El fin de la formación de religiosos y religiosas se inscribe en la misión de la Iglesia de hacer realidad la acción liberadora y redentora de Dios en la historia.
La primera expresión de la sinodalidad es secular. Esta consiste en el mero caminar solidariamente la humanidad en pos de lo que los cristianos llamamos Reino de Dios. Al interior de esta sinodalidad se entiende la sinodalidad ad intra que el papa Francisco está promoviendo en la Iglesia. De aquí que un imperativo para la formación de tales agentes pastorales y misioneros sea que esta enseñe a convivir y a aprender de todos los seres humanos, de sus tradiciones y experiencias históricas. La Iglesia de Cristo es “católica”, es decir, universal. No es una secta cerrada a los demás, con lenguaje hermético y prácticas rígidas de inclusión y de exclusión. La Palabra de Dios -regla interpretativa fundamental para los cristianos- debe ayudarles a juzgar, junto a otros y otras, cuáles son las vías de una fraternidad universal.
El caminar sinodal de la Iglesia con la humanidad, supone que Dios se revela actualmente en la historia mediante su Espíritu. La Palabra de las Escrituras es la misma Palabra que apela a nuestros contemporáneos. Bien vale recordar la enseñanza de Medellín a propósito de la formación del clero, pues sirve a los consagrados/as en general. La Conferencia exige a los formandos conocer la realidad:
“Se pide al sacerdote de hoy saber interpretar habitualmente, a la luz de la fe, las situaciones y exigencias de la comunidad. Dicha tarea profética exige, por una parte, la capacidad de comprender, con la ayuda del laicado, la realidad humana y, por otra, como carisma específico del sacerdote en unión con el obispo, saber juzgar aquellas realidades en relación con el plan de salvación” (Medellín 13, 10).
Por esta misma razón demanda que se dé “una importancia particular al estudio e investigación de nuestras realidades latinoamericanas en sus aspectos religiosos, social, antropológico y sicológico” (Medellín 13, 19).
La expresión de sinodalidad ad extra opera cuando, ad intra, se dan en la Iglesia se dan relaciones sinodales. Una Iglesia no sinodal no ayuda a que la humanidad se encamine al Creador. La sinodalidad con que la Iglesia avanza en y con el mundo tiene un correlato en las relaciones que vinculan a los cristianos entre sí. En el caso de los y las formandas en la vida religiosa, estas necesitan crecer en su vocación al interior de una Iglesia cuyas relaciones, en tanto fraternas, constituyen un medio y un fin. Los y las religiosas en formación han de entender que, ante todo, son bautizados y que entre cristianos la fraternidad es lo primero. Así mismo, desde las primeras etapas de la formación el ejercicio de la autoridad ha de ser un servicio al desarrollo del cristianismo de quienes se incorporan a la congregación. Para ello, no hay que suponer que formadores y formandos sean efectivamente cristianos sino que tendrían que llegar a serlo. Los superiores y superioras deben entender que su tarea es un servicio evangélico. Merecerán obediencia, pero en la medida que conduzcan a la gente que se les ha confiado con el amor fraternal, exigente y sobre todo entrañable de Jesús por sus discípulos y discípulas. El Hijo es, al mismo tiempo, el Hermano.
La Iglesia no es una organización aparte del mundo, de los lugares en los cuales ella arraiga. La Iglesia es “mundana” para bien y para mal. En ella se dan las tensiones que ayudan a crecer, pero también a retroceder. El mundo, en este sentido, suele oponer resistencia al trabajo colaborativo, a la solidaridad y a la sinodalidad. En las congregaciones religiosas, en particular, hay lugar para el egoísmo, el individualismo y la búsqueda de poder. Es un hecho, no se lo puede ocultar, que estos auténticos pecados conspiran contra su misión evangélica. También en la vida religiosa femenina se puede dar el clericalismo. De aquí que, en términos análogos, se aplican a los religiosos/as la sentida demanda del Informe resumido del Sínodo sobre la formación del clero:
“En la perspectiva de la formación de todos los bautizados para una Iglesia sinodal, la de los diáconos y presbíteros requiere una atención especial. Había una amplia demanda de que los seminarios u otros cursos de formación para los candidatos al ministerio estuvieran vinculados a la vida cotidiana de las comunidades. Es necesario evitar los riesgos de formalismo e ideología que conducen a actitudes autoritarias e impiden un verdadero crecimiento vocacional. El replanteamiento de estilos y trayectorias formativas requiere una extensa revisión y comparación” (II, 11, e).
La sinodalidad demanda de la formación al menos las siguientes tareas: capacitación para la conversación y la toma de decisiones en común; para solidarizar con quienes, por defectos de diversa índole, demandan ir más lento; para formar o para participar en comunidades; para expresar ideas, para entrar conflictos y salir de ellos; para discernir espiritualmente con otras personas; para ser críticos y autocríticos; para que los y las formandas aprendan a buscar la justicia y la comunión.
Todo lo anterior obliga a abandonar la idea de la superioridad de los religiosos y religiosas sobre otros integrantes del Pueblo de Dios. La formación tendría que exponer a la gente en formación a entrar en relación con otras personas, con las cuales pudieran ellas crecer psicológica, espiritual, intelectual y pastoralmente. La sinodalidad implica un aprendizaje y un desarrollo. Al igual que el Evangelio, no se la puede dar por supuesta en la vida religiosa.