fe, es decir, que en vez de miedo y falsas seguridades, contagien fe a los fieles y vivan ellos mismos de la fe que los fieles tienen para vivir y para explorar nuevas posibilidades. Y, sin embargo, una Iglesia que “acompaña” tampoco parece ser el mejor de los paradigmas. Se necesita un grado aún mayor de compromiso y de orientación.

La Iglesia de los pobres

Cada uno se sube a la Iglesia por el lado que más le acomoda. Esto es legítimo y realista. El paradigma que a mi juicio debiera orientar el encuentro con Cristo en el presente y futuro de América Latina debiera ser el de “la Iglesia de los pobres”[1]. La indicación la tomaron Medellín y Puebla del Concilio Vaticano II. La intuición, sin embargo, es anterior. Era la de Hurtado: “la Iglesia es Iglesia de pobres”[2]. La hago también mía, pero no por capricho. Ella sintoniza con el reino de Dios proclamado por Jesús.

El paradigma de “la Iglesia de los pobres” como orientación fundamental del catolicismo latinoamericano futuro, incorpora el reclamo limpio de los otros paradigmas posibles, pero tiene más fuerza que estos porque nos hallamos en un continente pobre y porque la Encarnación que acaba en la cruz se comprende y se vive mejor en solidaridad con los pobres.

Entiendo que esta “Iglesia de los pobres” operará una transformación del catolicismo latinoamericano, cuando predominen en ella las tres realizaciones siguientes.

a) Una nueva lectura de la Palabra de Dios. Hasta hace muy poco ha primado en la Iglesia la lectura de la Palabra de Dios desde una situación vital determinada. Desde Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II, en cambio, lo que se lee es la vida de las personas y la historia actual del continente a la luz de la Palabra de Dios. Dicho esquemáticamente: antes se leía el texto (la Palabra) en un contexto (vida e historia en un tiempo y lugar particular); hoy ha comenzado a leerse el contexto (la vida y la historia en la cual Dios actúa y expresa su voluntad) a la luz del texto (la Palabra).

Pues bien, aquella Iglesia de los pobres, visible en las comunidades eclesiales de base, se gloría de haber entregado la Biblia al pueblo pobre. Con la Palabra de Dios en sus manos los pobres han entendido por qué el reino de Dios es para ellos y, sobre todo, han comprendido más profundamente la acción de Dios en sus vidas y el deber de hacer su voluntad en la lucha cotidiana.

Una inversión metodológica de esta magnitud, traerá consecuencias eclesiales incalculables. Ella tiene virtualmente la fuerza de transformar la liturgia, la espiritualidad y la moral católica. Un ejemplo: imaginar la transformación del planteamiento actual de la moral sexual desde la perspectiva de aquellos que de hecho no están en condiciones de los cumplimientos mínimos, equivale a un replanteo radical la enseñanza tradicional. La nueva lectura de la Palabra de Dios ha hecho aún más claro que si el cristianismo no es para los pobres, no es para nadie.

b) La adopción del mundo de los pobres como un nuevo frente misionero.  No es evidente que ella misma tenga fuerza misionera para anunciar a Jesucristo en otros continentes. La Iglesia Católica latinoamericana se beneficiado por siglos del servicio de misioneros extranjeros. Queda incluso el recuerdo de una evangelización forzada.

Y bien, aquello que en la tradición de la Iglesia latinoamericana queda como aprendizaje,  sirve a ella misma para denunciar a los responsables de la explotación y de la exclusión de pueblos enteros, y sobre todo para anunciar a Jesucristo a los más pobres sean o no sean bautizados. El servicio a los pobres, a ese mundo amplio y planetario que no acaba nunca, sacará a la Iglesia de la obsesión por el número de católicos y le devolverá su misión exacta: la de anunciar el Evangelio a “los otros” antes que a “los mismos”. A ella los pobres le recordarán que la vida no se gana si no se pierde. Al ponerse de su parte en contra de quienes se aprovechan de ellos, la Iglesia será perseguida y difamada como se lo profetizó Jesús, para darle una señal de su propio camino.

c) La comunión fraterna entre los fieles y los pastores en virtud del bautismo. La estructuración jerárquica de la Iglesia constituye una expresión de su “apostolicidad”, pero esta pudiera expresarse mejor en una organización eclesial más fiel al misterio del bautismo que hace a todos los cristianos sacerdotes, profetas y reyes. Es patente en la Iglesia latinoamericana el predominio que tiene el sacerdocio ministerial sobre el sacerdocio real de los fieles, en perjuicio de la enseñanza el Concilio Vaticano II y con graves consecuencias para las comunidades eclesiales de base. El Concilio recuerda que el único sacerdote es Cristo y que la razón de ser del sacerdocio ministerial es actualizar el sacerdocio común de los fieles. Si en la Iglesia se reconoce a los pobres su derecho sacramental de ser sujetos capaces de evangelizar a los demás y no solo objeto de enseñanza y caridad, con su puro protagonismo despejarán a los demás cristianos su ubicación fraternal en la Iglesia y esta, más fraterna que antes, dará testimonio de Jesús en contra de las sociedades piramidales que oprimen a los contemporáneos.

En fin…

 

“La Iglesia de los pobres” es una Iglesia ejemplar porque la perfección cristiana no consiste en no cometer errores, sino en ser misericordiosos como el Padre lo es con pobres y pecadores. Por esta misma razón ella es plural, amplia, “católica” para admitir en su seno varias modalidades de cristianismo. Y porque en ella los pequeños y los despreciados, los enfermos y los tratados por culpables siendo inocentes, indican a la Iglesia Católica precisamente quién deben ser los primeros en ser acompañados. Varios paradigmas eclesiológicos pueden ser elucidados para la orientación del cristianismo latinoamericano. El de la “Iglesia de los pobres”, me parece, es el más cristiano porque es el más radical y el más hermoso.

Jorge Costadoat S.J.

Publicado en Mensaje nº 559 (2007) 19-22.


[1] El uso del término “pobre” es analógico. Hay muchas maneras de ser pobre: carecer de pan, de ropa o de techo. Pero el más pobre de los pobres –y estos merecen una atención preferencial- son los que carecen al mismo tiempo de pan, de ropa y de techo.

[2] Para Alberto Hurtado la Iglesia le pertenece a los pobres porque los pobres han sido los primeros en entrar en ella. Los pobres abren a los ricos un lugar en la Iglesia: “la Iglesia es Iglesia de pobres y en sus comienzos los ricos al ser recibidos en ella se despojaban de sus bienes y los ponían a los pies de los Apóstoles para entrar en la Iglesia de los pobres…”. Es “el Verbo hecho carne humilde (que) quiere una Iglesia que se caracterice por la pobreza y la humildad” (s57y13a).

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