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Chile, Perú, el fallo de la Haya, oportunidad de fraternidad

El inminente fallo de la Haya obliga a poner las cosas en orden. Es una oportunidad para distinguir lo principal de lo secundario en las relaciones de Chile y Perú. En mi opinión, en estas relaciones la fraternidad entre los pueblos constituye un fin; y someterse a un juicio internacional y acatar su resultado, es un medio. Un medio, sin embargo, de máxima importancia. Sin él la fraternidad se arruina. Pero un medio, no un fin, lo que debiera ayudar a no perder la perspectiva.

¿Qué es fraternidad entre los pueblos? El concepto se aplica de un modo análogo. Hermanos son quienes comparten un padre y/o una madre. ¿Qué compartimos los países latinoamericanos? “Algo” que se asemeja a un origen y a una formación común y compleja. ¿Qué? Una historia pre-colombina; un lengua que  fue sintetizada aquí y allá con acentos e influjos  originales; una organización política colonial extensa en el tiempo; unos procesos de independización asistidos entre los vecinos; unos intercambios culturales y un amor entre pueblos vecinos; una fe religiosa que hasta hoy, para muchos, les hace reconocerse hijos de Dios y de la Virgen. En suma, bien  puede hablarse de una profunda hermandad chileno-peruana.

La analogía también sirve si consideramos que las discordias y tragedias entre los hermanos son fenómenos tan antiguos como la humanidad. La historia bíblica ofrece varios casos. El peor de todos es el de Caín y Abel. Las guerras entre Chile y Perú han sido fratricidas. Odiosas, injustas, incomprensibles para tantos inocentes, como lo son las peleas entre hermanos. Han dejado cicatrices, igual como ocurre en las familias. Y, como sucede también en estas, la violencia ejercida o padecida entre nuestros países no logra, empero, cancelar el vínculo y la vocación a vivir en justicia y paz.

Estas guerras no fueron causadas por los pueblos pobres de aquí y de allá. Por lo menos de este lado de la línea de la Concordia, ellas fueron llevadas por la oligarquía nacional. Esta enroló al roto y al indígena en las tropas y le infundió entusiasmo por la patria; hasta que el conflicto acabó y ella se quedó con el botín tras licenciar a los soldados para que volvieran a su miseria.

¿Le interesa la patria a las pesqueras de hoy? ¿Les interesa más a las oligarquías chilenas que a las peruanas? ¿Anteponen las grandes empresas del pescado la fraternidad a los límites marítimos o todo lo contrario? También cabe recordar que la Independencia americana rompió con el monopolio comercial de España, que enriqueció a la Corona a costa de las colonias. Los criollos, por su parte, no fueron mejor que los españoles. En Chile la elite, sirviéndose del Estado, emprendió una guerra genocida contra el pueblo mapuche. 

La fraternidad es el fin. Estos días conviene no olvidarlo. Es exactamente lo que debe ser recordado y avivado. ¿Por qué no alegrarse de lo que ocurrirá dentro de poco? Este es un momento privilegiado para considerar que  la tierra es para la humanidad. La tierra nos pertenece a todos. Los mares, los llanos y las montañas deben ser devueltos a sus verdaderos dueños. Esto es lo que está realmente en juego.  Al más alto nivel de las relaciones de Chile y Perú está por darse otra vez más lo que debiera predominar para siempre: el amor al vecino, el deseo que le toque lo que le corresponda, que se cumpla el derecho aunque nos duela, y todo esto porque, si efectivamente se da, augura  una convivencia feliz, amén del término de recelos y resentimientos históricos.

La claridad en el fin no excusa del recurso a los medios. El irenismo es una tentación que debe ser rechazada. Los medios son la diplomacia, las fronteras, la información de los ciudadanos a través de los instrumentos de comunicación social y la observancia del derecho internacional. También las policías y los ejércitos han de poder controlar los eventuales arrebatos bélicos.  Sería imposible ejercer la fraternidad sin todos estos medios. Debe ser subrayado que los chilenos tenemos una tradición juridicista que, en estas circunstancias, bien vale apreciar. La postura chilena ha apostado a la argumentación jurídica y a poner la confianza en el tribunal. Esto y aquello ha inhibido a los últimos gobiernos de conseguir un fallo favorable mediante presiones directas o indirectas sobre los jueces. ¿No se debió hacer más lobby? ¿Faltó ganarse a la opinión pública internacional? Ha habido algunos reclamos de este tipo. La predominancia del derecho, someterse estrictamente a sus fallos, a mi parecer, constituye un medio, no un fin, pero un medio sin el cual la fraternidad con nuestros vecinos se precariza.

Temo que estos días muchos de nosotros, de tanto poner atención en un resultado de corto plazo, olvidemos la fraternidad que sabe a eternidad. En los últimos años se han dado en la frontera esfuerzos de integración territorial mediante el encuentro y la cooperación. La iglesia de la zona lidera encuentros llamados de tri-frontera (que incorpora a Bolivia). La hermandad chileno-peruana es una realidad practicada por muchos de nosotros que somos amigos, tíos, sobrinos, esposos o esposas de peruanos, colegas en la universidad, en la empresa constructora, socios en los negocios, padrinos o madrinas. ¿Cuántos niños chilenos han recibido de sus nanas peruanas más tiempo, atención, y a veces cariño, que de sus propios padres? Los peruanos son trabajadores. Han mejorado nuestro país. Hablan bien. ¿Por qué no comer con ellos, que cocinan de maravilla, y celebrar con un vino chileno?

El fallo de la Haya debiera ayudar a ambos países a organizar la tenencia de una tierra que debe ser compartida. Los verdaderos enemigos de Chile y Perú son el egoísmo, el individualismo y la ambición capitalista. Los amiga, en cambio, la observancia del derecho en cuanto medio y, en cuanto fin, la fe en una humanidad que se conjuga bien cuando se comparte al máximo.

Don Ricardo Ezzati, cardenal

El Papa Francisco hará cardenal a Ricardo Ezzati. Bergoglio fortifica su equipo. Hace entrar a la cancha a un obispo que conoce muy bien. Trabajaron codo a codo para sacar adelante el documento de la Conferencia de Aparecida (2007). Ahora lo harán al servicio de grandes cambios en la Iglesia. La crisis eclesiástica es de envergadura. Hay mucho que hacer.

El nuevo nombramiento, a pocas horas de sabido, ha provocado reacciones contrarias. No se pueden desoír fácilmente algunas quejas. Pero, ¿debe ser infalible don Ricardo Ezzati?  No, ciertamente no. Jorge Mario Bergoglio tampoco ha sido perfecto y, sin embargo, rema en la dirección correcta. El Papa Francisco hizo un largo  mea culpa de su autoritarismo de otros años. Silva Henríquez, otro salesiano, también tuvo límites, pudo equivocarse varias veces, pero acertó en lo decisivo. Bien vale recordar hoy su estatura profética.

Bergoglio, Ezzati y los demás obispos latinoamericanos, al tiempo de Aparecida, insistieron en “la opción por los pobres” de las conferencias de Medellín (1968), Puebla (1979) y Santo Domingo (1992). Reiteraron la convicción mística y teológica más importante de la Iglesia latinoamericana y, si las cosas siguen como van, el principio de transformación radical de la Iglesia universal. Un Papa llamado Francisco, comienza a rodearse de cardenales que le ayudarán en la tarea de hacer a la Iglesia “pobre y para los pobres”.  Esperamos que en la Iglesia los pobres lleguen a tener voz y sean protagonistas.

Me centro en lo principal: Francisco fue elegido para reformar la Curia. Pero salió con otra cosa. Está llevando la Iglesia a Galilea, a Nazaret, a Belén…  Quiere volver a los orígenes del cristianismo. No servirá de nada cambiar la Curia si no se atina con lo fundamental. Si la Curia romana no se convierte al Jesús pobre y humilde, morirá Bergoglio y la Iglesia volverá al oro, al oropel, a las liturgias cortesanas, a las palabras acaracoladas, etc., etc., a la fastuosidad frívola e intrascendente. La Iglesia de Aparecida lo tiene claro: no se puede ser cristiano si no se opta por los pobres.

¿Vienen los aires de cambio eclesial desde América Latina? ¿Vienen efectivamente desde la Finis Terrae, del Cono Sur del continente americano? Esta ya será una señal poderosa. Lo que está en juego es que la Iglesia latinoamericana deje de ser una Iglesia sometida a Roma. En la antigüedad la Iglesia católica fue bastante más democrática. Hubo cinco patriarcados. ¿No podría existir un patriarcado latinoamericano, libre y respetado, unido estrechamente al Patriarcado de Roma por amor y no por miedo? Esto sería “opción por los pobres” al más alto nivel.

A otro nivel, el más importante, la Iglesia debiera terminar con la verticalidad que la está matando. Debiera finalmente hacer caso al Concilio Vaticano II (1962-1965): los sacerdotes están al servicio de los bautizados, y no al revés. Ha sido muy difícil de entender que no es el orden jerárquico lo fundamental, sino la hermandad en virtud de Jesús en cuanto “Hijo”. Está pendiente que la Iglesia sea más democrática también a este nivel. Lo que falta es horizontalidad. Los católicos chilenos desean una institucionalidad eclesiástica disponible, a la mano, cercana, que acompañe, que esté cuando hay que estar. Que, sobre todo, aprenda de los excluidos: los marginados, los estigmatizados, los denigrados, los divorciados vueltos a casar, las segundas familias y cualquier discriminado por su origen social, su realidad social o su orientación sexual. Todas estas personas han aprendido algo importante de la vida que los pastores tienen que acoger. Es a este nivel que se juega en definitiva “la opción por los pobres”.

Auguramos a don Ricardo Ezzati lo mejor. El trabajo en curso es enorme. Hay que desmontar un modo de organización eclesiástica que no responde a las exigencias del Evangelio, porque no está a la altura de los tiempos.  Se hace necesario, por lo mismo, ponerse al día en los estándares de democracia de la época: participación en el gobierno, inclusión de la mujer, separación de funciones, transparencia en los procesos, justicia canónica para las víctimas de cualquier tipo de abusos y rendición de cuentas a todos los niveles.

Lo exigen los contemporáneos. Lo pide la Iglesia de los pobres a la que el futuro cardenal Ezzati y el Papa Francisco se deben.

Carta a un hermano sacerdote

Querido amigo y hermano sacerdote,

Quiero compartir contigo algunas reflexiones que hago urgido por los escándalos que han estremecido al Pueblo de Dios y que todavía retumban este año 2013 que ya termina. No lo hago porque tenga algo que enseñar, sino por la necesidad de reflexionar juntos, de cuestionarnos juntos, de apoyarnos y salir juntos de la crisis en que se halla sumida nuestra Iglesia. No invoco ninguna autoridad moral especial.

Es verdad que la renuncia ejemplar del Papa Benedicto y las señales de cambio de Francisco nos devuelven la esperanza. Pero no podemos ocultar con ello que muchos de nosotros sacerdotes estamos estremecidos con el descrédito que padecemos. Estamos viviendo una situación de hondo dolor, desconcierto, indignación y a veces incluso de rebeldía o ánimo de revancha. La razón: los abusos sexuales, psicológicos y espirituales cometidos contra personas inocentes (menores y mayores) de parte de sacerdotes, y el retardo de las autoridades eclesiásticas para prevenir o corregir debidamente estos males. El Papa Benedicto lo dijo con todas sus letras. El Papa Benedicto forzó al episcopado y al clero mundial a cambiar por completo la mirada, y a comenzar a ver la realidad con los ojos de las víctimas. Es un giro de 180 grados. Hoy el Papa Francisco continúa la senda. Ambos nos piden terminar con todo tipo de ocultamientos, los cuales muchas veces se hicieron para salvar a la institución.

Los sacerdotes sentimos vergüenza de lo ocurrido y, sin embargo, no podemos dejar de tener una mirada respetuosa hacia nosotros mismos. Estamos pasando una de esas crisis grandes que ha tenido la Iglesia en su historia. Necesitamos hacer verdad sobre nosotros mismos, distinguiendo en qué sí y en qué no somos responsables, evitando generalizaciones y confusiones. Nuestro propio respeto y dignidad nos exige entereza para mirarnos a fondo.

En particular, se ha generado una desconfianza sobre nuestro celibato y nuestra vida en general, que puede interferir nuestras relaciones con los demás, y descorazonarnos a nosotros mismos. Nunca ha sido fácil ser sacerdotes y célibes, pero ahora último las dificultades que enfrentamos se han exacerbado. Al menos hasta hace poco gozábamos de cierta admiración. Esto ha cambiado. Para algunas personas, bajo el manto de “lo sacro” se esconde cierta perversión. A otras parecerá que el celibato nos desequilibra afectiva y psicológicamente, y hace que establezcamos relaciones inmoderadas con las personas. Es necesario reconocer que la mística del celibato está, al menos, aboyada.

Frente a esta situación de cuestionamiento me imagino que los sacerdotes reaccionamos o podríamos reaccionar de las siguiente maneras.

Una posibilidad es restarle importancia a la crítica y a la crisis. Cabe la posibilidad de blindarse mental y afectivamente. De defenderse en contra del ambiente adverso. Podemos parapetarnos en nuestra identidad, re-encantarnos con nuestra “elección” y echarle la culpa a quienes nos culpan: las víctimas, los medios de comunicación… Tarde o temprano la dificultad reaparecerá. Problema tapado, problema no solucionado… Si la crisis de la Iglesia no pasa por nosotros; si no nos afecta como afectaría a cualquier persona normal; si, indolentes, negamos la vulnerabilidad de nuestra humanidad, es seguro que seremos insensibles con las personas de nuestro entorno.

La otra posibilidad es acoger la crisis. Reconocer que no somos omnipotentes, sino frágiles. Talvez así Dios prevalezca en nosotros. No lo podemos ni lo sabemos todo. Acoger la crisis es hacer nuestra la crisis de la Iglesia; entrar en el desconcierto que afecta a tantos católicos; exponernos a las miradas agudas de quienes nunca nos han creído; creer que no siempre los medios de comunicación nos “tienen mala” sino que han hecho verdad sobre aquello que hubiéramos preferido que no se supiera. En caso de acoger la crisis de la Iglesia, la apertura puede acarrear una crisis personal. Si tal ocurre, sería muy normal. Tendríamos que dejar de pensar que la “consagración” inmuniza en contra de experiencias críticas. Toda experiencia es un riesgo. Toda, en cierto sentido, es un paso por la muerte. Dios puede, por esto mismo, sacarnos adelante por caminos inesperados. Acoger la crisis equivale a darnos la posibilidad de tener una experiencia espiritual a fondo. Nada impedirá que la crisis pueda terminar en “lisis” (la descomposición que acompaña a la muerte). Pero, si se entra en la crisis y no se la rehúye, probablemente se dará en nosotros un crecimiento en humanidad.

Entrar en la crisis, en nuestro caso, tiene sentido como posibilidad de profundizar en nuestra vocación. El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de Jesús, nos llama a dar un salto a lo desconocido. Otra vez nos “llama”. Nos llamó a ser sacerdotes y nos sigue llamando a serlo. Quien nos llamó nos vuelve a llamar. No debiera extrañarnos que se repita la experiencia de que Dios venza en nosotros a pesar de nuestra ignorancia, incapacidad, miedo y pecado. ¡Cuántas veces hemos leído en misa la historia de profetas que nunca se imaginaron que iban a hablar en nombre de Dios! “Yo no nací profeta. Era solo un campesino”, dice Amós, “y Dios me llamó a profetizar”. Superaremos la crisis si Dios nos ayuda a atravesar el río. En la Escritura esto se hace ni más ni menos que con fe. Fue y sigue siendo “anormal” ser sacerdotes. Nunca debiéramos naturalizar un llamado que en el más estricto de los sentidos es un misterio. En cualquier circunstancia, nuestro sacerdocio es más problema de Dios que nuestro. El tendrá que arreglársela, si podemos decirlo así.

La posibilidad de profundizar en nuestra vocación depende de que reconozcamos honestamente nuestra situación actual. Caben varias posibilidades:

+ Puede que nos estemos diciendo a nosotros mismos algo así como “Me engañé”. Podemos tener la impresión que de que nos equivocamos al entrar al Seminario, al emitir los votos o al recibir la ordenación.

+ Puede ser que tengamos la impresión de que las circunstancias de la Iglesia han cambiado a tal grado que no estamos en condiciones de vivir la crisis en que estamos. “Nos cambiaron la Iglesia”, dicen algunos.

+ Hemos podido llegar a reconocer que la vulnerabilidad del clero en general y la sensación de culpa compartida, “me afecta, me hace muy frágil”.  “Es más de lo que puedo soportar”.

+ Tal vez, haciendo recuerdos, concluyamos que no recibimos la formación que se requiere para ser sacerdote hoy. “Me enseñaron una religión verbal: palabras y fórmulas que ya nadie entiende”. “Hablamos en nombre de ‘la verdad’, y no nos creen”. “O de ‘la salvación’, y les resbala”. Dirá alguno: “aprendí a tratar a las personas como niños”. Y otro: “me enseñaron a cuidarme de las mujeres y he evitado que se acerquen al altar”.

+ A algún sacerdote puede darle rabia tener que enseñar una doctrina moral sexual que no convence. “Si el clero tiene dificultades, ¿cómo puedo yo exigir castidad a los demás?”.

+ Puede ser que alguien tenga problemas serios con su afectividad-sexualidad. Ha tenido caídas. Lamenta el daño que ha hecho. “No sé a quién pedir consejo”.

 + Por último, cabe la posibilidad de la resignación. Pensar que esta vida es inviable y que, sin embargo, no queda otra que seguir “arrastrando el poncho”.

Todas estas posibilidades, sin embargo, es necesario ubicarlas en un campo de comprensión más amplio. La situación particular nuestra tiene mucho en común con las crisis de cualquier ser humano. Es raro el caso de alguien que haya llegado al fin de la vida como un turista puede hacerlo. Las personas en su vida pasan por momentos de descalabro en los cuales no saben si se las tragará el mal o tendrán la suerte de que las bote la ola. Mirar a nuestro alrededor es indispensable para ponderar qué dimensiones tiene la crisis. Así podremos afrontarla sin pánico.

 En nuestro caso, especialmente, tendríamos que mirar al Crucificado y subir con él el Gólgota. Los sacerdotes estamos mejor entrenados que otros para entrar en las crisis en clave mística. Lo que nos toca hoy es participar en el misterio de Cristo, el Verbo que se hace carne y acaba en la cruz. Aprendamos, por fin, lo que solemos enseñar. ¿No era ya hora de hacerlo? ¿Cómo hemos podido nosotros imaginar que, en virtud de nuestra investidura, íbamos a ser eximidos de vivir pascualmente la vida? ¿Cómo hemos podido hablar de la cruz sin hablar de nosotros mismos, de lo que hay en lo más hondo de nuestra alma, de las zozobras pasadas o actuales? ¿No está cansada acaso la gente de sacerdotes que hablan como si hubieran aprendido qué es la vida en los libros del seminario, pero no por experiencias reales de fracaso y de recuperación? Bien podemos recordar al obispo que nos ordenó, entregándonos la patena y el cáliz: “Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor”.

 Comenzar a vivir nuestra fe pascual y trinitariamente será el primer paso para alcanzar la autenticidad en la que descansa la autoridad. ¡No nos creen! No podemos continuar engañándonos a nosotros mismos.

 Hagamos memoria de Jesús. Su perfil psicológico –lo afirman los mejores estudios- es el de su autoridad (ezousía). No hablaba como los fariseos, que repetían lo que habían aprendido en las escuelas rabínicas, sino habiéndolo pasado todo por su corazón. No enseñaba por saberse bien la Ley, sino porque la conocía como la conoce el legislador. Jesús fue un hombre conectado con su interioridad, con sus emociones y también, es indispensable suponerlo, con su sexualidad. Lo aprendió todo en su corazón. Fue auténtico.

Dentro de sí, en su conexión con Dios, conectó el mundo fragmentado en que nació, amó a los fracasados y se encolerizó contra los hipócritas. Fue un hombre convencido de haber sido llamado.  Tan concentrado estuvo en su vocación que pudo ser célibe y sobrellevar tentaciones que lo mordieron a lo largo de la vida. Su pasión por amar a los pobres y los pecadores, como su Padre los ama, le hizo subir apasionadamente al Calvario. Temió la cruz inminente, pero el temor no le impidió seguir hasta el fin.

Los sacerdotes, si alguna vez tuvimos la convicción de que nuestra vocación es genuina, hallamos en Cristo el camino y la fuerza para recorrerlo sin marcha atrás. Solo nos queda avanzar.

 Pienso que los sacerdotes somos sacramentos de la Pasión. Nuestra historia concreta, con nuestra fragilidad y pecado, nuestra soledad a cuestas, se nutre del misterio de la Pasión de Cristo. Es así que nuestra vida tiene un valor eucarístico. Nuestra investidura sacerdotal se justifica en orden a participar apasionadamente en el padecer del mundo. La pasión del mundo es la Pasión real de Cristo.

 La Iglesia necesita sacerdotes buenos, pero no perfectos. La perfección cristiana estriba en la com-pasión. La Iglesia necesita sacerdotes misericordiosos, que conozcan la misericordia que Dios tiene con su miseria y que la practiquen pródigamente con los que más necesiten comprensión y aliento. Si pensamos que nuestro rango nos ubica en un lugar superior al de los demás, habremos entendido todo al revés. Tendríamos que estar alertas. El fariseísmo se replica y prolonga en el cristianismo como en su casa. No nos libraremos jamás de él. Seguiremos pensando que nuestra autoridad tiene más que ver con nuestra exención para vivir la vida sin tropiezos, que con una elección completamente gratuita e inexplicable. El Señor no nos ha llamado para ser mejores, sino para padecer con los que padecen, para cargar con ellos y, de tanto en tanto, dejarnos cargar por ellos. ¿O es indigno de un sacerdote reconocer alguna vez que no puede con su vida? El sacerdote es intérprete de la pasión del mundo. Negar su humanidad, su mundanidad, no lo hace mejor sacerdote, sino que lo incapacita absolutamente para serlo.

 Hemos de ser conscientes del peligro que significa para nosotros y para los demás la mezcla de intentos morales de perfección, la tara psicológica de la omnipotencia y la autosacralización del clero. Con esta mezcla solemos negar nuestra realidad humana. Nos divinizamos en sentido herético. Lo cual se traduce en sobrecargar a las personas con exigencias que no son capaces se sobrellevar.

Lo “sacro” auténtico tiene que ver con el darse Dios humanamente. Dios en la Encarnación se da a sí mismo, y por entero, en un hombre como otros hombres. Jesús fue sacro en su humanidad, jamás a pesar de ella sino en ella. Frente a Jesús tuvieron que definirse sus contemporáneos. Ellos tuvieron que discernir frente a este hombre si su proyecto del reino era de Dios o no. No les fue evidente. Unos lo siguieron, otros no; algunos lo abandonaron. Dios se nos dio en Jesús de un modo “profano”. En sentido estricto Jesús fue un laico. Su sacerdocio se hizo patente solo después de su resurrección. Pero aún así, el Nuevo Testamento sostiene, en contra de la clase sacerdotal de ese tiempo, que el sacrificio de Cristo fue existencial. Consistió en amar. Y no en autoinmolarse.

Es este sacerdocio el que Cristo comparte con todos los bautizados. El sacerdocio ministerial se justifica en razón del sacerdocio real del Pueblo de Dios. ¡Cuánto nos ha costado entender esto! Esta es, sin embargo, una indicación principal del Concilio Vaticano II a propósito de nuestra identidad. Nuestro primer deber es concentrarnos en los otros, especialmente los más desamparados, y entregarnos a ellos apasionadamente, sin nunca tratar de salvar el “ego” o el “rango”.

Todo lo dicho queda corto para expresar lo que san Pablo escribe a los Corintos. Pablo va a lo más profundo del misterio de su ministerio. Dice así:

“Y dada la extraordinaria grandeza de las revelaciones, por esta razón, para impedir que me enalteciera, me fue dada una espina en la carne, un mensajero de Satanás que me abofetee, para que no me enaltezca. Acerca de esto, tres veces he rogado al Señor para que lo quitara de mí. Y Él me ha dicho: Te basta mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad. Por tanto, muy gustosamente me gloriaré más bien en mis debilidades, para que el poder de Cristo more en mí. Por eso me complazco en las debilidades, en insultos, en privaciones, en persecuciones y en angustias por amor a Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 12, 7-10).

 En el desempeño de su ministerio Pablo ha experimentado adversidades que hubiera querido no tener, pero que finalmente ha aceptado porque descubre que le ayudan a no gloriarse de lo que no debe jactarse: las revelaciones con las cuales ha sido beneficiado. Una “espina en la carne”, además de hacerlo humilde, le ayuda a descubrir que la fuerza de Dios se manifiesta en la debilidad humana. Esto es exactamente lo que conviene que tengamos presente nosotros mismos. En orden a cumplir con nuestro ministerio, las espinas en la carne, cualquiera sean, no son solo trabas para anunciar el Evangelio sino también mediaciones para que signifiquemos que es Dios quien hace la obra. En tiempos de tanta dificultad hay algo que permanece inalterado, a saber, que Dios sostiene a Pablo, y a nosotros, en el ministerio que nos ha encomendado.

 Ha sido el Señor quien te llamó para que dieras testimonio del Evangelio hasta el último ser humano que necesita que alguien le haga saber que es hijo e hija de Dios. Ni yo ni tú tenemos autoridad propia para el ministerio que desempeñamos. Lo que nos corresponde es confiar que quien empezó con nosotros la obra del Evangelio se encargará de terminarla no sin nosotros.

 Un abrazo

 Jorge Costadoat Carrasco

¿Por qué votar? ¿Por qué no?

Tenemos delante la elección de la presidenta de Chile. Bien vale preguntarse por quién votar, y también si votar o no. Dado que se nos da la posibilidad legal de no acudir a las urnas, queda entregado a nuestra responsabilidad, ahora más que antes, el futuro político del país.

 Avanzo algunas razones que abierta o subterráneamente nos mueven a NO VOTAR:

+ El país seguirá más o menos el mismo curso con esta o aquella candidata. No debiera haber alteraciones mayores en la organización de la economía; los ajustes políticos por hacer no parecen decisivos como para cambiar la orientación del crecimiento de Chile. Uno voto más, un voto menos, da igual.

+ Bachelet ganará de todas maneras. Sería una pérdida de tiempo ir a darle el voto. En este caso sería entretenido, al menos, participar y ganar. ¡Pero hay tantas entretenciones! Basta el teléfono, el i-pod… Sería aun más pérdida de tiempo votar por Matthei.

+ Alguien puede pensar que el “sistema” no da para más. La mejor manera de hacerlo saltar, es saboteando el mecanismo más característico de su reproducción: el voto. El pensamiento anárquico está en alza. ¿A qué aspira? A algo así como a una sociedad sin instituciones o a una reconstitución de las instituciones después de haber dinamitado el sistema anterior. En muchos chilenos hay rabia contra la democracia chilena neoliberal. En algunos hay tanta rabia como para sacrificarla a un tirano parecido a Pichochet, por puro ver en qué se ganarían la vida algunos políticos que nos tienen agotados con sus sonrisas electorales.

+ Votar da lata: vamos de elección en elección, la ciudad lleva meses y años en campaña, la cablería está llena de carteles y lo muros de grafitos; ir a votar son dos pasajes de locomoción; el domingo es para descansar, y este sería el segundo domingo en poco tiempo destinado a lo mismo. El país exige mucho, ¿y “qué me da”?

 La razón para VOTAR, me parece, es esta:

Las personas hemos de ser responsables con nosotros mismos, con nuestros connacionales y con el país en su conjunto. El primer paso para asumir estas tres responsabilidades, es plantearse como adulto la pregunta por el valor de la Democracia. No solo la pregunta por esta democracia chilena nuestra, por cierto imperfecta e incompleta, sino por la Democracia como régimen de gobierno que no funciona sin el voto de los ciudadanos.

 ¿Dictadura, Anarquía o Democracia? No soy experto en politología. Pero no veo otras alternativas. Votar significa apostar por la Democracia en contra de la nunca despreciable posibilidad de la Dictadura y de la Anarquía. Es decir, dos formas de organización social que normalmente acarrean violaciones espantosas de los derechos humanos, comenzando por el menosprecio de los más débiles. Pues debe quedar claro que nada protege más a los pobres, los frágiles, los quebrados, los insignificantes, los que nunca merecen nada, que una regulación jurídica de derechos y obligaciones, lo cual solo las democracias pretenden garantizar.

 ¿Democracia, Dictadura o Anarquía? En la Dictadura prevalece la fuerza de uno o de algunos: los demás son aplastados. La Anarquía, mientras predomina, mientras la Dictadura no le arrebata el poder con la bayoneta, acarrea la lucha de todos contra todos. En esta lucha siempre ganan los más ricos, los más influyentes, los más relacionados, los más poderosos.

 ¿Anarquía, Democracia, Dictadura? Se comience por esta, esa o aquella, es de adultos parar y reflexionar en serio sobre estas posibilidades. Es responsable preguntarse con el corazón: ¿quién de nosotros se merece el país que tenemos? ¿No es Chile un regalo que, si de merecimientos se trata, debiéramos cuidar?

 Por mi parte espero que el domingo próximo los chilenos se laven la cara en la mañana como lo hacen todos los días para trabajar por las personas que aman, agradezcan el país que recibieron y que los aguanta, y voten.

La primavera eclesial de Evangelii Gaudium

Tras una primera lectura de la Exhortación Apostólica del Papa Francisco, comparto algunas impresiones. Son impresiones. No ofrezco un resumen. Se trata de las resonancias que causan en mí algunos asuntos centrales del documento. Ecos que a mí y a mi modo me hacen pensar. El ámbito de libertad creado en esta Primavera eclesial hace posible compartir ideas e impresiones sin temor a equivocarse. Hay aire para la espontaneidad.

 + El Papa Francisco pone a la Iglesia “en salida”. Le exige una conversión personal y una revisión estructural, en vista de la misión de anunciar el Evangelio. La misión cobra una importancia decisiva. De la “salida” depende el futuro. Se trata de llegar a todos. No hay, sin embargo, señas de ajustes doctrinales. ¿Son estos necesarios para cumplir la misión? No se abordan a fondo los temas ruidosos. Talvez no sea el momento de echarles de menos. Ya volverán…

 + A la vez, la Iglesia “en salida” es la que “se abre” sin miedo a todos sin excepción. La apertura es la condición de la salida; el modo de llegar a todos, es procurando que en la Iglesia cualquiera encuentre un lugar. En ella cada cual debiera sentirse “en su casa”. Aquí y allá el Papa lamenta una Iglesia encerrada, vuelta sobre sí misma, poseedora absoluta de la verdad. Francisco parece pensar que “se llega” a todos cuando “se recibe” a todos. El planteamiento es más pastoral que doctrinal.

 + El Papa transmite una convicción: el Evangelio experimentado personalmente es causa de un gozo que debiera impulsar su anuncio. La Exhortación rezuma alegría, deseos de ser cristianos… En una palabra: entusiasmo. Queda atrás, y a veces se critica, un estilo de ser Iglesia temeroso, funcionario, falto de fe. Francisco critica el clericalismo. Sacude al predicador flojo, que se extiende en el púlpito como si tuviera algo que decir y que ya nadie soporta. Le da consejos de homilética. Ataca el pragmatismo eclesiástico que ha terminado por espantar a tanta gente. Todo depende, en última instancia, de una experiencia de encuentro con Cristo. Cristo es el Evangelio. Un Evangelio que debiera impactar todos los ámbitos de la vida personal y social, y transformarlos.

 + De principio a fin los pobres son los principales protagonistas del Evangelio y de la Iglesia. Esto es, al menos, lo que Francisco desea. Una “Iglesia pobre y para los pobres”. Ellos tienen un conocimiento de Dios que debiera incidir en la Iglesia en su conjunto. La opción de Dios por los pobres, y la correspondiente opción de los cristianos por ellos, es ratificada innumerables veces. Se presagia un cristianismo “al revés”. ¿Será posible algún día? Talvez alguna vez la organización eclesiástica, la moral, la liturgia y el derecho canónico arraiguen en la experiencia espiritual de los pobres. Esta es ya opinión mía. La Exhortación no va tan lejos.

 + La Iglesia debe llegar a los más diversos pobres, y en particular al pobre en cuanto “pueblo”. Es esta una convicción propia del mejor catolicismo social argentino. Bergoglio depende y es testigo del amor del sacerdote por la gente de los barrios de la periferia del Gran Buenos Aires. El evangelizador debiera ser alguien que comparta la vida de las personas comunes y corrientes; uno que se considere a sí mismo parte de un mundo de personas que tienen sueños comunes y luchan sufridamente por alcanzarlos. La noción de “pueblo” resuena de distintas maneras en América Latina. En otros catolicismos del mundo el término probablemente no dirá nada. Como nos ha sucedido tantas veces a los sudamericanos, cuando los pontífices europeos nos hablan de crisis que no son nuestras crisis.

 + Llama mucho la atención que el Papa cite a las conferencias episcopales de todas las partes del mundo. Talvez este sea la novedad mayor del documento. El Papa no se cita a él mismo nunca, como ocurría en los discursos del Invierno eclesial. Da la palabra a los católicos de todos los continentes. ¡Los toma en cuenta! Desea descentralizar el gobierno de la Iglesia. Abre la posibilidad del catolicismo policéntrico deseado por las iglesias no-europeas, augurado y auspiciado por Karl Rahner. ¿Llegará a ser la Iglesia, por fin, culturalmente universal? ¿Vendrán los cambios estructurales que harán posible este desplazamiento? Los latinoamericanos los queremos. Tal vez mucho más los asiáticos, los africanos y los pueblos de Oceanía.

 + La necesidad de la Iglesia hoy es enorme. Los pobres más que nadie necesitan que, en un contexto de individualismo egoísta y estructurado económicamente, la Iglesia se ponga de su parte. No pueden seguir siendo excluidos. El destino universal de los bienes y la búsqueda del bien común, debieran a ser los grandes principios organizadores de la sociedad. De esto depende el efectivo respecto de la dignidad de todos. Por cierto, Francisco anima a los católicos a reconocer que en la actualidad la Iglesia es solidaria. Lo es de tantas maneras. Pero pide más. Exhorta a descubrir en el cristianismo una religión esencialmente fraternal. En este contexto la Iglesia debiera aportar modos comunitarios de existencia.

 + Francisco habla claro, es directo, hasta confrontacional. No quiere herir a nadie. Pero no tiene tiempo que perder. Dice lo suyo. Lo dice sin ánimo de ser infalible. El asunto no es primariamente la verdad, sino la realidad del prójimo, comenzando por los últimos. Por lo mismo, como ya venimos viendo desde hace un tiempo, él mismo se expone a la opinión de los demás. Pareciera no temer la crítica. Cree en el diálogo. Si alguien lo rebatiera no cometería pecado. Pero encontraría a alguien que le interesa la verdad de veras. La verdad que equivale a la “realidad” de la vida de las personas.

 + Cambió el interlocutor. El Papa Francisco no habla al filósofo, al agnóstico, al católico ilustrado, al obispo que tiene que controlar a su grey con la teología. El nuevo interlocutor es el evangelizador, los intelectuales “de a pie”, la gente común y corriente, el sacerdote desencantado o en crisis que necesitaba que alguien creyera en él y le sacara trote.

 Estas son mis impresiones. Son estrictamente personales. Son algunas. Basta por ahora. No se puede dar fácilmente razón de un texto tan rico.

Memoria de los últimos 40 años

 

 

 

 

 

 

 

 

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El Vaticano II para los jóvenes

He sabido que algunos jóvenes, cuando oyen hablar del “Concilio”, piensan que se trata de algo antiguo e, incluso, anticuado. Mi generación, en cambio, considera que al Vaticano II se debe la gran renovación de la Iglesia actual. ¿Qué renovación?, dirán los jóvenes. Tampoco yo podría explicarlo del todo, pues en ese entonces era muy niño. Solo he conocido esta Iglesia, que a unos parece vieja o incomprensible y que para mí necesita renovarse aún más.

 Así las cosas me pregunto: ¿qué tengo yo en común con las nuevas generaciones como para explicarles que el Concilio Vaticano II ha impulsado cambios enormes en la Iglesia, y cambios que todavía tienen que darse? Me cuesta referirme a las generaciones más jóvenes. Tengo la impresión de que vivimos en mundos distintos. Pero, si me detengo a pensar con más profundidad, si miro a mis sobrinos pequeños, cincuenta años menores, caigo en la cuenta de que tenemos en común al menos dos cosas: primero, tanto para ellos como para mí el amor es algo muy importante; segundo, a mí y a ellos nos gustan las papas fritas. Me perdonarán la comparación. Esta me anima a explicar que, a gracias al Vaticano II podemos imaginar que la Iglesia, si se renueva, tiene un enorme porvenir.

El desafío de los tiempos

Cuando los obispos del Concilio (1962 a 1965) fijaron la mirada en el mundo de esa época descubrieron que el gran signo de los tiempos era los grandes y acelerados cambios históricos, derivados del desarrollo de la ciencia y de la técnica, de la expansión del capitalismo y de las luchas por los derechos sociales. También hoy las nuevas generaciones pueden constatar que estas transformaciones continúan siendo el gran signo de los tiempos. Los jóvenes lo experimentan con mayor serenidad. Están mejor preparados que los mayores para surfear las agitaciones de la vida. Tal vez no sienten la angustia de sus padres ante el futuro. Pero, aun así, pueden avizorar que las extraordinarias posibilidades de la actual globalización tienen un reverso: el individualismo, la impersonalización, la provisionalidad de las relaciones humanas y el sentimiento de abandono correspondientes a una inseguridad en las comunidades de pertenencia.

El Vaticano II enfrentó una pregunta muy parecida a la que enfrentamos hoy todos, jóvenes y mayores: ¿cómo viviremos a futuro cambios tan grandes y acelerados? ¿Quiénes serán las principales víctimas de las transformaciones en curso y quién se hará cargo de ellas? ¿Qué reformas tienen que darse en la Iglesia para que ella efectivamente ofrezca orientación a los que buscan sentido a sus vidas y refugio a los que hayan sido excluidos?

Hace cincuenta años la Iglesia hizo un esfuerzo enorme por ajustar su realidad a las     preocupaciones  de su tiempo. Quiso ponerse al día. Lo hizo, curiosamente, yendo hacia atrás. Volvió a las fuentes primeras, al Evangelio y a su propia historia. Así pudo distinguir lo esencial de lo transitorio, la gran Tradición de los tradicionalismos asfixiantes, para intentar luego nuevas respuestas, nuevas maneras de entender y organizarse ella misma de acuerdo a las necesidades que iban surgiendo. Esto que el Vaticano hizo tantos años atrás es lo que la Iglesia tendría que continuar haciendo hoy. En ello han insistido los últimos papas. El Concilio nos ha dejado tarea para rato. La tarea es la misma. Pero, además, son los mismos los aportes del Vaticano II para cincuenta años atrás y para los futuros cincuenta, cien o quinientos por venir. Señalo algunos.

Aportes del Concilio

a)      Una idea dominante fue que Dios quiere y puede la salvación de todos los seres humanos. Esto es fácil de entender para los jóvenes ya que tienen una noción más positiva de Dios y de las demás culturas y religiones. Para los católicos de principios de siglo XX, incluida la jerarquía de la Iglesia, no era tan fácil admitirlo. Entonces se pensaba que “fuera de la Iglesia no había salvación”. Algo así hoy, además de equivocado, parece insoportablemente mezquino. El Vaticano II obligó a creer, por el contrario, que el amor es el principal criterio de la salvación. Fue extraordinariamente audaz. Al afirmar que los fieles de otras religiones o los ateos podrían “salvarse” si amaban y, por el contrario, “condenarse” los católicos por no hacerlo, relativizaron la necesidad de la Iglesia. Lo sabían y, sin embargo, quisieron correr el riesgo de ajustar el discurso y la organización de la Iglesia a esta extraordinaria convicción.

La conciencia de la importancia de “todos” a los ojos de Dios de parte del Concilio, continúa siendo clave y tremendamente actual. ¿Cómo no va a ser decisivo a futuro que haya una autoridad moral, en este caso la Iglesia, que declare que todo ser humano tiene una misma dignidad y que la religión ha de ser un factor de libertad, de justicia y de amor entre los seres humanos, y jamás de sectarismo, de fanatismo y de violencia? La Iglesia hoy, como la de hace cincuenta años, sabe que esta es su misión. No excluye que otras religiones y filosofías también la tengan. Se alegra que los credos converjan en ella. Pero ella sabe que su vocación particular es su lucha para que “todos” tengan lugar en el mundo. Sin lucha, la posibilidad de involucionar al racismo o a pensar que hay seres humanos superiores está allí esperando otra posibilidad. La humanidad conoce retrocesos atroces.

b)      Esto la Iglesia conciliar pretende alcanzarlo a través de un anuncio renovado de Jesucristo. Cualquiera que medite con calma acerca de la necesidad que tenemos de saber quién es el ser humano y qué orientación puede dársele a los increíbles desarrollos culturales alcanzados, caerá en la cuenta de que el Vaticano II tiene gran actualidad. Las ciencias y las técnicas serán siempre un aporte al nivel de los medios. Pero no puede pedírseles más. Sobre el sentido de la vida humana solo pueden decirnos algo importante algunas grandes personalidades, las personas auténticas y, sobre todo, las grandes tradiciones filosóficas y religiosas cuando se abren a la realidad y a sus cambios.

El Concilio reencontró en un estudio más profundo de la Sagrada Escritura al Hijo de Dios encarnado en Jesús de Nazaret como orientación fundamental para el ser humano. Desde entonces se ha subrayado que Cristo es el hombre que revela al hombre su propia humanidad. Pero, además, distinguió la Sagrada Escritura de la Palabra de Dios para enseñar que Dios, que habló en la Biblia, sigue hablando en la historia a través del Espíritu de Cristo resucitado. Por tanto, Jesucristo puede orientarnos con su ejemplo evangélico, pero también dándonos a conocer interiormente por dónde debemos avanzar, cuál es nuestra vocación y el sentido de nuestra vida.

c)      Termino con un tercer aporte teológico del Concilio, contribución que aún tiene que llevarse a la práctica. El Vaticano II ha querido que la Iglesia sea un sacramento de unión y de comunión entre todos los hombres y con Dios; un factor decisivo, en palabras de Pablo VI, de la “civilización del amor”. Desde entonces, ella misma ha debido ofrecer a cualquier ser humano un lugar digno en el mundo. ¡Cuánto se necesita hoy comunidades que nos reconozca como suyos! Necesitamos una que nos dé un nombre al nacer y nos ampare hasta la muerte. El Concilio ha querido que la Iglesia ofrezca una pertenencia definitiva al Cristo que, por representar al Dios que es amor, nos reconoce y reúne en una comunidad. En las comunidades de la Iglesia conciliar, ha pasado a ser decisiva la igual dignidad de las personas. La Iglesia latinoamericana, por su parte, ha llegado a la conclusión de que esto realmente se logra cuando los cristianos optan por los pobres y cuando ella se constituye en la “Iglesia de los pobres”. Allí donde los pobres se sienten en la Iglesia como en su casa.

La Iglesia que el Concilio ha querido debe ser humilde. En ella el bautismo debe considerarse el principal sacramento, de modo que los sacerdotes estén al servicio de todos los bautizados. Esta horizontalidad querida por el Vaticano II, también ha debido darse en relación a los otros pueblos y credos de la tierra. Una Iglesia humilde, en la cual todos pueden ser protagonistas y que reclama este derecho para todos los habitantes del planeta, debiera tener una gran actualidad.

En suma, intuyo que podemos entendernos las diferentes generaciones. Porque todos podemos apreciar que las principales convicciones del Vaticano II están vigentes. Pues si las papas fritas nos unen a jóvenes y a mayores, nos une mucho más el reconocimiento de que el amor es lo más grande, y lo que la Iglesia del Concilio ha querido es amar a la humanidad con un lenguaje nuevo y una organización más acorde con el Evangelio.

40 años: qué aprender, qué enseñar

La revisión de los últimos 40 años -los años antes del “golpe”, los de la dictadura y los de la recuperación de la democracia-, tal como está teniendo lugar, indica que nos encontramos en un momento importante. La ebullición de emociones y de argumentaciones, las discusiones sin fin sobre tal o cual punto, ha generado un ambiente que, aunque a ratos nos abrume, es positivo. De la calidad de la memoria que hagamos de lo acontecido, depende la calidad de las proyecciones del país que queremos.

La evaluación en curso tiene innumerables accesos: políticos, jurídicos, económicos, psicológicos, sociológicos, históricos… Cualquier cientista social tendría algo que decir. Corresponde, por cierto, que lo haga en su círculo de pares y en el foro público. Por mi parte ofrezco otra entrada. ¿La de un educador? ¿La de un humanista? ¿La de un teólogo? Me parece decisivo que todos los protagonistas de estos años nos preguntemos qué hemos de aprender y qué de enseñar.

 Nuestra generación, la de quienes fuimos testigos y actores antes y después del “golpe”, tenemos el deber ante nosotros mismos de preguntarnos por lo ocurrido. Es un asunto de biografía. Si tuviéramos que escribir un “diario” de nuestra vida nos veríamos obligados a explicar ante nuestra conciencia (que representa el valor absoluto del prójimo que nos habita, nos juzga y nos redime), dónde estuvimos y hacia dónde querríamos ir. Los 40 años tienen para nosotros tal contundencia existencial que nos ponen ante la pregunta por el sentido de nuestra vida. ¿Cuánto pesa nuestra humanidad? ¿Cuánto vale?

 Lo que está en juego es cómo nosotros somos leales con los esfuerzos titánicos de la humanidad por crecer en civilización y nuestra responsabilidad con los que hemos arrojado al mundo.  No podemos asistir al debate que presenciamos en el foro público como meros espectadores. No podemos decir “esto sí, esto no”, emocionarse, acalorarse y terminar por cambiar de canal. Es necesario dar un paso más.  “¿Qué aprendemos?”. Esta es una pregunta clave.  La respuesta equivale a ser protagonistas o turistas sobre la tierra. La otra pregunta nos obliga a salir de la indolencia y hacernos cargo de quienes amamos: “¿Qué enseñamos?”.

 ¿Qué trasmitimos? ¿Cuál es la tradición que nos ha hecho humanos, y que nosotros podemos acrecentar o traicionar? No hay ninguna confrontación más decisiva que la de preguntarse cómo educar a un hijo. Una posibilidad, la más superficial aunque necesaria, es explicarle lo sucedido con la mayor objetividad posible. Pero hay otro nivel de la realidad aún más profundo: un padre y una madre, cualquier educador, tiene que enseñar a amar y a odiar. Sí, no solo a amar. Porque solo se ama bien cuando se odia del modo mejor posible. Me explico: se educa bien cuando se enseña que el amor nunca podrá separarse del todo de los miedos, fobias, traumas y odios que nos habitan y nos impiden encontrar la verdad. Pues toda vez que se niega el lado oscuro de nuestra realidad, la exaltación del amor y de la reconciliación se vuelve palabrería moralizante y farisaica. La verdad que hemos de transmitir a la siguiente generación, si no reconocemos que nos ha sido fatigoso obtenerla, venciendo sobre intereses que no cesamos de camuflar, como toda falsa ética, se muerde la cola. En vez de liberar, esclaviza.

Lo que estamos viendo es inquietante. Debe serlo. Debemos permitirnos contactarnos con nuestra historia al nivel más básico y fundamental de nuestra biografía, si queremos conocer el misterio de nuestra vida y poder compartirlo con cuidado, sin imponerlo a los que nos seguirán. La historia a veces no nos pide más que seamos honestos. Los jóvenes nos demandan autenticidad. Hoy toca reconocer qué hemos podido aprender y cómo las heridas y la imposibilidad de pedir perdón o de perdonar son una realidad en nosotros que, sin embargo, no puede devorarnos el corazón y envilecer el relato de la historia que debemos contar.

Estamos en un momento importante. Bien vale dejarnos tocar por la discusión pública y las imágenes que producen dolor. Lo que está en juego es llegar a ser mejores. Sufrir si corresponde, hasta que el prójimo que no despreciamos sin despreciarnos a nosotros mismos nos pida cargar con él para que, de tanto en tanto, cargue también él con nosotros.

Religión para la paz

Es claro que las culturas y las religiones han entrado en relación, y a veces en choque. El proceso es antiguo, pero la multiplicación de los contactos y la aceleración con que estos ocurren, es nuevo. El mundo globalizado interrelaciona todo con todo. Cada persona, creyente o no, cristiano o no, puede incidir en los demás al igual que los otros pueden afectarla. Es hermoso. ¿Cómo no va a serlo la infinidad de síntesis personales posibles? El panorama religioso mundial es más abigarrado que nunca. Cualquier persona que tenga un mínimo de apertura mental podrá sorprenderse positivamente con el intercambio religioso y cultural que está ocurriendo.

El problema surge cuando las culturas y las religiones son principios de comprensión de un mundo que debemos compartir, pero que tendemos a acaparar. Las culturas y las religiones han podido ser dominantes y dominadas. Esto ha ocurrido y continúa ocurriendo. Hay personas y pueblos que dominan a otros imponiendo a los otros sus creencias y sus modos de organizar la vida. Estos otros, a su vez, han podido resistir, rechazando o asimilando las creencias y los modos de sus adversarios. Hoy, en un mundo crecientemente más globalizado, la interacción adquiere gran importancia. Lo que está en juego es la paz.

Nada fácil. En unos casos, las rigideces son comprensibles como medios de defensa o contención de lo propio, aun necesarias; y en otros, todo lo contrario. Pueden expresar intolerancia: cerrazón a reconocer el valor de las creencias y culturas ajenas. Las mezclas, los sincretismos, las relativizaciones de la propia tradición tienen ventajas y problemas. Hoy todos estamos sometidos a procesos profundos de crítica y de autocrítica de las tradiciones que nos  permiten autocomprendernos en el mundo. No faltan, tampoco, quienes pretenden “tener la verdad” con la cual quieren “organizarle” el mundo a los demás. La paz está comprometida. Esta depende de la justicia y esta, inevitablemente, depende a su vez de tradiciones culturales y religiosas distintas.

La Iglesia hace un aporte a la justicia, y a la paz. Lo hace, aunque no siempre ni necesariamente. El Concilio Vaticano II ha despejado a la Iglesia la posibilidad de entender que Dios actúa en todos los seres humanos a través de sus tradiciones culturales y religiosas, y a pesar de estas. Hoy los cristianos podemos pensar que el Misterio de Cristo no es lo mismo que el cristianismo. El Misterio de Cristo afecta positivamente a cada ser humano que viene a este mundo. El Cristo resucitado alcanza a cada persona, independientemente de su religión, en virtud del Espíritu Santo. El cristianismo, tal como históricamente se ha dado y se da, vive de Cristo, pero también es víctima del mal. El cristianismo a veces ha arrasado con otros pueblos, con su lenguaje, su religión, sus maneras de organizar sus vidas y economías. En estos casos, estos pueblos han representado muchísimo mejor que el cristianismo al Cristo crucificado. Ellos, y no los cristianos han verificado el Misterio de Cristo.

La Iglesia, cuando es sacramento del Cristo crucificado, hace un aporte infalible para compartir un mundo que ha sido creado para esto, para ser compartido. Los cristianos, en el contexto de interrelación religiosa y cultural en el que estamos pueden relativizar lo propio o adquirir muchas riquezas de las otras tradiciones, sin perder su identidad. Lo que no pueden dejar de ser es la “religión de los pobres”. Como “Iglesia de los pobres” los cristianos favorecen una integración religiosa y cultural planetaria. De paso, esta Iglesia por el mero hecho de representar a los crucificados crítica los fanatismos, las intolerancias y los proyectos culturales hegemónicos.

Alberto Hurtado: apóstol de la justicia

Hay pocas cosas que duelan más en la vida que la injusticia. La injusticia duele y hace daño. Nos duele que no se reconozca el valor de nuestro trabajo, que nos paguen una miseria. La injusticia hace daño. Humilla. Lesiona nuestros esfuerzos por vivir y por sobrevivir con dignidad. Injusticias hay de muy diversos tipos. Las injusticias familiares (violencia física y verbal), laborales (maltrato en el trabajo, sueldos miserables), sociales (falta de acceso al sistema de salud y de oportunidades de educación), judiciales (cárcel solo para los pobres) y políticas (violación de derechos humanos y democracia «a medias»), cualquiera de ellas nos indigna. Pues, la injusticia causa pobreza y la pobreza destruye a las personas, el matrimonio y deteriora las posibilidades de desarrollo y paz social.

 El Padre Hurtado, habiéndose preguntado qué haría Cristo en su país herido por la miseria, fue un apóstol de la justicia. No sólo consiguió recursos para socorrer a los más pobres de los pobres: los niños sin hogar y los vagabundos. Luchó contra la injusticia, rescató la dignidad pisoteada de los pobres, denunció el abuso de los malos patrones y procuró la asociación sindical de los obreros para la defensa de sus derechos. Escribió libros, creó la Asociación Sindical Chilena, fundó la revista Mensaje y el Hogar de Cristo. Quería un país cristiano.

Alberto Hurtado se dio cuenta de los grandes peligros de su época. En contra del capitalismo y de la revolución comunista en curso en varios países del planeta, él, inspirándose en la enseñanza social de la Iglesia, promovió un camino distinto: un Orden Social Cristiano, basado en las dos grandes virtudes del amor y la justicia. Pero no quiso caridad sin justicia. Decía: «Muchas obras de caridad  puede ostentar nuestra sociedad, pero todo ese inmenso esfuerzo de generosidad, muy de alabar, no logra reparar los estragos de la injusticia. La injusticia causa enormemente más males que los que puede reparar la caridad».

El Padre Hurtado tuvo la esperanza de que los hombres de su tiempo alcanzarían la paz social, uniendo la benevolencia a la justicia. Eso sí, le parecía una hipocresía limosnear a los pobres, pero no pagarles un sueldo justo. En su obra Humanismo Social concluye: «Los hombres son muy comprensivos para saber esperar la aplicación gradual de lo que no puede obtenerse de repente, pero lo que no están dispuestos a seguir tolerando es que se les niegue la justicia y se les otorgue con aparente misericordia en nombre de la caridad lo que les corresponde por derecho propio. Debemos ser justos antes de ser generosos».