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Chispazo crístico

Navidad: Jesús, ¿de nuevo o de vuelta?

“De nuevo” tiene algo de repetitivo. Es como si nos tocara otra vez más el mismo tema. Quizás por esto el Viejo Pascuero le ha ganado protagonismo a Jesús. El Pascuero al menos trae regalos inesperados.

Luminarias, luces que se encienden y apagan. Feliz pascua. Pascua feliz para todos.

¿Han oído hablar de los chispazos crísticos? Son como los cometas, las noches sin luna. La luna no deja verlos. Apaga también las estrellas. La Navidad oculta a Cristo.

¿Cómo es un chispazo crístico? Son sumamente originales, únicos para cada persona. Los de unas personas son parecidos a los de los demás, pero no son iguales. Son sorpresivos, fugaces. Parecen destellos mínimos de la imaginación, pero dejan huella en el alma, flash de celulares.

Vivimos tiempos de contaminación lumínica. Todo, o casi, funciona con electricidad. Semáforos, pantallas, matazancudos.  Saturación visual hasta el enceguecimiento. Mariposas que rodean ampolletas.

La Navidad conspira contra Jesús. Algunos pesebres recuerdan al Cristo humilde, luz de las naciones. Algunos, muy pocos. Cristo es como un meteorito en los tranquilos cielos del campo. La Navidad es pura agitación. Velocidad y luz. Luz hasta el cansancio.

¿Conoces el campo? ¿Recuerdas una noche, noche? ¿No?

Es que no conoces la luz verdadera. Cristo. Un rayo en la oscuridad, un latigazo en el corazón. Electrifica. Quienes han salido vivos del infarto que provoca Jesús se han vuelto adictos a un amor que no es de este mundo. Nunca más fueron los mismos.

¿Cómo es Cristo? No lo sé del todo, pues siempre se me escapa. Lo sé para mí, pero no para ti. Si te interesa, arranca de la Navidad. Búscalo en otra parte. Lo hallarás en las sombras, no en la ciudad, jamás en un árbol de pascua. Sí sé que, si se trata de Jesús, raja el cielo de lado a lado para calentar la noche de los desesperados, lo raya como con tiza.

¿Esperas algo? El chispazo crístico se anhela, aunque puede que nunca llegue. Regresa para los que están atentos, para los demás no. Vuelve, pero nunca el mismo. Te enciende, te cambia, te mejora. Pero cuidado con esperarlo para Navidad. Regresa impredeciblemente cualquier día del año a horas indeterminadas. Déjale la Navidad al Viejo Pascuero, entra en su juego, regala al que te regala, pero distingue lo fundamental de lo secundario.

Quien está por venir se parece más a los pobres, huele a ovejas, pero no se puede descartar que se te aparezca en un rico. ¿Por qué no? ¿Y si un rico cambia y cree? No hay nada imposible para Dios, dijo la Virgen cuando el ángel Gabriel le anunció que sería la madre el Mesías.

No hay arreglo, pero sí acomodo

No es del todo claro, pero se vaticina el fracaso del segundo intento por aprobar un nuevo texto constitucional. Lo afirman los políticos, los expertos y las encuestas. Seguimos atascados.

Supongamos que en verdad tenemos un problema jurídico constitucional. Algo hay que hacer. Sería una irresponsabilidad dejar las cosas como están. Es imperioso cerrar este capítulo.

Propongo sacar ideas de las experiencias de la vida. ¿Cuáles?

En la vida hay problemas que no tienen solución. Son dificultades de diversa índole. Existen personas que nacieron sordas. Otras, que perdieron la vista. ¿Cuántos matrimonios han fracasado para siempre? La traición de un amigo difícilmente tiene reparación. “Pérdida total”, se dice de un auto destrozado en un accidente. El auto puede dar lo mismo, pero no para un taxista que no tenía con qué pagar un seguro, endeudado con la compra de su instrumento de trabajo y sin ilusión de conseguir otra pega. ¿Hay pérdidas totales? Sí, las hay.

En algunos casos, sin embargo, aunque la dificultad en sí misma sea insuperable, es posible encontrar un acomodo. Hemos visto avenencias entre esposos que facilitan la constitución de una relación con una tercera persona. Segundos matrimonios pueden ser muy buenos, sobre todo si las personas han aprendido del fracaso del primero. Existen prótesis para los mancos, audífonos para las personas sin audición, bastones para los ancianos, etc. No siempre se da con una buena solución. Pero tampoco es raro el caso en que, porque nos vimos forzados a hacerlo, ingeniamos una salida. El “alambrito” para reparar un vehículo es un buen ejemplo. La vida, como reza un cartel en una fuente de soda en Estación Central, “Es más maña que fuerza”.

Días atrás, debió ser el sábado, leí una columna de Jorge Correa Sutil que me resultó inspiradora. El constitucionalista, ante un fracaso inminente para el próximo diciembre, ofrece una batería de ideas que pueden ayudar a salir del atolladero. Correa ve necesario que el país zanje el tema pronto. Pues bien, entre la salida que plantea Correa y los ajustes que hacemos en la vida común y corriente, opera el mismo principio que nos puede indicar por dónde seguir.

Estamos en una tercera etapa. La primera es la de la Constitución del 80. La segunda, la de la Constitución del 80 enmendada por la clase política y sancionada simbólicamente por el ex Presidente Lagos. La tercera es esta que nos tiene empantanados, pero no impedidos de resolverla. Ya se ve que los plebiscitos no nos han ayudado a zafarnos. Entonces, el Parlamento tendría que recurrir a su propia experiencia y a la sabiduría de personas cuyas vidas parecen carrera de vallas. Todavía se puede mejorar la Constitución que tenemos y seguir adelante. Sería necesario realizar un acto colaborativo y enérgico para acordar enmiendas fundamentales, mínimas.

Debe recordarse que Senado significa consejo de ancianos. En la Antigüedad, también en nuestra época, la voz de la gente mayor tuvo, y puede tener, un peso decisivo. Es la hora de los sabios. Ojalá lo entiendan los jóvenes idealistas. De los puritanos de derechas y de izquierdas se puede esperar poco, pero este poco también servirá. No hallaremos una solución definitiva, pero con buena voluntad se puede inventar el acomodo.

El alma de un deportista

El deportista siempre triunfa, siempre. En su vida los triunfos son muchos y cotidianos, pero uno de ellos es el más importante.

Despejemos la posibilidad del triunfo fraudulento. Recuerdo en el colegio a Rene agazapado tras unos arbustos, escondiéndose del profesor de gymnasia, para capearse una vuelta del cross country. Mi amigo Chuleta arreglaba el reloj cuando íbamos perdiendo en el baby. En el doping han caído los mejores. Trampas o malas artes son muchas.

Los verdaderos triunfos son otros. Haber llegado a primera división en el fútbol, por ejemplo. “Este equipo no le gana a nadie”, decía un hincha de Deportes Temuco en las gradas del estadio de La Calera, sentado en la tribuna con una bandera entre sus piernas. Pero esos futbolistas habían triunfado en segunda.

Hay otro tipo de triunfos: el deportista supera marcas, aguanta las malas caras del entrenador y asume la soledad del atardecer en la cancha. Nadie más que él/ella sabe de estos sacrificios, de las nauseas del rendir al extremo. ¿Me equivoco?

La misma disciplina es cosa de varios triunfos en un mismo día. El/la deportista tiene milimétricamente calculados en la agenda los ratos que dedicará a entrenar. Si alguien lo tienta con cualquier entretención, le responderá que no. Su vida es austera. El deporte es un juego, pero no un divertimento. Por eso los deportistas pueden resultar tediosos a personas amantes del tiempo libre. Invitas a un nadador a una fiesta, este va, pero vuelve a su casa a dormir justo cuando la cosa se pone buena. Pololea, pero con los minutos contados. Pololea normalmente con otra deportista. Se recomiendan un kinesiólogo. No tienen otros temas, no se aburren: están siempre soñando con ganar. Vencerán, porque son ordenados y perseverantes.

Otro triunfo más es la indiferencia a la opinión pública. Ir a jugar básquetbol a una ciudad rival no es broma. Amedrenta. Un deportista no puede acoquinarse ante los insultos de los hinchas del equipo rival ni por los comentarios de la prensa.

Pero el triunfo más grande de todos es de otro orden. A saber, vencerse a sí mismo/a en un doble sentido: primero, triunfar cuando se es derrotado. Nada abate al deportista. Si lo derriban, se alzará de la lona. Pierde, pero sabe que la próxima vez vencerá a su vencedor. Se recupera. Perdió, pero su corazón está entrenado para superar la pena y volver a latir.

En un segundo sentido, el deportista triunfa sobre el triunfo. Nada lo corrompe. Las medallas, las copas, los aplausos de la galería lo conmueven, pueden sacarle lágrimas, pero si es deportista, un verdadero deportista, no se duerme en los laureles. Pues el deporte es un juego, gana el que juega y juega el que juega. Punto. La libertad es su obligación. Dicen que vieron a un atleta vender las preseas en el Mercado Persa para comprar Calorub.

Al deportista solo le importa la eternidad. Su existencia es trascendente: gana cuando pierde, gana cuando gana.

Refundación espiritual de un país

Se descartó la idea de una refundación del país, pero conviene reponerla al menos bajo el respecto espiritual.

Desecho un posible malentendido. No me refiero a una recristianización. Tampoco a una convergencia entre las religiones. Estas encausan la espiritualidad humana, pero no la agotan. La espiritualidad tiene también otros modos de expresarse.

¿De qué hablo? Entiendo lo espiritual como una capacidad de trascender. En la vida humana existen asuntos trascendentes e intrascendentes. La intrascendencia no puede ser despreciada. Amplias áreas de nuestra existencia se despliegan de un modo automático, divertido, irrelevante o sin mayores compromisos.

Trascender, en cambio, tiene que ver con mirar lejos y con conectarse interiormente. Las dos cosas: es un movimiento consistente en tomar distancia y en achicar la distancia. ¿Cuál es el objeto que observar? Todo, pero como si en este todo hubiera relaciones fundamentales sin las cuales la vida personal y colectiva se vendría guarda abajo. Trascender es ser capaz de crítica y de autocrítica. Es cargar con los demás cuando apenas se tienen fuerzas para cargar consigo mismo. Es también idear las vías de una convivencia con los otros, amigos o adversarios.

¿A qué voy? La pregunta por la refundación del país al más hondo nivel nos precede y tendría que seguir inquietándonos. Se trata de una pregunta incesante. Hoy observamos una performance democrática del país que no sabemos cómo terminará. Comenzó el 2018, seguirá el 2024. El caso es que, si en diciembre gana el Rechazo, la pregunta seguirá siendo la misma. Si gana el Apruebo, la pregunta tendría que continuar quitándonos el sueño.

El asunto de aquí al plebiscito de diciembre es interiorizarnos con lo que “nos” está pasando, no solo a “mí”, sobre todo a “nosotros”. No basta con tratar de saber “qué” está ocurriendo.  Cualquier información que ayude a entenderlo puede servir. Es necesario tener conocimiento de lo temas y de lo que sucede. Lo decisivo, sin embargo, es vigilar, auscultar, sintonizar y contactarnos entre “nosotros” en lo que nos une o tendría que unirnos.

La empatía es indispensable en dos sentidos: ponerse en el lugar de los demás y compartir sus emociones, sean sus sufrimientos o alegrías. Trascender es salir de uno mismo y acoger a los demás. Es algo así como un músculo que, en su versión política, se ejercita organizando la vida en sociedad para que los bienes del país alcancen y sobren para todos/as.

Hoy esta empatía política exige elaborar una constitución que responda a los cambios culturales de las últimas décadas y ajuste el funcionamiento del sistema político. Pero si se trata realmente de trascender, habrá que volver otra vez a las causas que motivaron el estallido social. Una de estas son las injusticias sociales en materias de salud, educación, transporte y pensiones. Mucha gente ha estado airada con la provisión de estos bienes por las empresas privadas que lucran con ella, y con que el Estado les pague para que lo hagan. En estas materias se ha avanzado poco o nada.

Cuando hablo de trascender me refiero a hacernos cargo del país real. La tarea es espiritual en sentido estricto. Se trata de encargarnos unos de otros/as con espíritu fraterno, con voluntad de compartir, como si el país tuviera que pertenecernos efectivamente a todos/as.

Se necesita otra formación del clero

En el proceso sinodal cumplido en la Iglesia de América Latina y el Caribe, en el documento Síntesis narrativa de la Asamblea eclesial, se dijo: «Desterrar la clericalización. Cambiar la visión y misión de los seminarios porque es donde se forja el clericalismo» (2021, p. 135). Y, en otro lugar: «El clericalismo comienza a formarse desde el ingreso al Seminario de los candidatos al Sacramento del Orden» (p. 107).

En la Iglesia del continente constatamos que la doctrina del Concilio Vaticano ha sido recibida de un modo incompleto y, en el caso de las Normas de formación de los seminaristas (rationes), prácticamente olvidada. Estas preocupaciones están en consonancia con el Instrumentum laboris. De este, entre otras preguntas, merecen especial atención estas dos: “¿Cuáles pueden ser las líneas de reforma de los seminarios y de las casas de formación, para que estimulen a los candidatos al ministerio ordenado a crecer en un estilo de ejercicio de la autoridad propio de una Iglesia sinodal? ¿Cómo repensar a nivel nacional la Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis y sus documentos de aplicación?” (IL B.3.1).

El Celam en su documento Subsidio para el discernimiento respondió a la Ficha B 3.1 del Instrumentum laboris con estas palabras: “Los cambios necesarios en las mentalidades y las estructuras necesitarán nuevos procesos formativos que fomenten una cultura eclesial sinodal. Para ello, la Síntesis latinoamericana y caribeña ‘plantea el desafío de procurar una reforma de los seminarios y las casas de formación, sobre todo cuando algunas de estas instituciones no han superado su forma tridentina’ (SALyC 75), y terminan por formar a ministros con actitudes autorreferenciales sin conexión real con el resto de los fieles del Pueblo de Dios”.

Debe recordarse, aunque sea brevemente, la reforma del clero que intentó el Concilio. Lumen Gentium —documento que tiene mayor importancia dogmática que los otros decretos e instrucciones eclesiásticas— exigió una construcción dialéctica y dinámica de la identidad de los presbíteros. Lo hizo en estos términos: “el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente y no sólo en grado se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo” (LG 10,2). Esto quiere decir que la identidad de los presbíteros no es una realidad independiente. Ellos, bautizados como los demás cristianos/as, han de ponerse al servicio de la actualización del sacerdocio común. A este efecto, los formandos y los mismos presbíteros han de adquirir esta capacidad mediante relaciones afectivas, espirituales, intelectuales y pastorales con todos los bautizados/as. El anuncio del Evangelio es responsabilidad de aquel Pueblo de Dios en el que las personas crecen juntos mediante relaciones humanas fraternas.

El decreto Presbyterorum ordinis estableció que los presbíteros “tienen como obligación principal el anunciar a todos el Evangelio de Cristo”, PO 4). Reordenó los tria munera: profetas, sacerdotes y reyes. Abandonó deliberadamente la denominación de “sacerdotes” para los ministros ordenados, y adoptó la de “presbíteros” (de origen neotestamentario). El decreto Optatam totius hizo suya esta innovación de Presbyterorum ordinis de abocar a los presbíteros al anuncio del Evangelio (OT 4). Su más importante contribución fue haber demandado un nuevo modo de relacionar la filosofía y la teología, haciendo de la Palabra “el alma de toda la teología” (OT 16) y exigiendo una integración interior profunda de la historicidad del ser humano (OT 14-15).

Este tipo de estudios tendría que haber capacitado a los seminaristas para relacionarse con sus contemporáneos de un modo dialogante y discernir los signos de los tiempos. Así lo entendió la Conferencia general del episcopado latinoamericano y caribeño reunida en Medellín (1968) (Formación del clero n° 5 y 10).

Tres recomendaciones parecen fundamentales. Primero, es necesario hacer una armonización teológica entre los documentos que se refieren a la identidad y misión de los presbíteros, pues ellos contienen elementos del antiguo régimen que facilitan el retorno al seminario tridentino que protege a los formandos del mundo y los envía luego a él como personas sagradas superiores a las demás. Segunda, es preciso que el régimen de formación no separe a los seminaristas del común de la gente, antes bien los exponga a relaciones afectivas, espirituales, intelectuales y pastorales que, según el paradigma de la Encarnación, les haga más humanos. Tercera: la formación de los futuros ministros debe ser una responsabilidad de todo el Pueblo de Dios. Los y las católicas deben tener una palabra decisiva al momento de aceptar personas a la formación y al de concederles el sacramento del orden.

¿Conmemoración del 11? No basta: el retorno a la barbarie está a la vuelta de la esquina

La agitación continúa. ¿Qué nombre dar al 11 de los próximos días? ¿Qué nombre dar a este 11 distinto al de 50 años atrás? Se propone usar la palabra conmemoración. Estoy de acuerdo en parte, pero no en todo.

Celebrar este 11 de septiembre, como si en 50 años no hubiera pasado nada, es una locura. Incluso personas que estuvieron de acuerdo con el golpe han sufrido al ver las atrocidades cometidas contra sus mismos compatriotas. Ellos/ellas no celebrarán y lamentarán que haya personas que lo hagan.

¿Conmemoración?

Es un buen nombre. Los protagonistas de entonces, legítimamente, pueden recordar sus luchas y ser fieles a su gente. Los estudios más serios de izquierdas y derechas indican que debe respetarse el derecho de quienes están en la otra orilla a conmemorar a su manera. En cambio, la imposición de una versión oficial de lo ocurrido bloquea el avance y la reflexión indispensable en la búsqueda de la verdad y la justicia. Conmemorar tiene algo de paz pactada. Los últimos 33 años el país ha vivido de un pacto social implícito que debe ser valorado.

Conmemorar no es suficiente. La democracia requiere irrigar sus raíces culturales permanentemente. El próximo 11 es una ocasión para regar la planta de la democracia, nuestra organización política más querida y, en cierto sentido, también nuestro modo de ser. La democracia en Chile no solo es un sistema tolerante que impide que nos maltratemos entre quienes pensamos diferente. Ella es más exigente. Permite conmemorar e ir más lejos. Si de refundaciones se trata, facilita un reseteo del país a nivel del disco duro. En esto, los historiadores deben aclararnos lo más posible qué fue lo que pasó, pero lo principal no son los libros de historia, sino ser protagonistas de la historia.

¿Cómo ir más lejos? ¿Trascender? ¿Cómo conjurar la maldición de repetir la historia? El punto de partida podría ser la empatía política; esta ha de comenzar, evidentemente, por aquellas generaciones que participaron en aquel septiembre del 73, en los acontecimientos que acabaron en el desastre total. Personas de lado y lado tendrían que abrir el corazón y dejar entrar en él a aquellos y aquellas que estuvieron, y siguen estando, al frente. Es preciso permitirles que nos habiten con lo que traigan, no para juzgarlos. Necesitamos entender por qué no nos soportamos, qué nos pasa, dónde nos duele. Se necesita coraje para reconocernos como personas que pueden cambiar y cambiarnos. Este es un ejercicio espiritual que, sin embargo, no se puede forzar. El voluntarismo, en esta materia, conlleva culpar de nuevo a quienes, siendo inocentes, se los trató como culpables. Hay perjuicios irreparables que impiden perdonar o pedir perdón. Esta misma imposibilidad requiere empatía y comprensión.

Además de esta empatía horizontal se requiere una vertical. Las nuevas generaciones, sin haber sido protagonistas del golpe, también han forjado relatos con lo que han llegado a saber de los mayores. Los(as) jóvenes han de ponerse en el lugar de sus padres y madres, y viceversa. Este diálogo ya comenzó. Debe proseguir. Ellos y ellas difícilmente van a conmemorar algo que no vivieron; los mayores, por su parte, tienen que reconocerles el derecho a interpretar la historia de un modo protagónico. Hay muchas conversaciones pendientes. Son necesarias y decisivas.

Quizás a las nuevas generaciones todo esto les da lo mismo. Les rogamos que se interesen en el próximo 11 de septiembre y el de hace cinco décadas, porque la humanidad suele, lamentablemente, involucionar. El retorno a la barbarie y a las cavernas está a la vuelta de la esquina.

El Papa pone toda la carne a la parrilla

El Papa Francisco impulsa la realización de un sínodo sobre la Sinodalidad (caminar juntos unos con otros). Francisco quiere que en la Iglesia los y las católicas, autoridades y bautizados comunes y corrientes cumplan codo a codo la misión de anunciar el Evangelio mediante relaciones fraternales antes que asimétricas. El asunto de fondo es apurar la implementación de las conclusiones del Concilio Vaticano II (1962-1965), demorada y a veces incluso obstaculizada.
¿Qué se espera de este sínodo? Muchas cosas. En el Instrumentum laboris elaborado en base a las conclusiones de las iglesias regionales se contienen una infinidad de sugerencias. Al igual que el papa Juan XXIII que al convocar el Vaticano II abrió las ventanas de la Iglesia para que entrara aire fresco, Francisco deja que los asuntos más variados sean ventilados libremente. Él es el papa de la libertad. De todos aquellos, la más importante de las cuestiones es la reforma del clero, la cual comienza evidentemente en los seminarios.
¿Cómo hacerla?
El Concilio promulgó dos decretos clave sobre los sacerdotes: Presbyterorum ordinis, sobre los presbíteros, y Optatam totius, sobre la formación de los seminaristas. Ambos documentos exigieron innovaciones. Menciono dos: el deber de los sacerdotes de evangelizar antes que el de celebrar misas y, segundo, cambiar el régimen de estudios filosófico-teológicos, pues se necesitaba uno que capacitara al clero para dialogar con la época. El problema es que en estos mismos decretos persisten ideas sobre el sacerdocio que, teológicamente hablando, tiene trancado el proceso de aceptación creativa del Concilio. El cura que se siente superior a los demás gracias a su investidura sacra, que se viste, se mueve y habla de un modo más divino que humano, siempre encuentra en los textos conciliares justificaciones a su manera de actuar.
¿Cómo avanzar? Hay en el mismo concilio un texto de máxima importancia, que tiene rango constitucional, llamado Lumen gentium, que da la pista. Lo que falta es armonizar aquellos dos decretos con lo que Lumen gentium 10 dice de la relación entre los presbíteros y laicos. Este número 10 de esta constitución conciliar demanda una construcción dialéctica de la identidad de los presbíteros. Por esto, nadie debería considerarse sacerdote si no ha llega serlo mediante los demás integrantes del pueblo de Dios en todos los aspectos de su humanidad.
Lumen gentium 10 recuerda que en la Iglesia el bautismo hace de los cristianos/as sacerdotes/tizas y que, para actualizar esta condición, existen ministros que reciben el sacramento de la ordenación presbiteral. Estos han de actualizar el sacerdocio del común de los cristianos/as. Para hacerlo, a su vez, deben convertirse en personas gracias a una construcción interpersonal con el laicado.
No hay que ir muy lejos para entenderlo. Toda relación humana sana opera dialécticamente. Se estructura mediante procesos de identificación y de distanciación; de diálogo y de discusión; de crisis micro o macroscópicas. Pensemos en las relaciones en la familia entre los progenitores y los hijos/as, o entre los esposos. También en la escuela ha de haber una mímesis de los niños/as con los profesores/as y, a la vez, una capacitación progresiva de los alumnos/as para que forjen sus propias ideas. Todos comparten la misma humanidad, pero solo se llega a ser persona a través de relaciones con los mayores y con los pares.
En el caso de los curas debiera ocurrir lo mismo. Ellos tendrían que convertirse en personas al mismo tiempo que ministros. Estos deben crecer en humanidad “sinodalmente” (caminando con los laicos/as y unos junto con otros), hasta devenir conductores de comunidades y orientadores de los demás cristianos y cristianas. Por el contrario, un presbítero despersonalizado es un peligro. Los seminarios no pueden formar funcionarios de la fe eximidos de la necesidad de ser amados, controlados y corregidos. El sacerdote debiera llegar a ser tal a través de relaciones humanas con todo tipo de personas (en particular con las mujeres y los pobres); incluyendo en su experiencia de Dios la espiritualidad del común de los mortales (y no solo de los cristianos); abriéndose intelectualmente a aprendizajes que cuestionen su modo de pensar (e incluso su credo y su teología); y sometiéndose a las exigencias pastorales provenientes de un mundo que cambia incesantemente y que exige de la Iglesia palabras y gestos pertinentes (y no impertinentes).
Este mandato, implícito en Lumen gentium 10, es expresión de la tarea que el Vaticano II impuso a la Iglesia de relacionarse de otra manera con el mundo contemporáneo. El Concilio le exigió una actitud abierta y positiva hacia la historia, las culturas y los demás seres humanos. Esta Iglesia tomó conciencia de su mundanidad y, sabiéndose mundana, se propuso entender el mundo y anunciarle a Cristo en términos hondamente humanos. Desde entonces la Iglesia ha debido aceptar que cualquier persona pueda cuestionarla y, por otra parte, enseñarle a leer la Biblia con otros ojos.
El Vaticano II echó toda la carne a la parrilla. El Papa Francisco, al convocar a este sínodo, también.

Unas fichitas a las labores de cuidado

El Consejo Constitucional tocará el tema de las labores de cuidado. La iniciativa propuesta obtuvo los votos necesarios de la ciudadanía.

Dos cosas son de considerar. Estas labores son acciones inapreciables que, en segundo lugar, merecen apoyo estatal.

Vamos por partes.

Labores de cuidado son una enormidad de actividades permanentes, esporádicas o puntuales que realizan las familias, especialmente las mujeres, mediante las cuales se da ayuda a personas que no pueden valerse por sí mismas. También lo son la multiplicidad de responsabilidades domésticas.
Tengamos delante de los ojos a las madres que se ocupan de la crianza de sus hijos e hijas mientras el marido está en el trabajo: compras, consultorios, reuniones de apoderados/as, una tía enferma, el padre con Alzheimer, pago de la luz, del agua, peleas con el vecino a causa de la radio, darle el pellet al gato y lavar la ropa. Estas tareas son bastante normales, pero hay otras, que también recaen en las mujeres, y que les son especialmente ingratas: cambiar a un niño con discapacidad mental, acompañar al marido a Alcohólicos anónimos… Tareas y responsabilidades sufridas, poco comunes pero no raras, focos de vergüenza, de vergüenza inocente.

Ha sido tradicional asignarle a la esposa estas responsabilidades, aunque la situación ha cambiado. Hoy los hombres cambian pañales. Muy bien. Lo que hay que ver es que las mujeres, en la medida que trabajan fuera de la casa, no terminan de asumir como rol asignado a ellas estas y otras tareas. No tienen tregua. Fuera de la casa se les paga menos que a los hombres y adentro, tal vez porque no se les paga nada, sus esfuerzos no son suficientemente reconocidos. La pandemia transparentó esta realidad de forma cruda a nivel global.

La mirada de género permite ver asuntos que urge cambiar. Hoy estamos capacitados para darnos cuenta que nuestras culturas por miles de años adjudicaron a las mujeres unas labores y a los hombres otras, haciéndonos creer que estas asignaciones eran tan naturales como la fisonomía de nuestros cuerpos. Pero no. Lo natural, en realidad, descubrimos que era cultural. Lo que antes fue así, desde ahora puede ser asá.

El caso es que el tema será tratado por el Consejo Constitucional. Se aprobó la iniciativa nº 10.107: “Me cuidaron, cuido y me cuidarán: derecho constitucional a los cuidados”. La idea es que los derechos que esta iniciativa implica queden en el artículo 16 de la nueva constitución. Es necesario que el país cree las condiciones para que el día de mañana, en la medida que se pueda, pero al amparo y bajo el mandado de la constitución, se generen condiciones, facilitaciones, desburocratizaciones y se pongan algunas lukas para retribuir a quienes abnegadamente sostienen a la sociedad cuidando de otros. Con unas pocas fichas el Estado puede colaborar en la consecución de un bien invaluable y en dar reconocimiento a quienes han estado en las sombras por ya demasiados años. En las sombras, y sin ser cuidadas.
Porque, no debiéramos olvidarlo, hablamos de labores que no tienen precio. Exigen a veces sacrificios infinitos. Inimaginables. Se realizan por amor. Hasta sin amor. Porque antes incluso que los diez mandamientos, el primer derecho, y la primera obligación, es el cuidado de la vida.

La educación como instinto del prójimo

La educación consiste, primero, en un modo de ser caritativo y gentil con los demás. Educada es una persona que sabe que se debe a los otros/as, sea porque le agradece la vida y la humanidad, sea porque se preocupa de ellos/as, mayores, menores o pares. En segundo lugar, la educación es una tarea, una pedagogía, un empeño por urbanizarnos, por hacernos capaces de convivir con más gente.
¿Cómo estamos? Malón, al debe. Los mayores no sabemos bien qué hacer. Es triste llegar a viejos pues suele ocurrir que uno/a no se entiende con los que le siguen. El traspaso de la cultura a las siguientes generaciones siempre se ha dado con una cierta ruptura, y más de alguna vez con ingratitud. Pero nos hallamos en una circunstancia histórica inédita: los factores de orientación cultural están siendo cuestionados radicalmente: la religión y la escuela, por de pronto. ¿Cuestionados por los jóvenes? ¿Por Google? La inteligencia artificial nos puede quitar los controles de la vida tal como la conocemos.
El fenómeno se lo ha llamado anomia: falta de normas. Las manifestaciones pueden ser pintorescas, pero también enervantes. Una niña, durante la clase, sin permiso de nadie, se cambia de ropa. La profesora le llama la atención. La alumna responde de mal modo. Vienen los apoderados. Gritonean a la profesora. La directora del colegio le pide a la profesora que agache el moño, que el Ministerio, que los tribunales…
Hay otro tipo de anomia que pone los pelos de punta. Las reglas de la identidad se han vuelto corredizas. En Kínder, exagero un poco, se llama al niño y a la niña, y se les dice: “miren, ustedes pueden decidir ser hombres o mujeres”. Los párvulos se confunden. Muchos padres, madres y educadores en general están indignados.
El desorden entra a las aulas o proviene de ellas. Las ciudades están pintarrajeadas. Groserías, insultos de los peores. Orines. La barbarie vuelve a los estadios. Funas. Linchamientos mediáticos. Se ha comenzado a manejar con la bocina.
Pero asoman señales positivas. En las estaciones del Metro, tras los torniquetes, el pasajero se encuentra con tres guardias, trajes nuevos, piernas separadas, como diciéndole “se acabó la chacota”. Los directores del Metro hasta ahora han sido los culpables del deterioro del ferrocarril metropolitano, un servicio que fue magnífico. Hace años que la mala educación venía in crescendo. No se encontró nada mejor que echarle la culpa a los viajantes: “está prohibido comprar o dar limosna…”. ¿Por qué no quitan un par de guitarras? ¿Un micrófono? Requísenlos sin devuelta. En tres días se acabaría el cuento. Dos.
Hay otra señal positiva: la Comisión de expertos para la confección de la nueva constitución. Los políticos de todos los sectores, desde republicanos a comunistas, han conversado como personas civilizadas y, por esta vía, han llegado a un pre-texto que augura una reedición espectacular de la democracia. Lo que tendría que valorarse no es haber estado de acuerdo en todo, sino haberse probado que el diálogo es posible. Este debe considerarse un hito de educación cívica en la historia del país independientemente del resultado del plebiscito del próximo diciembre.
Seguramente hay más señales positivas. Son pepitas de oro.
¿Las hay en las familias? Seguramente sí. Es sobre todo la familia el lugar donde se forman los mejores sentimientos y actitudes, aunque no siempre. Por lo mismo la escuela es clave. En la familia, en la escuela y en la misma ciudad puede desarrollarse el olfato de la fraternidad. La educación es un músculo que sirve para agradecer, para pedir perdón y perdonar, para mirar con amor a la humanidad y cuidar de la naturaleza. La buena educación es un instinto del prójimo.

Cambio de obispo en Santiago

Se acerca el nombramiento del próximo arzobispo de Santiago. No debiera extrañar. Don Celestino Aós cumplió los setenta y cinco años, el Papa lo confirmó en el cargo por otros tres, por tanto el reemplazo puede darse dentro de poco. Los medios tienen alguna información. El hecho ya comienza a ser noticia.
¿Qué se puede esperar del próximo arzobispo de Santiago?
El recuerdo de la generación gloriosa de obispos del Concilio Vaticano II (1962-1965), la que luego defendió a las víctimas de las violaciones de los derechos humanos durante la Dictadura, ayuda solo en parte. También puede desorientar. La realidad ha cambiado, y mucho, muchísimo. Si alguien ha de ser obispo en la actualidad, tendrá que serlo de un modo nuevo. La nostalgia no sirve. Sirve, en cambio, que las autoridades y los fieles de esta Iglesia levanten la cabeza y se pregunten cómo anunciar a Cristo hoy, con pertinencia, con incidencia.
¿Con qué se encontrará el próximo obispo? Se da un asunto de importancia mayor que afecta a los y las chilenas por igual, y que nadie sabe cómo se resolverá. Lo dice Carlos Peña en su último libro. “Hay una cierta ruptura entre los más jóvenes y los más viejos. El horizonte vital y la sensibilidad de cada uno es cada vez más distante”. Sigue: “O, si se prefiere, nunca como hoy la distinción entre el mundo propio de los jóvenes y lo que ellos consideran un mundo ajeno ha estado tan marcada, al extremo de que cuesta ver la línea de continuidad entre ambos” (Hijos sin padres, Taurus, 2023, 11). Los jóvenes, según parece, no necesitan de padres, madres, profesores, ni curas. Dependen de su propia subjetividad. Se autoeditan incesantemente. Siendo esto así, el mejor ejemplo de este diagnóstico es lo que sucede entre los católicos/as en las últimas décadas: la transmisión de la fe se ha interrumpido.
¿Cómo, entonces, pudiera el nuevo obispo reactivar la evangelización? ¿Qué tendría que hacer para probar que una religión milenaria todavía puede animar a sociedades en que aumentan los conocimientos a la misma velocidad que estos socavan los presupuestos culturales que las hacen posibles? Tal vez, quizás, el nuevo obispo, lo mismo que los demás, tendría que intentarlo mediante la conversación. Los y las católicas hace tiempo que echan de menos una palabra orientadora. Pero no se trata de que las autoridades eclesiales les hablen, sino que conversen. Si a las personas mayores la prédica clerical no les ayuda, les sobra o les molesta, y a los y las jóvenes les parece un discurso ininteligible o simpático por anacrónico, entonces sugiero al nuevo obispo que haga un experimento: converse.
Hágalo de modo sincero, como si necesitara aprender de los demás. No hable por hablar, tampoco quédese callado, participe en diálogos inteligentes, arrastre cámaras, twittee, aguante los escupos, los arañazos, expóngase, argumente, explique el Evangelio como si no tuviera el monopolio de su interpretación. Caiga en la cuenta de que el Cristo de quien será ministro no está en su boca más que en los labios de sus interlocutores. Ellos/ellas, incluso si no son cristianos/as, pueden imaginar que Dios les ama y cree en las nuevas generaciones como creyó en las antiguas.
La sabiduría de los/as mayores ya no se transmite a los menores. Si la enseñanza eclesial no apela ni a unos ni a otros, lo que podría hacer el próximo obispo es bajar los peldaños del Olimpo hasta el pavimento de la vida. Sáquese las vestimentas medievales, quítese la tarjeta blanca del cuello, arremánguese iñor, entre en la discusión como uno más y sin doctrinas que salvar. Las doctrinas son medios, las personas son fines.
Dice el evangelista Lucas que, tras la resurrección, Jesús se acercó a un par de desilusionados y les preguntó: “¿de qué están conversando?”. Los discípulos de Emaús no lo reconocieron a la primera. Les extrañó que el intruso no tuviera idea del asesinato del nazareno. Le reprocharon su ignorancia. Y, sólo después de una larga conversación, dialogando acerca de tales acontecimientos a la luz de las Escrituras, se dieron cuenta de quién había sido su acompañante en el camino.
La cultura emergente es inquietante, pero tiene la virtud de recordarnos que lo aprendido como fundamental debe reformularse. La expresión cultural del cristianismo, para ser leal a Cristo, debe partir de la base de que Dios es un misterio del que nadie puede apoderarse excluyendo a los demás. La interacción de los cristianos/as con estos y entre ellos/as mismas en un plano horizontal, es hoy por hoy decisivo para que tal Dios se revele como el Dios que ama precisamente a los que son marginados de las conversaciones en las que el país decide cómo organizarse.
Esta es mi sugerencia.