Características y alcances de la humanidad de Jesucristo

Jesús es tan divino -se piensa- que no ha podido ser muy humano. Sucede también lo contrario. No falta quien afirma que es tan humano que no ha podido ser divino. Ambos modos de concebir a Jesucristo son comprensibles toda vez que la Encarnación del Hijo de Dios es un auténtico misterio que pone en jaque nuestros esquemas mentales. Creer en Jesucristo es en sentido estricto una cuestión de fe.

Es arduo para el pensamiento hacerse a la idea de reunir en una sola persona dos magnitudes que parecen competir entre sí: si Jesús ha sido Dios no ha podido morir; si ha sido hombre no puede estar vivo. Sin embargo, humanidad y divinidad no compiten en Jesucristo sino que su divinidad perfecciona su humanidad y ésta, más que cualquier otra realidad creada o mensaje celestial, revela cómo es verdaderamente Dios y cómo se llega ser hombre en plenitud. Jesús es la máxima autocomunicación de Dios y la mayor expresión de la humanidad. Nunca más que en él el hombre fue más hombre porque nunca más que en él Dios se dio tan por entero.

Desde el Nuevo Testamento en adelante, pasando por lo mejor de su Tradición, la Iglesia ha sostenido que Jesucristo ha sido igual a nosotros en todo, a excepción del pecado (Hb 4,15). No es necesario hacer de Jesús un “pecador” como nosotros para que sea más humano, porque el pecado no constituye un ingrediente que perfeccione nuestra condición, sino que la degrada. Jesús sí compite contra el pecado, no contra la humanidad. Encarnándose, el Hijo de Dios compite con el pecado para salvar la humanidad del sufrimiento y de la muerte. En consecuencia, mientras nuestra idea de Dios más se parezca al hombre Jesús más cerca estaremos de conocerlo a El y la bondad de una creación permanentemente puesta en duda por aquellos que quieren hacernos creer que el mal es un contenido “natural”.

El reconocimiento de la humanidad de Jesucristo es más precisamente una cuestión de fe en la liberación del ser humano de la maldad y de la injusticia. Si la perfección de su humanidad estriba en poseer una psicología como la nuestra, más perfecta es cuando Jesús en obediencia a su Padre inaugura entre nosotros el reinado de la misericordia liberadora de Dios.

I. La Psicología de Jesús

Sea para nosotros Jesús un hombre divino, sea un Dios humano, no será fácil explicar cómo se articulan en la unidad psicológica de su persona trinitaria estos dos aspectos suyos, su humanidad y su divinidad. La psicología humana de Jesús es una prolongación de la psicología divina que el Hijo comparte con su Padre por toda la eternidad. La psicología humana de Jesús no subsiste autónomamente, ni es previa a la Encarnación, aun cuando Jesús de Nazaret sólo humanamente sepa que su identidad profunda es divina y no creada. La integración de la psicología humana de Jesús a su psicología divina, que históricamente se cumple en la relación de amor entre Jesús y su Abbá, expresa la unidad de conciencia y voluntad eternas entre el Hijo y el Padre. El tema ha sido debatido a lo largo de toda la historia de la Iglesia y continuará siéndolo .

Desde antiguo, la tradición antioquena que ha sostenido que Jesús es un hombre divino tiene dificultades para otorgarle un conocimiento y libertad divinos que predominen sobre su humanidad por el puro desequilibrio de las fuerzas y, por supuesto, todo otro tipo de facultades “extra-humanas”. Esta postura preserva un criterio teológico fundamental, a saber, que lo que en Cristo no ha sido asumido tampoco será salvado; si Jesús carece en algún aspecto de humanidad, como ser algún instinto humano o alma racional, si alguno de estos aspectos es anulado en su autonomía creada por la predominancia de su divinidad, ese aspecto quedará sin redención. En los tiempos modernos la escuela antioquena no concibe a un Cristo a-histórico, un Jesús que hubiese podido sortear la fatiga de hacerse hombre, prescindiendo de las limitaciones del tiempo y del espacio, saltándose las características culturales de un judío de su época.

El enfoque de Jesús como el hombre divino se desvía de la fe, sin embargo, cuando postula que el Hijo de Dios y Jesús de Nazaret no son una sola persona, sino que el hombre Jesús, sin ser él propiamente Dios, se adecúa a las exigencias de Dios por el puro ejercicio de su libertad. Este es el “nestorianismo”. El “nestorianismo” es grotesco cuando a Jesucristo se le adjudican pecados para hacerlo más semejante a nosotros.

Para quienes Jesús es un Dios humano la dificultad es la contraria: la tradición alejandrina no tolerará que se predique a un Jesucristo en el que no se haga patente su carácter divino, en el que su condición histórica se afirme en perjuicio de su conocimiento y libertad trascendentes. La ventaja de esta manera de ver las cosas estriba en asegurar el segundo gran criterio teológico: que si Jesús no es verdaderamente Dios de nada sirve que asuma nuestra humanidad, porque en definitiva sólo Dios puede con la salvación del hombre.

La desviación de esta postura ha sido recurrente en la historia de la Iglesia y abunda en nuestros días. Consiste en privilegiar en Jesús su “psicología divina” a costa de su psicología humana, como si se tratara de dos “partes” homogéneas que se suman y, en consecuencia, son restables. El “monifisismo”, herejía contraria al «nestorianismo», subraya a tal grado el predominio de la naturaleza divina de Cristo sobre su naturaleza humana que tiende a negar en él una voluntad y una actividad propiamente humanas y, evidentemente, cualquier indicio de ignorancia y error. En este caso el hombre Jesús es una especie de «superman» o una pura marioneta en las manos de Dios.

1. Autoconciencia y conocimiento humanos de Jesús

Los Evangelios nos cuentan que Jesús fue admirable por su sabiduría y autoridad. Que tuvo un profundo conocimiento del ser humano. Que declaró proféticamente los signos de los tiempos y avisoró incluso la caída del Templo. Que ocupando el lugar de Moisés, corrigió la antigua Ley. Nos dicen que utilizó la expresión “yo”, “yo les digo…”, como sólo Dios lo había hecho. En fin, que nadie como él en toda la Sagrada Escritura tuvo una intimidad mayor con Dios, nadie lo llamó Abbá como él lo hizo (Mt 11,27; Mc 14,36).

Pero, ¿cómo pudo saber un hombre que nace en una pesebrera, sin hablar, llorando de miedo y de frío, que él es Dios? ¿Mentía? ¿Lloraba para parecer hombre o porque efectivamente era falible e ignoraba su futuro? ¿Llegó a saber siquiera que la tierra era redonda y que gira alrededor del sol o compartió lo errores de la cosmología de su época? Bernard Sesboüé, destacado cristólogo contemporáneo, se interroga: “¿cómo Jesús, en el curso de su vida humana pre-pascual, ha tomado y ha tenido conciencia de ser el Hijo de Dios?” .

Estas y muchas otras preguntas serían impertinentes si el Hijo de Dios no hubiese compartido en serio, y no en apariencia, nuestra humanidad. Como hemos recién insinuado, se puede errar en las respuestas por un lado o por otro. Se equivocó Santo Tomás, se equivoca cualquiera. Santo Tomás concedió a Jesús de Nazaret la llamada “visión beatífica”, el conocimiento y la fruición de Dios propios de los bienaventurados en la gloria, en virtud de la unidad en Jesucristo de su persona divina con la naturaleza humana. La atribución de “visión beatífica” a Jesús de Nazaret constituye, sin embargo, una falta de consideración del misterio de la Encarnación y de la “kénosis” del Hijo de Dios (la existencia en la humildad de la carne, haciendo suyas las limitaciones propias de la creación).

Karl Rahner en orden a conciliar los datos fundamentales de la dogmática con la imagen de Jesús proveniente de la exégesis moderna, procurando compatibilizar la noción metafísica tradicional con una noción psicológica verosímil de Cristo, ha sustituido el concepto de «visión beatífica» (predominante desde la Edad Media hasta este siglo) por el de «visión inmediata» de Dios . Dada la unidad y actualidad en Jesucristo de su conciencia y de su ser, éste no ha podido no conocer su identidad divina. Jesús ha intuido de un modo inmediato su condición de Hijo respecto de su Padre Dios, como el contenido más propio de la unión hypostática. Sin embargo, esto que Jesús ha sabido subjetivamente desde siempre ha debido llegar a saberlo objetivamente por una experiencia histórica, mediatizada por un lenguaje que ha debido adquirir y una interacción humana insustituible. Rahner distingue en Jesús y en todo hombre dos aspectos en su modo de conocer, uno trascendental (subjetivo) y otro categorial (objetivo), siendo el primero condición absoluta del segundo. De un modo trascendente, intuitivo, atemático Jesús ha sabido que él es el Hijo, del mismo como que nosotros podemos sabernos libres, espirituales e imaginamos que Dios es el sentido último de nuestra vida; un niño en la cuna aún no tiene palabras para expresar lo que le pasa pero porque existe en él una polaridad subjetiva original tratará de hacerse entender gritando, riendo, señalando las cosas con las manos. El conocimiento trascendental, que en Jesús es una «disposición ontológica fundamental» de intimidad con Dios, llega a ser un contenido reflejo en la conciencia en la medida que el ser humano adquiere las categorías para expresarlo. Jesús actualizó, explicitó, tematizó aquello que desde su concepción constituyó el polo original de su conciencia, gracias al lenguaje aprendido de María y José, a su actividad cotidiana y su oración. En otras palabras, Jesús llegó a saber mediante un aprendizaje histórico, por una evolución intelectual e incluso espiritual, lo que había intuido desde siempre: que su identidad era divina y no meramente humana.

Además del anterior, los cristólogos contemporáneos admiten en Cristo un «conocimiento infuso», pero no el de la escolástica, aquella enorme cantidad de conocimientos de naturaleza universal infundidos en su alma. Conocimiento infuso parecido sí al de los profetas, no al de los ángeles, que en el caso de Jesús se articula de un modo habitual desde la «disposición ontológica fundamental» que presiona por objetivarse mediante la experiencia histórica. Ante todo, se trataría de la base a priori que ha permitido a Jesús en las circunstancias concretas de su vida comprender las Escrituras, el plan divino de salvación, el sentido salvífico de su muerte en cruz, en una palabra, su propia misión redentora y reveladora .

Por último, como acabo de indicar, ha de reconocerse en Cristo una «ciencia adquirida». Por ésta, cualquier ser humano se apropia experiencialmente del mundo. Su reverso es, por cierto, la ignorancia, la prueba y el error. Por muy sabio que haya sido el niño Jesús delante de los doctores en el Templo, el mismo Lucas cuenta que «Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (2,52). La Epístola a los Hebreos señala: «El mismo Cristo, que en los días de su vida mortal presentó oraciones y súplicas con grandes gritos y lágrimas a aquel que podía salvarlo de la muerte, fue escuchado en atención a su actitud reverente; y aunque era Hijo, aprendió sufriendo lo que cuesta obedecer. Alcanzada así la perfección, se hizo causa de salvación eterna para todos los que le obedecen» (5,7-9).

Hans Urs von Balthasar destaca no sólo la posibilidad de una ignorancia de Jesús sobre su futuro, sino también su necesidad y dignidad. En una obra titulada La Foi du Christ dice:

“Jesús es un hombre auténtico; la nobleza inalienable del hombre es poder, aún deber proyectar libremente el designio de su existencia en un futuro que ignora. Si este hombre es un creyente, el porvenir al que él se arroja y en el que se proyecta, es Dios en su libertad e inmensidad. Privar a Jesús de esta posibilidad y hacerle avanzar hacia un objetivo conocido por adelantado y distante solamente en el tiempo, equivaldría a despojarlo de su dignidad de hombre. Es preciso que la palabra de Marcos sea auténtica: ‘Nadie conoce esta hora (…) tampoco el Hijo’(Mc 13,32).- Si Jesús es un hombre auténtico, es necesario que su obra se cumpla en la finitud de una vida de hombre, aún si el contenido de esta obra y sus efectos posteriores desborden ampliamente los límites impuestos a esta finitud. Un hombre no puede decir: me quitaré de encima esta parte de mi misión antes de morir, y, puesto que sé que debo resucitar, puedo dejar el resto en suspenso, para acabarlo más tarde. El que así hablare sería quizás un espíritu celeste de turismo en la tierra, ciertamente no un hombre, cargado del peso de la finitud humana y de su dignidad” .

Jesús ha podido ignorar muchas cosas y compartir los errores culturales propios de sus contemporáneos. ¿Cómo pudo Jesús ser mejor pescador que Pedro, siendo él un carpintero? Tal vez por fortuna, pero sería raro que por habilidad. Tampoco es sostenible afirmar que Jesús simulaba no saber que la tierra gira alrededor del sol. Desde el momento que él mismo dice: “mas de aquel día y hora (del juicio), nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre” (Mc 13, 32), hemos de imaginar que comparte con nosotros una ignorancia bastante significativa. El concilio de Letrán del año 649, sin embargo, prohíbe contra los agnoetas la afirmación de una ignorancia «privativa» en Cristo, es decir, una que le hubiera impedido cumplir su misión de revelador del Padre y de su designio de salvación

2. La voluntad y libertad humanas de Jesús

¿Pudo Jesús decir a su Padre “este cáliz yo no lo bebo” (cf., Lc 22,42)? ¿Pudo desobedecerle? Si se dice que tuvo auténtica voluntad humana, autonomía plena, ¿pudo pecar? Y si no podía pecar, ¿qué clase de libertad tuvo?

El concilio de Constantinopla III (680/681) definió que Jesucristo no sólo es perfectamente hombre y perfectamente Dios, como lo había hecho el gran concilio cristológico que fue Calcedonia (451), sino que su naturaleza humana que es íntegra, su capacidad de decidir y su actividad, se adecúan armónicamente a las exigencias de la divinidad. Constantinopla III estableció que en Jesucristo hay dos actividades y dos voluntades, humanas y divinas respectivamente, contra el parecer del Patriarca Sergio y del Papa Honorio. Estos, por cerrar toda posibilidad de pecado en Cristo, exigían se reconociese nada más una actividad (Sergio) y una voluntad (Honorio), impidiendo (posiblemente sin intención) que nuestra salvación fuese querida y actuada por el mismo hombre. La Iglesia aseguró así que, siendo Dios el Salvador del hombre, no salva al hombre sin el hombre, sino con el hombre, con su colaboración libre y su lucha.

El concilio, sin embargo, ni habló de la libertad de Jesucristo en cuanto tal ni aclaró cómo se adecuaba ésta “armonicamente” a la voluntad de su Padre. Se limitó a afirmar los datos fundamentales de la revelación: la integridad de la humanidad de Jesús y su carencia de pecado. También otros concilios insistirán en que Jesús no pecó ni tuvo pecado original (Toledo el año 675 y Florencia el 1442 ). Se dirá, además, que no participó de nuestra concupiscencia (Constantinopla II el 553 ), aquella consecuencia del pecado, que no siendo pecado, persiste incluso en los bautizados inclinándolos a pecar (Trento el 1546 ).

Esto no obstante, Jesús conoció la tentación. El dato está claramente acreditado en la Escritura. La Epístola a los Hebreos señala que fue “probado en todo igual que nosotros” (Hb 4,15; cf. Hb 12,1-2; Lc 4,1,-13). Adoptamos la definición de tentación que da Georg Langemeyer: “Es el impulso o atracción hacia el mal bajo pretexto de un bien. En la tentación se le aparece al hombre un valor criatural concreto como más importante que la orientación hacia la voluntad divina de toda su realidad criatural y personal” . Ciertamente Jesús no fue tentado como son tentados los demás seres humanos, ya que Jesús careció de concupiscencia. Pero experimentó la confusión y el sufrimiento de quien tiene que elegir entre un bien natural y la voluntad de Dios que lo invita a renunciar a él, en razón de un bien trascendente. Jesús fue tentado, pero luchó contra la tentación con fe y oración, y la venció. Las tentaciones del desierto tienen la misma naturaleza que la tentación con que Pedro obstaculizó el camino de Jesús a la cruz (Mc 8,31-33): son tentaciones mesiánicas (Mt 4,1-11 par). Cabe notar que aunque consistan en una construcción literaria, ellas aluden a la experiencia espiritual de Jesús y enseñan a la Iglesia una verdad teológica profunda . De acuerdo a la versión de Mateo, la primera tentación altera el significado de la filiación divina de Jesús, toda vez que el Tentador invoca esta filiación para que Jesús utilice a Dios en su favor, consiguiéndole el pan por medios extra humanos. En la segunda tentación Jesús resiste la posibilidad de cumplir su misión con una espectacularidad que le habría ahorrado el peligro y la incerteza, en una palabra, el riesgo de la fe. La tercera tentación, la de la adoración de Satanás, provoca a Jesús con el atractivo recurso de hacer prevalecer su proyecto por la eficacia de la fuerza, como si fuera posible salvar al mundo contra su voluntad, imponiéndole los mejores propósitos. Si seguimos la Escritura, cabe mencionar todavía una última tentación de Cristo, la de Getsemaní. Ella consistió en la rebelión natural de la carne ante la inminencia de la muerte violenta: ésta no constituye ningún pecado, porque es inherente a toda creatura sentir miedo y querer huir del sufrimiento y de la muerte. Ella, sin embargo, apartaba a Jesús del deseo de su Padre de mostrar su amor a los hombres hasta las últimas consecuencias. Jesús resistió la tentación. Su respuesta es conocida: “Padre… no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22,42).

¿Cómo explicar la libertad de Jesús frente a su Padre? Conviene distinguir dos aspectos de la libertad: la libertad como libre arbitrio y como autodeterminación en razón del bien. Gracias al libre arbitrio escogemos entre diversas posibilidades mejores y peores. Hoy no puede haber mejor imagen de esta libertad que las posibilidades de elección que ofrece un supermercado. Pero existe una libertad más profunda y que es la que determina en última instancia la felicidad de las personas: la libertad de todas aquellas cosas que nos esclavizan (dinero, status, trabas psicológicas, culpa, etc.) para escoger y amar bienes verdaderos (los hijos, la esposa, el bien común, etc.). En tanto el libre arbitrio no se verifique como elección de bienes auténticos, nuestra sociedad vaga errática de la mano de la propaganda y del mercado. El sentido de la vida, en su versión liberal, es consumir, sacar partido del prójimo y si es el caso aprovecharse de él. El sentido de la vida en su nivel más auténtico es “consumirse” y “ser consumido” por amor a los demás.

Jesús ha gozado de libertad plena, de ambas libertades. Pero en su caso es tanto lo que Jesús ama la voluntad de su Padre, consistente en el predominio de su inmensa bondad, que no ha podido elegir otra cosa que dar su vida por amor. El amor es el sentido más profundo de su vida y también de la nuestra. ¿Acaso podremos convencer a un enamorado emperdernido que su querida no le conviene, que mejor piense en otra? Imposible. A mayor amor menor posibilidad de escoger otras posibilidades. Es ésta una gran paradoja, porque nadie es más libre que el que se hace esclavo por amor. Jesús, en tanto acata la voluntad de su Padre es el “siervo”; y en la medida que lo ha hecho libremente ha llegado a ser el “Señor”. En teoría, por compartir nuestra libertad Jesús ha podido ceder a la tentación de abandonar su misión; en la práctica, por su amor extraordinario a Dios y a nosotros, no lo ha podido jamás.

Jesús fue libre, pero sobre todo llegó a serlo. Esta es la verdad oculta de su sufrimiento, pasión incomprensible a la mirada superficial, a la del liberalismo y a la de los que a menudo administramos su gloria olvidando nuestra propia falibilidad. Jesús no se acopló mecánica, sino trabajosamente a la voluntad de su Padre. La perfección de su humanidad estriba en su obediencia dolorosa (Hb 5,7-9). Su compasión de la gente agobiada por la enfermedad, la miseria y la exclusión, su independencia familiar y social, su celibato meritorio, participar de nuestro pecado sufriéndolo y no causándolo, su grito en la cruz al cabo de su fidelidad extrema, revela la condición divina de Jesús y las características distintivas de Dios.

Hasta aquí hemos estirado al máximo la prueba de la perfección de la humanidad de Jesús en la perspectiva de la Encarnación, desembocando en el Misterio Pacual cuya fe constituye, sin embargo, el punto de partida genético de la fe en la humanización del Hijo de Dios.

II. La Misericordia de Jesús

Hemos argumentado como si fuese necesario probar que Jesús fue hombre. Si esta óptica es comprensible entre los fieles creyentes absortos en la sublimidad del Señor, ella suele ser incomprendida por la mentalidad contemporánea que se pregunta más bien cómo ha podido Jesús ser Dios. En adelante destacamos cómo la perfección de la humanidad de Jesús no consiste principalmente en haber compartido en todo nuestra naturaleza humana, sino en haberla puesto en juego hasta la muerte, revelando de este modo cuál es su sentido e, indirectamente, cómo es el Dios que promueve su realización definitiva. La maduración de la fe cristológica en el Nuevo Testamento ha ocurrido de acuerdo a este movimiento: de la fe en la divinización del hombre Jesús se llegó a concluir la humanización del Hijo de Dios. Al reentroncar con esta experiencia fundamental de la comunidad cristiana primitiva nos acercamos mejor a nuestros contemporáneos para dar razón no sólo de la divinidad del hombre Jesús, sino sobre todo del significado último del hecho de ser hombre.

En el lenguaje corriente se dice de alguno ser muy “humano” no porque cuente con los dones fundamentales de la naturaleza humana, conciencia y libertad, sino por su cercanía a las personas, su trato cordial, su tolerancia, su acogida, su capacidad de comprender y perdonar sin condiciones. “Humano” porque, sin ser cómplice, se involucra con las penalidades del prójimo y, para ayudarlo a superarlas, comparte su destino. Este concepto de humanidad se aplica a Jesús por antonomasia ya que su misma identidad se ha revelado tras su identificación con el hombre hasta el colmo de su miseria. Es más, no extrañaría que el modo de ser humano de Jesús haya dado origen al concepto mismo. En otras palabras, si asumiendo una psicología humana con todas sus posibilidades y limitaciones Jesús es uno más de nosotros, en tanto hizo entrar personalmente en la historia el amor compasivo de Dios no fue uno más, sino el mejor de todos. La actitud benévola y liberadora de Jesús hacia los postergados de su tiempo alaba a Dios y revela que El no es inconmovible, sino justo y bondadoso, ¡que El no es el causante del sufrimiento del mundo!, y que el hombre alcanza su fin último asemejándose a Aquel que lo ha hecho a su propia imagen. La misericordia de Jesús revela el sentido último de la misma humanidad. Es Jesús misericordioso y no el promedio de los hombres lo que determina qué significa “ser humano”.

Jesús no se predicó a sí mismo. Jesús centró su predicación en el anuncio del reinado de Dios. Lo que en pocas palabras quiere decir que Jesús puso a Dios como el centro de todo. Joaquim Gnilka, un destacado experto en el Nuevo Testamento, afirma que este Reino trata de la cercanía de la bondad inaudita e incomprensible de Dios . Jesús vivió para su Padre y para el reinado de la bondad de su Padre entre nosotros (Mc 1,14-15).

Jesús hizo presente el Reino con su predicación, su actuación y su misma persona, en tanto su humanidad entró en contacto profundo con la “inhumanidad” de la pobreza y del pecado. Podrá discutirse entre los exégetas quiénes son los primeros destinatarios del Reino, si los pobres o los pecadores, pero no cabe discusión sobre el carácter antievangélico de la miseria y del pecado. Ni éste como causa ni aquélla como consecuencia completan la humanidad: la degradan.

Jesús predicó el Reino a los pobres (Lc 4,14-19; 6,20; 7,18-22). El nacimiento pobre de Jesús en Belén no es un dato circunstancial de su vida, sino que constituye todo un símbolo de una humanidad compartida con los preferidos de Dios (Lc 1, 46-56). Jesús se identificó con los pobres en una miseria que en todo tiempo es un pecado, jamás una etapa de la humanización. Los “pobres de espíritu” como Jesús alcanzan la perfección evangélica más que en no cometer errores, más que en no experimentar la duda y el sufrimiento, conmoviéndose, confundiéndose con los que nada más participan de los despojos de la creación y actuando en favor de ellos. La perfección evangélica no margina a los que pesan, a los inútiles, ama incluso al enemigo, consiste en ser “misericordiosos como Dios es misericordioso” (Lc 6,36; cf. Mt 5,43-48).

Jesús también ofreció el Reino a los despreciados por pecadores, aquellos que no estaban en condiciones de cumplir con el moralismo farisaico y a los que violaban la Ley sin más (Lc 5, 29-32; 15, 1-2). Prueba de la gratuidad del Reino es que se ofrece precisamente a quienes no tienen ni bienes ni obras que intercambiar por él. Pero Jesús va todavía más lejos. Sin abolir la Ley, trasgrede la Ley cuando su rigidez atenta contra su sentido originario. Así enseñó Jesús a la mujer adúltera y a sus acusadores que la compasión es más divina que las estipulaciones penales (Jn 8, 1-11). Aún más, siendo que la Ley mosaica autorizaba el divorcio unilateral del hombre respecto de la mujer, Jesús corrige la Ley para acabar con esta injusticia (Mt 19, 1-9). Si la Encarnación ha sido necesaria para que alguien cumpliera la Ley en su integridad, y de este modo glorificara a Dios como lo merece, la Ley y cualquiera norma son del todo insuficientes. Peor aún, toda vez que se invoca la objetividad de la Ley con menoscabo del discernimiento y creatividad personales, se hace vana la Encarnación y la muerte del hombre libre Jesús, vana la efusión del Espíritu y el Espíritu en su razón de ser. Pues si la Ley por sí misma hubiese podido crear relaciones libres y amorosas, si la Ley de Israel no se hubiera desvirtuado dando lugar a un sistema religioso y social inhumano, la experiencia personal de perdón y filiación de Dios inaugurada en Jesucristo sería superflua.

Nada ilustra mejor la humanidad de Jesús que los amigos que tuvo y los lugares que frecuentó. Se rodeó del lumpen de su época y se dejó seguir por él y las multitudes miserables que le pedían o agradecían un milagro. A sus discípulos los escogió de entre todo tipo de personas, principalmente gente humilde. Tuvo incluso discípulas (Lc 8, 1-3), hecho insólito en cualquier sabio de la antigüedad. Se le acusó de “comilón y borracho” porque tomaba y bebía con la gente mal afamada, y se lo despreció por codearse con publicanos y dejarse acariciar por prostitutas (Lc 7,33-35 y 36-50). En este ambiente cultural, comer con otro significaba compartir con él la bendición de Dios. Jesús la compartió con los pecadores y los pobres: con los “malditos”. Estos encuentros y estas comilonas habrían de ser fundamento de la Eucaristía, sacramento por excelencia de la reconciliación de Dios con la humanidad caída.

Pero no es que Jesús se haya sumergido en los bajos fondos de la sociedad para refocilarse en ellos y proclamar su legitimidad. Sucede que el misterio de la Encarnación se verifica muy por dentro y no por encima de la historia humana, desde fuera, desde arriba y autoritariamente, como si fuese posible rescatarla sin contaminarse con ella, pretendiendo liberarla del dolor sin compartir su dolor y sin sufrir. Jesús “manso y humilde de corazón” (Mt 11,29), como un pobre, inaugura el Reino liberando de unos y otros males, pero sin suprimir en sus beneficiarios la inexcusable respuesta personal. Si la bendición del Reino no se impone a los pobres, mas requiere de ellos la aceptación voluntaria, la maldición de Jesús a los ricos ha de entenderse no como una condena (Lc 6,24-26), sino como el último llamado al arrepentimiento que Dios les dirige a lo largo de toda la Sagrada Escritura. Esta parece ser la principal diferencia entre el mesianismo de Cristo y el mesianismo político que haría predominar la causa justa de la liberación nacional por el antiguo recurso a la violencia. Esta es también la diferencia con Caifás que recomendaba eliminar a Jesús por el bien del orden establecido (Jn 11,50).

El mesianismo de Jesús fue diverso de los mesianismos mundanos, distinto del despotismo de los monarcas antiguos tanto como de las modernizaciones racionalizadoras actuales. La propuesta de Jesús de la prevalencia de Dios no aparecería en la historia sin sus destinatarios, a la fuerza, pero tampoco sin hacer suyas las consecuencias de su rechazo y el misterio del mal puro y simple. Jesús el Cristo representa la realización de la libertad histórica. En la medida que Jesús pretendió derechamente la erradicación del egoísmo, la injusticia, la mentira y todo tipo de crueldades, no tuvo más alternativa que perfeccionar el cumplimiento de su misión como el Siervo humilde y sufriente de Isaías que eliminaría el mal cargando con él. En tanto quiso Cristo subvertir la religiosidad de su época, rebelándose contra la distorción de la Ley y del Templo, debió atenerse a las consecuencias. Su muerte violenta no fue una casualidad. Su muerte «era necesaria» (Lc 24,26), es decir, inevitable porque querida. Que la hayan querido los que lo mataron constituye un hecho contingente, aun cuando sea expresión de un mysterium iniquitatis irreductible. Esta muerte era necesaria porque Dios Padre la quiso como expresión de un amor sin condiciones, extremo por el hombre; porque Jesús quiso y optó por cumplir la voluntad de su Padre hasta compartir la muerte humana en todo su abandono, hasta penetrar en la impersonalidad atroz del infierno, desnudo, despojado, con la sola esperanza en que el Dios de la vida colmaría ese reino de soledad con la calidez de su Espíritu. Desde entonces la perfección humana auténtica se expresa en la cruz y por la cruz se encamina a la realización última de la resurrección.

La experiencia que los discípulos del Señor hicieron de este mesianismo del amor crucificado reveló a ellos que la bondad de Dios está muy por encina de los cálculos y las instituciones, y que se participa de ella con la misma humildad con que Jesús es Pobre desde la eternidad y Hombre para siempre.

Jesucristo es el hombre. El Espíritu Santo extiende en la historia lo sucedido con Jesús, porque Dios salva la humanidad con el hombre Jesús, pero no sin nosotros, nuestra opción libre y nuestra lucha.

CONCLUSION

No para salvarnos de la humanidad sino de la “inhumanidad”, Dios ha entrado en la historia como un hombre verdadero y el mejor de los hombres. Las reticencias a aceptar que Jesús es hombre más que salvaguardas de la fe son expresiones de fe heterodoxa. Nuestra salvación depende de que reconozcamos al Hijo en el hombre Jesús y, además, en toda humanidad en la que el Espíritu del resucitado prolonga su presencia.

Contra quienes privilegiaron la divinidad de Cristo sobre su humanidad, la Iglesia definió la integridad de su ser hombre en todos los sentidos de la palabra: Jesús es igual a nosotros en todo, a diferencia de lo que nos hace menos hombres y no más hombres, el pecado. Ni en Jesús ni en nosotros la divinidad prevalece con perjuicio de nuestra humanidad, todo lo contrario: Dios es la condición absoluta de la realización definitiva de todas las creaturas. Si por la unión hipostática Jesús adhiere amorosamente a su Padre en el Espíritu y por ella su realidad humana creada alcanza una perfección jamás igualada, de modo semejante de nuestra mayor unión con Dios depende precisamente nuestra felicidad. Dios no es un enemigo del hombre, como ha creído a menudo la Modernidad. Pero tal vez la Modernidad no logra entender por qué tantas veces la religión defiende el honor y los derechos de Dios en desmedro de la dignidad y el crecimiento humanos.

Sin embargo, la perspectiva abstracta que establece la humanidad de Jesús a partir de la autenticidad de la Encarnación queda corta para explicar el misterio humano de Jesús y, de

paso, para asestar la crítica teológica más seria a los “humanismos inhumanos” que racionalizan la injusticia y la manipulación de las personas en nombre de proyectos de progreso futuro. La perspectiva descendente no basta. Si no pensamos a Dios y al hombre a partir de Jesús de Nazaret, si lo hacemos sólo desde el intento teórico por salvaguardar la unidad de las naturalezas, será imposible evitar el riesgo de afirmar que Jesús es Dios con menoscabo de su humanidad y de la nuestra. La comparación de las naturalezas, una eterna y otra creada, se traduce en hacerlas competir, ¡y cómo podría el ser humano competir con Dios! Es preciso retomar la senda de la evolución del dogma cristológico de acuerdo a la cual Jesús llegó a ser hombre cabal y Cristo por su obediencia histórica, por su cruz y su resurrección: en breve, por ser sacramento de la misericordia de Dios. No es que Jesús por ser Dios no ha podido pecar, sino que no pecó y nada más porque no pecó, siendo inocente y compasivo, sabemos que Dios es bueno y jamás ambiguo como en las religiones dualistas, que ningún daño a la humanidad puede tolerarse en su nombre. Por Jesucristo conocemos la divinidad infinitamente mejor de lo que conocemos a Jesucristo por la divinidad, porque es él quien corrige nuestra idea de Dios y nuestras idolatrías.

En definitiva, no basta creer en abstracto la identidad de naturaleza del resucitado con nosotros. Es preciso tomar parte en su identificación histórica con la humanidad caída, identificándose con su misión y el misterio de su cruz. Sólo caminando con Jesús podremos reconocer al Señor resucitado y al Hijo de Dios. “Fe en Cristo significa, ante todo, seguimiento de Jesús” (Jon Sobrino) .

Jesucristo bondadoso y misericordioso, crucificado y resucitado es el Hombre. “Cristo Jesús hombre” es el mediador entre Dios y los hombres (1 Tim 2,5). Mientras más parecidos seamos a este hombre, más razones habrá en este mundo deshumanizado para creer que Dios es inocente y que nos ama.

Jorge Costadoat Teología y Vida Vol. XXXVIII (1997), pp. 163-174.

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