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Mística del agua

La mística es aquella experiencia que une con Dios y, en virtud de Dios, con el cosmos. La falsa mística promueve una fuga mundi. Esta es al menos la visión judeo-cristiana de la totalidad. Al fin de la historia entraremos en la era mesiánica, en la paz definitiva, para los judíos. Para los cristianos, seremos recibidos en el reino del Mesías, en el tiempo de la recreación universal. ¿Y la mística secular? ¿Atea? La mística del agua puede acercar los distintos sistemas teológicos y filosóficos.

El desafío socioambiental, ecosocial o ecológico sin más, convoca a todas las tradiciones humanistas a salvar el planeta. Si el agua nos trajo a la vida, el día que se acabe no quedará ningún viviente. Si la temperatura media de la tierra sube en cinco grados, dicen, este será el día. ¿Cuál entonces sería hoy el problema? No lo será tanto el extinguirnos, lo cual será ciertamente penoso cuando toque, y tocará, sino aprender a vivir como si la muerte colectiva fuera imparitable.

Allá en California y por acá en la zona central de Chile estamos a un paso de secarnos. En Santiago, si no me equivoco, actualmente tenemos tres lluvias buenas en el año. ¿Qué pasaría si solo lloviera dos? ¿Y una? Algunos santiaguinos quieren quitarle el agua al Bío Bío: una carretera hídrica… Los santiaguinos quisieron intervenir el Baker en la Patagonia para electricidad. (Los patagones resistieron. No quisieron ser más simples colonos del fisco. La gesta del puente y las lacrimógenas los constituyó como pueblo). Las forestales, propiedad de los santiaguinos, han chupado las napas a los mapuche. El tema del agua es tema. Se acaba el agua, algo hay que hacer. ¿Qué?

Vuelvo al punto de partida. El desafío es místico. Se nos dirá que es ético. No, en primer lugar es místico. Lo veo así: lo que corresponde no es economizar el agua, cerrar las llaves, ducharse una vez a la semana, poner impuestos a los productores de paltas. A medidas como estas, que evidentemente parecen necesarias, hay que llegar haciendo un camino más largo.

El ser humano es un fin, no un medio. El agua es un medio, pero algo tiene de fin. Dejemos a los filósofos articular las diferencias y poner a la humanidad en el lugar que le corresponde. En el más fundamental de los planos la experiencia mística nos hará conocer nuestra unidad, a través del agua, con todos los seres vivos, comenzando por la autoconciencia de pertenecer al agua y pertenecer esta a nosotros. Co-pertenencia, co-cuidado, cooperación… Interdependencia, sostiene el budismo. Como dice el Dalai Lama, “para cuidar el medio ambiente debemos desarrollar la conciencia de la interdependencia que nos lleva a la responsabilidad personal”.

Somos agua que piensa, que ama, que odia. Así como los minerales combinan e intercambian moléculas y colores, el agua nos hace compartirnos entre los seres vivos. Un día es nube, otro apio o agüita perra. Más importante que usar el agua como un medio es gozarla como un fin, como si hubiéramos de amarnos de un modo acuático. No se necesita ser creyente para cumplir la misma tarea que tienen, por ejemplo, judíos y cristianos de amar el cosmos con si fuera creación de un dios. Sin amor al cosmos no se puede amar al Dios del judeo-cristianismo. Sin gozar con el agua, tampoco.

La mística, no la falsa mística, ata ética y estética, las unce al respeto y custodia de la vida. La experiencia de la belleza del agua tendría que motivar en nosotros ahorrarla e impedir su contaminación. La ética, a su vez, conduce a ver en el agua su belleza. La batalla de los ecologistas contra quienes derrochan el agua o la degradan ha abierto los ojos a nuestra generación para admirar su hermosura, la de los ríos y humedales. Mística, ética y estética se compenetran. No puede darse una sin la otra.

¿Falta algo? Una épica. Vengan a ayudarnos los filósofos y los teólogos. Tenemos la obra gruesa, dejemos a ellos las terminaciones. Necesitamos el relato que una estas tres dimensiones de la más fundamental de las experiencias humanas. De momento la principal tarea la tienen los padres, madres y apoderados, los educadores. Para enseñar, deben convertirse y hacerse bautizar en nombre de la armonía cósmica. La destrucción de los vínculos entre mística, ética y estética nos está matando antes de tiempo. A la humanidad, no a las piedras, se le encomiendan las mismas piedras y las aguas.

El histórico discurso de Loncón

Feley, mary, mary, pu lamgen. Mary, mary, kom pu che. Mary, mary, Chile mapu.

Se hace necesario volver sobre el discurso de Elisa Loncón el día de la instalación de la Convención constitucional. Parece que no se ha captado la revolución cultural en curso, transformación que esperamos termine en una actualización institucional que nos ahorre la revolución violenta que despuntó el 18 de octubre. El giro en cuestión no tiene precedentes en casi 500 años de historia.

Es posible no ver la importancia del fenómeno. Primera razón: miedo a un pueblo oprimido cuyos conas y weichafes no dan tregua. Segunda razón: ignorancia de la historia de Chile. Tercera razón: falta de empatía política de la oligarquía y la intelectualidad que no tiene la gramática para leer los acontecimientos.

Se oyen quejas contra el indigenismo. El Mercurio, en picada. Por supuesto que hay razones para preocuparse por tal cual propuesta descabellada en la Convención. Tales mociones habrá de descartárselas con los 2/3 y el reglamento democrático que esta asamblea se ha dado para llegar a puerto.

Pero hay algo más. Se echa en falta la captación del alma del proceso en su nivel más profundo. A saber, la inversión del principio de la estructuración de la unidad de la nación. Hasta ahora, la unidad se la ha conseguido con uniformización. Así lo hizo la Corona, así el Estado chileno del siglo XIX. Esto y aquello con la ayuda aculturadora de las iglesias cristianas. De ahora en adelante esta estructuración de la unidad se intenta a partir de los oprimidos y excluidos.

Elisa Loncón lo dijo con una claridad meridiana. Oigo una y otra vez sus palabras: “todos”, “todas”. Kom pu = “a todos/as”. Se dirige a “El pueblo de Chile”. Este pueblo incluye a los pueblos originarios, a las mujeres, a los LGBT, a los habitantes del territorio y de las islas, a los niños, y se proyecta más allá de las fronteras a las víctimas indígenas en otros países.

Muchos convencionales se veían confundidos. Ese día vieron solo a una mujer humilde vestida de indiecita que hablaba fuerte. Fruncían el ceño. La inquietud pudo ser creciente al oír un discurso en una lengua completamente desconocida. Ellos y la inmensa mayoría de los chilenos no sabe que en la escuela a los niños mapuche y aymara (es lo que me consta) fueron castigados por hablar su lengua materna. La intellectualité no tiene categorías para entender que esta es una pieza oratoria de máxima calidad no por la retórica, sino por su capacidad performativa para cambiar el rumbo histórico de un país. A lo más sabe inglés.

“Un saludo grande a todo el Pueblo de Chile”, dice Elisa. Sigue: “Es posible refundar Chile”. “Estamos instalando aquí una manera plural, una manera de ser democráticos”. Ella no rodea la Convención como amenazó hacerlo el PC y como han prometido hacerlo “Los amarillos por Chile” días atrás. “Una manera de ser participativos”. “Establecer una nueva relación”, “entre todas las naciones que conforman este país”. “Tenemos que ampliar la democracia”. Insiste en la idea: un “Chile plurinacional, intercultural”, como si hubiera leído a los autores que nuestros ilustrados sacan a relucir los domingos. Un país “plurilingüe”, demanda una lingüista, maestra de mapudungún que sufre con la posibilidad de la extinción de su lengua.

Esta colección de máximas proviene de un inconsciente colectivo. “Este sueño, es un sueño de nuestros antepasados”. No sabíamos que habían soñado con nosotros. Soñaron la unidad del país desde su reverso. Somos un pueblo mestizo que ha vivido negándose a sí mismo para poder ser reconocido entre las naciones occidentales. Pero no. ¡No estamos condenados a la alienación! Desde antiguo, ¿desde cuándo?, ha habido un pueblo que ha imaginado un tipo de integración que se logra con el habla, parlamentando y empeñando su palabra una y otra vez. (“Cúmplaseles la palabra”, fue lo único que dijo el papa Francisco en su viaje a Chile). Reconocer a quienes han sido negados puede ser en adelante la alternativa a las pacificaciones militares y jurídicas violentas con que se nos han unido en un solo país. Reconocerlos, reconocernos. “Este sueño se hace realidad”.

¿Se entiende lo que digo? ¿Se comprende de qué refundación se trata? Si no se capta la hondura espiritual del discurso de Loncón, los chilenos seguiremos repitiendo las mismas boberías. En ningún caso busca Loncón una venganza. Antes bien trata de una reconciliación pendiente. Lo revolucionario en su caso es intentar excluir la exclusión. En este país, “todos, todas” debieran tener un espacio en una tierra, planeta, cosmos compartido en justicia y paz, viviendo bien, en equilibrio (küme mogen)

Mañúm pu lamgen. Marichiweu, marichiweu, marichiweu.

Necesidad de des-sacerdotalizar la Iglesia Católica

Me parece que el problema principal de la Iglesia Católica hoy no es el clericalismo, sino la versión sacerdotal del catolicismo. El clericalismo es un problema moral. La organización sacerdotal de cristianismo, no. Esta constituye una dificultad estructural. Si la Iglesia Católica no estuviera organizada sacerdotalmente, no habría los abusos de poder de los clérigos que hoy tanto lamentamos y muchos otros problemas más.

Ordenación sacerdotal

Hay sacerdotes que no son clericales. No abusan de su investidura. Son ministros humildes, que caminan con sus comunidades y a su servicio. Aprenden del laicado y efectivamente lo orientan porque tienen la apertura necesaria para aprender de la realidad y de la vida en general. De sus prédicas nadie arranca porque tienen algo que decir.

Sin embargo, ellos no han sido elegidos por sus comunidades y, en consecuencia, no les deben rendir cuenta del desempeño de sus funciones. Los presbíteros, sacerdotes, ministros o como quiera llamárselos, son escogidos por otros sacerdotes y son ordenados por los obispos para cumplir una función. En este sentido, bien puede aplicárseles el nombre de “funcionarios”, aunque no guste. Son administradores mayores o menores, de una especie de multinacional, ¿la más grande del mundo?, que nada debiera tener que ver con la Iglesia de Cristo.

La Iglesia –que, como cualquiera organización humana, requiere una institucionalidad- necesita de estos servidores para cumplir tareas que van del anuncio de la Palabra a la administración de los sacramentos, pasando por la recaudación de medios para desarrollar estos servicios, para sostener obras educativas, de caridad y de justicia, y para la sustentación de sus propias vidas. Pero esta misma organización ha podido deshumanizar a su dirigencia. De hecho lo hace. ¿Necesita hacerlo en algún grado? En más de una oportunidad nos ha parecido que sí.

El caso es que en la Iglesia Católica actual es posible ser sacerdote sin ser cristiano. Suena duro, pero a esto hemos llegado. En los seminarios de las más distintas partes del mundo se forma gente para enseñar y administrar sacramentos, y para mandar personas. A su efecto, los formandos son sometidos a procesos de aculturación. Los seminaristas son romanizados. Son reformateados. Se los viste como curas para distinguirlos de los demás. Son eximidos de pasar por las experiencias fundamentales de sus contemporáneos, como ser la intimidad afectiva y la paternidad, y en el caso de los religiosos, además, por la obligación de cualquier persona de ganarse el pan.

Los sacerdotes son seres psicológicamente escindidos en la misma medida que son separados (“elegidos” por Dios) del común de los mortales. Ellos representan la separación Iglesia-mundo. Aquí la Iglesia (“sagrada”), allí el mundo (“profano”). En tanto esta separación se acentúa, son incapacitados para entender lo que ocurre y para guiar efectivamente a un pueblo que progresivamente los considera irrelevantes. Las prédicas de muchísimos de ellos son un fracaso de principio a fin. Incluso la doctrina de la Iglesia Católica, en más de un aspecto, proviene de gente que parece carecer de la raigambre epistemológica necesaria. Muchos, especialmente los jóvenes, la consideran una rareza. El caso es que, los mismos sacerdotes, divididos interiormente, bipolarizados, terminan por reventarse. Tal vez los curas clericales logran sortear este peligro. Pero seguramente al precio de una deshumanización que no puede ser voluntad del Dios que, convertido en un ser humano auténtico y el más auténtico de los seres humanos, nos humaniza. Jesús fue un laico que supo integrar en su persona la realidad en sus más diversos aspectos, una persona humana que nos divinizó porque nos laicizó. ¿Quién puede explicar que se lo haya convertido en un Sumo y Eterno sacerdote?

La Iglesia Católica no necesita solucionar el problema del clericalismo. Necesita, en primer lugar, des-sacerdotalizarse. En la Iglesia se han dado y se dan versiones no sacerdotales del cristianismo: el monacato, la religiosidad popular latinoamericana, el 70% de las comunidades de la Amazonía sin sacerdotes, las iglesias evangélicas pentecostales y otras. Todas estas versiones tienen problemas propios. Unas son más sanas, “más cristianas”, que otras. La versión sacerdotal del cristianismo se ha convertido en una expresión patológica del mismo.

Los ministros de la Iglesia Católica –que lamentablemente no dejan de ser llamados “sacerdotes”, como lo quiso el Vaticano II- debieran ser elegidos, formados e investidos de poder para conducir a las comunidades gracias a procesos en los que pueda controlarse que han llegado a tener la autoridad necesaria para desempeñar un servicio de este tipo. La autoridad, en la Iglesia de Cristo, debiera provenir, en primer lugar, de una experiencia personal del Evangelio. Las autoridades tendrían que, como testigos, poder anunciar con convicción que Dios es digno de fe y que la Iglesia misma puede constituir el Evangelio en el mundo de hoy. La Iglesia Católica necesita ministros que sean cristianos, antes que funcionarios de una organización sacerdotal internacional gestionada por una clase que se elige a sí misma y que carece por completo de accountability ante el Pueblo de Dios.

El Simposio sobre el sacerdocio que se realiza estos días en Roma será seguramente inútil. El establishment es invulnerable. En el mejor de los casos esta reunión será solo un primer paso para salir del atolladero. Lo será si, en vez de constituir una prédica moralizante a curas clericales, inicia la desconstrucción de la versión sacerdotal del catolicismo que, por angas o por mangas, impide la transmisión del Evangelio.

Tradición vs conservadurismos

Dos son hoy las formas de negar la historia: el tradicionalismo y el refundacionalismo. El tradicionalismo degrada tradición. El refundacionalismo, unas veces la abomina, pero otras no. El país, en el momento agita que vive, depende por entero del ejercicio de su tradición.

El tradicionalismo es antónimo de la tradición. Si la tradición consiste en invocar el pasado como un acervo de experiencias exitosas y fracasadas, el tradicionalismo pretende aplicar en el presente antiguos logros, queriendo hacerlos valer para todos los tiempos y lugares. El tradicionalismo incoa una negación de los ensayos con que los seres humanos han salido adelante para superar las adversidades de la vida. Es serio. No está para juegos ni experimentos. Demoniza la creatividad. Mistifica la repetición, el rito tal cual, enfrenta al futuro como un enemigo y ama un instante histórico, pero no el arrojo del ser humano. Pues niega que esas costumbres que idolatra tuvieron un pasado, que hubo un tiempo que las antecedió y que pudieron ser consideradas mejores porque las hubo peores y se hacía necesario superarlas.

El refundacionalismo, en cambio, tiene dos versiones, una desprecia la historia sin más y otra la aprovecha. Una es reformista, la de Elisa Loncón, y otra revolucionaria, la de la Resistencia mapuche lafquenche. Cuando Loncón en su discurso de instalación de la Convención habló de refundación precisó que su intención era hacer de Chile un país plurinacional. Los grupos mapuche radicales, en cambio, recurren a la violencia para expulsar del Wallmapu a los huincas. Ambos refundacionalismos rechazan los relatos que negaron a un pueblo, que lo despojaron de su honra y de sus tierras. El primero es reformista porque pretende cambiar los fundamentos de la sociedad, aprovechando algunas de las piedras en que se basa y agregando otras nuevas. El revolucionario, en cambio, como pariente del tradicionalismo, busca volver a una situación histórica anterior sin medias tintas.

La situación en Chile es más o menos esta. Estamos en un momento extraordinariamente importante. Peligroso, pero también apasionante.

La gesta de la redacción de una nueva constitución es del tipo reformista. Es comprensible que haya gente que se asuste con la palabra refundación. Le da miedo que se piense comenzar todo de nuevo. Aún se puede ver el video de aquel discurso de Loncón. Todos aplaudían, menos los que probablemente han preferido seguir con la constitución del ochenta. ¿Se justifica este miedo? Parece que no, aunque en algunas materias puede que sí. Nuestros representantes tienen la magna tarea de hacer historia en vez de negarla. Ellos/ellas han de abrir un futuro en base a un pasado que no se puede despreciar del todo, atendiendo las demandas de verdad y justicia. Una casa, diría Jesús, no se puede edificar sobre arenas. Ayudará al éxito de la empresa saber que el texto del plebiscito de salida, como el de las anteriores constituciones, ha de ser provisorio. Siempre será posible enmendarlo.

En otras palabras, estamos en la hora de la tradición. Bajo el respecto político, la tradición honra la historicidad del ser humano. Ella no consiste, como hace el conservadurismo, en despreciar el cambio institucional en nombre de un pasado de museos. El tradicionalismo conservador, en nombre de la historia, traiciona la historia. La tradición, en cambio, conjuga los tiempos en el tiempo. Trata de la entrega de las instituciones y costumbres, de la experiencia acumulada de humanidad, del bagaje de éxitos y fracasos, de ciencia y de ignorancia, que hacen unas personas a otras con el anhelo de que estas tomen lo que les sirva. Lo que convenga, sí. Lo que no, no.

La tradición es arte de libertad. Ella espera que alguien la haga suya a modo suo. Bajo el respecto generacional, en su virtud las chilenas/os mayores han de renunciar a ser indispensables. Sus hijos/as no pueden convertirse en fotocopias de sus vidas. A su vez, libremente estos deben rechazar imposiciones y obligarse a sí mismos a recrear, a reinventar, a resetear el mundo como si de ellos dependiera su viabilidad. Para ser protagonistas (“primer” y “luchador”) de la vida, para hacer que el país llegue a ser sí mismo y evite repetirse, la práctica de su tradición es el camino.

Colaboración entre generaciones

Presenciamos un acontecimiento impresionante: el país será gobernado por una generación de jóvenes. ¿Con qué actitud asumimos los viejos algo así? Hagamos cuenta que, en esta relación, nosotros podemos ser una ayuda, pudiendo ser un problema. Miremos.

Ante todo, debemos distinguir nuestra filiación política del asunto en cuestión. Cuesta hacerlo. Cuesta aceptar a jóvenes por quienes no se votó. Muchos los veían desde la vereda de enfrente. Pero no se trata aquí de convertirnos a las ideas políticas de la generación que nos gobernará. El asunto es que nos gobernarán y que, no por una razón utilitaria, sino por el mero hecho de ser jóvenes, merecen de nosotros los mayores cariño en vez de envidia. La nueva generación nos regenera. Moriremos, pero un poco después de lo calculado.

¿Qué más? ¿Qué necesitan de nosotros? Humildad, ciertamente. Ellos/ellas también debieran ser humildes. Si no lo son, nada impide que lo seamos los mayores. Necesitarán además nuestro orgullo, sentirnos orgullosos como los padres y madres que quieren que sus hijas/os sean mejores. Son nuestros. Cometerán errores. Los están cometiendo. No importa. Los cometimos nosotros, era que no. Les criticaremos con cuidado. El país nos seguirá perteneciendo a todos. La crítica intergeneracional es indispensable. Solo así se adquiere el conocimiento que facilita la colaboración en la misma tarea. Requieren nuestra humildad, orgullo, corrección cuidadosa, perdón, alegría, paciencia, espíritu de colaboración, magnanimidad, en una palabra, amor, del amor que construye subterráneamente la “polis”.

Esto exige evitar la actitud de los veteranos que se las saben todas. El “siempre se ha hecho así”. “Este asunto ya se trató hace veinte años y lo resolvimos asá”. “No quieran inventar la pólvora”. Estas afirmaciones, además de odiosas, son equivocadas. Nunca, jamás nunca, los problemas son los mismos.

Algo extraordinariamente nuevo y positivo está ocurriendo en el país y, para verlo, no hay que perderse en el bosque de dificultades de todo tipo. La violencia en sus múltiples versiones es una de ellas. Esto no obstante, el país vive un momento espectacular: emergencia de los pueblos originarios, liberación de la mujer, expectativas varias de justicia social y redacción de una constitución que encauce estos inmensos valores. ¿Tendríamos las y los mayores fuerzas suficientes para sacar adelante estos progresos en humanidad tan grandes? No tantas como la nueva generación. Vamos perdiendo la chispa, “chispeza”. Felizmente no encabezaremos estas verdaderas revoluciones culturales.

Ellos/ellas tienen más energía que nosotros, pero no tanta como para cargar con nuestras zancadillas. Tienen pila, ganas, pero aún nos requieren: han de satisfacer las demandas sociales que el país ha levantado, en tiempos de pandemia y de inminente catástrofe eco-social. ¿Algo más?

¿Podrían cambiar el modo de hacer política? No creo que mucho. Se trata de un arte antiguo lleno de pillerías difíciles de evitar. La sociedad, y sobre todo la prensa, han de ser críticos con los nuevos gobernantes. No les pueden dejar pasar sus yerros. Por otra parte, tampoco podemos engrosar las filas de las masas contra los políticos. Las dictaduras están a la vuelta de las esquina. Hay grandes naciones que no son democráticas que querrán hacer valer su ideología política. ¿China? La democracia norteamericana tendrá que resistir la reemergencia de Trump, el personaje más peligroso del mundo.

Pedimos respeto a la nueva generación. Si no lo conseguimos, damos por fracasada la educación que le dimos. ¿De qué serviría que los jóvenes mejoraran sus puntajes, accedieran a las universidades, se jactaran de sus cartones y nos gobernaran si nos menosprecian?

En suma, que les vaya bien. Punto. Cuenten con nuestra esperanza. Con nuestra esperanza, colaboración, buenas vibras, experiencia y cualquier cosa en que pudiéramos ayudar.

Declive de la Iglesia Católica en Chile

En muy pocas décadas la crisis de la Iglesia Católica en Chile puede conducir a un catolicismo muy diferente del que conoce la actual generación. Pero es imposible saber si la caída del número de sus miembros y la erosión de la jerarquía eclesiástica se traducirán en un nuevo tipo de cristianismo.

La Iglesia Católica ha experimentado una disminución de sus miembros impresionante. Solo en los últimos 15 años los católicos son prácticamente un tercio menos. Lo que las encuestas no pueden medir es qué está ocurriendo en el corazón de cada católico/a, y probablemente tampoco estos lo sepan con exactitud. ¿Alguien puede excluir que haya personas en quienes, en este contexto, ha crecido la preocupación por el prójimo y la paz del mundo? Si así fuere, el panorama no es necesariamente tan malo. Esto puede ser germen de otra versión de la Iglesia. Las hubo en el pasado. La tradición monástica, por ejemplo. Las hay en el presente, las varias familias protestantes. Otro ejemplo.

Las causas de la caída, según parece, son varias. Una, y probablemente la principal, es el acelerado proceso de secularización. Muchos connacionales no necesitan de la religión para ir adelante en la vida. La ciencia y la técnica hacen más “milagros” que la fe y los santos. Por lo demás, ¿qué misa puede serle a los jóvenes más profunda que una buena conversación por celular? También debe influir el anacronismo de las instituciones católicas. Las vestimentas y las ceremonias religiosas, sobre todo las más solemnes, parecerán esotéricas incluso a la gente mayor. Otro motivo del declive es la concentración absoluta del poder en la jerarquía eclesiástica. Laicos y laicas no participan en ninguna decisión importante en su Iglesia. No eligen a sus autoridades. Estas tampoco les dan cuenta (accountability) de su desempeño. Y, como si lo anterior fuera poco, los abusos sexuales del clero y su encubrimiento ciertamente han podido provocar una estampida.

Sean estas y otras las razones, es un dato duro la disminución de los ministros. Las congregaciones religiosas femeninas se apagan, los seminarios y noviciados se vacían, y muchos curas dejan el sacerdocio. El caso de los sacerdotes merece una atención aparte. Si pasa por ellos la estructuración de la Iglesia y ellos inciden poderosamente en la experiencia de Dios de las personas, su mengua tendrá un enorme impacto. Pero, aun en el caso que la escasez de obispos y presbíteros se revirtiera, hay un problema de fondo. La versión sacerdotal de la Iglesia se agota. Tal vez surjan otras versiones. Estas exigirían distintas modalidades de eclesialidad, nuevos tipos de líderes e innovaciones en las maneras de formarlos. Este punto es clave.

El seminario tridentino actual, aunque con importantes modernizaciones, continúa formando aparte a sus líderes. Los separa de la gente, de su sentir, de sus modos aprender y de padecer, e instala en ellos una distancia entre lo sagrado y lo profano que han de representar y ejercitar. El Concilio Vaticano II abrió la posibilidad de formar de otras maneras a sus autoridades. Se ensayaron nuevas modalidades, pero el gobierno de Juan Pablo II frenó las innovaciones, mejoró el seminario del concilio de Trento y ordenó sacerdotes a personas que volvieron a considerarse superiores a los demás. El mismo Vaticano II impulsó un progreso en materia de crecimiento humano, intelectual y espiritual de los seminaristas, pero no desmontó el sistema de separaciones estructural que pone de un lado y otro a la Iglesia y el mundo, a los clérigos y el laicado, escisiones que alojan en la psiquis del sacerdote y le hacen vivir con un estrés complicado de soportar.

En Chile la crisis de la Iglesia Católica es enorme en relación a los otros países latinoamericanos. Además de la caída inédita en la pertenencia religiosa, también el desprestigio de su dirigencia es incomparable. Todo indica que la iniciativa ahora la tienen los laicos y laicas que crean que una tradición de humanidad de dos mil de años todavía puede inspirar la creación de comunidades cristianas, con nuevas autoridades, con renovadas formas de caridad y de lucha por la justicia a través de las cuales las personas recreen una fraternidad universal.

Transformaciones culturales de grandes proporciones

El país asiste a transformaciones culturales extraordinarias. Es de ver que el uso de los celulares, la internet y otros recursos electrónicos nos están cambiando la vida de un modo difícil de evaluar, aunque evidente de suponer. La toma de conciencia de la crisis eco-social, otro ejemplo, ha comenzado a modificar nuestras costumbres de un modo importante.

Algunos movimientos deben considerarse revolucionarios. En cosa de décadas, Chile ha experimentado una lucha por la reivindicación de la dignidad de las mujeres y numerosas iniciativas por darles la participación que merecen. La superación de las trabas culturales y jurídicas que las han mantenido atadas a formas de vida androcéntricas y patriarcales nos están beneficiando a ellas en primer lugar, y a todos en última instancia. Muy cerca de esta revolución, de su mano, el reconocimiento de la diversidad de géneros enriquece a un pueblo machista.

También es revolucionaria la aparición en público de pueblos originarios -algunos de los cuales se los daba por extintos-, con sus diversas espiritualidades y su amistad cósmica. Ellos han puesto en jaque el provincianismo chileno, enriqueciéndonos como no lo esperábamos. Los oprimidos levantan la cabeza. Los blancos y los blancuzcos la bajan.

No puede llamarse propiamente revolución, pero hay fenómenos como la politización de los jóvenes que auguran un recambio de la clase gobernante muy positivo. Los mayores creímos ser una mejor generación, los ninguneamos por “no estar ni ahí”. Estaban ahí, allí. Ahora están acá con vigor, entusiasmo, sacudiendo anquilosados modos de ver las cosas y de hacerlas.

Es evidente que esta revolución poliédrica tiene externalidades. ¡Qué fenómenos así pudieran no tenerlas! Los efectos secundarios habrá que mirarlos con atención y controlarlos. Pero no hay que perderse. Lo primero es lo primero.

Estos tres acontecimientos de tinte revolucionario exigen definiciones. Piden sumarse como a causas que reclutan simpatizantes y colaboradores. Hasta ahora hemos podido observarlos como espectadores, asustados algunos, curiosos otros. No se puede permanecer impávidos. Es preciso involucrarse.

Sumarse es más difícil, pero también más importante, para gente mayor, los mestizos, los varones y los heterosexuales. ¿Cómo lo hacemos? Se requiere antes que nada invocar el “pathos” de humanidad que se nos dio el día que abrimos un ojo para ver que compartimos con el resto una fraternidad fundamental que requiere toda una vida para concretarla. Podemos disputarnos la vida, pero hemos sido llamados a llevarnos y a mejorarnos unos a otros. Em-pathía, en vez de anti-pathía y a-pathía. Hermandad, en vez de fratricidios. Estas son las claves, y las conversiones pendientes.

En el horizonte asoma la deseada unidad en la diversidad que esperamos acabe con las exclusiones. Algo muy hermoso cuaja en el país. Navegamos en aguas turbulentas, pues las revoluciones son así. Pueden acabar mal. No son broma. Lo importante es que conduzcan a un nuevo sentido común y a las instituciones que lo encaucen y lo enseñen.

La incesante novedad Cristo

Otra vez Navidad. ¿Otra vez? No. El nacimiento de Jesús es una parábola que nos pide barajar el cosmos con la esperanza de mejorarlo.

Los evangelios son un conjunto de parábolas. Las parábolas son cuentos que apelan a cualquier ser humano. Demandan una conversión, nos invitan a compartirnos con los demás. Creer en Dios equivale a creer en el amor y amar.

La parábola del Buen Samaritano demanda un amor por el prójimo que cuestiona al establishment sacerdotal. Tampoco un ateo puede excusarse de atender a un hombre asaltado por ladrones y a la vera del camino. Está obligado a tomar una decisión. ¿Puede alguien no conmoverse con la historia de una persona que recoge a un desconocido, cura sus heridas y le paga el hostal donde habrá de convalecer? Hay personas insensibles, sí. Pero si alguien siente compasión por su semejante, si cree que es responsable de él, debe ayudarle. En vez, abandonarlo, se lo llame así, se lo llame asá, es un pecado que conduce al fracaso de la humanidad. Las parábolas son hermosas porque abren las puertas del cielo.

La del Hijo pródigo, otro ejemplo, pide a mujeres y hombres ir más allá de sí mismos. Un padre perdona por igual a un mal hijo y al hijo que se cree mejor que su hermano. El padre de la parábola es más grande. Su amor quiebra la lógica. Representa a Dios, obvio. Pero más que exigir una confesión de fe religiosa, insta a una praxis trascendente. No somos fatalmente chicos y calculadores. Es posible vivir en otro registro, uno muy superior, uno que sabe a definitivo. Estas y otras parábolas indican que no es necesario ser cristiano para ser cristiano.

Digamos que casi no es necesario. Para serlo se necesita creer que los evangelios en conjunto constituyen una sola parábola, el relato, la narración o la imaginación del triunfo de Cristo en la historia y sobre el cosmos. Cada una de ellas apunta más lejos. El cristianismo, que comenzó en Navidad, principia la realización de todo aquello que empezó con el Big Bang. El nacimiento de Jesús, la fe de María y de José, es algo así como la somatización de Dios. El niño es Dios hecho cuerpo, “soma”. La Encarnación incorpora, hace cuerpo, la eternidad. No nos hundiremos para siempre. Un niño horada la noche como una estrella. Desde entonces lo real se hace realidad. Hasta entonces, todo estaba pendiente.

El cristianismo, cristianas y cristianos, la Iglesia no obstante la Iglesia, no es la repetición anual del ciclo de los ciclos, sino una apelación a la creatividad del ser humano. Es algo siempre nuevo, original, un lanzazo en la rutina que nos repite, que nos negocia, que asfixia y mata. Que desenmascara las religiones que sacrifican seres humanos para contentar a divinidades, y a beatas y beatos, envidiosos de la humanidad.

Jesús es la somatización de un Dios que no necesita esclavos. Su Padre confía en el ser humano, lo pone en manos de sí mismo y lo recoge como a un pequeño cuando se cae. Es un Dios que tienes las rodillas peladas de tanto agacharse. Año tras año la Navidad nos inventa. El cristianismo es la fantasía de un nazareno que nos llena de esperanza cuando parece que solo quedan motivos para desesperar. El cristianismo es una parábola del Cristo/Crista que nos da otra oportunidad.

El voto católico

Dentro algunos meses el país será gobernado por Boric o Kast. No hay otra alternativa. Siempre será posible votar blanco, nulo o no ir a votar. No faltarán argumentos respetables para sustentar estas posibilidades. Pero el votante, a propósito de la disyuntiva principal, favorecerá a uno o a otro.

La elección en curso es un asunto eminentemente ético. Pertenece al ámbito de la ética política. ¿Qué votar? ¿Qué debieran votar los católicos?

En razón de su credo, los católicos están obligados a argumentar su decisión a la luz de la fe de la Iglesia. Esto no significa que hayan de aplicar tal cual la enseñanza eclesial. Tampoco un papa tiene autoridad para decirle a un católico qué tiene que votar. Si lo hiciera, se extralimitaría en su función. De acuerdo al concilio Vaticano I, nadie puede invocar su fe para eximirse de pensar o saltarse el escrutinio de los demás. Esto se llama fideísmo. Es una herejía. El católico debe tener muy en cuenta las enseñanzas morales de su Iglesia, y oír al papa y a los obispos si estos decidieran dar una opinión política general, pero debe actuar con libertad y en conciencia. Su obligación primera es discernir y apostar por la mejor alternativa. Apostar, porque para los cristianos la historia está abierta. Nadie puede saber a priori qué será lo más conveniente. El voto libre y responsable conlleva siempre esta incógnita.

Ante la inminencia de la próxima elección presidencial, católicos y no católicos han de considerar en su decisión una serie de valores: importancia de la propiedad privada, el cuidado de los migrantes, la garantía de derechos sociales, la igual dignidad de la mujeres, el reconocimiento de las diferencias de género, la obligación de justicia para con los pueblos originarios, la preservación de la paz social, el pleno respeto de los derechos laborales, el cuidado de la casa común y de los otros seres vivos, y otros tantos valores. Pero ninguno de estos puede ser enarbolado como si fuera más importante que todos los demás. No debiera serlo la justa distribución de las aguas o de las viviendas. Tampoco la protección de vida desde la concepción hasta la muerte. Porque estos, aun siendo valores de primerísima importancia, han de ser salvaguardados políticamente, es decir, de acuerdo a la democracia; conforme a la constitución y las leyes que el candidato ganador tendrá por cargo servir.

En definitiva el voto político responsable para quienes son católicos y los demás tiene dos caras. Una es la viabilidad. ¿Qué candidato ofrece al país mejores posibilidades de acabar su período sin desmoronarse? Aunque sea por instinto, los electores han de hipotizar un éxito gubernativo de mediano plazo en base a una evaluación de pros o contras. Y, la otra, la vigilancia del bien común. Pues, en lo que estamos, hay una sola opción inmoral. A saber, votar por privilegios personales, por intereses colectivos restringidos o de religión.

Pero para que el católico actúe como cristiano, debe introducir en su juicio una diferencia. Ha de considerar en primer lugar a aquellos que Jesús llamaba “los últimos”: los enfermos, los sedientos, los desnudos, los encarcelados, las mujeres, quienes entonces eran despreciados y marginados. Hoy diríamos las personas que sufren porque para ellas no alcanza o no se reconoce su dignidad. Solo con una opción por los pobres el voto cumple con el deber del bien común y de hacer viable al próximo gobierno.

Hacia una refundación religiosa de Chile

Por los años cuarenta del siglo pasado Alberto Hurtado escribió un libro: ¿Es Chile un país católico? Título provocador. Se le vinieron encima. ¿Qué le preocupaba? La mala calidad del catolicismo chileno y, particularmente, la injusticia de la oligarquía.

Templo Bahai

¿Es deseable que Chile vuelva a ser un país católico? De ninguna manera. El país cambió. La Iglesia Católica dejó de ser mayoritaria y el Concilio Vaticano II le impuso no ser proselitista. El pentecostalismo se consolidó. Las otras iglesias y comunidades cristianas salieron a la luz del sol. Judíos y musulmanes encontraron por acá un espacio amistoso. Unas gotas de budismo también gustan. Comienza a ser valorada la naturaleza espiritual de las culturas originarias. En suma, Chile ha enriquecido su acervo religioso.

Pero, ¿es la religiosidad chilena vigorosa? Está por verse. Las religiones tienen delante un desafío sin precedente. Deben ahora alentar a una humanidad al borde de un colapso diluviano. Los cambios que hemos de hacer para revertir el curso a una catástrofe medio ambiental necesitan inspiraciones espirituales. Los diversos credos y formas de relación con la divinidad debieran dejar atrás mezquindades y particularidades esotéricas, y cooperar a la salvación del planeta. Urge trascender, ir más lejos, ir más adentro. Aun cuando no seamos capaces de frenar la emisión de los gases de efecto invernadero y neutralizar sus peores efectos, las religiones, los místicos y los chamanes han de acompañarnos en morir y extinguirnos. Pues estos, y no los gobiernos ni la ONU, deben enseñarnos cómo se vive cuando la muerte quiere devorarnos de una vez para siempre.

Chile tiene la fortuna de contar con pueblos originarios que saben cómo localizar al ser humano en un cosmos que, a pesar nuestro, aún nos ama. Las espiritualidades nativas hacen que sus gentes aprendan que el planeta les pertenece no menos de lo que ellas pertenecen al planeta. ¿No es algo así lo que han perdido las grandes religiones monoteístas? Sus representantes, hasta hace poco, han presentado a la Convención constitucional una carta para asegurar la libertad de conciencia y la libertad religiosa. Ahora último los líderes cristianos, musulmanes y judíos han sumado voces de pueblos originarios. Son pasos inéditos, muy auspiciosos. Los chilenos tendríamos que celebrar la pluralidad religiosa y reivindicar la índole espiritual de las culturas indígenas.

Las relaciones políticas de las religiones con el Estado están en tabla. El año veinticinco se consagró la separación de la Iglesia Católica y de la República. Este logro constitucional favoreció el pluralismo. Una constitución con pretensión refundadora tendría que hacerse cargo del tema religioso. A una constitución no se puede pedir mucho, pero sí un mínimo. Con muy poco se conseguirá algo importante. Bastaría con que la constitución del veintidós confirme estos derechos, tan propios de la modernidad, y respalde las actividades interreligiosas que favorezcan la justicia, la paz, la diversidad y la alegría. Ayudas pueden ser muchas, distintas al financiamiento de las iglesias. Pues las religiones representan a dioses, espiritualidades e inspiraciones gratuitas por excelencia.